"Otoño en llamas"
"En llamas, en otoños incendiados, arde a veces mi corazón. Puro y solo.
El viento lo despierta, toca su centro y lo suspende.
En luz que sonríe para nadie: ¡Cuánta belleza suelta!"
Octavio Paz.
Predominaba el color marrón en esa habitación amplia y acogedora. Una agradable combinación de rojos, amarillos y dorados que daba la impresión de que alguien había rociado otoño por ahí, con un suave aspersor.
La luz de la luna llena y radiante se colaba por el ventanal que sustituía la mitad izquierda de la pared y del otro lado, en una mesita redonda, algunas velas tan anchas como una taza, traslúcidas y decoradas con flores y frutas ardían con suave fuego, emitiendo un aroma discreto, fresco y enervante.
Ana entró y dejó un par de batas de hombre en una silla con orejas, situada entre el ventanal y la puerta del baño. Las dos prendas eran nuevas y se veían costosas; gris Oxford una y color tabaco la otra. Tenían una discreta "E" bordada en la solapa.
Gabriel no preguntó por qué Ana guardaba batas de hombre; la inicial era suficiente pista como para sospechar el destino de las prendas.
En cambio, continuó curioseando mientras Iván estaba en el baño.
—Es hermosa tu habitación. ¿Tú la decoraste?—preguntó, señalado con un gesto la cama.
Si acaso se sentía intimidada, no lo demostró. Su voz era suave, amable. Solo un pequeño pie agitándose delataba su posible nerviosismo.
—No. Es la habitación de invitados. La hermana de Esteban estudiaba decoración de interiores y necesitaba un espacio para su proyecto final. Se lo ofrecí. Lo llamó Fall on fire. Dijo algo como: el erotismo y la belleza se confunden con la sensualidad. Obtuvo un sobresaliente.
—En llamas, en otoños incendiados, arde a veces mi corazón —susurró el chico, con los ojos cerrados. Sonrió, evocando alguna experiencia inolvidable—. Es el poema favorito de Iván.
La miró como hacen los hombres cuando desean a una mujer; de arriba a abajo.
—Es perfecto el nombre y tu amiga es talentosa, aunque la belleza de este lugar no está confundida de modo alguno. Todo es hermoso y sensual, empezando por ti.
Ana sintió que su corazón saltaba, tal cual un grillo aterrorizado. No parecía ese tipo de hombre que desnuda mujeres con el pensamiento tratando de averiguar la mejor forma de meterse entre sus piernas lo antes posible, sin que importe ni siquiera, el nombre de la susodicha. No emitía esa bestial desesperación digna de un primate.
Por eso no supo muy bien cómo responder.
Ese hombre hablando de esa manera, mirándola así, hubiera podido hacer con ella lo que él quisiera. En un instante.
Si Ana no tuviera muy presente a Iván.
"Sí. ¡Ya sabes, chica!", pensó. "Alto, rubio, guapo, guapísimo, gay, novio de este, que también es gay".
Ella no podía permitir que la atmósfera romántica, el incitante aroma de las velas y la seducción de uno de los hombres más guapos que había visto en su vida, la arrastrara a deseos y pensamientos sin sentido. ¡Por qué a esos dos no les gustaban las mujeres! Solo jugarían con ella.
Ana respondió con una voz plana.
—Cuando bautizó su proyecto y me lo mostró, pensé que era una loca y me reí, pero ¡mira, qué cosas! Le diré que estaba en lo cierto.
Gabriel sonrió, divertido por ese tono sarcástico tan adorable. Con seguridad, la chica no era consciente de ser tan encantadora; tenía un cuerpo bonito, delgado y pequeño. Su cabello castaño oscuro brillaba, sus pestañas eran largas y tenía ojeras por la falta de sueño, pero no le iban mal a su rostro; le otorgaban profundidad.
Ella le causaba curiosidad. No parecía ser del tipo de mujeres que solían terminar en su cama.
—¿Por qué aceptaste esto?
Ana se sorprendió. No esperaba esa pregunta. Su rostro era transparente. La sinceridad de sus expresiones eran acorde con su voz suave. No trataba de seducirlo. Solo se hallaba ahí, siendo como era. Y eso era agradable. En el mundo en el que vivía, la mayoría de las personas presentaban su mejor rostro. O lo que cada uno creía que era eso.
—Me dejé llevar por el impulso, supongo.
