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8. Paradise

8. Paradise.

Definitivamente, Dai era una talentosa dando placer. Se retorcía sobre Arata como una contorsionista con total dominio y control para hacer volar al joven hasta la estratósfera.

Ascendía y baja sobre su pelvis, sintiendo su miembro entrar y salir, estremeciéndola con cada penetración, mientras él elevaba su pelvis para buscar más profundidad. Con cada empuje los gemidos se hacían más audibles.

La velocidad aumentaba y el sudor recorría la piel de ambos. La mujer lo montaba con experticia, balanceando su cadera. Las manos del hombre se apretaban sobre su carne con fuerza. Llevó una de ellas hacia arriba, posicionándola entre los omóplatos de la amante, obligándola a descender para que sus cuerpos sintieran el calor, la humedad y se friccionaran ambos pechos.

Sus bocas se devoraban con desesperación. Sus dientes apretaban los labios del otro. Jugaban mordiéndose el cuello, succionando, apretando, buscando dejar marcas en el otro que evidenciaran su encuentro.

Arata clavó sus dedos en el blanco trasero y una sacudida los hizo colapsar al alcanzar su clímax. La calidez de su esencia invadió a la mujer, que sonrió, lamiéndose el labio superior.

Un largo jadeo se liberó de ambos cuando quedaron laxos sobre la cama.

Una de las ventajas de la puta particular de Takeshi era que se aseguraba de mantenerla sana y con métodos anticonceptivos, para de esa forma disfrutarla cada vez que lo deseara con total libertad. Y eso en ese momento, era agradecido por el hermano menor.

Dai rodó hasta quedar al lado del hombre y cuando iba a enredar sus piernas entre las de Arata, éste abandonó su posición y se sentó en la cama.

Prepárate. Mi padre y Takeshi deben estar por llegar. Me iré a duchar. Haz lo mismo.

¿Contigo?

Su voz era un ronroneo entrenado para encender a cualquiera.

No eres tan tentadora. Ya me desahogué. No necesito otra ronda contigo.

Eres... —su rostro adquirió un color rojo intenso. Su cuerpo se erizó. Se arrodilló en la cama, apretando sus manos contra las sábanas de seda.

Ten cuidado con las palabras que le seguirán.

No te preocupes. Takeshi sabrá satisfacerme mucho mejor que tú —quiso provocarlo, aun sabiendo que no tendría éxito.

Veremos —se encogió de hombros—. Después que le muestre a mi muñeca especial, puede que tú ya no seas lo que más le interese.

Su orgullo había sido herido por una rubia, hermosa sin dudas, pero que ni siquiera hablaba ni comprendía lo que se le decía. Pero tendría que soportarlo, pues enfrentarse a aquel hombre que no dudaba en quitar una vida no era una idea inteligente. Se puso de pie, colocándose su kimono de seda, simulando ignorar la pulla.

Aunque fuera así, tu muñeca nunca será de su propiedad. Tú la quieres para otras cosas y no perderías la ventaja que tienes con ella ni siquiera para consentir los caprichos de tu querido hermano.

En eso tienes razón. Pero conociéndolo, buscará lo más parecido a ella para suplirla hasta que logre convencerme de cedérsela. Y tú, que ya no eres la misma jovencita, quedarás relegada.

Su mandíbula se tensionó, pero refrenó su lengua viperina. En lugar de responder al ataque, siseó con una sonrisa fingida.

Quieres jugar con él.

Me divierto con sus puntos débiles. Y ustedes, mujeres hermosas, son el más obvio de tus flaquezas.

Sin embargo, eso nos confiere poder a nosotras.

Sólo con los que son como él.

Tú eres un hueso duro de roer.

Porque me mueven otros intereses.

El dinero. El más aburrido y mundano de los vicios.

Puede ser. Pero no hace reclamos, planteos ni escenitas de celos.

Tampoco te da placer.

Me consigue a quien me lo pueda dar. Y todo lo que desee.

Antes de replicar, Ken desde el otro lado de la puerta llamó la atención de la pareja.

Señor, su padre abordará en diez minutos.

Gracias Ken —echó una última ojeada a la mujer que lo observaba con los ojos entrecerrados, haciéndolos más rasgados, ocultando prácticamente sus iris. Se dirigió a ella—. Vete. Quítate el olor a sexo.

***

Al parecer, no importaba dónde se encontrara, siempre terminaría sola de alguna manera.

Aunque en su actual soledad, el encierro completo era un peor tormento, sin siquiera la posibilidad de tener un retazo de cielo en la habitación sin ventanas en la que la habían metido. Al menos, la oscuridad reinante de su habitáculo no les proporcionaba la satisfacción que buscaban. Si lo que pretendían era asustarla en las tinieblas, no lo lograrían. No gracias a su visión nocturna.

Incluso así, sentía su escarmiento. Uno que al parecer, sería duradero. Seguramente, por todo el tiempo en que la mantuvieran en aquel lugar que había descubierto, y de la peor forma, era un barco que se encontraba en medio de la inmensidad del mar.

Sin nada que poder hacer, intentaba que su mente se distrajera repasando mentalmente cada libro, cada texto científico leído de la biblioteca del científico y asimilado a perpetuidad en su materia gris. Hasta las enciclopedias, rebuscando palabra por palabra y sintiendo la nostalgia de sólo tener las letras combinadas en cientos de vocablos y nada de experiencia.

Bufó, desanimada. Porque ni siquiera eso lograba su cometido, porque el remordimiento mordía su consciencia sin tregua.

Cerró sus ojos, rememorando ese nuevo golpe de decepción.


La primera semana, según sus cálculos, que habían pasado lo habían hecho en una gran habitación compartida con las otras diez nuevas esclavas. Todas ellas, salvo Nomi, la habían ignorado por el evidente temor que todavía las sobrecogía después de lo que habían atestiguado cuando fueron marcadas.

