Amor
El reloj que por décadas estuvo en el mismo rincón de la sala cumplió religiosamente su deber y dejó a todos saber, con sus campanadas, la hora del día.
Ana creía que ese reloj fue un regalo de bodas para su bisabuela, no estaba segura y por eso no tenía corazón para deshacerse de la cosa, aunque en general todos pensaban que era viejo y molesto, sobre todo en la madrugada.
Eduardo despertó gracias al repiqueteo. Eran las tres de la madrugada. Cuando mucho, logró mal dormir cuatro horas en el sillón de Ana. Gracias a los muebles y al tono verdoso de la pared que llevaba ahí desde que la conocía, era fácil dar un salto de cincuenta años al pasado. En la penumbra, pudo vislumbrar la silueta de Esteban sentado en el sillón individual.
Estaba fumando y bebiendo café. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo. Estaba tranquilo, seguramente descansando.
—¿No has dormido?
—No —dijo, seco y breve.
"¿Cómo podrían hablar como antes?" se preguntó Eduardo. Supuso que si acaso, había una oportunidad de cruzar ese puente, el esfuerzo iba a tener que hacerlo él.
—¿Estás bien?
—No, me duele todo.
—Sí, a mí también. Este sillón no es tan bueno para tomar una siesta larga.
—Si quieres puedes ir a la cama de la habitación. Yo prefiero quedarme aquí.
—¿Quieres que me vaya?
Esteban lo miró. Se tomó el tiempo de dar una última calada a su cigarro antes de machacarlo en el desbordante cenicero. Suspiró, como si soltara pesadas cargas internas.
—No, no en realidad.
Era una diminuta abertura para Eduardo.
—Mira, creo que podríamos hablar un poco. Quisiera no dejar las cosas así...
—¿Así? ¿Así cómo?
A Eduardo le apenó la mirada de Esteban. Iba a ser difícil entenderse, pero tenía que intentarlo al menos.
—Como están las cosas entre nosotros —contestó Eduardo. Trató de alisar su cabello. Se había quedado dormido en el sofá con la ropa puesta, misma que estaba arrugada y hecha un desastre. Necesitaba un baño y cambiarse, "¿Tendré ropa aún aquí? ¿O la habrían tirado?"
—Pensaba que ya no había un 'nosotros'.
Eso dolió.
—Como quieras —replicó, resignado. Se levantó con la intención de ir a la cama. Tendría que pasar hasta la próxima noche aquí, más le valía tratar de dormir un poco. Al pasar junto a Esteban, él lo retuvo del brazo.
—No dije que no quisiera un 'nosotros' —. El agarre era firme, pero cálido. ¡Como lo extrañaba! Eduardo se quedó quieto, sin saber qué hacer. Esteban tiró un poco más de él, acercándolo hasta tenerlo frente a su rostro y sin apartar la mirada de sus ojos, lo besó.
Los dos suspiraron de alivio. Compartir un beso sabor café y tabaco era algo familiar, el aroma, la suavidad y el calor eran conocidos. Y buenos por eso. "¿Por qué se estaban muriendo de soledad por separado si podían amarse juntos, y eran condenadamente buenos en eso?" Ensayó una aproximación cuidadosa, una caricia en la nuca de Esteban para acercarlo más y besarlo mejor y ya que no fue rechazado, poco a poco se acercó hasta montar las rodillas del policía. Esteban soltó su muñeca y comenzó a acariciar su espalda. Fue como una bienvenida sin palabras.
Sintió la firmeza de Esteban. Animado por ello, se movió contra él mientras se besaban casi con desesperación. Buscó abrir la bragueta del pantalón de mezclilla de Esteban y tomó su tamaño entre las dos manos. El policía cerró los ojos y jadeó al sentir la misma confianza de siempre. Eduardo también abrió la camisa y dejó sus labios para besar su pecho cubierto de oscuro vello. ¡Siempre le gustó lo varonil que era, todo músculos duros y marcados!