—¿Nada más?
La chica suspiró, subió las piernas hasta que sus muslos tocaron su pecho y abrazó sus rodillas, como protegiéndose a sí misma, pero su voz no vaciló.
—Eres muy guapo. Ambos lo son. ¡Verte ahí, en ese lugar, fue increíble! Sin embargo, fue muy...
—¿Sórdido?
—Sí. Más que otra cosa. Creo que prefiero la intimidad.
Gabriel asintió. No le quitó la vista de encima ni siquiera cuando Iván salió del baño, vestido igual que al llegar. Ana se mordió el labio y desvió la mirada.
"Confiésalo, pillina, querías todo el cliché: desnudo con toalla en la cintura. Pervertida", pensó. Su monólogo interior iba a ser de gran utilidad esa noche. Ya estaba a toda marcha, lubricando el espacio entre su sensibilidad y la realidad.
Era algo que funcionaba siempre. Burlarse, reírse de todo, aunque no se atreviera a hacerlo de forma abierta. La mayor parte de quienes trataban con ella, tenían la idea de que era una persona seria. Y Ana estaba más que conforme con dar esa impresión a los demás.
—¿Ya pensaste cómo nos quieres? —preguntó Iván. Ana perdió la respiración. Supo que, ya puestos, no iba a ser capaz de hacer ni decir nada. Los miró con los ojos grandes. ¡Ellos estaban ahí! ¡Las cosas iban a suceder y ella solo quería salir corriendo!
"¿Cómo hice para llegar a esto?"
Gabriel fue quien respondió, tomó de las manos de su compañero y se puso de pie.
—Ninguna parafernalia. Solo tú, como eres.
Iván sonrió y pareció encenderse, al igual que Gabriel. Intercambiaron miradas ardientes. Un poco más alto que su compañero, el rubio levantó la mano para tomar el cuello elegante, le alzó el rostro y hundió su boca en un beso; los labios carnosos se movieron despacio, abriendo y cerrando en sincronía. Gabriel entrecerró los ojos con dulzura, con un suspiro, acercando su cuerpo.
Ana, que solía sentir alguna reticencia al ver gente de cualquier sexo besarse e intercambiar babas, comenzó a derretirse desde su centro. No solo entre las piernas, sino en su corazón, que se encendió con un anhelo casi devastador, el mismo que le apuñaló el pecho más temprano, cuando contemplaba a Gabriel atado, torturado, preso del placer.
El contacto pasó de sensual a fogoso en un santiamén.
¡Y eso era lo que Ana más ansiaba en la vida! ¡Quería sentir eso! ¡Ser tocada de esa forma, no solo cogida! ¡Tomada así, entre unos brazos fuertes! ¡Qué la desearan así!
Iván deslizó las manos por debajo del suéter negro, resbalando caricias largas y continuas por su espalda. Empujó y consiguió sacar la prenda, que arrojó en el suelo tan pronto pudo, como si la quisiera lo más lejos de la dorada piel de Gabriel.
Bajo la carísima lámpara que Chelo, la hermana de Esteban insistió en instalar, su torso desnudo resplandecía. Tres haces entrecruzados, de distintas intensidades, iluminaban el centro de la cama y los alrededores, justo donde ellos se encontraban todavía de pie. Las manos de Iván, más blancas bajo esa luz, recorrían a Gabriel mientras que él se afanaba en despojar de la camiseta negra a su amante, con movimientos un poco más apresurados que antes. Soltó la hebilla de su pantalón y lo sacó por completo.
Fue un tanto chocante para Ana, aunque no malo, pero sí que le llamó la atención el detalle; que el hombre se detuviera un segundo en algo tan insignificante como sacar un cinturón.
Los tipos —según su experiencia—, salían de sus pantalones igual que de una cáscara de banana; ropa interior y calcetines.
Sus pensamientos fueron por un mal derrotero a partir de ese recuerdo. Al ver a ese par de amantes seduciéndose uno al otro, comprendió con tristeza cuán miserable fue su vida sexual. ¡Qué triste! Los hombres con los que salió fueron distintos entre sí en cuanto a educación, nivel social y temperamento, en general buenos chicos. Ninguno fue violento. Le tenían tanto cariño como ella también los quiso. Fueron a la cama más o menos de la misma forma, con una avidez que, en contraste con las caricias de Gabriel e Iván, recordaba agresiva y desvinculada, como ensayada.