Su pequeña compañera, que habiendo comprendido sin necesidad de intercambiar palabras que Shiroi Akuma prefería fingir no comprender lo que se hablaba, se sentaba con ella y se apoyaba sobre su hombro mientras la rubia recostaba su cabeza sobre la de Nomi.

Dai y las cinco jóvenes de rasgos europeos las habían estado preparando para su futuro y las <<artes amatorias>>, insistiendo que Arata no era un mal jefe si cumplían con lo solicitado. Que era nada más y nada menos que satisfacer cada capricho sexual de los futuros clientes.

Aceptar su inexorable futuro les evitaría una vida cargada de pesar. En lugar de sentir el peso de las cadenas insistían en sus lecciones, debían aprovechar las ventajas de esa nueva vida. Tendrían siempre un techo sobre ellas, comida, ropa y se las cuidaría. Pues Yoshida le daba valor a sus productos.

Debían temerlo si lo desafiaban y el castigo era irrevocable.

Cada una de las novatas escuchaba con desconfianza y temor, pues sus cuerpos dejarían de ser de ellas y no había palabra que las consolara. Pero no tenían otra opción.

Salvo ella, que, en palabras de Arata, tenía otro fin para que cumpliera. Uno que no imaginaba cuál podría ser.

El día anterior fue el día en que comprobaron cuánta verdad había sido pronunciada por la melosa voz de Dai cuando había hablado sobre los castigos de su amo.

Uno de los hombres de Arata había quedado prendado de una de las esclavas. La menor de todas. Una delgada y desgarbada niña de quince años cuyo cuerpo parecía no haberse desarrollado más allá de los trece.

Estando las once prisioneras en su encierro sin las experimentadas mujeres que gozaban de sus propias habitaciones y tiempos de libertad, el lacayo entró sigilosamente. Por sus movimientos, se podía suponer que el jefe no estaba al tanto de sus planes. Al parecer, su ansiedad por la pequeña era más fuerte que obedecer las órdenes de Yoshida.

Todas lo habían visto entrar. Pero ninguna se atrevía a contemplarlo directamente. Así que lo ignoraron. Ni siquiera cuando se oyeron las ropas desgarradas y los gritos de la presa que pedía ser auxiliada voltearon sus cabezas.

Salvo Shiroi Akuma, que, liberada de sus grilletes desde que había sido encerrada allí, atravesó la larga habitación dando dos grandes saltos que sorprendieron repentinamente al depredador. Antes de que aquel animal abusador se diera cuenta, había sido lanzado al otro lado. El golpe contra la pared lo dejó inconsciente en el acto.

Todas tenían los ojos desorbitados.

La sorprendente joven tomó entre sus brazos a la afligida niña, que se deshizo en sollozos humedeciendo la piel dorada que la cobijaba. Sólo se escuchaban sus hipidos, gemidos y su nariz cuando sorbía por ella.

Una voz las devolvió a la realidad y el sonido metálico de unas llaves las hizo girar a todas. Nomi, con la furia dibujada en su semblante, corrió hasta la puerta y después de buscar y probar varias llaves, logró acertar la que les daba la posibilidad de escape.

Shiroi Akuma, vámonos. Te seguiremos si nos llevas afuera. Sólo tú puedes vencer a nuestros carceleros no le importaba que la miraran como si estuviera loca. No quería volver a tener el cuerpo de otro hombre sobre el de ella. El recuerdo de Nagisa embistiéndola, sacudiéndose y vaciándose en su interior la asqueaba. No podía aceptar que ese fuera la única vida que le quedaba por delante.

La mirada resolutiva de Nomi no daba espacio a réplica. Aun si no comprendiera el japonés, no hubiera existido barrera idiomática que no dejara en claro sus intenciones.

El fuego de su iris fue la señal para emprender la búsqueda de su libertad.


El ruido metálico de la puerta abriéndose interrumpió sus recientes recuerdos, que todavía escocían en ella, junto con el incremento de remordimiento que se acumulaba haciéndose cada vez más insostenible para su inocente alma.

Un temeroso y menudo japonés que ya tenía identificado entre los empleados de Yoshida la llamó con la mano indicándole que debía seguirlo.

No tenía sentido negarse ni volver a intentar correr sabiendo que lo único que encontraría en el exterior era un infinito océano infranqueable hasta para ella.

Se puso de pie y con elegante y soberbio paso, se dejó guiar por el estrecho pasillo, manteniendo su mentón alzado.

***

Aguardaba con una sonrisa en su lampiño rostro. Era como un niño que esperaba a su progenitor para mostrarle sus logros y recibir su reconocimiento. 

Sabía que era el favorito del patriarca del clan Yoshida y siempre había aprovechado esa ventaja entre sus hermanos, logrando que cada capricho le fuera concedido y que los castigos a sus travesuras fueran inexistentes.

Dai y Ken esperan detrás suyo, siguiendo al igual que él, las dos estampas que descendían del helicóptero que se había posado sobre la cubierta del barco. Así sería como cada cliente alcanzaría su pecaminoso destino al Paradise, suspendido en aguas internacionales, a límites de los países que recorrerían.

El primero en saludar fue Takeshi, que se adelantó a su padre y abrazó a su hermano menor, dándole palmadas en la espalda que sonaron secas y fuertes en la delgada figura de Arata, provocándole sacudidas. Entre ellos podrían molestarse y provocarse, pero se apreciaban a su manera, teniendo un vínculo cercano. Mucho más que con Ryota, el mayor de los tres.

Vaya, vaya hermanito. Lindo botecito tienes. Me gusta —posó su mirada en Dai, que le sonreía desde atrás—. ¿Te trató bien, princesa?

Tan bien como se puede esperar de tu pequeño hermano.

