Cuando el abismo te mira
De pie sobre una mullida alfombra y justo frente al ventanal, fuera de la habitación, Gabriel contemplaba la noche.
La luna estaba en todo su esplendor pero no se podía ver ni una estrella.
Estaba en una de las colonias más llenas de vida de la Ciudad, apenas a unas cuantas calles de los grandes rascacielos, del bosque de Chapultepec y de la zona Rosa. La luz era intensa, aunque Ana vivía en una calle relativamente tranquila, de casas de principio del siglo anterior, heredadas desde los bisabuelos. Era como un viaje al pasado, aunque a él no le resultaba chocante en lo absoluto.
La casa era bonita, igual que la dueña.
De todos modos, su ánimo estaba tan gris como las nubes que de vez en cuando apagaban la luna. Pensaba en el precio de la libertad.
Esa misma mañana tuvo una ocurrencia que transformó en un capricho. Solo porque podía llevarlo a cabo, porque nada se lo impedía, siguieron adelante. Iván, como siempre, se esforzó en complacerlo y lo hizo de manera excelsa.
Y cada uno de esos deseos, decisiones, acontecimientos y acciones, lo llevaron a ese momento en el cual sentía un desarraigo terrible, doloroso que, sin embargo, no podía nada menos que comprender.
Sí hubiera dejado pasar su capricho, a esas horas estarían dormidos en su propia cama. Se levantarían tarde. Siendo sábado, pasarían mucho tiempo en la cama, amándose. Y por la tarde hubieran dedicado el asueto a comer, a descansar o a cualquier otra cosa que, en ese instante, le parecía maravillosa.
En cambio, estaba en el pasillo, sintiendo frio y soledad, dejando que lo que tenía que ocurrir, ocurriese.
Una década atrás, él hizo exactamente la misma cosa; conoció a Eduardo.
Pensó que sabía lo que Iván padeció esos años. Pero no estaba ni cerca. E Iván nunca le dijo nada, no le culpó ni le hizo sentir mal. Jamás se quejó ni le abandonó. Al contrario, le brindó su apoyo, le dio el espacio que necesitaba, aceptó las sobras de su tiempo.
"Y pensar que ahora me toca a mí, recorrer ese árido camino".
Maldijo cuando quiso fumar y se dio cuenta que dejó los cigarrillos importados en la habitación a la que no quería entrar en ese momento. Suspirando, pensó en bajar a ver si tenía una cajetilla en su chaqueta, misma que dejó en la planta baja.
Incluso estaba dispuesto a salir en bata, caminar una o dos calles y comprar una en la primera tienda de veinticuatro horas que encontrara. En esa zona, la noche no era limitante para ningún requerimiento.
Al girarse, se topó de frente con Eduardo, que estaba ahí parado, sin hacer ruido. Gabriel estaba tan ensimismado que ni siquiera se dio cuenta de su presencia.
Eduardo era ese tipo de persona que a menudo pasaba desapercibida con facilidad, sobre todo por la gente más burda.
Se requería cierta finura de percepción para darse cuenta de su pureza.
Aunque justo en ese instante no era como la poza de agua cristalina que conoció tantos años atrás, sino un rio revuelto bajo la tormenta.
Eduardo no lo miraba. Tenía la vista clavada en una cajetilla de cigarros importados, con la envoltura plástica intacta.
Los abrió.
Sacó uno que encendió y aspiró ruidosamente. Luego lo ofreció a Gabriel.
Como un felino se acercó, mirando como lo hacen los depredadores. Al tomar el cigarrillo de la mano de Eduardo, la piel de sus dedos entró en contacto apenas con un roce. Eduardo cerró los ojos como si su toque doliera. Se estremeció y retiró la mano.
Gabriel retrocedió un paso, se llevó el cigarro a los labios y aspiró el humo, disfrutando del vicio en los pulmones. Dejó que sus manos volvieran al cómodo sitio donde estaban antes; en su espalda, una mano aferrando por la muñeca a la otra. La bata que llevaba sobre los hombros permanecía impúdicamente abierta, dejando nada a la imaginación. Su erección por fin se había cansado.
Eduardo conocía ese cuerpo mejor que el propio; apenas vio cambios. Un poco más de músculo que la última vez que lo vio. En la Universidad, era más esbelto.
Su mentón era más cuadrado.
Había madurado, la edad lo endureció de todas las maneras posibles.
O tal vez era solo el corte del cabello que era muy diferente a como solía llevarlo cuando era estudiante.
