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Dolor

Gabriel despertó en la cama.

En la de alguien.

Por hábito, extendió la mano para tocar a su Xosen. Pero encontró un cuerpo distinto. De golpe, supo que Iván no estaba ahí.

A su lado, una respiración tranquila le recordó un largo periodo de su vida en el que cada amanecer le sorprendía en una cama o con un amante distinto. Fue apenas en los últimos años que se tranquilizó lo suficiente como para despertar con Iván, casi siempre en su desván.

Pero no importaba dónde estuviera o con quién, su Xosen siempre estuvo con él.

La noche anterior cenó con Yao y luego fueron a su casa. Érick estaba ahí. Por un rato fue muy incómodo. Después corrió el alcohol; una botella tras otra. No tenía claro en qué momento llevaron el asunto, de la sala y estando vestidos, a esa recámara en donde se despertó tan desnudo como llegó al mundo.

Notó a una segunda persona.

A su derecha dormía Érick. Resultó ser un amante bastante digno, pero decidió no tratar de recordar detalles de lo ocurrido.

La memoria llegaría, quisiera o no. No era culpa, en estricto sentido, sino vacío y ausencia, bastante devastadores, por cierto, como para añadir más sentimientos.

El zumbido apagado de su teléfono escondido bajo su almohada, le sacó de sus reflexiones. Respondió sin comprobar la pantalla.

—Diga —. Tenía la garganta tan lastimada, que la primera palabra del día fue gruesa y dolorosa.

—¿Gabriel?

Se levantó y pasó por encima de los otros sin consideración, pillado en falta. No supo qué decir. Se aclaró la garganta y en un tono afectado, incluso sonriendo como si nada, respondió.

—Hola. ¿Qué tal?

Se hubiera golpeado a sí mismo apenas la frase dejó sus labios. ¡Era lógico que Iván estuviera preocupado! Que le llamara después de enterarse de su evasión era algo que tenía que haber esperado. El silencio le dejó claro su falta de consideración. Fue un tiempo largo, en el que no escuchó nada más que la respiración del otro lado de la línea, un mal indicador, pero también un paliativo a la soledad que comenzaba a sentir.

—¿Dónde estás? —preguntó al fin, contenido. Gabriel no recordaba haber escuchado antes ese tono precavido, como si no quisiera equivocarse.

—Mira —, la habitación era grande y tenía una decoración apenas memorable. Los muebles parecían lujosos. La casa de Yao estaba en Tecamachalco, aunque esa era una información que no iba a revelar —. No estoy seguro.

—Pensé que de nuevo te...

—No. Nadie me ha hecho daño. ¿Tú, cómo estás?

Otro silencio largo. Y después, un susurro.

—¿Acaso puedes preguntar eso?

Se sintió un bastardo total.

—Perdóname, me estoy volviendo loco. ¿Dónde estás? ¿Ellos te tienen? No quieras protegerme, por favor. Ven a casa o puedo ir por ti...

Apostaría que "ellos" lo tuvieron toda la noche, a turnos.

Su cuerpo bien usado palpitaba en partes concretas. Algunas dolían, aunque nada era peor que en el pecho. Tenía un nudo en la garganta, sus ojos se rasaron y su corazón era una cosa amorfa bajo el peso aplastante de la inquebrantable resolución de abandonar a su Xosen.

Bien sabía que las decisiones correctas siempre duelen.

Cuando hablara, en el instante en que dijera adiós, su vida ya no valdría la pena. Como esclavo de sus propios anclajes tenía un destino que cumplir. Pero Iván era un luminoso Dénnari, amparándolo siempre, siendo el ancla que evitó por décadas que la marea lo arrastrada a la fosa oscura que, con gran paciencia, lo esperó, lo encontró y se hizo con él.

No podía seguir aprovechándose de la brillante criatura.

Tenía que dejarlo ir para que volviera a casa.

Eso dijo Yao la noche anterior. Fue la razón última que selló la sentencia de su humano corazón.

¡Pero qué difícil formular las palabras necesarias! De desprecio o de burla, de cualquier cosa que alejara a Iván de su vida.

Gabriel solo quería dejarse arrastrar por la ternura.

Aspiró profundo un aire viciado que olía a sexo y a hombres.

—No, ellos no... no me tienen. Pero yo... Preciso algo de tiempo.

Escuchó del otro lado de la línea una respiración entrecortada.

—Te refieres a, ¿estar solo?

"¡No!", Pensó, no obstante, dijo otra cosa.