Ven aquí. —Obedeciendo a Takeshi, descontó los metros que los separaban y fue recibida por dos manos que la sujetaron de su trasero, atrayéndola al cuerpo fuerte, fibroso y alto del atlético hombre. Atapó los labios de la mujer entre los suyos con un apasionado beso que fue correspondido con ansias—. Te extrañé, mi flor de loto.

Yo también.

Un carraspeo los hizo dirigir la mirada de todos hacia el enjuto hombre que los contemplaba fijamente, con el rostro imperturbable y frío. Hasta que toda su atención se centró exclusivamente en el más joven y una leve sonrisa se plantó en su rostro.

—¡Padre!

Hizo una corta reverencia, lo que provocó que Takeshi soltara un bufido a modo de burla. Arata le mostró el dedo medio con disimulo y luego se incorporó.

Su padre se acercó y palmeó su mejilla en un gesto de paternal cariño, lo que amplió la sonrisa de Arata.

Vengan. Déjenme darles un recorrido y enseñarles mi muñeca especial —giró hacia su hermano y dando un guiño que estaba dirigido más a Dai que a Takeshi, añadió con voz traviesa—. Te va a encantar, hermano —rio por lo bajo al notar los ojos llameantes de la mujer. Su inseguridad, que nunca manifestaba, le causaba gracia—. Dai, tú puedes aguardar en el helicóptero. 

Prefiero ir con ustedes —protestó.

Pues yo digo que esto es entre familia. Y tú no lo eres.

Pero... 

No debemos repetir las órdenes entre nuestros subordinados. Nosotros hablamos. Ustedes obedecen. Respeta tu lugar. No eres la mujer de Takeshi para exigir ni debatir lo que se les indica.

Las firmes palabras del maduro hombre silenciaron a los presentes. La mujer, avergonzada y humillada, bajó la cabeza, reconociendo su derrota. El calor había invadido todo su cuerpo y temblaba por la rabia, pero había aprendido a fingir.

Ya escuchaste al jefe, cariño. Ve y espérame —se limitó a asentir. Dio sus primeros pasos, pero Arata la detuvo con su voz.

¿No te despides, princesa? 

Ella se volteó y recuperando su orgullosa postura, deshizo la distancia con sensual elegancia y besó ligeramente los labios del joven. Luego, se giró, posó brevemente su palma sobre la mejilla de Takeshi y prosiguió su camino hasta el ave metálica.


Arata, habiendo tomado el rol de un anfitrión con tintes artísticos, compartió su visión sobre el barco y sus propósitos. Bailaba entre los pasillos y sonreía, gesticulando con exageración.

Finalizado el recorrido, sólo quedaba llegar a la habitación y despacho de Arata.

Y ahora, déjenme mostrarles el postre. La misteriosa maravilla que nos dará las mejores ganancias.

La puerta de doble hoja que custodiaba su refugio fue abierta por el dueño del barco con un gesto ceremonial.

Los tres hombres, seguidos siempre por Daigo, ingresaron a la estancia.

Takeshi y el padre de ambos se quedaron clavados al piso cuando encontraron que no estaban solos. Una mujer desnuda de espaldas a la puerta se encontraba de pie delante del macizo escritorio de madera oscura. A su lado, el menudo hombre de Arata que la había trasladado hasta allí la custodiaba con evidente nerviosismo. Con una orden de su jefe, este se marchó aliviado, cerrando la gran puerta al salir.

Ken se apostó en la salida, mientras los miembros de la familia Yoshida iniciaron un recorrido alrededor de la muchacha. Salvo el menor, que apoyó su trasero sobre su mesa de trabajo, cruzando sus brazos. Su perpetua sonrisa se ensanchó al ver las caras de asombro de sus compañeros.

Su hermano fue el primero en romper el silencio, con una voz ronca que evidenciaba su excitación.

¿Quién es esta? Es hermosa. Jamás he visto algo igual —decía al tiempo que sostenía su rostro desde el mentón, escudriñándola. Luego, sus dedos se pusieron curiosos por descubrir su suave piel. Eso lo encendía, relamiéndose los labios. Las mujeres bellas eran su debilidad—. Deberías hacer algo especial con ella y no sólo prostituirla —pensó en un momento en tenerla para sí. O tal vez, era su hermano menor el que la tenía reservada para su propia satisfacción—. O podría comprártela yo. Me gusta.

Le dicen Shiroi Akuma y es una virgen única. No pienso prostituirla.

¿Por qué? —Preguntaron sorprendidos tanto padre como hermano.

Se regenera enseguida después de cada herida. Puedo hacer más negocio vendiéndola por horas de golpes en lugar de vender lo que tiene entre las piernas, que al fin y al cabo es lo mismo que tienen todas.

Entonces los supo. La creación del doctor Tasukete comprendió por fin los planes de su captor.

Quería llorar, pero se había jurado no entregarles más lágrimas. Ninguna muestra de debilidad que alimentara su hambre de poder. El esfuerzo que tuvo que hacer para no develar emoción alguna fue descomunal. Una tarea titánica al actuar con su habitual imperturbabilidad mientras mantenía su atención en las palabras intercambiadas.

¿Se regenera? 

No creían haber entendido bien.

Sí padre —haciéndole un gesto a Ken, dejó que su guardaespaldas sujetara a la joven y tomando su filoso tanto, le hizo un corte en la mejilla, ignorando el grito de dolor de la presa, que cada vez más parecía aceptar su destino cruel y sin escape, si no deseaba ver a alguien más pagar por su culpa—. Observen.

Un brillo dorado apareció en el lugar donde estaba la herida y ante la sorprendida mirada del viejo Yoshida y de su otro hijo, el rostro de la mágica muchacha volvía a estar suave y terso como antes, sin marcas de ningún tipo. 

El patriarca la acarició para comprobar que fuera real. No podía creerlo. Era algo sobrenatural que no debería estar en la superficie, un verdaderamente demonio. Sintió un frío estremecimiento que le recorrió su espina dorsal. Si fuera él, la lanzaría en medio del mar, para que fuera engullida por las profundidades y la alejaran del mundo de los hombres. Ese era su lugar. La oscuridad.

