Casi cien años después
Gabriel apoyaba su torso desnudo con suma comodidad en la silla tapizada de piel. Se miraba de vez en cuando al espejo enmarcado por un contorno de lamparillas brillantes y disfrutaba de la presión y el deslizamiento de las manos pálidas de Iván sobre sus hombros, hasta poco antes, agarrotados.
Impelido a cerrar los ojos y perderse en las sensaciones de bienestar y placer que se extendían por su piel brillante y ligeramente cobriza, inclinaba la cabeza. Y dejaba vagar el pensamiento para imaginar en dónde, de su cuerpo, quería sentir esas mismas caricias relajantes y excitantes a la vez.
Iván era eficiente en el manejo de sus dedos y palmas y por ello no podía evitar que su deseo se inflamara. Hubiera sido perfecto que se inclinara y deslizara las manos extendidas por su vientre y más abajo, hasta...
En cambio, se alejaron de su cuerpo.
Gabriel abrió los ojos para contemplar su reflejo y detrás de él Iván que, aunque no lo miraba, tenía en el rostro una sonrisa de conocimiento sobre el derrotero de los pensamientos eróticos de Gabriel.
Alto, rubio y un poco despeinado. Iván era un hombre que no prestaba tanta atención a su arreglo personal. Al menos, no al nivel en que lo hacía Gabriel, pero esa apariencia rústica le sentaba bien.
La camiseta negra que llevaba puesta resaltaba la anchura de sus hombros y las ondulaciones de su torso. Su pantalón no era nuevo; alguna vez fue más oscuro y sus botas estaban impecables.
Las manos pálidas volvieron al cuello y la nuca de Gabriel. Apenas pudo ahogar un gemido.
Y la respiración de Iván, que se escuchaba agitada, no le ayudaba a permanecer sosegado. Él también le deseaba mucho y las cosas estaban a punto de volverse sexuales.
Por ello, el rubio dio por concluida la sesión de masaje. Dio un paso atrás. Aspirando para calmarse.
Gabriel sonrió, halagado al comprobar el control que Iván tenía sobre sí mismo hacerse pedazos. Quiso ver si acaso podía alterarlo un poco más.
—¿Cómo me veo? —dijo. Buscó su mirada y su aprobación a través del espejo.
—Igual que el demonio —respondió Iván, con una voz calmada que no dejaba ver lo excitado que estaba. Ambos se conocían demasiado bien como para caer en las trampas juguetonas del otro, si no deseaban hacerlo.
—¿Tan mal?
Iván sonrió y lo miró por fin, con calidez.
—¿De dónde sacas que el demonio se vería mal? Era el más bello, como tú.
Complacido con el halago y divertido por la respuesta, Gabriel se puso de pie de un salto. Diez minutos quieto en ese asiento y no podía más. Se miró al espejo por última vez para arreglar su cabello, muy corto en la parte de atrás, largo y abundante al frente y casi cubriéndole los ojos. Solía mover la cabeza para apartarse el pelo con frecuencia.
Al volverse, comprobó lo que ya sabía; la mirada de Iván cargada de lujuria tironeaba de su cuerpo, como si de cuerdas atadas a su vientre se trataran
Pero de nueva cuenta, Iván se mantuvo tranquilo. Le acercó el resto de las prendas que vestiría esa noche y supervisó el aspecto final. Dio entonces su tácita aprobación.
—¿Qué vas a usar tú? —preguntó Gabriel, mientras ajustaba los últimos dos botones de su camisa, sin apartar la vista de su glamuroso reflejo. Se veía bien y lo sabía. No tenía reservas para admitirlo. Era el hombre más guapo, si no contaba a Iván, por supuesto.
Comenzaba a sentir mariposas en el estómago. ¡Jamás hubiera creído que lo que estaba a punto de llevar a cabo, lo pusiera tan nervioso!
Debió hacerlo antes.
El rubio solo extendió los brazos. El gesto era claro: "esto".
—Eres adorable—dijo Gabriel, con una risita. Era increíble cómo podían ser tan diferentes en algunos aspectos y de todos modos, pertenecerse.
