Evasión
Esteban mantenía un guardia las veinticuatro horas del día en la puerta de la habitación de Gabriel. Por más que lo interrogó, nada pudo sacar en claro sobre la identidad o la ubicación del secuestrador. E Iván le pidió que lo dejara en paz. Pero aceptaron la guardia en turnos de seis horas.
El agente de custodia, muy correcto en su puesto, giró la cabeza al sentir que la puerta se abría, pero la habitación estaba vacía.
Tomó su radio e iba a llamar, cuando Yao, invisible a los ojos del agente, pasó la mano casi rozando su rostro. El brillo rojizo se intensificó y el tipo se desplomó en la silla.
Yao avanzó.
—¿Vas a dejarlo así?
—Bien, no me importa, ¿debería matarlo?
—¡No! ¡Al contrario! ¿Qué va a decir? ¿Qué lo noqueó una entidad invisible y que me esfumé? No le van a creer, tendrá problemas.
Yao sonrió.
—¡Qué gentileza de tu parte para con ese humano al que no conoces! Estoy tan acostumbrado a Erick, que tus atenciones hasta son tiernas. ¿Qué sugieres?
—¿Y si lo haces parecer golpeado y atado? ¿O drogado? Algo que haga que no tenga problemas, ni él, ni nadie del personal.
Yao chasqueó los dedos. Siguió andando con Gabriel detrás. El cuerpo del agente tirado, con rostro hinchado y sangrante, con las manos atadas en la espalda.
—¿No le van a quedar secuelas?
—¿No quieres que también le regale un yate en Cancún y una cuenta bancaria en Barbados?
Se sintió estúpido. El pobre agente no tenía la culpa de que le hubiera tocado el turno equivocado. Debía parecer que no se había podido defender o nadie le creería.
—¿Le duele? —preguntó, cuando entraban al elevador. Las puertas se cerraron, ocultando el cuerpo inconsciente del agente.
—¿Tú qué crees? —respondió Yao con una sonrisa enigmática y Gabriel no quiso presionar más.
Descendieron en la planta baja, caminaron como si nada hasta la salida y llegaron al bloque de tres niveles que se encontraba en el otro lado de la calle, frente al enorme complejo de seis edificios que formaba el Hospital. Era frío, sucio y oscuro, flotaba en el aire un desagradable olor a aceite de motor. Personas se movían entre los autos estacionados y caminaban, nerviosas. Entraban a sus vehículos, lo más aprisa posible y arrancaban, chirriando las llantas sin entretenerse.
Yao lo guio hasta una camioneta color vino de un modelo de siete o quizás ocho años antes. Un vehículo común y corriente que no llamaría la atención de nadie ni por grande, ni por viejo, ni por costoso.
Al volante, Yao encendió el auto y la calefacción. La voz de uno de los tenores más famosos del mundo cantando Largo at Factótum llenó la cabina.
—¿A dónde vamos? —preguntó con aprehensión.
—A dar una vuelta, a que cenes, a que te instales, a divertirnos, a lo que sea —contestó Yao sin dar una respuesta directa.
Coreaba Sono il factotum della città con una excelente voz.
Recorrieron varias calles de una colonia cualquiera y se incorporaron al Eje 3 oriente con dirección al norte.
—¿Vas a ir tras Iván? —preguntó Gabriel, hablando por primera vez después de un rato de ir en silencio. Yao, por el contrario, cantaba las distintas arias que sonaban, pero en cuanto Gabriel habló, bajó el volumen de inmediato.
"Para ser el amo de la oscuridad", pensó, "tiene un excelente carácter".
—¿Por qué habría de hacerlo? —le preguntó mientras conducía como si nada en la vida pudiera alterarlo.
—No sé, ¿para quedarte con su alma o algo así? ¿No es eso lo que todos dicen que haces?
—Bueno, ¿tú qué te crees que soy yo? ¿Satanás?
—¿No lo eres? —preguntó Gabriel, con curiosidad.
—¡Claro que no! Esa cosa ni siquiera existe, es uno más de los mitos humanos que tratan de explicarlo lo que su pensamiento primitivo no lo entiende —suspiró—. ¿Cómo podrían? Son la base de la pirámide evolutiva, es demasiada información para ellos —dijo, dando vuelta al volante. Rodearon la Terminal de autobuses de oriente y siguieron adelante hasta la avenida Herrería. Ahí giró y se internó en las calles del centro.
