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38. Castigo

38. Castigo.

Estaba seguro de que Arata Yoshida ya se habría ido de la fiesta, pero esperaba obtener información sobre a dónde se habrían llevado a las jóvenes compradas. Donde ellas estuvieran, él estaría. Por eso, se dirigió al callejón detrás de la Durand Gallery, buscando la puerta trasera por donde los pequeños camiones de carga qué él había visto antes —y que en ese momento no estaban—, llevaban y traían su preciada mercadería. 

Miró hacia todos lados, asegurándose que no hubiera nadie cerca y caminó despacio hasta la entrada. Se había cambiado de ropa por una de combate de color negro que siempre guardaba en el bolso en su vehículo, sus manos estaban cubiertas por guantes negros y usaba su gorra para tratar de ocultar su rostro de posibles cámaras. Allí, golpeó tres veces la puerta, con fuerza, y sacó de uno de sus bolsillos un pedazo de papel, que colocó de frente a la pequeña rendija para ver a los visitantes.

El hombre del otro lado escuchó los golpes. No esperaban a nadie. Y después de que habían hallado el cuerpo de uno de los compradores muerto en una de las salas, todos habían tenido que accionar de forma secreta, para no llamar la atención y evitar que la policía y los medios tuvieran conocimiento del asesinato o de las transacciones femeninas que ocupaban el tercer nivel del edificio. 

Ese, había sido la mayor preocupación del dueño, que, después de volver en sí, por un golpe dado por una invitada, que lo había dejado inconsciente y con la nariz rota, sólo le importó mantener la discreción. 

Su ego herido, sería resuelto en otro momento, porque estaba seguro de que se volverían a encontrar. 

Después de todo, Sharpe y Durand compartían círculos sociales. 


Escuchar golpes en la puerta trasera, sorprendió al guardia del señor Durand, que sacó su arma. Se acercó despacio para observar por la mirilla y vio una tarjeta de las que el dueño de la galería repartía a una clientela exclusiva. Aquella que tenía un código de barras en el centro. Sabiendo que nadie sin aprobación del francés tendría una de ellas, abrió la puerta, para hacer entrar al cliente. 

En cuanto lo hizo, fue saludado con un puñetazo y luego un rodillazo en las costillas, que lo hizo caer sobre sus rodillas, soltando el arma. Una vez en esa posición, la sombra que lo había atacado se ubicó detrás del guardia caído y lo rodeó con uno de sus fuertes bíceps, tomando uno de los brazos del caído hombre y trabándolo con el cuello, ahogándolo. 

El empleado del francés trataba de escapar de la toma, pero era imposible, y sentía que iba a asfixiarse. Entonces, escuchó que el alto hombre hablaba en voz baja.

—¿Dónde llevaron las chicas que compró el japonés?

La presa seguía tratando de escapar, moviendo su cuerpo en inútiles intentos de golpear a su captor.

—Dime lo que quiero saber o te parto el cuello.

—Puer...

—¿Cómo? —El guardia estaba por perder el conocimiento, por lo que el fuerte hombre aflojó un poco su presión.

—Puerto. Nueva Jersey. Bowne al 95.

—¿Hace cuánto?

—Una hora atrás —respondió, tomando una gran bocanada de aire.

Steve sujetó con sus poderosas manos la cabeza del hombre y con un gesto brusco, lo desnucó, dejando su cuerpo inerte en el suelo. Debía apurarse para recuperar el tiempo perdido antes que Yoshida se llevara a las muchachas a aguas internacionales. 

No podía dejar que escapara. 

Debía atacarlo en el puerto, y aprovechar que el Paradise estaría atracado para rescatar a las otras esclavas.

***

Andrew conducía en su habitual silencio, pero en aquella oportunidad, deseaba encontrar palabras de consuelo para la deshecha muchacha que viajaba en el asiento trasero, acurrucada con sus piernas contra su pecho y que no había dejado de sollozar desde que la había tomado en sus brazos en el parque para arrastrarla hasta el vehículo. 

Cuando fueron al hotel, ella no había querido bajarse y Andrew, con indulgencia, había sido el encargado de rescatar todo lo que pertenecía al señor Sharpe y a la señorita Aurora de la suite para guardarlas en las maletas y cargarlas hasta el vehículo.

Ahora estaban recorriendo el camino de vuelta a la propiedad en Los Hamptons. Lo hacía con lentitud. No sabía bien por qué, pero imaginaba que se debía a un tonto intento por demorar la inevitable partida de la joven. 