Mirando a los dos desnudándose uno al otro, con toda su atención puesta en el acto, acumulando pasión, sí, pero también cargando el encuentro de sentimientos que les provocaban sonrisas mientras se miraban y se admiraban, Ana no era muy capaz de pensar con claridad. Peor aún, no pudo recordar en su vida, una experiencia similar.
En su biografía, había capítulos enteros, de lo que podría llamar los relatos de la insatisfacción. Desnudamientos apresurados y penetraciones ansiosas. Hombres concentrados en la duración como el único objetivo dorado. Resistiendo con los dientes apretados el orgasmo femenino que Ana bien sabía, no llegaría. Así la martillaran horas.
Alguna vez Ana intentó decirles que no, que ese no era el camino.
Que su placer llevaba más tiempo. Que no lo encontrarían aplicando un combo de botones, sino buscando en toda su piel, en sus labios, hasta en sus ojos.
Que al orgasmo femenino no se comparece armado con un rotomartillo. Se asciende por escalones, uno a uno y sin prisas. Y que al llegar, la pobre y breve eyaculación del hombre no sería, en comparación, más que una broma al lado del ave mítica desencadenada que con sus alas de fuego, azotaría su cuerpo una vez. Todas las que quisieran.
Que el placer de ella sería un incendio en un campo, no una diminuta y enclenque vela, como era el de ellos.
Pero a ninguno pudo transmitir esa información y no fue porque eran idiotas. Es que, a la gente, Ana incluida, no le gusta hablar de esas cosas.
Así que sus novios estrujaban, empujaban y besaban, cambiándola de posición.
Parecía receta de cocina
"Coloque al pollo de perrito y penetre cinco minutos a ritmo bajo, gírelo, separe sus piernas y continúe cuatro más, incrementando la fuerza y la velocidad. Por último, coloque al pollo sobre usted y hágale saltar hasta que esté blando. Repita tantas veces como sea necesario".
No fue solo uno el inmisericorde que permaneció tallando interminables minutos. Ana desistió de entrar en el juego, pronto.
Era más fácil fingir para evitar que las coyunturas de sus caderas dejaran de ser operativas, responder "sí", aunque quisiera decir "no", cuando le preguntaban si ya iba a llegar y que siguieran con lo suyo. Y ahí quedaban los muy idiotas; satisfechos, desplomados, disfrutando de sus propias y merecidas auto alabanzas a su impresionante desempeño sexual.
Ana era experta en el uno-gemido, dos-grito, tres-convulsión.
No fue tan malo, pero con el tiempo perdió la fe en el sexo y como ya antes dejó de creer en el amor romántico, se encontró a sus veintiséis años sola, sin intenciones reales de cambiar esas fascinantes circunstancias.
Cuando escuchaba hombres en el gimnasio o en el trabajo jactándose de sus proezas, siempre se preguntaba si acaso se encontraba ante el dodo de los sementales sexuales, el unicornio azul de los amantes.
O si a sus novias y esposas también les gustaba la funcionalidad de sus caderas.
"¡Salvemos la rotación del fémur!", pensó, y por poco se le escapa una risa más que inapropiada.
De todas formas, su humor negro no borraba el amargo sentimiento de fondo; ella nunca tuvo lo que el par de Adonis desnudos en la cama tenían.
Tan profundo dentro de sí la llevaron sus ácidas reflexiones, que se perdió de los eventos en la habitación. La acción entre ellos estaba en marcha, divagar fue como un inútil intento de disminuir la presión.
"Qué chistoso, el sexo nada tiene que ver con el porno; puros gemidos y gritos de gato".
"En el nombre del cielo, ¡qué bien está!"
"Hablar así, ¿será una blasfemia?".
"¡Ese tamaño no es cierto! Es una construcción social".
"Yo tenía una cinta métrica, ¿en dónde la dejé? Creo que la vi en la cocina".
"¿Para qué la quieres, loca peligrosa?"
"¡No vas a medir a nadie! ¿Entiendes?"
"Concéntrate".
"¿Me veré muy mal si yo...?"
"Mal, quien sabe, pero sería de risa".
"Eres una tonta, ni siquiera puedes pensar: 'masturbar' sin sentir bochorno".
"Ridícula".
"A lo mejor por eso nunca me he podido unir al trabajo en solitario, que es 'coger' con alguien. Me la paso pensando tonterías y entonces..."