Está maldita. Deshazte de ella, Arata —ordenó el padre. Había perdido todo el buen humor que había tenido al subir al barco.

¿Estás loco, padre? Puedo hacer una fortuna.

Será tu perdición. Nuestra perdición. No quiero saber nada de ella. Ninguna ganancia será recibida que provenga de ella.

¡Eso no tiene sentido! Estás desperdiciando la posibilidad de obtener enormes ingresos —su rostro se había vuelto colorado por la furia. Se enderezó, cambiando su postura relajada por una en completa tensión, y frustrado comenzó a gritar, lo que provocaba que escupiera al soltar cada palabra—. ¡Es la puta gallina de huevos de oro! No voy a desaprovecharla.

Nunca me haces caso —respondió fatigado. 

Él era implacable y temido por todos, pero su hijo mejor, su adorado, imprevisible y fantasioso Arata, era el único al que le permitía salirse con la suya.

Tú me menosprecias padre. No confías en mí —siseó, con amargada decepción el más joven de los Yoshida.

No le dicen Shiroi Akuma por nada.

Son unos imbéciles supersticiosos.

Lo lamentarás. Todos lo haremos.

Antes de cualquier otra protesta, el patriarca palmeó una vez más el rostro de su hijo en un gesto de resignación para luego darle la espalda, marchándose de sus aposentos.

Takeshi, sólo se encogió de hombros y apoyó su mano en el hombro de su hermano menor, dándole su apoyo. Él tampoco podría deshacerse de semejante tesoro, pero por motivos diferentes. Se volteó a ver una vez más a la joven y avanzó hasta ella, haciendo desaparecer el espacio entre ellos. La tomó por la nuca y atrapó sus labios carnosos de forma posesiva antes de que ella lo rechazara bruscamente, provocándole una carcajada burlona al verse alejado de tan tentadora boca.

Aspiró su aroma, reconociendo maravillado su procedencia.

Algún día tú y yo podremos jugar todo el día y toda la noche. Sólo espera mi hermosa flor de cerezo ­—miró por encima de su hombro hacia su hermano, que meneaba negativamente su cabeza ante la insistencia de Takeshi—. Ya verás. Lograré que me la des. Tengo paciencia. Llegará el día en que me deberás un enorme favor por volver a sacarte de problemas y el único pago será la carne de esta muchacha.

Con esa promesa hecha, salió, siguiendo los pasos de su padre, que estaba seguro ya estaría en el helicóptero esperando su regreso.


El mayor de todos sólo pensaba en el miedo que había sentido, por primera vez en su vida, al ver esos ojos dorados y desafiantes, como si temiera de alguna manera estar siendo condenado a un infierno inminente. Su interior se revolvía ante un terrible presentimiento. Nunca había visto un demonio, pero no dudaba que aquella criatura lo era.

***

Los meses habían ido pasando de forma muy productiva para el más joven de los Yoshida con la primera mitad del recorrido de su buque con su peculiar entretenimiento.

Desde Japón había pasado por la costa oeste de Estados Unidos, atravesando luego el Canal de Panamá para seguir por las primeras paradas de Europa, donde se encontraban en esos momentos, antes de retomar al continente americano y cumplir con la costa este de Norteamérica. Luego, reiniciaría su viaje, esperando una segunda vuelta aún mejor después de haberse dado a conocer sus productos.

Se hallaban en aguas internacionales cerca del territorio francés y los negocios estaban funcionando a las mil maravillas. De alguna manera, aunque se basara en una organización que se regulaba bajo la discreción, los buenos rumores de sus productos, especialmente su muñeca mágica, estaban captando la atención de grandes clientes. Y los contactos adecuados con fuerzas de la ley y políticos le aseguraban continuar funcionando bajo el radar, aunque desde su lugar de operación no había mucho que se pudiera hacer para apresarlo. Sólo debía tener cuidado cuando tocaba tierra para reabastecerse de combustible, alimentos o productos jóvenes y deliciosos para su explotación, pero la red que dominaban los Yoshida se extendía por cada uno de aquellos puertos, por lo que su seguridad estaba garantizada.

Sabiendo la impunidad con la que contaba, aprovechó para regodearse con el único hombre al que consideraba amigo desde sus años de estudiante universitario, no mucho tiempo atrás. Con un sutil y vago mensaje lo había convencido de ir a visitar su pequeño imperio y se encontraban en ese instante en su despacho.

—Arata, sabes que no comparto con mi padre esta parte del negocio... ni contigo. Conoces muy bien lo que pienso de ello —su molestia se evidenciaba con el insistente roce de sus dedos sobre el anillo que vestía el dedo meñique de su mano derecha, haciéndolo girar.

—¿No crees que eres algo hipócrita? Después de todo, tú también tienes prostitutas trabajando para ti y si no me equivoco, las aprovechas cada tanto —guiñó su ojo con socarronería.

—No nos compares, cabrón de mierda. Ellas eligen pedir trabajo. Eligen sus clientes y les damos seguridad a cambio de un porcentaje. Y si quieren dejarlo, la puerta está abierta para irse cuando lo deseen. En cambio mi padre y tú, tienen esclavas sexuales, sin elección o control sobre sus vidas. Y lo disfrutan.

—Claro que sí amigo mío... y nos desprecias por ello.

—A ti, sólo cuando te vuelves este depravado —Arata rio divertido. Le gustaba provocar al francés para verlo perder su buen humor—. A mi padre, cada minuto de cada día.

—Algún día tú serás el jefe.

—Mi padre aún es joven. Lo más probable es que yo muera antes. Después de todo, soy el que siempre arriesga el cuello mientras él se regocija con las conquistas y sus fiestas en las exclusivas esferas.

—Y tú vives en las sombras.