Se acercó al rubio, quería su mirada y contacto físico. Lo necesitaba con urgencia de frente a la incertidumbre que le devoraba las entrañas. No era que tuviera miedo; confiaba que Iván estaría para él y que le daría todo lo que necesitaba. Incluso más.
No podía esperar.
En la cercanía sintió el tibio aliento alterado de Iván, que nunca permanecía incólume ante el despliegue de sus encantos. Pero tenía tal control sobre sus impulsos que fue capaz de retroceder. No de la forma en que lo haría alguien que teme cometer un error, sino como quien ya conoce todos los trucos de su contraparte y, aunque los encuentra divertidos, tiene otras cosas en qué ocuparse.
El deseo podía aguardar.
La espera lo haría aún mejor.
El rubio se alejó para tomar del suelo una bolsa de plástico negra y revisó su contenido. Todo cuanto necesitaría más tarde, estaba dentro. Avanzó a la puerta sin mirar atrás, lo que dejó a Gabriel un poco frustrado. Resignado a no recibir gratificación inmediata, preguntó con un mohín de inconformidad.
—¿Está todo listo?
—Así es. Relájate mientras ultimo detalles. No subas tenso. Enviaré a alguien a que te avise cuándo quiero que entres.
—De acuerdo —respondió con un suspiro.
Apenas el rubio salió de la habitación, la ansiedad volvió con toda fuerza. No era algo molesto o dañino, sino pura expectación burbujeante.
Esa mañana, en una charla posterior al amor se le ocurrió una travesura divertida y antes de darse cuenta, estaban a punto de experimentar algo completamente nuevo.
¿Dolería? Conociendo a Iván, concluyó que sí.
Volvió a su silla para esperar, mientras revisaba la habitación en la que se encontraba.
Estaba en una sala amplia, decorada con buen gusto y dinero suficiente. Los muebles eran de piel genuina, había arte en las paredes, iluminación ambarina de diseño y una mesa de centro, valuada en varios miles, decorada con flores, hojas y ninfas desnudas. Gabriel disfrutaba de la cara de Arthur, cada que subía los pies en esa reliquia.
Arturo Robledo era muchas cosas, pero si algo podía decirse de él, era que sabía vivir bien. El hombre usaba esa habitación para sus asuntos personales. En el fondo, era un esnob. Trabajaba muchas horas, por lo que era comprensible que tuviera un sitio en donde sentirse a gusto con sus variadas compañías.
Por más que prometió relajarse, no podía estar quieto, así que fue a toquetear un aparato de sonido que parecía panel de control de nave espacial y luego fue al baño, a encender y apagar la luz, media docena de veces.
Después no tuvo nada más que hacer.
Un pequeño detalle captó su atención; Arturo dejó un montón de finas toallas mullidas al lado de un jarrón con un único tulipán. Una pequeña caja de Olinalá, con incrustaciones doradas y marrones estaba llena de pastillas de jabón nuevas. Era la marca artesanal de lavanda, que usaban en casa.
El gesto le conmovió. ¡Qué bien lo conocía!
—Toc, toc.
Arturo estaba a su lado y no se percató de su llegada. Eso hablaba de la gran confianza que sentía con él. Eran grandes amigos desde varios años atrás. Iván y Gabriel sabían que Arturo haría cualquier cosa por ellos. Esa misma noche, les dio acceso total a su lugar, que estaba a reventar, para jugar todo cuanto se les diera la gana.
Apagó la luz y ambos fueron al centro de la habitación.
—Iván dice no te desesperes. Es evidente que te conoce y sabe que te pica el culo, ¿verdad?
—¿Tú no estás nervioso?
—¿Debería?
Arturo trataría de mantener su fachada de control todo lo que pudiera, de ocultar cualquier posible vulnerabilidad.
—También dijo que entres en cuanto escuches que cambia la música.
—De acuerdo. Decoraste bien este lugar.
—Es mi área privada de descanso.
Con la mano trazó frente a ambos una media luna para demostrar la grandeza de sus dominios. Gabriel rio.
