Curación
La noche era fría y ventosa.
Gabriel escuchó el golpeteo en los cristales de la habitación privada en la que permaneció acostado sobre su vientre, por tres largas semanas y se estremeció medio dormido.
Sumado al clima, la frialdad propia de un hospital, aunque fuera uno tan lujoso como el que le alojaba. Pisos brillantes, paredes blancas decoradas con cuadros de flores indiferentes y paisajes sin sentido le incomodaba.
Tenía un frío metido en los huesos. Cuando todo terminara, se iría al Caribe. Aunque tal vez era más una sensación interna desagradable que la temperatura real de su entorno. A pesar de que solo estaba cubierto con una manta liviana, no temblaba.
Entraba y salía de un sueño ligero.
Eran más de las nueve de la noche, la hora de la visita había terminado. El silencio solo era roto por su respiración profunda, el ulular del viento y el sonido del monitor de signos vitales.
Apenas unos minutos antes Iván se había retirado. Y solo después de que la enfermera insistiera. Cada noche era lo mismo; el personal de turno debía persuadirlo y a veces, echarlo. Pero no lo maltrataban.
Iván era encantador y ganó el aprecio de todos con los que trataba.
Dada la asombrosa recuperación del paciente, nadie objetaba su presencia.
—Es el amor la mejor medicina —repetía su enfermera, mientras cambiaba soluciones o vendajes. Parecía cierto; en tan solo tres semanas Gabriel casi se había recuperado. Cicatrizó más rápido y mejor de lo que nadie esperaba, resultaba milagroso.
Iván pasaba largos periodos junto a la cama. No hablaba mucho, Gabriel dormía gran parte del tiempo.
Si estaba despierto, le acariciaba el cabello y si le realizaban curaciones, sostenía su mano. Le permitieron estar con él cuando retiraron las suturas. Tardaron casi tanto tiempo en quitarlas, como les tomó ponerlas.
El paciente no se quejó, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.
Aunque hubiera preferido no hacerlo, Iván se iba a veces. Entonces otras personas podían visitar a Gabriel.
Eduardo cumplimentó en un par de ocasiones, pero no hablaron. Ya era un baúl de cosas por decir, que dolía como el demonio abrirlo, lo que tenían pendiente. Ninguno quería enfrentarlo. Así que sus visitas fueron del tipo de entrar, permanecer unos minutos y salir lo antes posible.
Esteban, por el contrario, llegaba en cualquier momento. Su placa le dejaba quedarse todo cuanto quisiera. Pasaba el tiempo charlando con Iván en voz baja mientras Gabriel dormitaba. A veces se iban juntos. Se notaba que el comandante hacía esfuerzos por no demostrar sus sentimientos, pero terminó por sucumbir, como los demás, al arrollador encanto de Iván. Se hicieron amigos.
Y su visita más agradable era Ana, que lo veía cada tarde después del trabajo y se quedaba tanto tiempo junto a él, como Iván le permitiera. Era parlanchina y le contaba cualquier cosa, desde una película, hasta que se reconciliaron Eduardo y Esteban, así como lo feliz que estaba de recibirlos en su hogar de manera permanente.
Desde el día que Gabriel desapareció, Eduardo estuvo en su casa y ahí trabajaba. No había salido más que al Hospital. Estaba aterrorizado por su encuentro con el agresor de Gabriel y tenía miedo de volver a verlo.
Iván también vivía con ellos. Se quedaba en la habitación superior, —se sonrojó al mencionarlo—. Pero a veces se iba por la noche.
—Es muy serio —dijo Ana—. Permanece callado, come poco y cuando puede, abre las ventanas y se queda mirando la luna por horas. No importa que casi esté nevando afuera.
—Típico de Iván —respondió Gabriel—. Se puede congelar, pero no cierra las ventanas.
—¿Es normal? También fuma muchísimo.
—Por eso las abre, para no molestar a los demás con el humo. Pero la verdad es, que está inquieto por mí.
—Eso sí que es normal, todos lo estamos.
Gabriel no podía decir a nadie, ni siquiera a la discreta Ana, que el más preocupado era él. Abrumado por lo que le esperaba al salir del hospital. No había olvidado a Yao, ni al misterioso trato hecho entre ellos.
***
Emergió del profundo estado que antecede al sueño, en el que los pensamientos terminan por tener alas. Estaba alerta, sin aparente motivo, pero al respirar de nuevo, lo supo.
Un súbito aroma a canela apareció en la habitación, precediendo a un leve vapor rojizo que le hizo sonreír. Había llegado su última visita, de la que nadie tenía ni una condenada idea.
Ni siquiera los afinados sentidos de Iván percibían a la poderosa entidad que se hacía presente cada noche en cuanto Gabriel se quedaba solo.
Con la apariencia de un chico de no más de veintidós años, usando jeans, camiseta suelta por fuera color magenta, tenis negros que parecían tanques y una chamarra de beisbolista.
Todo el dolor, el temor y la incertidumbre desaparecían en la burbuja color rubí que ondulaba un metro a su alrededor.