—Por un tiempo. Ha sido difícil.

Desgarrada, la voz en el teléfono respondió.

—Entiendo.

Pero Gabriel sabía que no había forma de comprender algo así. Era irracional, tal y como sería hablar con su propio corazón e hígado y decirles que se fueran, ya que necesitaba un tiempo para sí mismo. Que ya les llamaría.

Podía sentir en su vínculo la creciente angustia, sumada a la propia. No, la de Iván era peor porque desconocía sus motivaciones. Gabriel tenía el consuelo, por lo menos, de hacer aquello que fuera bueno para su compañero.

—Llámame cuando te sientas mejor —susurró Iván. Como una súplica.

—Cuídate —balbuceó. Su llanto nubló la habitación, escurrió silencioso y mojó su rostro. Cortó la llamada porque ya no era capaz de reprimir los sollozos. Tampoco podría pasar por ello una vez más, de manera que apagó el teléfono y le quitó la batería.

—Cualquiera creería que la vinculación es la fuente de la sempiterna felicidad, criatura mía. Pero basta con mirarte, para saber cuán mentirosa es esa idea.

Mientras hablaba por teléfono Yao se levantó. Eligió una suave y vaporosa camisa blanca y un par de pantalones del mismo color. Se acercó sigiloso y le acarició la espalda desnuda, se sentía igual que verdadero afecto. Gabriel hundió el rostro en su pecho, buscando consuelo.

—¡No tienes idea de lo mucho que duele esto! —dijo, limpiándose los ojos con el dorso de la mano—. Preferiría morir en tu mesa que sentirlo más.

—No es mía —comentó con una sonrisa—. Pensé que ya lo habíamos dejado establecido ayer.

—¿Por qué me siento tan mal si estoy junto a ti?

A su lado, la pena no existía. Gabriel lo tenía más que comprobado.

—Fracturaste tu vínculo. ¿Qué esperabas? Es una conexión que los obliga a estar juntos. Si se separan físicamente, la pasan mal. Pero separarse así, de intensión, es aún peor. Eres un bárbaro total. En estos momentos, tu Xosen siente lo que tú y sufre el mismo dolor.

Gabriel se sentó a los pies de la cama. Érick aún dormía boca arriba. Su cuerpo desnudo y expuesto era hermoso. En otro momento, Gabriel se hubiera aprovechado del amante que ofreciera sus encantos de esa forma. Pero la sensación de tener el corazón en un molino y ser prensado a cada latido, secaba cualquier deseo que no fuera morir. Esperaba que fuera lo antes posible.

—¿Estoy teniendo un infarto?

—Nada de eso. Ya te lo dije, hay una fractura en tu vínculo. Ahora solo puedes hacer una de dos cosas; o vas con tu Xosen y te quedas a su lado hasta que la cercanía cure ese desgarro o...

—¿O qué?

—Hay otra opción.

—¿Cuál es? —Tenía el ceño contraído, la respiración escasa y la mano sobre el corazón—. ¿También le serviría a Iván?

—Le favorecerá más a él que a ti. Al no tener anclajes, rebotará directo a las estrellas. Tu beneficio, si acaso, será que ya nunca sentirás nada. Mucho menos algo parecido a esto.

—¿Qué tengo que hacer? —susurró con los dientes apretados. Aceptaría lo que fuera, la muerte rápida sería mejor. Se estaba partiendo en dos por dentro. No creía poder soportarlo.

—Ven conmigo.

Yao lo tomó de la mano, abandonaron la elegante habitación en penumbra, en la mansión de millonario en la que vivía el tipo. Bajaron un tramo de escalera y salieron a un inmenso espacio.

Una alfombra de hierba suave cubría todo el suelo más allá de una puerta deslizable de cristal. Algunos pocos árboles, pero fastuosos y rodeados de floridos matorrales, creaban agradables islas de sombra en distintos lugares. Al fondo, había una piscina en proceso de llenado. El sol brillaba y el cielo era el más azul que vio en su vida. Ni una sola nube. Era un día poco usual.

Gabriel, ciego al lujo y a la belleza, se sentía mareado. La opresión aumentaba y le robaba el aliento.

Llegaron hasta una pequeña extensión de pasto, Yao se detuvo frente a él. Clavó en su rostro esos agujeros negros que tenía por ojos, atento a sus expresiones.

—Tienes que desvincularte.

***

—Cuídate.