O tal vez para darle tiempo a su jefe a darse cuenta de su error. 

Miraba con ansiedad su móvil, esperando en cualquier momento una llamada que confirmara su anhelo de que la hermosa muchacha continuara con ellos. 

Pero el aparato seguía mudo. Igual que ellos dos.


Aurora sentía más miedo y angustia de lo que había sentido en su corta y miserable vida. No había creído nunca que algo la hiriera más de lo que había sufrido en el buque del Señor Mandarina, y sin embargo así era. 

No era un dolor físico del cual podía recuperarse en cuestión de segundos. 

Era su alma, su corazón. 

Tampoco tenía miedo de estar sola. 

El miedo que la embargaba tenía muchas caras. Temía porque se revelaba que realmente era un monstruo al que nadie podría amar. Temía porque no había podido salvar al señor Steve, al que amaba, a pesar de su rechazo. Todo el dolor y rabia había vuelto a él por su culpa y eso la atormentaría para siempre. 

Y temía no tener más propósito en su vida. 

Pasó por su mente el temor al Centauro, pero en ese momento, lo ignoró. Ya no le importaba. 

Había estado huyendo de ellos desde Japón para llegar justo a la ciudad del mundo donde operaban y en lugar de estar aterrorizada por la cercanía, sólo pensaba en el hombre que la había mirado con repulsión en el parque. 

Las lágrimas caían silenciosas por su rostro. No se parecía en nada al final de la película que la había hecho soñar con un beso del señor Steve. 

Un beso y el amor del hombre. 

La vida, no tenía nada de película.

Cuando llegaron a la mansión, Andrew acompañó a Aurora hasta su habitación y le dejó la maleta al costado de la puerta.

—Señorita Aurora... —no sabía cómo continuar. 

Se le hizo un nudo en la garganta y él mismo parecía que iba a llorar, pero fue ella la que habló, apoyando su mano en uno de sus anchos hombros.

—Lo sé Andrew. Debo marcharme.

Sus iris oscilaban, con un brillo hipnótico.

—En la mañana la llevaré a su nuevo hogar. El señor Sharpe le comprará una casa y le entregará una pequeña fortuna —gimió—. Lo siento señorita Aurora.

—No lo sientas —sonrió. Una sonrisa sublime a pesar de la tristeza de su rostro que golpeó con fuerza el espíritu del hombre—. Ustedes me salvaron. Me dieron mi libertad. Jamás podría agradecerles lo suficiente. —Las lágrimas volvían a caer y ella trató de secárselas con la palma de su mano—. Estoy donde debo estar, donde mis pasos me trajeron. Veré ahora dónde me llevarán —se puso en puntas de pie y besó la mejilla oscura de Andrew—. Gracias. Por todo.

—Sé que parece imposible ahora, pero descanse algo, señorita. Tal vez, en la mañana, todo pueda cambiar.

Se arrepintió de ilusionarla de aquella forma, porque conociendo a su jefe, sabía que no solía mudar de parecer una vez tomada una decisión. Menos después de la frialdad con la que había dado la orden de abandonar a la mujer.

Aurora asintió, comprendiendo el intento por animarla, pero sabía que no había vuelta atrás. 

En cuanto se quedó sola en la habitación, comenzó a recorrer el espacio. Quería despedirse del mejor lugar del mundo en el que había estado. Pasaba sus manos por cada mueble, repitiendo la secuencia de la noche en que había llegado, cargada en los brazos del señor Steve. 

La noche que había cambiado su vida para siempre. Menos de una semana atrás. En el día del cumpleaños del impasible y atractivo hombre. 

No era el final que ella quería, pero era el que creía que se había ganado. Después de todo, era Shiroi Akuma. 

Alcanzó la gran cama y acarició su suave edredón. Despacio, se recostó de lado, imaginando, recordando, deseando tener el cuerpo atlético del hombre que amaba a su lado y lloró otra vez. Pero esa vez, sin contenerse, gimiendo, gritando y sacudiéndose. 

Volvería a estar sola. Perdía a la familia que había conseguido por un breve tiempo. Perdía el calor y el perfume, la sonrisa y la voz grave y profunda del señor Steve. Volvió a su mente cada palabra dicha, cada gesto hecho, desde el primer día hasta aquella noche. 

Veía una y otra vez el rostro del hombre, que se volvía de piedra. Frío e inmutable. 

Lo último que contemplaría de él sería su ancha espalda caminando para alejarse de ella.