Yao —así pidió ser llamado— sonreía como si fuera la mejor cosa del mundo estar con él. Y Gabriel experimentaba gratos sentimientos que no terminaba de entender del todo. No podía darle sentido a las cosas que pasaron en la sala subterránea y empatarlas con lo que ocurría cada noche entre ellos.
—¿Cómo te sientes hoy?
La pregunta era la misma desde que le quitaron la sedación. Pero ya antes, cuando flotaba en la oscuridad de la inconsciencia, Yao estaba con él en ese espacio sin tiempo y lo mantenía a salvo de los terrores que los recuerdos de la cámara subterránea, como monstruos al acecho, le hubieran vuelto loco.
Cada cosa desagradable era repelida por el halo rojizo. Sin que se percatara, las memorias dolorosas se fueron y los últimos días pudo dormir tranquilo, como si nada hubiera pasado.
—Creo que bien, el Doctor dice que tal vez en una semana más podré irme a casa—. Un diminuto tinte de entusiasmo endulzó su voz.
—Déjame ver tu espalda.
Gabriel se desprendió de la ropa hospitalaria que llevaba tirando de las correas de su bata.
Como si el sol tuviera tacto y fueran las puntas de sus dedos suaves y cálidos los matutinos rayos, así eran las caricias que Yao prodigaba por la espalda sin tocarlo. Apenas flotando un roce caliente, a un centímetro de la piel.
No quedaba de su experiencia sino algunas cicatrices blancas.
Y las últimas noches, esas caricias fueron más allá de simples cuidados médicos. Gabriel se excitó y Yao le brindó satisfacción con la boca. Era la misma sensación de tenderse en la playa, desnudo, en una cálida mañana.
No el milagro de unión que era con Iván. Nada se comparaba a aquello, pero era tan bueno como para dejarse hacer y disfrutarlo.
Yao también estuvo dentro de su cuerpo justo la noche anterior.
El olor a canela se impregnó a su piel y le reconfortó incluso en sueños. Después, tuvo que levantarse muy temprano a tomar un baño. Cuando Iván llegó, la evidencia había desaparecido.
Nunca engañó a su xosen. Esa era la primera vez que le ocultaba una relación, en todos los años que llevaban juntos.
—Se equivoca —susurró Yao, mientras aún exploraba con su toque único que lo subyugaba. En cada sitio despedazado por el látigo fue cubierto de caricias curativas, todas las noches hasta restaurar su estado de perfecta salud.
A Gabriel le resultaba imposible no entregarse a las sensaciones que lo inundaban, en esa esfera de seguridad y alivio incorporada a Yao.
—Ya estás bien —concluyó, mientras le acomodaba la bata.
Por primera vez Gabriel se giró, quedando acostado sobre sus espaldas. ¡Fue magnífico! Tal vez Yao estaba en lo correcto. Ya no tenía ningún dolor.
Gabriel capturó su nuca y se levantó lo suficiente para besar esos labios color fresa y, ¿por qué no? Morderlos un poco. Yao no parecía tener problemas con sus anclajes. Podía darle todo el sexo que Gabriel demandara.
Yao se acomodó como un gato, deslizando la mano bajo la bata para acariciar el miembro rígido con movimientos que parecían hechos de agua caliente; fluidos, tersos, perfectos.
Gabriel tuvo que romper el beso y entregarse al placer
—¿Estás listo para irte conmigo? —preguntó, pasando la lengua por el miembro pulsante y entusiasta. A Gabriel solo le interesaba el doble sentido de la frase y culminó con un largo gemido.
—Lo hice... —su voz tembló. Una risa profunda y rica acompañó su clímax. Y un pase de la mano de Yao desapareció toda huella de placer esparcida por su vientre.
La piel quedó seca y limpia, Yao se puso de pie, tomó una mochila del suelo y comenzó a sacar varias prendas de hombre que apiló sobre los pies de la cama. Jeans deslavados negros, camiseta gris con un dibujo de una palmera que decía Puerto Vallarta Beach, ropa interior con estampado deportivo, tenis rojos, un rompevientos negro. Gabriel no pudo más que sonreír ante la elección de ropa. Era el mismo estilo a la que usaba Yao. Con ella, parecería solo un muchacho.
—Vístete. Voy a sacarte de aquí.
Gabriel se tensó, asintió, se puso de pie y comenzó a vestirse. Estaba a punto de entrar al servicio de ese ente sombrío y, aunque revolcarse con la oscuridad en la cama resultaba algo bastante genial, lo demás; entregar el alma, la vida o lo que a Yao se le diera la gana exigirle, era descorazonador.
Tomó aire y dedico un pensamiento a su vinculación.
Yao juró, por su madre, que Iván no correría ningún peligro.
De alguna manera, le creyó. Por eso su Xosen estuvo con él cada día, inconsciente del riesgo resarcido. Pero sus visitas eran agridulces. Maravillosas, como siempre que se unían y terribles, al saber que estaban a punto de separarse y nada podía hacer.
Había llegado elmomento.
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