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Amigos como hermanos

La sucursal del banco en la que Ana trabajaba se encontraba ubicada en Avenida Florencia, en el corazón de la Zona Rosa; ese conjunto de calles de alta plusvalía en el que se podía ver y hacer de todo, aunque ya no como veinte o treinta años atrás, cuando también era el corazón de la vida gay en la ciudad.

La vida nocturna en México fue muriendo con los años y una inflación tras otra. Locales comerciales abrían, operaban un tiempo y cerraban. Pero sigue siendo un sitio hermoso.

En su escritorio, Ana trataba de concluir con la integración de un expediente que debía entregar a primera hora del siguiente lunes.

Aunque tenía la impresión de no haber logrado ningún avance, por más de media hora. Veía los documentos y no podía entender su significado; ni los números, ni los nombres.

Pasaba de las ocho de la noche y su escritorio parecía zona de desastre. El resto de sus compañeros se retiraron más de una hora antes, pero ella se quedó trabajando simplemente porque no podía soportar estar sola en su casa. Sus jornadas en la última semana se alargaron hasta que no podía más; llegaba tan cansada que podía dejarse caer en la cama y quedarse dormida de inmediato.

Pero ese consuelo no lo tendría al día siguiente. Era sábado y no tenía nada en que ocupar su tiempo. Comería, dormiría y se quedaría en casa.

No tenía a nadie a quien ver. O siendo precisos, nadie a quien ella quisiera ver, que deseara verla a ella.

Llamó a Eduardo alrededor del mediodía del sábado anterior y durante todo el día, más o menos cada dos horas. El domingo al mismo ritmo y por último el lunes, cuatro o cinco veces. Después de eso le quedó claro que él no quería contestar sus llamadas. El resto de la semana se limitó a llamarlo una vez por la tarde y otra más al llegar a casa. Mismo resultado; sonaba el tono de llamada y se cortaba. Ni siquiera funcionaba la contestadora. Solo por la posibilidad, por si en algún momento él decidía responder, siguió llamando.

También lo buscó en su despacho, ubicado en el mismo edificio que la sucursal del banco donde ella trabajaba, pero en uno de los pisos superiores.

Sin embargo, nunca estaba; o había entrado en una reunión, o todavía no llegaba o se acababa de ir.

Lo que más le preocupaba es que tampoco estaba en su apartamento. Las luces permanecían apagadas toda la noche. Eso lo sabía porque el departamento donde Eduardo vivía se veía desde el ventanal del pasillo de su casa. Ambos siempre sabían cuando el otro ya había llegado.

Con Esteban la cosa era casi igual. Él sí respondió, pero el primer intento la dejó sin ganas de volver a llamar. ¡Fue tan cortante!

Ana lo entendía. De verdad lo hacía. Ellos no debieron involucrarla. Eduardo jamás debió llevar a Esteban a ver a Gabriel. O tal vez sí, ese no era el punto.

Todo se enredó cuando ella los llevó a su casa. Y terminó por arruinarse cuando se metió a la cama con ambos.

Se cubrió el rostro con las manos. No iba a superar jamás la vergüenza de lo que había hecho. Y el castigo era muy duro. En una sola noche, por sentirse valiente y atrevida, lo perdió todo.

Ana creyó que esa mágica conexión entre Iván y Gabriel la había cubierto también a ella. Se sintió tocada en lo más profundo.

"Bueno, darling, eso fue cierto, literal y metafóricamente.

En el pináculo de la locura a la que llegó, tenía a los dos tipos desnudos en la cama y por primera vez en su vida se sintió plena y completa.

Y luego todo se fue al diablo, portazo tras portazo.

De Iván y de Gabriel no volvió a saber nada. Ana no esperaba otra cosa; una regla de las aventuras de una noche es que duraban una sola noche.

Aunque también fue su culpa total. Iván la llamó ese sábado y al día siguiente. Ella no se atrevió a contestar.

"Podría envejecer aquí sentada, antes de que logre hacer esto".

Dejó su escritorio como estaba, apagó su computadora, se puso su abrigo y casi arrastrando su bolso salió a la fría noche de invierno para caminar las nueve calles que la separaban de su casa. Avenida Paseo de la Reforma lucía como siempre; hermosa, llena de gente, luz y autos. Pero se sentía tan desanimada que el bullicio le era indiferente. Caminó apenas un par de pasos cuando escuchó el sonido de una sirena.

Y se detuvo, porque conocía ese sonido. Y lo hubiera reconocido en medio de un mar de patrullas, ambulancias y camiones de bomberos.

Era Esteban, mirándola desde el asiento del conductor, serio como juez, pero ya no enojado.