Su incesante escarnio autodirigido se detuvo cuando Iván se recostó entre las piernas abiertas de Gabriel y descendió sobre el miembro firme, con los labios formando un apretado aro. Buscaba provocar el máximo placer posible, se notaba en su mirada, atenta en Gabriel y en cómo cambiaba el ángulo, la velocidad o la presión de sus caricias.
No solo se limitaban a chupar; besaba, mordía o lamía. Soltaba, para ir y probar otros sitios. Se acariciaba el pecho con las piernas de su amante.
Aquella dureza lloraba placer que Iván capturaba y degustaba, con tanto aprecio, que Ana deseo comprobar si esas gotas sabían a leche con miel, eran ácidas como las fresas, o si tenían el gusto amargo y perfumado de la piel de una naranja.
Iván mantenía una velocidad constante para alimentar el goce, sin sobrecargar sus sentidos. Su amante se retorcería en un estado de intermitente disfrute todo el tiempo que así lo quisiera.
Ana pensó que era el final.
Pero no. Iván dejó de lado el falo erguido para concentrarse en la zona más abajo, cerca de los glúteos. Desapareció el rostro por completo entre los pétalos abiertos que eran las piernas del amante cuyos gemidos fueron en aumento.
Era claro que antes se había reprimido. O tal vez, su placenterómetro tenía muchos niveles.
"Más que el mío, sin duda".
O ella contaba con kilómetros de inhibiciones más que él.
Gabriel se movía con tanta violencia que su amante más de una vez tuvo que fijar su cadera a la cama con rudeza, para limitar el movimiento.
"¿Cuánto aguantará sin respirar?"
Cómo si la hubiera escuchado, Iván emergió a la superficie y aspiró a grandes bocanadas el aire mientras levantaba las piernas de Gabriel para doblarlo y formar una bola de sí mismo.
En esa posición, con sus glúteos orientados hacia arriba, sus gemidos se apagaron.
"¡Qué flexible! Yo no podría hacer eso. Me daría lumbalgia, de seguro".
Iván enterró la cara en las sonrosadas mejillas traseras. Goloso recorrió el valle completo. Gabriel gritó algo.
—¿Qué dices? —preguntó Iván, sin despegar los labios de su carne.
—No puedo más.
Dejó que recuperara su horizontal con las piernas laxas sobre la cama. Se acercó a su rostro para besarlo en los labios, en el cuello, mientras tomaba su miembro en la mano y lo frotaba con firmeza.
Y Ana fue testigo de un verdadero uno-gemido, dos-grito, tres-convulsión.
"¡Oh! ¡Así es un orgasmo de verdad!"
El chico culminó largo e intenso, derramándose en la mano de su amante y salpicando su propio vientre. Su expresión era dolorida. Entonces todos se tomaron un respiro.
"¿Y el otro, no hace nada?"
Iván solo miraba a su compañero. Parecía que lo amaba. Que hicieron el amor, pero no como en las malas telenovelas, donde él se acuesta sobre ella y fruncen el ceño, con una sábana alba cubriendo las partes pudendas, sin apenas moverse para que la audiencia no crea que 'cogen'. No. Los enamorados no fornican. "Hacen el amor".
"Bueno, en las telenovelas son ridículos. Pero a ellos si les aplica esa expresión".
Iván seguía acariciándolo con suavidad mientras el otro mantenía el cuerpo relajado, los ojos cerrados y respiraba cada vez más tranquilo. Limpiaba las gotas de su placer con la lengua por todo el cuerpo de Gabriel donde salpicó.
"¿Le gustará el sabor?"
A ella no. Tenía que confesarlo. Pero hay cosas que solo se hacen. Cuando lo hizo, cada vez, evitó concentrarse en el sabor aguantando la respiración, tolerando la sensación en la lengua. Unos fueron menos malos que otros. Con alguno hasta excitante fue. La mayoría fue más por hacer feliz a su pareja en turno.
Iván, en cambio, pareció disfrutarlo.
"Bueno, pero alguien tan guapo debe saber a helado de cereza con coco".