***

En la soledad de la ciudad a altas horas de la noche, condujo haciendo un esfuerzo descomunal por no acelerar a máxima velocidad el Mercedes. No podía permitirse perder tiempo si era detenido por un patrullero.

Aun así, la velocidad que imprimía a la máquina esperaba que fuera suficiente para dar alcance a un vehículo de carga más lento y pesado, aunque llevara una hora de ventaja.

Media hora después, estaba en el puerto donde esperaba que todavía estuviera el barco de Yoshida. No dudaba de que los empleados del lugar eran corruptos y hacían la vista a un lado por el japonés, mientras en la mano recibían su tarifa compensatoria.

Aparcó a varias calles y, resguardado por la oscuridad de los edificios y galpones vacíos, se encaminó furtivamente hasta un lado del puerto. Se agazapó en la esquina justo a unos metros de una cámara alta del enrejado que limitaba el perímetro. Varios tanques cilíndricos y viejos contenedores le servirían como refugio para su ingreso.

Sacó su rifle del bolso que armó en instantes. Le colocó el silenciador en el extremo del cañón y la mira de visión nocturna. Hincó una rodilla al suelo y pegado a la fría pared, acomodó su gorra y apuntó al aparato de vigilancia. 

Un solo disparo cumplió su cometido. Darle luz verde para acercarse sin ser descubierto.

Sabiendo que la velocidad era el factor primordial para el ataque sorpresa, corrió hasta los tanques junto al cerco. Evaluó la resistencia. No era mucha, por lo que podría cortarlos, pero le llevaría más tiempo hacer un hueco lo suficientemente amplio para pasar toda su anatomía. Elevó la cabeza y analizó la altura. Era accesible para él y las tres líneas horizontales de alambre de púas que coronaba la cima puntiaguda de las rejas sería más sencillo y rápido de cortar. Tomó un alicate y procedió a eliminarlos con cuidado de que no hubiera latigazo que lo hiriera. Cortó en dos lugares aquellas tres líneas, obteniendo así el espacio necesario para avanzar.

Cruzándose cómodamente el bolso y el rifle, que colgaba a su espalda, tomó una corta carrera y se impulsó sobre los hierros transversales que sostenían el borde superior del cerco liberado.

Tomado de los extremos superiores, apoyó sus pies en el metal y logró saltar, pasando al otro lado.

Cayó en silencio. Comprobó que todo estuviera en orden y, manteniéndose agachado, corrió usando las sombras de contendedores y edificios para esconderse.

Unas voces y sonido de motor lo alertaron, saltando a un costado y arrastrándose por el suelo hasta ocultarse detrás de un obstáculo. Desde allí observó la secuencia. Sonrió de lado, con satisfacción. Había llegado justo a tiempo.

Reconoció a Arata por su traje blanco y su cara con un vendaje que cubría la herida hecha por Aurora. Estaba dando algunas indicaciones a seis hombres. Uno de ellos parecía ser el chofer del camión de carga que estaba a un lado de un depósito. Los otros cinco ni siquiera parecían estar armados, convencidos de la seguridad del puerto. A doscientos metros estaba el buque con el rótulo en grandes letras blancas que indicaba que era el Paradise. El infierno acuático.

No había movimiento allí. A lo mejor, estarían vigilando a las prisioneras bajo cubierta.

Calculó los riesgos y de todos los sujetos, sólo uno le daba la sensación de ser un oponente peligroso. Un oriental alto y ancho, de músculos marcados y cabeza calva. El mismo que lo había acompañado a la gala de Belmont.

Necesitaba actuar antes que se retiraran a la nave, donde el jefe se volvería inalcanzable para él. Tomó su rifle, su arma corta con silenciador y uno de sus cuchillos de combate y dejó el bolso a un costado.

Viendo que el que efectivamente, era el chofer ingresaba a la cabina, dejó de dudar. Apuntó con el arma larga y disparó al hombre que estaba por conducir. Perforó el parabrisas y alcanzó la cabeza.

La batalla comenzó. Su vista entrenada y su concentración excepcional, no le permitió perder ningún movimiento de sus presas.

Arata y el gigante calvo corrieron por refugio hacia el lado opuesto del barco, entrando al depósito. Los cuatro restantes, sorprendidos y lentos en su accionar, no llegaron a dar más de tres pasos cuando cada uno encontró la muerte con un proyectil de alta velocidad en el medio de sus cráneos.

Sus gritos no llegaron a prevenir a sus compañeros dentro del buque, otorgándole la posibilidad de continuar con su tarea. El objetivo de su misión.

Una misión personal. 

La segunda en su vida.