Parte de la tensión que llevaba una semana cargando en los hombros, desapareció. Su corazón latió con más rapidez y su rostro se iluminó con una sonrisa. Eduardo era su más mejor amigo, pero Esteban era parte de su vida y no soportaría perderlo. Aunque no volviera a ver a ninguno de los otros, mientras Esteban se quedara en su vida, ella aún tendría una familia.

Esteban salió de la patrulla. Iba vestido de civil, aunque se imaginaba que bajo la enorme chamarra negra, llevaría su arma y la placa. Se acercó a ella y el gesto severo no desapareció. Ana se acobardó dos pasos antes de llegar a él. La miró durante lo que pareció mucho tiempo y entonces abrió los brazos. Ana chilló y saltó a él, con el dique de lágrimas roto. El abrazo duró todo el tiempo que ella lloró y fue una descarga emocional como la que no había tenido en años.

Lloró por lo sola que se había sentido, por el alivio de estar en los brazos de Esteban y por la vergüenza de sus actos.

Esteban se ablandó ante la cascada de llanto que no parecía estar próxima a terminar. Iba dispuesto a hacerla sentir tan mal como pudiera, una vez controlada la furia. Sí la hubiera visto antes, corría el riesgo de golpearla y él era muchas cosas, pero nunca le puso la mano encima a ninguna mujer.

Pero ese llanto tan desconsolado le reventó todo resentimiento. La ternura y la compasión lo colmaron y hubiera llorado también, de haber podido hacerlo. La represión de toda su vida anudó la garganta. Un hombre como él no se ponía a llorar en medio de la calle, mientras los transeúntes de Paseo de la Reforma, trataban de esquivar al par lloroso.

Y aceptó lo que ya sabía; ella no tenía la culpa de nada. Pero aunque la tuviera, se veía tan arrepentida, que no tenía caso decir nada más.

Ese llanto también lo consoló a él, aunque no pudiera compartirlo más que con un abrazo.

Por fin las lágrimas se acabaron, aunque Ana no se soltó por varios minutos más. Luego rio, dándose cuenta de que le había arruinado la chamarra a Esteban.

—No te apures por eso. Vámonos de aquí. ¿Quieres tomar una copa o un café?

—Quiero ir a casa —dijo ella, aun sorbiendo por la nariz.

—Está bien.

La condujo al interior de la patrulla y manejó con lentitud. Ninguno de los dos habló mientras llegaban. Él tenía tomada su mano.

Igual que quince o dieciséis años atrás, cuando conducía el viejo auto de su padre, un Caprice LTD, que más bien parecía una lancha. En ese entonces eran novios inocentes. Ana siempre viajaba en el asiento delantero, mientras que atrás se apretujaban todos los amigos que cupieran, seis u ocho. Siempre iban de la mano. Siempre por tres meses, que fue lo que duró su tórrido romance.

Llegaron a su casa. Esteban bajó primero y le dio la mano; un gesto que fue menos de caballerosidad y más para prevenir un accidente. Ana parecía estar a punto de desmayarse.

Al entrar a la casa, Ana arrojó su bolso en el sillón más cercano y se sacó el abrigo que cayó al suelo. Encendió el radiador y se tiró en el sofá.

—Sírvete lo que encuentres en la cocina si tienes hambre —dijo a Esteban—. Sabes que es tu casa.

—De hecho —dijo Esteban, despojándose de su chamarra y del arnés de cuero en el que llevaba una Beretta, su arma de cargo, la cual revisó que tuviera el seguro puesto. Colocó ambas cosas en el respaldo de una silla—, creo que lo necesito.

Ana levantó la mirada cansada; parecía que no había dormido mucho. Tenía ojeras, los ojos hinchados, porque en lugar de dormir, lloraba.

—¿De qué hablas?

—Me puedo dar el lujo de ser honesto contigo, ¿cierto?

—Sí, claro.

—Estoy harto de dormir en el sillón de mi oficina. ¿Puedo quedarme aquí un par de meses? Solo mientras veo qué va a suceder con mi vida. En lo que se hacen los arreglos en caso de que las cosas no se solucionen.

Ana suspiró.

—Te puedes quedar aquí para siempre, si quieres. Yo, yo lo lamento mucho. Si crees que mi compañía no va a ser la peor cosa. Me he sentido como un perro todos estos días. Pensé que te había perdido a ti también.

Esteban se acercó a ella y se sentó en la orilla del sillón para acunarla en sus brazos.

—Estaba muy enojado. Pero nunca te dejaré, pase lo que pase. Siempre contarás conmigo.

—Y tú conmigo.