—Pensé que nos habías puesto en el camerino general, junto con las otras amenidades.
—En lo absoluto haría eso. Son húmedos y hay ratas. Apenas iluminados por bombillas. Los empleados no deben pensar que hay dinero para lujos innecesarios o comienzan a creer que tienen derecho a cosas que, sabemos, no necesitan, como agua caliente o prestaciones sociales.
—Eres un canalla desalmado —dijo, acariciando la mejilla rasposa de Arturo. Pasó el dedo pulgar por su labio inferior, mientras inclinaba un poco el rostro hacia él, aprovechando los centímetros con los que le sobrepasaba.
Se quedó en blanco por un segundo, como ocurría cada que el maldito entraba en modo seductor. No había nada que pudiera hacer. Cualquiera de los dos que lo mirara de esa forma, lo tocara o le hablara con voz sugerente y Arturo Robledo, el gran empresario despiadado y ambicioso, se volvía un gatito para jugar o torturar, de acuerdo con el humor que ese par tuviera ese día.
Pero Gabriel no siempre era consciente de ello. Arturo le caía muy bien. Y era de las pocas personas a las cuales respetaba ciertos límites. Era solo su naturaleza sensual que se activaba, sin importar quién estuviera delante.
La música cambió y el hermoso chico giró el rostro, con su atención puesta en la siguiente gran aventura, sonriendo con plenitud. El pobre Arturo se quedó sin aliento.
—¡Espera Gabriel...! —pero fue tarde. El muchacho tomó su saco al vuelo y alcanzó el umbral de un par de zancadas.
—Lo siento, el espectáculo debe comenzar —. Y azotó la puerta al salir.
Arturo se quedó paralizado, tembló un poco y con la respiración agitada. Miraba hipnotizado el lugar por donde el chico había desaparecido. Tardó minutos en recuperar el dominio. Siempre que ese desgraciado se le acercaba tanto le ocurría lo mismo. Aún sentía el roce de su dedo en los labios y la respuesta de su miembro. Y escalofríos.
Gabriel marcaba sus caricias a fuego en la piel de sus amantes, lo sabía de primera mano. Sus ojos resplandecían por cualquier oportunidad de sexo, las puertas de su sensualidad aguardaban siempre abiertas, al igual que las de Iván.
Que Arturo supiera, nadie se resistía a su seducción sin importar género, edad, religión, estado civil o de lucidez mental. Como un hombre práctico y de criterio amplio, rasgo que le permitía sacar provecho de muchas cosas, no tenía problemas en asumir la enorme atracción que sentía por ese par, aunque de usual prefería a las mujeres.
Y también sabía que una vez se había salvado. Dos, era tentar al destino. Buscar algo con ese par, incluso casual, era tirarse en caída libre y sin paracaídas. Esos dos no tenían límites.
Espero a recuperar alguna templanza antes de salir y cerrar la puerta.
Descendió los dos cortos tramos de escalera y entró al área pública de "El Dimm", el club nocturno de su propiedad.
Al ingresar al oscuro y caldeado ambiente, localizó a Joel Meza, el encargado de seguridad y le llamó con un gesto. El hombretón se acercó.
—Mande usted, jefe.
—Que nadie entre a mi privado esta noche. Solo mis invitados y yo.
—Cómo diga. ¿Otra vez van a hacer de las suyas esos dos?
—Eso me temo.
—Cuídese patrón —dijo el hombre, con un tono parecido al respeto. Arturo asintió con gravedad y se fue, mientras Joel se colocó frente a la puerta, con los brazos cruzados. Era un hombre alto y fornido, con el cuello y un tatuaje de la Santa Muerte, que abarcaba hasta el codo, parte del pecho y la espalda, visible debajo de su camiseta blanca sin mangas. Lo hacía ver aún más amenazante, si eso era posible.
Arturo sabía que para Joel, esa imagen esquelética era un símbolo de protección. Pero resultaba un poco esperpéntico. La mirada de ascuas de la muerte tatuada se clavó en él. Parecía un mal presagio, sumado a la advertencia del hombre.