—No tanto. Me gusta divertirme lo mismo que a cualquiera de mi edad y además tengo un rol que cumplir en la alta sociedad. Pero no por ello permito que me tomen de imbécil novato. El que comete ese error lo suele pagar muy caro.

—Sí, con su vida.

—Sin dudarlo.

—Y lo disfrutas, bastardo.

Pierre hizo una mueca de desagrado ante el mote, el cual era muy adecuado para él y Arata lo sabía. Pero el japonés era el único al que le permitía decírselo de frente. Después de todo, fueron amigos desde la universidad, donde congeniaron después de casi matarse a golpes, sin saber que eran los hijos de dos jefes criminales; y desde entonces se habían vuelto bastante cercanos.

Hizo memoria de cómo el oriental se había reído mientras el francés lo golpeaba en la cara en el campus de la Universidad de Oxford y ante esa actitud, no supo cómo reaccionar. Tras parpadear perplejo unos segundos, se unió a la risa, sin comprender por qué. Ya ni siquiera recordaba el motivo por el que se habían enzarzado en la pelea, pero a decir verdad, ambos se toleraban demasiado a pesar de no compartir sus visiones.

Arata era un pervertido que disfrutaba de saberse en control sobre personas más débiles. Y para él, no había ser más vulnerable que las jovencitas y sobre ellas caía toda su malicia y mente criminal. Pierre, por el contrario, aborrecía la trata de humanos. Lo veía como algo vil y bajo. Para él, el placer se encontraba en torturar a hombres que lo subestimaban. Los castigaba sin asomo de duda ni vacilación, imprimiendo en sus carnes todo el odio que tenía en su sistema. Odio por la vida que le había tocado vivir. Odio profundo por un padre que en su adolescencia había embarazado a una chica de dieciséis años y la había abandonado porque un hijo de un importante embajador francés no podía desperdiciar su vida siendo padre adolescente.

—Disfruto ver el miedo en los ojos de los hijos de puta que intentan cagarme, tomándome por ingenuo —aclaró, volviendo a la conversación que compartían sentados cómodamente en el elegante despacho del japonés.

—Algo parecido a lo que yo veo en los ojos de mis muchachas.

—No comiences con tus absurdas comparaciones... están a kilómetros de distancia. Yo no abuso de nadie que no se lo busque al meterse en mis negocios.

—En los de tu padre.

—En los míos, en los de ese mierda que se hace llamar padre... como sea. En cambio tú, flacucho de mierda, eres un enfermo que tiene excremento por cerebro en cuanto a placer se trate.

—Auch, —rio, llevando una mano al pecho, simulando sentirse herido—, estás de pésimo humor.

—¿Qué pretendes? Me traes a tu asqueroso barco para mostrarme lo que sabes que me desagrada.

—¡Hey! No ofendas a mi Paradise. Este es un elegante y exclusivo viaje de placer para todo aquel que quiera una fantasía en aguas internacionales. Cada camarote está ambientado con gustos impecables para proveer una experiencia fuera de este mundo. Soy el puto genio de la lámpara que satisface cualquier deseo carnal, primario y salvaje.

Pierre no pudo evitar chasquear la lengua mientas rodaba los ojos. No importaba cómo Arata pintara la situación. La realidad era que se aprovechaba de pobres jovencitas para prostituirlas. Podría argumentar que les daba un lugar cómodo, comida y no las drogaba, pero la realidad era que las tenía cautivas en un mundo sin opciones para ellas, abriéndose de piernas con cada hombre que pagara el precio correspondiente, sin poder reclamar algo.

Merde c'est merde ­—farfulló, molesto.

—En inglés, que no pienso aprender tu puto francés —rio socarronamente el anfitrión.

—Mierda es mierda, aunque lo decores. Y tu barco es una mierda —replicó aún más molesto.

—Bueno, no te hice venir para que te vuelvas crítico de mi decoración o de mis actividades. Ya sabes que en el negocio de mi padre, yo manejo esta tarea.

—¿Y para qué me hiciste venir?

—Quiero regalarte un paseo entretenido con una de mis chicas.

—Vete al carajo. ¿Qué no entiendes que no me gusta forzar a las mujeres? Si quiero un coño, lo consigo de alguien que quiera dármelo.

—No es para que la folles. Es otro tipo de entretenimiento.

—Vaya regalo... ¡Ah, entiendo! ¿quieres que charle con ella? —se burló—. ¿Sobre qué? ¿Negocios, arte, los mejores métodos de tortura?

—No creo que sea posible. No comprende ni una palabra. Tal vez es muda, porque tampoco habla. Pero es lista. Y la mujer más hermosa que jamás ha existido.

—Te darán buen dinero por ella, imagino.

Sólo al decir aquellas palabras ya sentía el estómago revolvérsele imaginando a extraños enroscándose con una joven víctima de la prostitución. Él sabía lo que era que lo forzaran. Lo había vivido en el orfanato y todavía escuchaba las risas de los niños mayores. Sacudió su cabeza, en un intento por apartar sus recuerdos.

—No te das una idea de lo que pagan por ella. Es una mina de oro, pero no para un polvo.

—No entiendo. ¿Para qué la tienes?

—¿No te aburre cuando estás en tu terapia de golpes... —así le llamaba el japonés cuando su amigo perdía los estribos y sólo obtenía algo de paz al descargar su ira con violencia—, que tus objetivos se mueran antes de alcanzar tu propósito o que se desmayen ante el dolor?

—Sí, lo considero una falta de respeto —le compartió una sonrisa ladeada.

—Seres despreciables que ni siquiera saben recibir golpes —le devolvió el gesto, mirándolo a la cara—. ¿Qué me dirías entonces si pudieras descargarte durante horas sin preocuparte por no lograr la total satisfacción que mereces?

—Tentador, pero sigo sin comprender qué tiene que ver tu asqueroso barco y tu maravillosa chica.