El policía se alejó para poner distancia entre los lloros y él. Se levantó como si su energía se hubiera renovado. Incluso dio algunas vueltas en metro y medio de espacio, como si estuviera enjaulado.

—Bueno, ya deja de lloriquear. ¿Quieres cenar? ¿Salimos o preparo algo?

—Hablé en serio cuando te dije que te sintieras en tu casa. Lo que necesites; ve a cenar o pide algo. Yo no quiero nada.

—¿Dónde voy a dormir? —dijo mirando la casa, como si fuera la primera vez que estaba en ella.

—Pues en tu habitación. La asearon el lunes, pusieron sábanas limpias.

—¿Sabes? —Habló con suavidad y dándole la espalda, como si no quisiera que Ana viera cuanto le dolía—. La última noche que pasé ahí fue mala. ¿Te parece bien si duermo en la habitación de arriba?

Fue ella la que se tomó más tiempo del necesario para responder. Cuando lo hizo, fue con una voz avergonzada.

—Todavía no la han limpiado.

—¿De verdad? ¿Por qué?

—Las sabanas conservaban... No quedó nada más de ellos.

—¡Ay, Ana!

Esteban tenía un gesto característico desde que lo conocía. Se tallaba la cara en círculos empezando por la frente, dos o tres veces con la enorme palma extendida, cuando algo le desesperaba. Era como un estabilizador para no perder los papeles.

—No me digas eso, por favor Ana. ¡No me digas que esos tipos te importan!

Dio dos masajes circulares más. Su cara quedó enrojecida. La miró con impotencia, impaciencia y preocupación.

—Está bien —dijo Ana—. Pues no te lo diré.

El policía suspiró. Durante su veintena él no había sido un santo. Estuvo con muchas mujeres, casadas y solteras. Comenzó muy pronto a meterse en problemas, a beber y fumar. Probó drogas y un día estaba tan ido que se folló a un tipo. Y le gustó. Las mujeres eran algo compulsivo, pero con ese tío se sintió correcto. Y después tuvo una mala época, mientras no quiso creer lo que su cuerpo le dijo. Luego conoció a Eduardo, se enamoró y lo conquistó.

El problema con Ana es que ella no hizo nada de eso. Sí, tuvo algunas citas, algunos amantes que no le duraban gran cosa y después esas citas se fueron espaciando. Él no sabía qué pensar, pero no lo veía mal. Ana era una mujer decente. Nunca hizo algo remotamente parecido como esa noche. Era obvio que tuviera una resaca moral monumental. Era perfectamente entendible.

—¿Puedo dormir en tu cama? —preguntó él. En los ojos de la chica se encendió un brillo muy pequeño, que consiguió arrugarle aún más el corazón. A pesar de sus inflamadas palabras, la realidad es que la dejó sola en un momento muy duro y ella no había podido contar con él.

—¿No te importa?

—No, para nada —. Ellos durmieron en la misma cama por casi ocho meses cuando murió la madre de Ana, hasta que lo peor de su duelo pasó.

Esteban fue por sus cosas al auto, un par de mochilas y algunas chamarras además de una caja y un portafolio lleno de papeles. Tenía cosas personales en la habitación. Si necesitaba algo, iría a la tienda.

—¿Mañana trabajas? —preguntó Ana.

—No, estoy franco hasta el lunes en la noche.

—Yo tampoco trabajo. Si quieres, te invito a una parranda de películas viejas y comida chatarra.

—¿Y confesiones personales?

—Solo si quieres.

—Pero tú si quieres hablar. Y también quieres saber qué va a pasar con Eduardo.

Ella bajó la mirada al suelo, suspiró y bajó los pies. Trató de levantarse sin conseguirlo.

Esteban le ofreció la mano y Ana se aferró a ella. En su compañía, empezaba a sentirse mejor.

***

Media hora después, entró a la habitación de Ana que estaba idéntica desde la época que durmieron ahí todas las noches. E idéntica a cuando conoció a su madre y a abuelos. No había cambiado el tapiz, ni la alfombra, ni el cobertor. O tal vez compraba cobertores iguales para mantener la apariencia de que esa casa era inmune al cambio.

En la mano llevaba un vaso de agua y se había asegurado de cerrar puertas y ventanas y apagar todas las luces. Ana llevaba un rato ahí hecha un ovillo en la orilla derecha. Así dormía siempre; necesitaba sentir el borde de la cama matrimonial. Se veía diminuta y tan desamparada como Esteban no recordaba haberla visto.

Tomó una manta extra del closet y en bóxer y camiseta se metió a la cama. Ella giró para acercarse a su calor y él abrió los brazos.

Cada uno fue el cálido refugio del otro y por primera vez en días, ambos pudieron dormir.

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