Antes de llegar a la habitación, Ana tenía curiosidad y miedo. Pero esos chicos, acorde a sus primeras impresiones, fueron solo dos jóvenes disfrutando de sus cuerpos. Nada retorcido o anormal. No parecía que fuera a convertirse en la anécdota perversa para la siguiente conversación de chicas atrevidas. Fue excitante, pero no morboso. Suspiró, con un deje de melancolía. Sus pervertidas expectativas no estaban del todo satisfechas. ¡Tanto drama de sus amigos por algo tan bonito que casi le provocaba ganas de llorar!
Decidió retirarse y ya se disponía a moverse, cuando Iván, que no la había perdido de vista, habló.
—Esto aún no termina, bonita. Va para largo, pero él tiene que descansar. Quédate.
Gabriel abrió los ojos y sonrió. Su expresión de satisfacción era tal que Ana de nuevo quiso estar en su lugar. Quedó absorta por su belleza.
Iván giró a su amante sobre su vientre, con un pequeño toque en el hombro. Gabriel obedeció, abrazó una almohada y enterró el rostro en ella, con un suspiro. A continuación, Iván besó la espalda, cuello y hombros de su compañero.
Se colocó sobre él y sus caricias abarcaron todo, desde la punta de los dedos hasta los costados de la cadera, besó, mordió y chupó en lugares que conocía como los más sensibles o los preferidos de su compañero. Le susurraba cosas y Gabriel elevaba el rostro y se reía. Usaba su cuerpo para tocar el de su amante. Hasta su cabello arrastrándose por la curva de la espalda era una forma de caricia.
Ana estaba muy impresionada por el repertorio.
"¿Por qué no enseñan esto en las primarias? Bueno, sí, son muy jóvenes y sería abuso sexual, pero, no sé, en las preparatorias, en el último año. ¡La humanidad estaría feliz sí enseñaran a tener sexo!"
"Si la población civil tuviera ese tipo relaciones sexuales, nadie cometería delitos ni verían la televisión. Tal vez sea por eso por lo que no lo enseñan".
Un golpe sonoro le indicó a Gabriel que levantara las caderas. Estaba un poco tenso, tragó saliva, pero obedeció y eso la puso en alerta.
"¿Por qué se pone nervioso?"
Tal vez no era nada.
Con discreción, Iván hizo aparecer un tubo de gel, Ana no supo de dónde lo sacó. Él lo abrió, se mojó los dedos con su contenido y llevó la mano a las nalgas de su pareja y la tensión se volvió éxtasis puro. Comenzó a gemir de nuevo, muy lento, quejándose como si doliera poco. Iván se colocó detrás de él, apoyado en sus rodillas, orientó su erección al cuerpo de su amante. Ana tuvo un primer plano de un hombre muy bello, por un breve instante, antes de desaparecer en el interior del otro.
Y tampoco fue como en las películas.
Gabriel se mordió los labios, hizo puños con las manos y comenzó a respirar irregular por la nariz. Ninguno de los dos sudó demasiado en la pista, o tal vez ella no lo notó, en cambio, gotas perlaron la frente de Gabriel y su espalda brilló a la luz de las velas y de la lámpara en el techo.
Iván tenía los cabellos pegados al rostro, la cara tensa, el placer cincelado en sus facciones y más gotas de sudor escurrían por su cuello y su pecho. Permaneció casi quieto, la tensión aumentó hasta que romperse; los hombres volvieron a yacer, el rubio sobre el otro, con las manos entrelazadas y los antebrazos juntos.
Se movía poco, besaba su cuello o lo mordía y Gabriel solo atinaba a estremecerse, sin emitir sonido y respiraba con fuerza. Parecía saturado.
Daba la impresión de que apenas lo soportaba, se mordía los labios y su expresión era de que dolía como el diablo.
Ana empezó a preocuparse. Toda su excitación se esfumó y la experiencia se volvió otra cosa, tan sórdida como no la deseaba. Se levantó para sentarse junto a ellos sin pensar.
Iván la miró con intensidad, sin decir palabra, la flexión de su cuerpo no le requería esfuerzo y era tan hermosa como antes, pero a ella nada le importaba, solo quería que el chico que parecía la representación de la belleza y la inocencia en la tierra no sufriera.
—¿Le duele? —preguntó, inconsciente de lo infantil que sonaba. Iván sintió, además de todo lo que ella le inspiraba, ternura. Sonrió y se inclinó, acercó su boca al oído de Gabriel.
—¿Te duele, mi corazón?
El chico no mudó la expresión, solo negó sin abrir los ojos. Iván parecía complacido.