—Sígueme —fue todo lo que agregó antes de que lo hiciera seguir por los pasillos del interior del barco hasta una puerta. La última de todas, donde aguardaba uno de los hombres de Arata, custodiando lo que allí se encerraba—. Esta habitación no está decorada como las demás. No vale la pena. —El francés arrugó su ceño ante las extrañas palabras de su amigo. Entonces un ruido desde el interior, que reconoció fácilmente como el de un látigo contra un objeto, lo hizo voltear hacia la puerta—. Esta es la máxima fantasía. Y la más exclusiva.

Los golpes continuaban, de manera rítmica y un gruñido masculino comenzaba a hacerse más notable. Arata revisó su reloj de oro y esbozó una media sonrisa. Miró a su lacayo y asintió con la cabeza. No hicieron falta palabras, porque el hombre sabía lo que su jefe le indicaba, por lo que se dio media vuelta y descorrió la pequeña ventana que disponía la puerta para permitir la visión al interior de aquella habitación. Con una indicación de su mano, el delgado japonés invitó a su alto y fuerte amigo a acercarse para observar el último minuto del espectáculo. Y lo que vio, le asqueó a tal punto que por un momento sintió la bilis ascender por su garganta.

 Volteó a ver a su amigo y este sonreía feliz, como si hubiera descubierto una fábrica de dulces.

—¿Pero qué carajos...? ¿Perdiste completamente la cabeza? Te volviste un hijo de puta de lo peor. ¿Ahora a tus chicas las dejas ser torturadas?

—Oh, cállate Pierre. No te quedan bien las vestiduras de santo —se cruzó delante de su invitado y cerró la ventana para pasar a abrir la puerta completamente, dejando a Pierre en el pasillo mientras entraba al habitáculo mal iluminado—. Mi querido huésped, su tiempo finalizó. ¿Qué le pareció el juego?

—Delicioso —se percibía el acento francés en su suave inglés. Igual al de Jean Pierre.

El hombre maduro estaba sudado, con el ancho, velludo y flácido torso desnudo. En una mano tenía un látigo de varias puntas y marcas de salpicaduras de sangre decoraban su piel. Pierre, desde el umbral de la puerta seguía con la vista la secuencia, hasta que posó sus ojos en la víctima.

Una figura delgada, tonificada y que aun en el estado en el que se encontraba, se notaba que tenía un cuerpo fabuloso. La joven estaba apresada por unas cadenas a sus muñecas, por encima de la cabeza de cabellos dorados que caían desordenados, tapándole el rostro. Su cabeza colgaba en una clara posición de derrota. Su piel brillaba por la sangre y el olor de esta impregnaba el lugar.

—Me alegro que lo haya disfrutado —continuó hablando el propietario de aquel horrible agujero.

—Valió cada euro. Aunque me dejó demasiado eufórico —indicó, llevando su mano libre a su entrepierna.

—Por fortuna, tenemos una selección de otras muchachas que podrán aliviar ese inconveniente. Siga por favor a mi empleado y se encargará de terminar de cumplir con su visita, según lo pactado.

Sin más que decir, el desagradable hombre se marchó, dejando en el suelo el implemento de tortura, aún con marcas carmesí en sus extremos y recuperando sus prendas. 

Cuando el cliente y el lacayo se marcharon, quedaron los dos hombre encerrados, contemplando en silencio el cuerpo desfallecido que se mantenía casi colgada de las cadenas. Movido por un impulso, Pierre caminó hasta quedar a unos centímetros de la muchacha y con sumo cuidado, la tomó del mentón para elevarla hasta que los ojos de ambos conectaron. 

Los orbes dorados de ella lo impactaron. Nunca había visto un color igual, como si fueran de un animal salvaje. Y su brillo los asemejaban más todavía. Un brillo elocuente que gritaba dolor, tristeza y furia. Mucha furia contenida.

—Si es tan especial, tu muñeca, ¿por qué la tienes en este agujero inmundo?

—Porque es una niña muy traviesa, que necesita tener un permanente recordatorio de la obediencia que nos debe.

Ella rechazó de un movimiento el contacto de los dedos del hombre que la observaba. Esa mirada desconocida sobre la suya la hacía sentir mucho más vulnerable que su desnudez. Su cuerpo no le generaba pudor alguno, pero que la atravesaran con los ojos la resquebrajaba de alguna manera. Porque sentía que perdía poder ante cada bestia que la maltrataba al no poder esconder sus sentimientos, sus temores detrás de sus ojos.

Imaginaba que la presencia del nuevo hombre, junto al Señor Mandarina, sólo anticipaba otra sesión de tortura bajo las manos del extraño. Pero la siguiente conversación la sorprendería. Y manteniéndose con la cabeza gacha, escuchó cada palabra, simulando como hacía tanto tiempo, que no comprendía nada de lo que se decía delante de ella.

—Realmente estás jodido Arata. Tendrás un lugar de honor en el infierno. Creo que el mismo trono te quedaría a ti mejor que al diablo en persona.

—Pues, ¡gracias!

—No lo decía como un halago. ¿Ahora buscas que maten a las pobres muchachas?

—No. Ese es el misterio con esta criatura.

—¿Criatura?

—Se cura casi de inmediato. Mira —señaló con la cabeza hacia la joven.

Pierre siguió la línea de visión y enseguida se alejó de su lugar, sorprendido de lo que atestiguaba. Las heridas que cubrían cada centímetro de su piel parecían ir desapareciendo tras una cálida y suave luz dorada. La sangre ya seca seguía decorando como un recuerdo cruel de lo ocurrido todo su cuerpo, pero las fuerzas parecían haber regresado a la mujer que se irguió, levantando su rostro, en una actitud de desafío a Arata.

—Calma Shiroi Akuma. No te queda bien la actitud de fiera. Sabes que te domaremos las veces que sean necesarias.

—Creí que habías dicho que no comprendía una palabra.