Escuchó la voz de Gabriel, apagada. Iván no tuvo tiempo de decir nada más, la llamada se cortó. Marcó otra vez, pero la línea estaba fuera de servicio. Lo intentó de nuevo hasta que un dolor desconocido comenzó a desgarrarle las entrañas como si alguien pretendiera entrar en su caja torácica por la fuerza, con las uñas, para después arrancarle el corazón a mordidas, dejando en su lugar una llaga profunda.

Cayó sobre sus rodillas. El teléfono resbaló de sus dedos y alcanzó a escuchar la voz metalizada que le pedía dejar un mensaje.

En el suelo, encogido, comenzó a jadear.

Era tan insoportable que pensó que todo acabaría. Si con eso paraba el dolor, estaba de acuerdo, pero la muerte no llegaba y el tormento era cada vez peor. Las náuseas le llenaron la garganta. Era una gran angustia, la terrible pena de la ausencia, la impotencia de su vínculo inútil. Lágrimas cubrieron sus mejillas, sin que apenas se diera cuenta de ellas.

Había voces a su alrededor y recordó que estaba en la sala de la casa de Ana, pero no podía irse o moverse, solo se dejó caer al suelo, mientras alguien le clavaba trinches en el pecho sin piedad. Ana, Eduardo y Esteban, entraron a la casa, cargando bolsas llenas de comida.

Ese día, más temprano, decidieron que era una gran idea salir a comprar barbacoa para el almuerzo. Iván no tenía hambre ni ganas de socializar con nadie, así que declinó la invitación y se quedó.

Ana le prometió que comprarían suficiente. Fue la primera en entrar y al verlo, gritó su nombre. Esteban atrapó en el aire las bolsas que ella cargaba y que le lanzó de cualquier forma para correr a él. Terminó junto al chico, sobre sus rodillas—. ¿Qué te pasa?

Pero él ya no podía hablar. Estaba sudoroso, frío, llorando, por momentos parecía inconsciente.

—¡Esteban! ¿Qué estás haciendo ahí como un pasmarote inútil? ¡Llama al 911 o trae un médico! ¡Rápido!

Escuchó un insulto, la puerta abrirse, pasos corriendo.

***

—¿Qué dijiste?

—Es tan sencillo como fue vincularte.

—Y vivir el resto de mi existencia, ¿sin él? —El dolor aumentó. Sus piernas cedieron y se quedó de rodillas, jadeando, tratando de respirar.

—Solo se hará más intenso. Estás separado de tu vinculación de la manera incorrecta. O te reúnes con él o te desvinculas. O los dos morirán en minutos. Sus cuerpos humanos no podrán con esto.

—¿La muerte es una opción? —Su intento de sarcasmo se arruinó por algo que surgió de su garganta; como un gemido que parecía lamento.

—Supongo. Sin tu cuerpo, serás una sombra. Tu Xosen podría verse invitado a esa bonita fiesta. Aunque tal vez tenga suficiente poder para evitarlo. No hay muchos casos como el de ustedes. De hecho, ninguno. No sé qué podría pasar.

—¿Qué debo hacer?—preguntó. En el suelo, de rodillas, se abrazó a sí mismo.

—Solo tienes que pedirlo.

La pena duplicó su intensidad, a tal punto que se desplomó.

—¡Ayúdame!

Sintió la palma de Yao en el pecho y el dolor se fue, tan rápido, que parecía imposible. El alivio fue enorme.

***

Iván estaba a la mitad de una convulsión cuando llegó un hombre medio calvo en piyama. Era el hijo de una amiga de la madre de Ana, médico y uno de los pocos vecinos con los que se llevaba bien. Esteban lo arrastró por la calle en las condiciones en las que lo encontró, solo permitiendo que tomara su maletín y un par de zapatos.

Aunado a ser sacado de su casa con la amenazadora actitud del policía vecino, se halló la sorpresa de contemplar a un hombre en agonía.

—¿Qué le pasa? —preguntó, lanzándose al suelo e iniciando un rápido examen en el pulso, las pupilas, el corazón.

—Lo encontramos así, hace unos minutos y a cada momento se pone peor. Estaba bien cuando nos fuimos. No creo que haya pasado ni media hora —explicó Ana, haciendo espacio al médico.

Se puso de pie y Esteban la abrazó, ya que se veía de verdad asustada.

A la mitad de un grito, el cuerpo se quedó quieto y se relajó con un sonoro suspiro. Por un momento, todos pensaron que había muerto, hasta que inhaló con fuerza y abrió los ojos.

Estaba tan débil que no pudo hablar. Y sus amigos lo veían aterrorizados y el médico, desconcertado.