El tránsito aún era lento, el trayecto les iba a llevar un buen tiempo si iban a la misma casa de esa vez. El recuerdo le provocó un escalofrío y una sensación caliente en el vientre, pero la proximidad de Yao evaporaba el miedo. Trató de pensar en otra cosa.
—¿Entonces que eres? ¿Qué haces?
Yao se quedó pensativo un rato, parecía estar eligiendo que es lo que iba a decir.
—Pues la respuesta a eso es que soy el ser que soy. Hago lo que quiero. Es una buena explicación para tu inteligencia.
Gabriel resopló, girando los ojos con una sonrisa de suficiencia.
—¡Vamos! —sonrió—. Tienes que aceptar que eres un homínido y piensas así.
—¡No lo soy! —le respondió como si considerara eso casi un insulto.
—No "eras" humano. Pero ahora, lo eres de cabo a rabo. Y aceptemos que los Dénnaris apenas están dos rayitas por encima en la enorme cadena de evolución de la conciencia cósmica. ¡Son unos pequeñitos también!
—¡Somos mucho más evolucionados que los humanos!—dijo con algo de enfado en la voz esta vez.
—Son, Gabriel, te repito que tú ya no eres eso. Los que son como tú conservan algunos rasgos Dénnari. Aún te nutres de las emociones, sobre todo de las que te gobiernan.
—¡Y mi conciencia...! —intento decir, pero Yao lo interrumpió.
—Te puedo asegurar que, en este momento, viven en la tierra montones de humanos con una conciencia tan activa cómo la del más poderoso Dénnari. Sobrepasándote. Y no es que tú seas un modelo de consciencia tampoco —aseguró de la misma forma que un padre que conoce al alacrán que tiene por hijo, diría.
—No capto la relación —dijo ofendido.
—La razón acomoda la realidad en pares. Y tú entiendes las cosas de manera dual, como los humanos: arriba y abajo, bueno y malo, negro y blanco, nacimiento y muerte. Son incapaces de pensar en unidades.
—Sigo sin entender a dónde vas con eso —respondió, tratando de estar al nivel de la conversación, sin conseguirlo.
—Tenemos tiempo, así que puedo hablar cuanto gustes. Pero para calmar tu preocupación, debes saber que tu vinculación no me interesa.
—De acuerdo.
—Por lo demás, no soy el demonio. En lo absoluto soy la mítica figura que temen o adoran las criaturas de esta tierra, no soy el opuesto de Dios ni el adversario.
—¿Entonces qué eres?
—Tú lo que quieres es mi hoja de vida, saber mi lugar de nacimiento, mi nombre, quién es mi mamá, de qué escuela de la maldad me gradué y cuál es mi especie.
—¿Y en dónde vives?
—En Tecamachalco. Lo demás, no te lo diré y aunque lo haga, no lo comprenderás. En lo que a mi naturaleza se refiere no puedo ser definido, soy un hecho de la vida solo para experimentar. Y ya te permití hacerlo. Ya sabes lo que soy. Y aun así, lo que quieres es información que tú razón pueda clasificar.
—Sí, me gustaría. Todo tiene una explicación.
—Bien, esa no la tendrás.
Gabriel se quedó pensativo buscando la manera de asimilar lo que escuchaba. Podía recordarse cuando pronunció la frase: "Hazte parte de mí" en los dulces labios de canela.
"¿Por qué dije eso?" pensó. Pude haber dicho cualquier otra cosa como: "Te invito" o "Entre usted" o, la más razonable, "¿A dónde?". Recordaba la íntima certeza pero era incapaz de ponerlo en palabras o de justificarla.
—¿Eres la maldad?
—Esa está dentro de mis múltiples talentos.
—¿La oscuridad?
—Si quiero, puedo ser muy tenebroso.
—¿No das respuestas directas? —resopló.
—Por supuesto que lo hago —y sonrió.
Gabriel cruzó los brazos e hizo una versión muy suya de un puchero. No era que se aniñase. Pero con los labios fruncidos y el ceño contraído parecía más infantil. Yao soltó una risita.