Descendió pronto. Necesitaba tenerlo, recordar con su sabor la vida que tenían juntos. Esteban gimió otra vez al sentir la humedad de su boca. Movió las caderas, una y otra vez, frotándose a sí mismo contra la lengua, sintiendo la garganta de Eduardo en su punta.
No había tenido sexo con nadie más. Estuvo muy ocupado tratando de mantenerse lo más ocupado posible para no pensar, no sentir, no extrañar. Apenas una que otra deprimente descarga en la ducha. No iba a durar nada, pero ¿a quién le importaba eso?
Eduardo tiró de sus piernas hasta dejarlo medio acostado en el sillón, para acariciar su pecho. Mientras, subía y bajaba y soportaba como un campeón las sacudidas de su grande y violento hombre.
Sintió un estremecimiento, el largo recorrido de su descarga y su miembro palpitar. Y luego el rico sabor derramado en su boca raspando su garganta.
Esteban se arqueaba todo lo que podía en tan incómoda posición, con las manos en el pelo de Eduardo. Y luego quedó laxo, mientras el chico a sus pies se mantuvo un rato ahí, mirándolo a los ojos.
Al soltarlo se quedó de rodillas en el suelo, acariciando el vientre descubierto y la parte superior de los muslos, que había sido todo lo que había conseguido liberar del pantalón. Eran lugares que a Esteban le arrancaban sonrisas o jadeos.
Pero el hombre no mostraba nada. Lo único que encontró en su expresión fue agotamiento.
Le subió la ropa interior, la cremallera y cerró los botones de la camisa. Esteban se dejó hacer, permaneció quieto solo observando. Eduardo se levantó y tomó asiento en la mesita de centro frente al otro hombre, que corrigió su postura en el sillón y seguía duro. Y callado.
"¿Qué se dice a la persona que amas, para que te permita volver?" pensó Eduardo.
—Te extraño —dijo Esteban con voz suave, tan fuera de lugar en contraste con la expresión violenta y hastiada que mostraba. A pesar de sus armas y su violencia, de ser un peleador sangriento, podría ser suave, casi dócil, pero solo con él.
—¿Me perdonarías? —preguntó Eduardo, sin atreverse a mirarlo.
Esteban entrecerró los ojos.
—¿Perdonarte? —inquirió, sorprendido —No tengo nada que perdonarte. Lo único que necesito saber es si de verdad quieres estar conmigo. Si dices que si...
—¿Me aceptarás a tu lado otra vez?
—¡Vamos, muchachito! No se trata de que yo te acepte. Somos dos hombres adultos, podemos decidir si queremos estar juntos. Yo te amo y podemos...
—Empezar donde nos quedamos.
—O construir algo a partir de este momento —contestó, sonriendo por primera vez—. Pero vas a tener que decirme algo antes.
—Lo que quieras.
—¿Me amas? ¿Estás seguro de que es a mí a quien amas?
Esteban vio los ojos del otro, llenos de lágrimas. Volvió a ponerse de rodillas y enterró el rostro en sus muslos como si se escondiera. Llorando, balbuceó cosas que Esteban no entendió. Reprimiendo una risa y con gentileza, le tomó de las mejillas para levantarlo a la altura de su propio rostro.
—¿Qué dijiste?
Eduardo rio.
—¡Que estaba enojado! ¡Y confundido! ¡Y orgulloso! ¡Y dolido!
—Eso rima.
La risa provocó que el llanto saliera a borbotones. Tardó un poco en poder hablar de nuevo.
—Pero he querido verte y llamarte. Hace semanas y para no hacerlo me emborraché todos los días.
—¿Y qué te impedía llamarme?
—Pues que estaba enojado y dolido y orgulloso y borracho todas las tardes.
—¿Enojado conmigo?
—¡No! ¿Por qué iba a estar enojado contigo?