***

—¡Demonios! ¡Gracias! No fue tan malo, después de todo.

—Nada tienes que agradecer.

—No, pero...

—Literal, aún no hice una mierda. Solo que, con ese dolor, no prestabas atención. Quiero que te quede claro lo que va a pasar.

—¿Qué? —preguntó, frotándose el pecho.

—Es un adiós para siempre. Morirá el último vestigio de tu antigua naturaleza. A partir de este momento, serás del todo un Edénnari. Tan atado a tus pasiones destructivas como nuestro buen Érick. ¿Estás seguro de que es lo que deseas?

—¿Tengo otra opción? —preguntó, poniéndose de pie, molesto.

—No tengo ni puta idea y no soy tu asesor. Tú me dices lo que quieres, yo te lo doy, excepto si es un consejo. Para que no vengas después a chillar —. Sus palabras eran bruscas, pero su tono era tan cálido que lo hizo sonreír.

—Por favor Yao, quiero acabar con esto.

—Te va a doler.

—¿Más?

—¡Cien veces más! Diría que mejor te quedes tirado en el suelo y agárrate, pero no de mí. Mira, muerde esto —. Le entregó una rama gruesa y seca. Obediente, Gabriel la sostuvo entre los dientes. En su mirada había miedo, pero también determinación. Asintió y cerró los ojos.

Yao le puso las dos manos sobre el pecho. En el punto donde lo tocaba, comenzó a sentir un calor y una presión en aumento. Al principio no fue tan malo, pero el ardor creció hasta quemar y la energía parecía ser suficiente como para romperle el esternón. Yao había dicho la verdad; era cien veces peor que, si aún vivo, alguien pretendiera partirle en dos, clavándole tenedores hasta separar sus costillas y continuar hasta la total separación. El suplicio no se limitaba al pecho, sino a cada fibra de su ser. Gritó, queriendo retirar esas manos que provocaban tanto daño, pero ya no podía moverse. La rama cayó de su boca, aunque no iba a morderse la lengua. Ni siquiera podía dejar de gritar.

***

—Señor, ¿cómo se siente?

El doctor le ayudó a incorporarse hasta quedar sentado en el mismo lugar del suelo en donde se revolcaba momentos antes. Estaba sudoroso y pálido. Aturdido, no creía poder levantarse por sí mismo.

—¿Ya no le duele? —preguntó el médico—. ¿Dígame dónde y cómo le dolía?

—Aquí —puso ambas manos sobre sus pectorales—. Sentí que me destrozaban. Mientras el médico le escuchaba el pecho con un estetoscopio, buscó a Ana, todavía muy asustada y le preguntó:

—¿Qué fue lo que...?

Ni siquiera terminó de hablar. Sus ojos se pusieron blancos y cayó al suelo convulsionando. Lo de antes fue nada, comparado con esa agonía. Gritó como un alma en el infierno, sacudiéndose. El desgarre crecía, faltaba poco para que lo separaran por completo, lo abrían por la mitad. Todo se volvió negro a su alrededor, solo existía él, sumergido en un mar ardiente de dolor, que se alargaba y cada vez era peor. Sintió el momento justo cuando lo que fuera que se desgarraba, quedó separado por fin.

Y tuvieron lugar varias cosas a la vez.

En unos cuantos segundos pasó del paroxismo del dolor a la ausencia total del mismo. Le costó trabajo respirar, pero aquella tortura se desvaneció, como si no hubiera existido jamás.

Y tampoco podía sentir a Gabriel. Se había ido.

Cristalino, comprendió lo sucedido: su vínculo estaba roto.

El llanto surgió tan desolador, que el médico y los demás se quedaron helados. Ana probó la humedad en sus propias mejillas, Eduardo parpadeaba y Esteban apretaba su mandíbula.

Ana se arrodilló a su lado, para ofrecerle consuelo e Iván se abrazó a ella con fuerza, llorando. Era un lamento que rompía el alma.

***

El dolor se había ido. Eso era un alivio.

—Te voy a dejar solo. Tal vez te quieras desahogar.

—¿De qué hablas? —preguntó Gabriel, confuso.

—La segunda etapa será un poco intensa, se llama tristeza. Tal vez deseesllorar un poquito.

—Pero me siento bien.

—De todas maneras, te voy a dejar solo. Búscame cuando termines.

Sintió los pasos alejarse. Se quedó sentado en la hierba, bajo la sombra de un árbol. La falta de dolor era, por sí misma, una suerte de felicidad. Pero no era la única ausencia. Iván ya no estaba.