—¿Lo ves? Tú sabes lo que soy y te niegas a creerlo.
—Sé lo que sentí. Como si me fusionara con la potestad.
Yao asintió complacido.
—¿Eso eres? ¿El poder? ¿Entonces no eres un ser de oscuridad?
—Puedo serlo.
—¡Joder contigo! Está bien. ¿Dices que Satán no existe? ¿Y Dios? ¿También es un mito?
—La polaridad es el único lenguaje que el humano comprende. Si mencionamos a Satanás, por fuerza debemos pensar la contraparte. ¿Lo notas?
Gabriel movió el rostro para indicar que sí comprendía.
—¿Dónde estás con respecto a Dios? —insistió. Le daba dolor de cabeza tratar de entender sus conceptos. Sin embargo, le creía. Se sentía como la verdad.
—Detesto hablar de dioses, me siento primitivo —dijo haciendo un mohín—. Pero no es más que una palabra. Una que podemos usar —guardó silencio mientras se detenían en un semáforo. Bajó el cristal de su lado y entregó unas monedas a una anciana que pedía limosna. Le sonrió con tanta calidez que la mujer les correspondió, aunque no tuviera ya muchos dientes.
—¡El amor! —dijo cuándo cerró la ventanilla de nuevo—. Es el nivel de los dioses. Pero no estoy complacido con ese término. Le queda corto a lo que el Origen es.
El tránsito seguía avanzando lento por las sucias callejuelas circundantes al Centro Histórico. Casi todos los negocios cerrados a esa hora y montones de basura acumulados por las esquinas
—Preferiría encontrar una mejor palabra. Portento —. Lo observó directo a los ojos—. Lo que en realidad me preguntas es si coexisten el bien y el mal ¿verdad?
Gabriel bajó la mirada, pillado.
—¿Puedes explicármelo? —insistió.
—Por supuesto, pero si no lo entiendes no es asunto mío —dijo guiñándole el ojo para suavizar lo drástico de la declaración "eres un estúpido".
—No soy el diablo, eso ya quedó claro. ¿Verdad? No capturo almas, así que la tuya está en tus buenas manos. No estoy en pugna eterna con el creador, no hay batalla celestial entre bien y el mal. Todos esos conceptos son humanos—. Bajó la velocidad al incorporarse a una vía más rápida—. Soy el poder —. Lo miró de reojo para comprobar si había logrado entenderlo.
—Pero tú me has... ¡Me esclavizaste!
—¡Mientes igual que un perro! —dijo con una voz cargada de dignidad, como si su honor estuviera en juego—. Tú lo hiciste, pero eso ocurrió décadas antes de encontrarte conmigo. Jamás te puse cadena alguna. Nunca te lastimé. ¿O sí? Al contrario, a mi lado te has sentido bien y esa es la razón por la que estás aquí. Saliste del hospital por tu propio pie, abriste esa puerta —continuó, señalando la portezuela derecha de la camioneta —y estuviste dispuesto a tomar el asiento en el que estas. Pero si la verdad, Gabriel; siempre tuviste la posibilidad de negarte.
—¿Negarme? —exclamó Gabriel, con incredulidad—. ¡Me obligaste! ¡Me ataste! ¡Me torturaste! ¡Amenazaste a mis amigos!
—¿Yo? ¿A qué hora hice todo eso? —preguntó Yao, exagerando las palabras, con la mano en el pecho—. Debo haber estado ebrio y por eso lo olvidé, pero ¿sabes qué si recuerdo? Lo bien y profundo que te la metí y lo mucho que te encantó. De lo demás, no... —entrecerró los ojos un momento, luego negó con la cabeza—. No, lo siento. No tengo idea de que hablas.
Extendió ambas manos, soltando el volante, con un claro gesto de me rindo, antes de tomarlo de nuevo y virar a la izquierda. Tres calles adelante, dio vuelta a la derecha.
Gabriel conocía bien el Centro Histórico, así que sabía que se dirigían al Paseo de la Reforma. De hecho, estaban muy cerca del "Dimm"
—Lo hicieron por instrucción tuya —dijo, después de un rato, con voz queda. No parecía enojado, más bien dolido, como si hubiera sido traicionado.