—Así es. Pero sí lee las expresiones. Te dije, no es tonta. Aunque sí es atrevida. —Despacio se acercó a la puerta metálica y dio dos golpes a la misma. Enseguida ésta se abrió y el mismo hombre que había escoltado al gordo abusivo se apersonó delante de Arata, aguardando alguna orden—. Llévala a las duchas y envíala a mi habitación. 

Hubo un mudo asentimiento de la cabeza y cumplió rápidamente con lo indicado, liberando a la joven que desapareció arrastrada del brazo por su escolta.

Arata contempló en silencio a su amigo, comprendiendo que estaba tratando de asimilar lo que acaba de ver. Lo buscó y con una mano en el hombro, lo llevó nuevamente a su despacho. 


Una vez allí, Pierre se dejó caer en la silla en frente del escritorio de su amigo, donde éste ocupaba su lugar. Arata tomó una mandarina de la bandeja que decoraba un rincón de la mesa, ofreciéndole a su amigo un gajo, que aceptó, llevándoselo a la boca para saborear la carnosa y jugosa pieza cítrica. Comía la pequeña pieza sin quitar de su mente lo que acaba de ver, sintiendo ascender por su columna vertebral un escalofrío.

—¿Qué mierda fue eso, Arata?

Fue lo primero que pudo gesticular después de tragar.

—Eso, amigo mío, es Shiroi Akuma.

—Te escuché llamarla así antes. Pero te olvidas que no hablo japonés. ¿Qué significa eso?

—Así le dicen. Significa Demonio Blanco. La encontraron en los bosques nevados de Japón, alejada de la civilización. Cuando la capturaron, me la vendieron a un precio ridículamente bajo. Le tenían pavura porque los brutos del pueblo creían realmente que era algún tipo de demonio. Sólo querían quitarla de sus bosques para seguir cazando sin inconvenientes. Sólo con media hora de trabajo, me hizo recuperar mi inversión. Y ya lleva varios meses cumpliendo con su trabajo. Una ganga.

—¿Trabajo? ¡Eso es tortura, cabrón enfermo!

—Esa habilidad que tiene de regenerarse es una fantasía para muchos. No tienen que preocuparse por matar a la prostituta. Pueden dejarse llevar cuanto lo deseen, dependiendo del tiempo que paguen. Sólo tengo tres reglas.

—Ah, bueno, tienes reglas. Me quedo más tranquilo.

Ignorando el tono sarcástico del francés, prosiguió con su discurso mientras metía un gajo de la fruta en su boca y convidando una nueva pieza a su interlocutor, que rechazo en esa oportunidad con un movimiento de la mano.

—Regla uno —levantó su dedo índice para enumerar y tragó el contenido en su buche—. Nada de dispositivos electrónicos que registren su estadía aquí. Esto se mantiene oculto a todo aquel que no sea invitado. Ni siquiera tenemos cámaras en las habitaciones para evitar cualquier filtración o traición —levantó el siguiente dedo, el mayor—. Regla dos. No pueden cercenarle nada. No creo que a pesar de su mágica regeneración, recupere un dedo cortado.

—Qué considerado de tu parte.

—Regla tres —acompañó los otros dedos con el anular—. Nada de penetración. La chica es virgen. Quiero que siga así. Tal vez, en algún momento pueda aceptar vender su virtud a buen precio.

Su oyente lo miró fijo, pestañeando varias veces, sin creer lo que oía.

—¿Es virgen? —Suspiró aliviado, sin saber por qué le afectaba en algo aquella muchacha—. Al menos, no la prostituyes.

—Aún.

—Maldito Arata —no pudo evitar soltar. Su amigo le respondió con una sonora risa—. Sigo sin entender para qué me muestras esto. No harás que se abra para otros, pero sigue siendo perverso lo que le haces y sabes que me desagrada. Casi vomito.

—No exageres. Seguro que en las condiciones que dejas a los que se atreven a desafiarte quedan mucho peor.

—Tienes razón —gruñó para sí mismo—. Con ellos tu regla número dos queda invalidada.

—Volviendo a mi regalo.

—Vaya regalo el tuyo —lo contempló seriamente, creyendo comprender de qué iba su presente—. ¡Me quieres regalar una sesión con ella!

—¡Bingo!

—Demente. Yo no golpeo mujeres. Lo sabes. Seré un criminal, pero tengo algunos códigos. Nada de dañar niños ni mujeres.

—Ella no es una mujer cualquiera. Imagínatela como una bolsa de box irrompible. No se morirá ni desmayará antes de tiempo, por lo que podrás descargar toda tu ira hasta quedar exhausto. No te cobraré nada y podrás estar cuanto tiempo quieras. Por esta noche, no hay más turnos para ella.

—No —respondió sin titubear.

Antes que hubiera una réplica del otro lado del escritorio, unos leves golpes a la puerta anunciaron que requerían la atención del joven Yoshida. Cuando dio la voz para que ingrese el visitante, la puerta se abrió mostrando al asistente de Arata, Ken Daigo, que traía a la demoníaca mujer con el cabello mojado del largo hasta casi sus senos y el cuerpo goteando. Ken dejó a la joven en medio de la habitación y se marchó, cerrando la puerta tras de sí. 

Arata se puso de pie deshaciéndose de los restos de la mandarina en el cesto de basura y con un gesto invitó a Pierre a que lo imitara. Ambos se acercaron a Shiroi Akuma.

Ella se mantenía erguida, cuadrando sus hombros. Era la segunda vez que se hallaba a sí misma en aquella nefasta habitación, impregnada del aroma a mandarina, que le provocaba rechazo. Su mandíbula estaba tensada y sólo deseaba volver a la soledad de su habitáculo. Sería un lugar lúgubre y terrorífico, pero lo había hecho suyo de alguna manera. Su paz sólo se veía interrumpida cuando llegaba algún hombre a golpearla o para entregarle sus dos comidas diarias.