—No siente dolor.
—¡Sí le duele! ¡Míralo! Detente, por favor.
Sorprendido, se detuvo tal y como ella quería y se dispuso a salir de su amante, pero Gabriel le atrapó la mano y gimió.
—¡No pares!
Iván sonrió, mitad alegre y otro tanto, como pidiendo una disculpa, se enterró en el cuerpo de su amante con fuerza y para tomarlo más duro. Ana no evitó el impulso de acariciar la mano de Gabriel y brindarle apoyo. Y se sintió estúpida.
"¡Serás una reverenda tonta!"
"¡Se lo están tirando rico, no operando sin anestesia!"
Pero no podía evitarlo. Gabriel solo la miró con ardiente placer, antes de concentrarse en lo que estaba sintiendo. Y ella fue parte de eso, sin quitarse una ni una prenda. Iván extendió la mano y le brindó una caricia en la mejilla que la derritió. Toda la ternura que tuvo con ella fue poderío a su amante que ya no pudo morderse los labios más tiempo; elevó el rostro con la boca muy abierta, como si le hubieran bajado todo el volumen a su grito.
Fue llevado de un tirón para atrás hasta quedar sobre sus manos y rodillas.
Eso era lo que Ana había esperado ver, un tipo haciéndoselo a otro, así más o menos de intenso, en esa posición. Era lo que se imaginaba que era el sexo entre hombres; un intercambio ríspido, fugaz y desapegado.
Pero nada fue así; ellos mostraron una gama inmensa de sentimientos y sensaciones y todo fue muy bello.
Iván entrechocaba la cadera y hacía ruido; sonidos de fricción, de humedad, de succión al romperse. Ambos sudaban. La habitación olía a sexo. Ana ya había olvidado ese aroma.
Gabriel se dejaba hacer, era una marioneta en las manos del rubio, obedecía a las sacudidas y se balanceaba como si no tuviera voluntad. Se sostenía con fuerza para no estrellar el rostro en la cabecera, pero no hacía nada más.
Por su parte, Iván disfrutaba de usar a su pareja para su goce. Los gemidos de uno eran música queda, pero el otro se unía y se transformaba en sinfonía. Gabriel alcanzó un orgasmo más sobre la colcha con un sonido mágico de placeres compartidos.
Ana sintió el fuerte impulso de ponerse debajo, pero se resistió con todas sus fuerzas, mordiéndose los labios.
Cuando Gabriel suspiró, Iván se detuvo. Ana lo miró, extrañada.
—¿Ya terminaste?
Sudoroso y agitado, pero en lo absoluto cansado, el rubio salió del cuerpo de su amante, que cayó como un trapo en la cama. Se quedó acostado a su lado, sonriendo.
—¿Te refieres a que si eyaculé? No, todavía no. Ahora fue para él.
"Él", era el tipo que yacía como muerto sobre la cama.
Ella sonrió por el pensamiento. Hubiera muy enfrascada en los sucesos, de no ser por la acidez de su monólogo interno.
Sin pensar mucho, Ana acarició los cabellos de Gabriel para sacarlos de su frente y sus ojos y colocarlos detrás de la oreja. Su rostro apaciguado le provocaba cuidarlo. La textura de su cabello, húmeda y suave, era agradable.
En apenas unos cuantos movimientos se encontró haciéndolo por ella, para disfrutar la sensación en las yemas de los dedos. Quería acostarse con él y abrazarlo, pero le pareció incorrecto.
—¿Tienes cigarros?
La petición de Iván la sacó del trance. Se levantó, con un sobresalto. Seguía tendido en la cama; erecto, desnudo, brillante de sudor y fluidos, tan bello que ella lo hubiera dibujado, pintado, fotografiado, esculpido, grabado, de no ser porque se consideraba una completa inútil en todas las artes.
Tragó saliva. Y sin decir más, salió de la habitación.
Un detalle le llamó la atención, otra cuenta más en el rosario de sus malas experiencias.
Iván no había hecho ningún intento por limpiarse después de estar en el cuerpo de su amante. Y recordó con mucha claridad, a tipos corriendo a obtener papel o una toalla con la cual limpiarse.
Ana consideró que ese era un detalle fundamental para conocer si un tipo solo desea frotarse contra alguien, o si ama de verdad.
Quien te ama teabraza. Y se queda todo pringoso. Sin que le importe un carajo.
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