Esteban sonrió. A fin de cuentas, su pareja estaba en sus brazos. Tal vez, con calma, podría descifrar ese lío mental en un momento menos convulso. Lo abrazó y Eduardo se sintió libre para llorar en el pecho de su pareja. No era algo frecuente. Solo una vez antes, durante una borrachera, se dio un momento así entre ellos.
Esteban lo reconfortó. Cuando los sollozos se calmaron, se puso de pie. Lucía una gran sonrisa.
—Ven a la cama conmigo.
Se encaminaron abrazados a la habitación que antes les había pertenecido y que seria suya otra vez. Una vez dentro, Esteban volvió a besarlo mientras lo despojó de su camisa arrugada, de la camiseta, del pantalón de vestir de lana que llevaba. Se separó nada más para retirarse el arma de la cintura, y verificar que tenía el seguro puesto. Un hábito que en ninguna circunstancia olvidaba.
Fue sacándose la ropa prenda a prenda, se tendió en la cama y le hizo una seña a Eduardo para que se uniera a él. Este no tardó ni dos segundos en seguir su ejemplo, deshaciéndose con prisa del resto de su ropa y gateando sobre la cama hasta aproximarse a Esteban.
Se unieron, con Eduardo debajo, acariciándose, sin romper el beso. Eduardo se estiró todo cuanto pudo hasta alcanzar el cajón del buró izquierdo. Metió la mano, rebuscó y sacó un tubo de gel lubricante, sin dejar de besarse.
Se lo entregó a Esteban. Este prefirió verter una generosa cantidad en el vientre de Eduardo, quien se estremeció por la frialdad, en vez de hacerlo con las dos manos y tener que dejar de besarlo. también lanzó el tubo a un lado. Empapó los dedos en la sustancia y los llevó al trasero de su chico para prepararlo. Lo hizo rápido, pero con cuidado, gozando de los estremecimientos y sensuales quejas de Eduardo.
—¡Basta! —susurró Eduardo en sus labios, al notar que el policía no estaba ni la mitad de desesperado de lo que él se sentía. En un movimiento rápido, se acomodó entre las piernas abiertas y se deslizó en su interior, jadeando en la boca de su amado recuperado, extrañado tanto como era posible, al que no quería ni podía dejar de besar.
Eduardo temblaba, tenía los ojos cerrados y quería echar la cabeza atrás, el cuerpo le pedía arquearse, pero besarse sin pausas era fantástico. Solo hasta que Esteban empezó a empujar de verdad fue que dejó de besarlo. Pudo arquearse entonces todo cuanto quiso, mientras se derramaba entre sus cuerpos.
La velocidad aumentó, porque Esteban también se aproximaba a su propia precipitación y estaba tan concentrado en las sensaciones, en el interior tan estrecho y caliente como lo recordaba, que no faltaba mucho. Emergió el rostro del cuello de Eduardo, se apoyó en las manos con los brazos extendidos, para ver a su pareja, maravilloso debajo de él, desnudo, brillante de sudor, con el cabello despeinado, meneándose por los movimientos de sus cuerpos unidos y terminando de correrse.
Entonces llegó dentro del hombre que amaba con todas sus fuerzas. El clímax fue violento, a pesar de ser el segundo en menos de media hora. Eterno. Las oleadas de electricidad le recorrían la espalda y corrían como locas por sus nervios. Luego se desvanecieron, llevándose toda su fuerza. Se desplomó sobre el cuerpo caliente de su hombre, que lo abrazó.
Sin salir de él, sintió que lo absorbía la cómoda, deliciosa y confortable oscuridad del sueño. Se quedó dormido sobre Eduardo, que no hizo el menor intento por moverse ni un milímetro, también estaba adormilado, el sueño lo capturaría en unos minutos. Se sentía completo. Por primera vez en una década. Cerró los ojos y se dejó ir a la inconsciencia.
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