Se veía más guapo que nunca.
—¿Podías hacer el inmenso favor de cubrirte?
Gabriel sonrió. Si era sincero, ni siquiera pensó en su grado de desnudez. La bata era fina y después de un rato, dejó de sentirla. Y Eduardo era como una parte de él.
Sin apartar el cigarrillo de sus labios, cruzó las solapas sobre su pecho y aseguró su posición con el cordón.
No volvió a mirar a Eduardo. No tenía que hacerlo para darse cuenta del nudo de emociones del hombre, la colección completa del que está al borde, escuchando la llamada de la oscuridad.
—¿No me vas a preguntar qué estoy haciendo aquí?
—Sé por qué estás aquí.
Cuando se fue aquel espantoso día, con una mochila en el hombro y la intención de jamás, jamás volver a lastimar a Iván, dejó la mitad de su corazón en ese apartamento. Echó una losa sobre sus recuerdos. Siguió adelante.
Lo que más tenía era años por vivir. A eso se dedicó, desenfrenado.
Y después llegaron a esa noche en que la losa fue levantada y todo lo que no se dijo, lo que pudo ser, emergió en su peor forma para atormentarlo sin piedad.
—Lo sabes todo, ¿no?
La voz de Eduardo reflejaba los mismos sentimientos. También rabia, angustia, desolación. El dolor de la traición y un amor que el tiempo no había podido disolver ni siquiera con la presencia de otras personas en sus vidas.
—Lo sé todo de ti —respondió Gabriel con la mirada baja.
—¡Claro! ¡Soy un libro abierto! Uno que terminaste de leer y desechaste.
—No fue de esa manera.
—¿Entonces cómo fue? Vas a tener que explicarlo. ¡Necesito saber! ¡Quiero...! ¡Necesito dejar todo esto atrás!
Con la mirada apagada, Gabriel se veía bastante mayor de sus veintinueve años, parecía un anciano; no le brotaron arrugas y canas de repente. Era un cansancio en la expresión, como de quien ya lo ha visto todo y se aburre ante la posibilidad de tener que ver más aún de ese círculo eterno que son todas las cosas en la vida. Como si cargara una eternidad sobre la espalda. Era desconcertante y tan apabullante que Eduardo frenó sus reclamaciones al ver que tal vez, sentían lo mismo.
—Me pediste que eligiera—dijo el muchacho—. Y eso nunca fue una opción para mí. Iván no puede salir de mi vida. Nunca me atreví a decírtelo y... —suspiró el resto de las palabras, dejándolas escapar de su pecho como si fueran el último aire que tendría en la vida—. Y creo que ahora tampoco podré explicarte porqué.
—¡Dime!
—No es el momento, Lalo. El hombre que tienes puede despertar. Si te encuentra conmigo, esto no va a terminar bien para nadie.
—¡Quiero una respuesta y la quiero ahora!
—Si has esperado casi seis años por ella, unas cuantas horas más no harán la diferencia.
Por favor, márchate. No lo hagas peor de lo que ya es.
—¿Qué haces aquí, de todas maneras? ¿No deberías divertirte ahí dentro con ese tipo que te ha arrastrado a todos los excesos?
—No todo es como parece. Y creo que esta noche forcé demasiado las cosas y ahora, mi vida es todo, menos divertida. Salí para darme unos minutos. Reagruparme.
—¿A qué te refieres?
—La historia siempre se repite, una y otra vez. Estamos condenados como Sísifo, a ir una y otra y otra vez por los mismos caminos. No te preocupes. Creo que solo estoy cansado. Hablaremos después.
Antes de irte, ¿me regalas otro cigarrillo?
Eduardo lo miró con indignación. Del bolsillo frontal de su sudadera, emergió de nuevo la cajetilla que entregó casi intacta.
—Toma, quédatela. Acabo de decidir que dejaré el vicio.
Gabriel tomó la mano completa que sostenía la cajetilla, sin levantar la vista, como queriendo retener el instante todo lo posible.
—Harías muy bien. Por placentero que sea, algunas cosas solo nos hacen daño.
—Sí. ¡Cómo no! Tú lo sabes bien, ¿no es cierto?
Eduardo se soltó con un tirón y se fue, sin volver la vista atrás. Por eso no pudo ver la expresión de profunda tristeza de Gabriel que, suspirando, encendió otro cigarrillo, apreciando el sabor acre y el humo denso.
¡Qué bueno era!
Lo único realmente bueno en ese momento de intensa zozobra.
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