—Obsérvala bien, bastardo. Dime si no es la mujer más hermosa que hayas visto. Mi hermano Takeshi la quiere para él. Siempre me insiste en que se la venda. Quedó completamente prendado de ella.

—Tu hermano queda prendado de toda mujer bonita. No es de extrañar.

—Sí, pero esta es más que bonita y él está loco por ella. A veces creo que en cuanto vuelva a Japón, me la robará —llevó su cabeza hacia atrás en una sonora carcajada.

El alto joven no podía evitar repasar cada rincón del tentador cuerpo. Era una delicia, eso no lo dudaba. Él era amante de las mujeres. Las tenía por doquier y muchas veces se satisfacía con las que trabajaban para él. Pero siempre era consensuado, aun cuando fuera un polvo de una sola vez. Caminaba rodeando a la magnífica joven, perdiéndose en cada línea y curva de su silueta. 

Tenía piernas largas y torneadas. Su piel, a pesar de que fue testigo de las profundas heridas que la habían rasgado, se veía suave y perfecta, como la seda, de un color dorado pálido. Era delgada, con el vientre firme y plano, como si pasara horas entrenando para ser perfecta. Sus nalgas y senos eran generosos y se imaginó probando uno de sus pezones. Sus dedos inspeccionaron con las yemas la región de su hombro. Aquel punto que Jean Pierre sabía era la zona de firma a hierro candente del japonés. Como era de suponer, la piel allí era igual de perfecta en el resto de su dermis.

—Imagino que la marca de hierro no funcionó.

—Imaginas bien. Lo intentamos dos veces con el mismo resultado. Desaparecía. Eso causó pánico entre mis peones más primitivos y supersticiosos.

Asintió con un leve movimiento.

Terminó su inspección delante de ella, capturando su rostro entre sus manos. Ella no lo rechazó, pero lo observaba con una mezcla de temor y rabia. Con la punta de sus dedos, perfiló su rostro. Siguió por sus pómulos con ambos pulgares y alcanzó sus labios rosados, que acarició con uno de los pulgares liberado de su recorrido anterior. Quiso morder su carnoso labio inferior. Ese simple pensamiento le dio una corriente eléctrica de placer y temió que su cuerpo manifestara lo que comenzaba a encenderse en su interior.

Sus dedos, traviesos, curiosos y sedientos de más contacto, ampliaron la exploración de forma posesiva por el resto del cuerpo, bajando por la barbilla, siguiendo el dibujo de una de las clavículas y descendiendo hasta capturar uno de sus pechos, rozando su pulgar sobre su pezón. En un acto reflejo, elevó su mirada para desafiar en un mudo duelo a la joven, que no se amedrentó ante el reto, respondiéndole con evidente rabia en su ojos de fuego.

—¿Por qué la tienes desnuda? —carraspeó, tratando de recuperar la compostura, dando un paso hacia atrás, sin quitarle la mirada a aquellos dorados iris. 

Ella no soltaba tampoco la conexión con él y los iris turquesas grisáceos que había descubierto en el hombre.

—Así la encontraron. En invierno y sin parecer sufrir del frío. Demasiado extraño. Otro motivo por el que la consideran del inframundo —se encogió de hombros—. Además, sería un obstáculo cada vez que se la sometiera a una sesión. Ropa rota, sucia, tener que volver a cambiarla. Una incomodidad absoluta. Esto es más práctico. Además, no parece tener vergüenza alguna, y tampoco es que me importe demasiado si la tuviera.

—Eres un tremendo cerdo.

—Y tú, un bastardo, mi estimado Clement.

—Lo cual es cierto.

—Ambos estamos en lo cierto. Así que, no sigamos con los insultos que sabemos que tenemos razón los dos y no cambiaremos nada con las palabras intercambiadas.

Hubo un minuto de silencio en el cual los dos hombres sólo mantenían la vista sobre la joven. Y ella, seguía cada movimiento del visitante. Como también no perdía detalle de la conversación, esperando conocer la resolución de lo que tuvieran en mente.

—Entonces... —Pierre rompió el silencio, algo incómodo—. Nadie se acuesta con ella, ¿no?

—No. Para eso tengo otras chicas. Tetas y vagina tiene cualquier mujer. Lo que ella ofrece es único. —Arata lo observó atentamente, creyendo lo que pasaba por la mente de su amigo—. Lo siento Pierre, serás mi único amigo, o lo más parecido que tengo, pero ni siquiera por ti la cedería para algo que no sea golpes. Si quieres coger, elige cualquier otra y te la doy por toda la noche.

—¡Joder Arata! ¡Que no me gusta ese rollo!

—Aunque dudas con Shiroi Akuma.

El francés suspiró, cerrando los ojos con fuerza por unos segundos. Cuando los abrió, volvió a perderse en los de la diosa que tenía delante suyo y que parecía atravesarlo con sus ojos.

—Quiero probar lo que dices.

—¿Qué cosa?

—A ella, lo que hace —se volteó a verlo—. ¿Todo el resto de la noche?

—Sí mi amigo. Y por ser tú, no estarán en aquella horrible celda. Te daré una de las mejores habitaciones. Sólo trata de no manchar mucho con sangre.

—No quiero tocar su cara. No debería haber sangre.

—¡Perfecto!

Parecía satisfecho por haber logrado que su antiguo compañero de universidad hubiera cedido y aceptado su presente. Sin demora, los condujo hasta una de los dormitorios de lujo y los dejó allí.


N/A: 

¿Qué piensan de Pierre? ¿Qué es lo que pretende con Shiroi Akuma?

Confirmo, en caso que no se haya comprendido, que Arata y Pierre hablan en inglés, por eso no uso la cursiva en sus diálogos.

Bueno, ya saben qué hacer si les gustó el capítulo...

Lo que se viene, les anticipo que estará bueno.

Gracias por leer!

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