No tenía idea de cuánto espacio ocupaba hasta que desapareció.

Imágenes de lo que fue su vida juntos llenaron su memoria; su risa, su cuerpo, su sentido del humor, los miles de detalles que tenía con él.

Y las lágrimas llegaron desde un sitio que no sabía que tan profundo era. Una tristeza que ni el llanto de mil vidas podría aliviar.

Se dejó caer sobre sus espaldas, luego giró y escondió el rostro lejos del sol, abandonado a la más cruel desesperación.

***

Era tarde cuando, por fin, Iván se tranquilizó por efecto del sedante que el comandante Robledo, harto de escucharlo todo el día e impotente, le inyectó, sin que mediara protesta por parte de los otros dos. Dijo que iban a tener que ponerle un suero. Lloró en seco por horas. Ana logró hacerle beber agua y con seguridad fue así como consiguió reabastecer sus reservas de lágrimas.

Cuando el doctor dijo que nada más podía hacer por él, que lo dejaran tranquilo, lo subieron a su habitación. Ana pasó mucho tiempo con él, acariciando su cabello.

El sedante no logró dormirlo. Apenas lo apaciguó lo suficiente para que los demás creyeran que la crisis terminó, pero la angustia estaba ahí.

¿Cómo iba a vivir sin su Xosen?, ¿Por qué le dejó?

No hallaba razón alguna para seguir adelante.

***

Era de madrugada cuando entró a la casa temblando de frío. Era, con seguridad, lo peor que había vivido. En comparación con ese maldito día, la mesa de juegos de Érick parecía té con galletas.

Encontró a Yao sentado en su blanca y elegante sala, mirando una película en la inmensa pantalla que tenía empotrada en un muro.

Gabriel se quedó de pie, en la puerta, sin saber qué hacer.

Yao giró la cabeza y lo observó. Luego le hizo una señal con la mano, para que se acercara. Se desplomó en el sofá junto a él.

Yao no se movió, pero Gabriel sintió los efectos de su inconmensurable poder. El aura rojiza que emanaba ahuyentó frío, soledad y angustia.

Llenó los huecos de su pecho, alivió su dolor de cabeza, el embotamiento de sus sentidos. Limpió todo en su interior.

Aunque ya no encontraba a Iván y saber eso era malo, ya no era triste. Ya no había nada. Yao dijo que eso pasaría. Era como estar un poco muerto.

Trató de pensar en los demás. En Arturo, en Eduardo. Incluso en el tonto de Esteban.

Descubrió que la desvinculación los había alcanzado a todos.

—Estoy cansado.

—Sí te creo. ¡No jodas! Lloraste como mil horas. Pero ya estás bien, ¿o no?

—¿Muerto es mejor?

Yao rio.

—Nunca he fallecido. Tampoco me he vinculado. ¿Por qué no vas a la cama?

Gabriel negó. En su rostro no podía leerse nada más que agotamiento. Las líneas de sus facciones eran duras. Su mirada perdida en la pantalla, carente de brillo.

Pero su cuerpo comenzó a moverse, a despertar.

—No quiero dormir —dijo. Extendió una mano hacia Yao, que no se opuso a ser tocado de manera íntima. Con la otra, se sostuvo así mismo, excitado.

El apetito que lo definía se hizo presente. Podía estar como muerto, pero quería sexo. Todo el que pudiera obtener.

Se mojó los labios resecos. Su piel estaba llena de hojas y tierra. Olía a carne quemada al sol, a la llovizna que le cayó encima por la tarde, al sereno de la noche, pero aquellas nimiedades no perturbaron a Yao, que respondió a su apremio sexual con una erección firme. No sonreía. No correspondía a las caricias como un amante. Solo lo observaba desde los negros pozos profundos que parecían absorberlo todo.

No era lo mismo, pensó Gabriel mientras se ponía de rodillas entre las piernas largas de Yao. Nunca volvería a ser igual.

Pero, después de todo, Yao estaba dispuesto a su erótico asalto y no necesitaba más en la vida que un cuerpo para desfogarse.

El halo rubí y el olor a canela se hicieron más intensos y, cobijado por ellos, El Edénnari se volvió una criatura lujuriosa y dejó de pensar.

Abrió los pantalones de Yao con desesperación y le consumió a grandes bocados, ávido por las sensaciones que crecían ingobernables, intensas, deliciosas, oscuras.

Yao cerró los ojos.

Y la más breve sonrisa se dibujó en sus labios.

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