—Ves mucha televisión Gabriel. Yo no soy un capo de la mafia. Me dicen Patrón desde hace siglos en estas tierras. Sin embargo, no soy su jefe.
—¡Vamos! —Gabriel no podía creer eso.
—De acuerdo, quiero decir que, de mi lado no me considero eso. Para ellos, tal vez hasta su Amo soy. Pero yo no di instrucciones de nada. Entré a la sala de juegos de Erick y ahí estabas, desnudo y bello como San Sebastián. Fui, te pedí que me invitaras, lo hiciste después de dos o tres veces. De mi parte, es todo.
—¡No acepto que no tienes nada que ver!
—¡Es la verdad! ¿Quién te atrapó y te ató? ¿Amenacé a tus amigos? Y te recuerdo que tú hiciste un acuerdo. Tú te sometiste a todo, ad libitum.
Gabriel se quedó un poco sorprendido, visto así, era cierto.
—Sin embargo, ¿ahora soy un siervo del mal?
—No bebé, deja de tirarme la culpa de tus tonterías. Eres un esclavo, sí. Eso no es historia nreciente, llevas tiempo así. ¿Qué es "caer" sino ser gobernado por esas intensas emociones que te dominan? No hay albedrío en ello. Es más, te diré un secreto. Los seres, mientras más conscientes, menos deciden. Es más una pulsión que un ejercicio de libertad.
Gabriel no entendió nada sobre la pulsión. Le importaba la libertad.
—Entonces, según tú, ¿me permites irme?
La camioneta se orilló y se detuvo en una esquina, los seguros se desbloquearon.
—Confieso que me sorprendería que lo hicieras. La pregunta es: ¿puedes irte?
Se repantigó en el asiento, esperando que saliera. Se veía tan joven como un chico que apenas ha pasado la veintena, de mejillas aún sonrosadas y cabello brillante, esa noche hasta los hombros. Tenía una sonrisa cálida y sintió la tentación de besarlo, pero oscuros pensamientos le invadieron. Erick no lo soltaría tan fácil, iría por los demás.
—Vámonos —dijo lúgubre. Yao dio marcha a la camioneta. Sonreía con satisfacción, sin embargo, Gabriel no podía sentirse ofendido por ello. Viajaron en silencio un rato. Paseo de la Reforma se convertía de una avenida comercial a otra espectacular a partir de ese punto exacto; a cada semáforo mutaba de popular a lujoso, de moderno a opulento.
Era un paseo agradable de hecho.
—¿Por qué dices que no hay pugna entre el bien y el mal? —preguntó en voz queda, después de unos minutos.
—Porque puedo —dijo encogiéndose de hombros—. Y quiero. Esas son las dos razones que explican todo. Siempre son las mismas y se aplican en cada caso.
—Estoy hablando en serio —dijo con resentimiento en la voz. No era el momento de hacer bromas.
—La conciencia no tiene polaridad, Gabriel. No hay enfrentamiento. Pero en la existencia humana sí. Incluso en la naturaleza, siempre verás al par —contestó con voz seria.
—¿De verdad me hubieras dejado ir?
—¡Por supuesto! ¿Me orillo de nuevo? No soy tu dueño, pero tú si eres mi esclavo. Y yo voy a tomarlo todo de ti porque tú quieres entregarte. A cambio, te daré cuánto desees. La libertad está ahí, a tu alrededor, pero tú no vas a tomarla. Sin embargo, te repito: conmigo, tendrás lo que quieras.
—Pero si no hay mal, lo que todos dicen que está mal; la muerte, la tortura, no sé, el hambre, ¿eso dónde queda?
Yao soltó la carcajada más larga de hasta entonces, sostuvo su estómago. Por fortuna iban despacio, porque manejar con los ojos cerrados podría resultar peligroso. Tardó varios minutos en recuperarse.
—Eres muy simpático —dijo, limpiándose los ojos—. Verás que nos vamos a divertir mucho. Tal vez desees comer algo, antes de lograr que tengamos un accidente. ¿Quieres un hotdog? ¿O algo más elegante? Podemos ir por unas enchiladas suizas, si te gusta el queso. Aquí adelante hay un Sanborns.
Gabriel sonrió.
Oscuridad, maldad o demonio, era un chico divertido.
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