Si no mal recordaba, Joel una vez terminó en la cama de ese par. O tal vez fue en una jaula.
No podía quitarse cierto sabor amargo de preocupación. ¡Y era estúpido! Esos dos no eran sus hijos y lo que estaban a punto de hacer, con toda seguridad no sería lo más aberrante de su expediente, ni tampoco podría ser tan malo.
¿O sí? No era como si hubieran llevado una cabra.
Esos dos eran capaces de seguir sus impulsos en cualquier dirección, en especial Gabriel. Iván hubiera podido contener al loco de su compañero, pero nunca lo hacía; si aquél tenía alguna ocurrencia, Iván sonreía y seguía adelante con cualquier cosa que pasara por la mente más desenfrenada de la ciudad.
Siguió su usual recorrido, dejó atrás a Joel, a su "jefecita" y a todo lo que sabía del culto al cual era tan devoto. Revisó la caja y dio un par de instrucciones al jefe de meseros. Por último, se dirigió al área VIP, a su reservado; un gabinete rodeado de cristal donde podía tener privacidad, si lo necesitaba.
Ya le esperaba su whisky con hielo y mientras lo bebía se preguntó, como tantas otras veces, por qué diablos siempre terminaba metido en líos con esos dos
Más temprano, poco antes de la hora del almuerzo, Iván llegó sin avisar, como era su costumbre, para desatar el caos. Si Arturo fuera una persona impresionable, habría temblado al verlo entrar.
Al margen de eso, eran buenos tipos.
Y ellos acudieron a él porque sus perversiones de esa noche, requerían utilería. A pesar de todo, él les prestaría el arenero cada vez que los niños quisieran jugar.
Con una sacudida de cabeza para sacarse el inoportuno recuerdo de la cabra, se dispuso a contemplar la sorpresa de ese par. Iván ya estaba en el escenario y el silencio se impuso en la sala.
Gabriel se tomó un segundo para calmarse, respirar y ser capaz de caminar con paso seguro.
Había más gente esa noche en el club, trescientas personas por lo menos, expectantes por lo que estaba a punto de ocurrir en el espacio circular y giratorio que hacía las veces de escenario y pista, al centro del lugar. La plataforma podía elevarse un metro del nivel del piso y ahí era donde iba a subir. Observó a la gente. Todas esas personas babearían muy pronto.
Con ese motivador pensamiento avanzó por un pasillo entre mesas abarrotadas, haciendo gala de su elegante sensualidad de felino. Los comensales más cercanos notaron su avance y lo contemplaron con asombro, sintiendo una fuerte atracción sexual.
En la pista, la luz caía con dureza desde la parte superior sobre una silla. Creaba la ambientación de una sala para ser interrogado y torturado. Se sintió intimidado. Iván le llevaría a través de una experiencia vibrante, resguardándolo, pero sin atisbo de compasión.
Gabriel subió de un salto a la pista y se detuvo frente a Iván, confiándole su vida.
Tal vez nadie se diera cuenta hasta qué punto Gabriel se entregaba.
Eso no quitaba que estuviera asustado. Tenía que imprimir más fuerza en el pecho para jalar aire, la excitación era tal que le arrancaba el aliento. Sintió los labios secos. La expectación febril de todos los espectadores agotaba el oxígeno disponible; lo que quedaba para aspirar era algo denso y salado que le encantaba. Una presión en el vientre, similar al pánico le apretaba la respiración, excepto que no lo era en absoluto.
No tenía idea cómo nombrarlo, pero desbordaba de ello en sintonía con todos los presentes.
Las manos más blancas que nunca por la luz implacable, cuya transición a sombras profundas llenaba de dramatismo la escena, se extendieron a sus hombros y por debajo del saco; cálidas, fuertes y de pronto, agresivas.
Se vio despojado de la prenda.
El vello de su piel reaccionó, erizándose.
Era el principio.
Estaba a punto de sentirlo todo.
Su miembro palpitó, cobró vida entre sus muslos.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro