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A salvo.

En la cámara subterránea, una sombra de manos frías se ocupó de soltar las restricciones de los tobillos de Gabriel mientras Érick le sacaba con cuidado los grilletes de las muñecas.

El cuerpo se desplomó en sus brazos apenas estuvo libre. Érick se hizo cargo sosteniendo su peso con cuidado.

Entre Érick y Alejandro lo subieron a la camilla hospitalaria que lo esperaba. ¡Por fin estaba en una superficie plana en donde apoyar su cuerpo!

Gabriel comenzó a temblar.

Lo sacaron a toda prisa del lugar al que esperaba no volver a ver jamás.

Salieron al pasillo que tantas horas atrás recorrió y cruzaron por la otra puerta que los llevó a una amplia sala que tenía, al menos, cuatro puertas más.

Desde su posición, boca abajo en la camilla, registraba los detalles con una claridad muy intensa y desconocida.

—Debemos darnos prisa o lo vamos a perder

—Sí, Alejandro. Cuando lo estabilices, lo llevaremos a un hospital.

Una tercera puerta, en esa ocasión abatible dio paso a un lugar tan iluminado que no pudo distinguir nada en el, por lo dilatadas que tenía las pupilas.

El doctor Alejandro Carreña se  lavó las manos y secó aprisa para ponerse los guantes. Comenzó  con la medición del ritmo cardíaco y tensión arterial.

—Las lecturas son muy bajas —dijo, al tiempo que desinfectaba  una pequeña área del brazo para después fijar con cinta una aguja, que Gabriel apenas sintió. El frío del suero, en cambio, le hizo temblar.

—Listo, conectado a líquidos. Después de tantas horas de tratamiento especializado, jefe, necesitamos hidratarlo.

—¿Cómo lo ves?

—Pues las hemorragias externas no se ven tan graves pero no lucen bien tampoco. Ahora me preocupa el riesgo de sangrado interno. Aquí no puedo valorar la cuantía de las pérdidas, pero, por el color de la piel y por las lecturas de temperatura, tensión y pulso, el pronóstico no es favorable.

—¿Y entonces?

—Le damos soporte vital y lo canalizamos. Que un cirujano lo valore.

Mientras explicaba, escribía en una etiqueta que pegó de cualquier manera en la primera bolsa de solución intravenosa.  Sus movimientos eran eficientes. Abrió jeringas y ampolletas, preparó medicamentos y comenzó a inyectarlos uno a uno.

—¿Qué le pones? —preguntó Érick. En general nunca se inmiscuia en esa parte. Alejandro entraba en acción y él tomaba un descanso o dormía y luego a la inversa.

Gammaglobulina antitetánica. Aunque sabemos lo limpio que estaba el instrumental usado en él, es mejor prevenir—. Sonrió por su propia broma—. Epinefrina, para ayudar a estabilizar la respiración. Dobutamina, para mejorar el gasto cardíaco —. Graduó la velocidad para que el goteo fuera rápido y constante.

—Ahora es preciso lavar las heridas —ordenó Alejandro —¿Me ayuda, jefe?

Apuntó una pequeña lámpara a los ojos de Gabriel. La dilatación de las pupilas y la reacción a la luz tampoco eran optimas.

—Sí, claro.

Se dirigió al lavabo y frotó con abundante jabón manos y brazos. Alejandro señaló con el rostro una pila de paños blancos que estaban encima. Érick usó uno para secarse bien y luego se colocó un par de guantes como los que llevaba Alejandro.

—¿Qué hago ahora? —preguntó. Contemplaba con admiración el amasijo de carne abierta y sangrante que era la espalda de Gabriel.

—Mire los diversos grados de inflamación. Aquí todavía está manando líquido y un poco de sangre —explicó Alejandro. Aplicó abundante jabón y agua—. Frote con la gasa. Necesitamos eliminar cualquier contaminante. Esa es la polividona yodada; es el antiséptico. Seque las heridas y aplique suficiente. No queremos una infección.

Érick desinfectaba y Alejandro procedía a juntar los bordes de algunas de las heridas más grandes para graparlas y así evitar más pérdida de sangre.


Érick rio.

—Después de bañarlo con el agua más puerca que existe—comentó sarcástico—. Parece una locura tomarse estás molestias.

—Jefe, es mejor lavar bien. Ahora  cualquier complicación por infección es muy riesgosa. Ya  suficientes problemas va a tener para recuperarse de las posibles heridas internas. Desconozco el daño real, pero puedo suponer que es severo. Generalmente cuando están así, usted me dice que ya no le mueva.

—Él es diferente.

—Lo comprendo. ¡Y resistente! Alguien no tan joven y fuerte ya hubiera acabado.

Érick terminaba con la desinfección en lo que Alejandro comprobaba si alguna herida seguía abierta. Fue entonces que notó entre sus glúteos, hilillos de sangre manando de forma constante —. Le dieron duro. ¿Ve eso?

—¿La hemorragia es por dentro?— pregunto Érick, preocupado.

—Es lo más seguro. Para cómo se divirtieron con él, debe tener varios desgarros importantes. Los cirujanos van a tardar en corregir el daño, si es que sobrevive —dijo con calma, levantando la mirada del cuerpo a su jefe—. Su estado es deplorable —dijo sin rodeos.

Administró una dosis de calmantes.

—Esto es para que no se desmaye. Tampoco quiero que duerma, puede entrar en shock. De hecho, su lucidez ya se encuentra disminuida.

Le golpeó la mejilla un par de veces hasta que Gabriel abrió los ojos, para mostrarle dos dedos de su mano.

—¿Cuántos dedos ves, hijo?

Gabriel no dijo ni una palabra. No parecía ser capaz de entender.

—Terminemos aquí, de prisa —. Comenzó a colocar gasas estériles sobre las heridas. Trabajaba tan rápido y con tanta eficacia que Érick se sintió orgulloso de verlo trabajar.

—¡Cómo me gusta tener a un experto en trauma para mi solito! ¡ Alejandro, vales tu peso en oro!

—Así es, jefe. Y así mismo me paga.

—Presumido —susurró Érick, todavía sonriendo.

La espalda de Gabriel ya estaba cubierta de gasas. Lo cambiaron de camilla, porque la primera  estaba hecha un desastre. Con cuidado le pusieron su propio pantalón, que de inmediato se llenó de sangre.

Corriendo, empujaron la camilla a un montacargas al fondo de la sala que los subió hasta un garaje cerrado. Ahí los esperaba una camioneta cuya rotulación comercial indicaba "tintorería".

Metieron a Gabriel, la camilla quedó abandonada en un rincón, junto con la bata del médico, llena de sangre y dos pares de guantes. El cuidado con el que depositaron su cuerpo en el piso de la camioneta, sobre un cobertor, podía haber engañado a un espectador que observara los hechos desde ese punto; era evidente que esos hombres se preocupaban por salvarle la vida al chico.

Érick y Alejandro subieron después. Adelante abordaron  otros dos sujetos y el chófer arrancó como si los persiguiera el demonio.

—¿A dónde vamos? —preguntó el conductor. Su voz era seca, lenta y causó un estremecimiento en Gabriel, que ya no tenía fuerzas para temblar.

—¡Como bala al Hospital de Balbuena! —respondió Alejandro—. Hay en turno un par de traumatólogos de primer nivel en la sala de Urgencias ahora.

—¿Los conoces? —pregunto Érick a Alejandro que se ocupaba en meter en los bolsillos del pantalón de Gabriel su cartera, su propio teléfono celular y una cajetilla de cigarros junto con su encendedor de plata.

—Para que sepan que es fumador, jefe —explicó—. No responderá a sus preguntas. Pasará el triage de inmediato y asi sabrán cómo proceder. Y sí, los conozco. Operé esta misma semana con uno de ellos, se apellida Chávez. En verdad es excelente. Sería la mejor opción para él —dijo, señalando a Gabriel con la barbilla. Tomó su pulso y revisó las conjuntivas. Escuchó con el estetoscopio.

—Este pecho no se escucha para nada bien. Lo más seguro es que le dé neumonía.

—Lo dicho, Alejandro. Eres mi héroe. Mi vida sería tan aburrida sin ti —dijo, poniéndose la mano en el corazón. Alejandro se sonrojó, conmovido por el halago. No era común que Érick valorara así sus esfuerzos frente a todos.

Era un hombre con profundos conocimientos médicos y sin  escrúpulo alguno. Llevaba una doble vida, como respetable cirujano especializado en Traumatología y como soporte de vida de una sala de torturas. Era un trabajo indecente y asquerosamente bien pagado. Al menos una vez por semana, aunque había temporadas donde trabajaba a diario y a veces tenía que estar ahí por días enteros, luchando contra la muerte para conservar el mayor tiempo posible con vida a los pobres desgraciados que caían en las garras de su jefe.

No solo lo hacía por dinero. Podía aprender y experimentar sin impedimentos médicos, sin amenazas por mala praxis, sin demandas por negligencia. Las heridas a las que se enfrentaba en la sala subterránea eran incomparables a cualquier otra cosa. Veía cosas que sus compañeros rara vez  enfrentaban y creaba soluciones ingeniosas y recursivas, usando lo que tenía a mano, pasando por alto la ética, la ortodoxia y cualquier otro impedimento.

A la par que Érick en lo creativo, que conocía más maneras de hacer daño que nadie, él tenía que conocer más maneras de repararlo, que ningún otro.

En los últimos diez años, la práctica en la sala subterránea le ayudó, como ninguna otra cosa, a convertirse en uno de los mejores traumatólogos del país.

Gracias a Érick y a un montón de personas con muy mala suerte, a sus cuarenta y cinco años le quedaban, al menos, veinte de práctica, no tenía apremio económico y se sentía realizado.

—Me temo que no tengo palabras para expresar mi agradecimiento...

—¡Cállense ya!

Una voz profunda e imperativa los interrumpió desde el asiento del copiloto. Érick levantó la vista. Yao iba ahí y por estar jugando con Alejandro y tan pendiente de Gabriel, no se dio cuenta antes.

Usaba un mono de trabajo gris, igual que el del chofer. Una gorra del mismo material, el cabello corto y parecía un muchacho común, hasta que hablaba o levantaba la vista.

—¿Cómo está él?

—Disculpe, patrón. No me había dado cuenta de que venía con nosotros. El riesgo de neumonía es alto. Creo que sus riñones comienzan a fallar y seguramente otros órganos también se deteriorarán, consecuencia de la hipovolemia. Necesita prontas transfusiones. Sus constantes no están estables. Si no tardamos mucho en llegar, tiene posibilidades de arribar al quirófano con vida.

—Gracias, Alejandro "eres mi héroe" —le dijo, imitando la voz de Érick, pero aflautada. Todos se echaron a reír.

El conductor indicó que estaban a menos de quince minutos. Bajaban al centro, por fortuna, ya que el sentido contrario estaba saturado, pero en los carriles de alta velocidad se podía maniobrar bastante bien.

—Avísame si se pone mal —dijo Yao, con una seriedad imponente —. Todo debe suceder sin intervenciones, pero no voy a perderlo. ¿entendido?

—Como diga, Patrón —dijo Alejandro. Aumentó el goteo en uno de los sueros que Gabriel tenía.

—Érick.

—Dime, Yao —respondió Érick, con respeto y al mismo tiempo, atrapó una bola de tela en el aire desde el asiento delantero.

—Ponle calcetas. Hace frio —. Érick obedeció, cubriendo los pies de Gabriel.

El resto del camino transcurrió en silencio. Erick acariciando el cabello castaño, sucio y con sangre apelmazada y susurrando palabras de esperanza. Le tomó la mano y no la soltó hasta que llegaron.

Entumecido, Gabriel parecía tener pegado el frío en los huesos. Estaba agotado por el dolor, a pesar de los calmantes.

Pero correspondió a su gesto, apretando su mano. Las intenciones de daño de Érick quedaron atrás y él lo sabía.

—¿A quién quieres que llamen, Gabriel? Desde el hospital. ¿Quieres que tu Xosen sea informado?

—No... a... Es... teban Ro...

—No te esfuerces. Sé que quieres al policía. Alejandro, ¿de pura casualidad tienes una de esas tarjetas de donación de órganos?

En términos generales, Alejandro no juzgaba a Érick. No podía hacerlo. Obedecía y nada más. Pero un brillo apareció en su mirada. Era un poco más cruel de lo usual hablar de donación de órganos frente a un paciente consciente y en ese estado, sobre todo, por la importancia que le estaban dando a salvar su vida. Por fortuna, tenía algunas en su maletin. A veces, la sala subterránea le brindaba refacciones urgentes muy bien pagadas. Extendió una de ellas y un bolígrafo.

—No va a quedar mucho que se pueda aprovechar.

—¡No es para que done órganos! ¿De dónde sacas eso? ¿Estás loco? —dijo Érick, mientras comenzaba a escribir sus datos:

Nombre: Gabriel Sousa. Tipo de Sangre: ...

Edad: 29 años.

En caso de accidente, llamar a: Esteban Robles Teléfono: ...

—¡Ah, entiendo! —Alejandro sonrió. Era el mismo truco de la cajetilla de cigarros—. Y así también podemos decirles su grupo sanguíneo y les ahorramos tiempo. Brillante, jefe.

Yao pidió la tarjeta. Se la devolvió con los datos faltantes y la firma de Gabriel estampada, como por arte de magia. Érick, conciente del poder de Yao, no hizo comentario alguno. Simplemente sacó la cartera de Gabriel, colocó la tarjeta bien visible y la devolvió a su bolsillo trasero.

Llegaron al Hospital dos minutos más tarde. Los dos de adelante bajaron de un salto y abrieron las portezuelas traseras. Entre los cuatro bajaron el cuerpo, cada uno sosteniendo una esquina del cobertor. Lo dejaron boca abajo al lado de un árbol, en el suelo, a unos cuatro metros de la entradas de personal del Hospital.

Alejandro colgó las bolsas de suero de una rama cercana.
Érick sabía que nadie podía verlos porque Yao estaba con ellos.

Regresaron a prisa a la camioneta. No para evitar ser vistos sino para que, cuanto antes, Gabriel recibiera atención médica.

Cuando estaban a punto de dar la vuelta en la esquina, Yao sacó la mano de la camioneta, como si estuviera diciendo adiós y en un mismo segundo, todas las ventanas exteriores de ese lado del hospital estallaron en un millón de cristales que se esparcieron por doquier. Sonó una alarma. La calle entera quedó cubierta de vidrios rotos no más grandes que un dedo pulgar. Por fortuna no había gente en esa parte del edificio.

La camioneta de tintorería ya había desaparecido cuando  guardias de seguridad aparecieron corriendo para comprobar qué había pasado.

Uno de ellos descubrió a Gabriel, desplomado en el suelo, debajo de las únicas dos ventanas que no habían explotado y a grandes voces pidió ayuda.

En un par de minutos una camilla aparecía, lo levantaron y lo ingresaron.

A varios kilómetros de ahí Yao sonrió de repente.

—Niños, al parecer nuestro pequeño está en manos de los médicos ahora.

Detrás de él, escuchó suspiros de alivio.

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