Estaba seguro que su avance era esperado, por lo que fue con cautela pero con prisa, para evitar cualquier llamado preventivo de auxilio. Dejó en su espalda el rifle y empuñó la pistola, lista para su uso y giró su gorra llevando la visera hacia atrás.

No se oía nada.

Sólo dentro de su cuerpo. Su corazón sonaba fuerte, golpeando en su caja torácica y rebotando contra sus oídos. Pero se mantenía calmo. Frío. En control. Sabía lo que hacía. Eran años de experiencia.

La voz de Yoshida le indicó su ubicación antes de entrar y desde el borde de la puerta metálica enrollada sobre su cabeza, se asomó para comprobar que el delgado japonés estaba por usar su teléfono móvil. 

Disparó a la mano. Lo quería con vida.

Un grito desgarrador se replicó entre las paredes del alto y enorme almacén.

Ken sacó su tanto, comprendiendo que estaba en desventaja contra un arma de fuego. Pero su instinto de pelea y de protección hacia su jefe no le daba opción a recular. Se interpuso en la línea de fuego.

Los sollozos de Arata se escuchaban cada vez más bajos, aunque su rabia ascendía.

—¿Quién mierda eres? ¡¿Qué quieres?! —exigía en inglés, pues era de suponer que era un americano el que se atrevía a enfrentarse al hijo menor del clan Yoshida.

—A ti —respondió desde la entrada, sin mostrarse. Su voz carecía de emoción.

—¿Quieres que te de dinero? ¿Tal vez trabajo? Podría servirme alguien como tú.

Arata miró su teléfono, caído en el suelo a unos metros de él. Necesitaba alcanzarlo para pedir ayuda mientras que Daigo entretuviera al desconocido. 

El alto nipón lo vio de reojo y entendió sin palabra alguna.

—Te quiero a ti —respondió Steve, disparando contra el suelo cuando el joven trató de acercarse al móvil.

—Pues ven por mí, hijo de puta.

Sharpe veía desde su posición a Ken avanzar, comprendiendo que no tenía cómo defenderse salvo con sus puños y la daga que sostenía en su mano derecha.

Salió de su escondite con el arma en alto y se plantó con su metro noventa y dos, superando por bastante a su próximo oponente, aunque en musculatura, el oriental fuera más corpulento contra el atlético cuerpo de Steve.

Con su mano libre, soltó la cadena que sujetaba la compuerta metálica y esta cayó hasta el suelo, encerrándolos a todos en lo que se acababa de convertir en un enorme cuadrilátero de la muerte.

—¿Tú eres el responsable de las palizas a Shiroi Akuma? —Su voz gélida iba dirigida hacia Daigo—. Porque no creo que ese pendejo cobarde fuera el que se ensuciara las manos.

Ambos hombres se paralizaron al escuchar ese nombre. Arata desvió su atención de su dispositivo y sus ojos se abrieron al reconocer a Steve.

—¡Tú! Eres el que la compró. ¿Por ella estás aquí? —rio histéricamente—. Ya tienes a la puta. Es tuya. Entiendo si no la quieres compartir. Sólo bromeaba con ella.

—No es una puta —siseó.

—Lo es. No la habrán follado, pero créeme, le gustaba lo que le hacían. ¿Te contó de Jean Pierre? La zorra se abrió para él entre palizas que le daba para excitarse mutuamente. Iban a fugarse, ¿lo sabías? Estaban enamorados.

Steve no bajaba el arma. No dejaría que jugara con su mente.

Se desplazaba a los costados lentamente, tratando de abrir el blanco que Ken le obstaculizaba, respondiendo cada paso con su contraparte.

El japonés con su mano sangrante, su cara cortada cubierta por un vendaje y el traje blanco manchado, seguía hablando. No tenía miedo. Le divertía provocar al hombre.

—Entonces... ¿te contó sobre eso? Seguramente tú sólo eres un reemplazo. ¿Te manipuló para que hicieras su trabajo sucio? A lo mejor, espera que también te mate y se quede con tu fortuna y se busque otro millonario. Chica lista.

—No hables de ella —masculló, con la mandíbula apretada.

Arata vio su oportunidad cuando bajó levemente el cañón y se abalanzó hacia el aparato. Al mismo tiempo, Ken saltó hacia Steve. Sin embargo, el rubio llegó a disparar una vez más al hombro del Yoshida antes de ser tacleado por su enemigo más próximo.

La herida en el hombro hizo caer al joven mafioso hacia atrás, golpeándose la cabeza con el suelo y perdiendo el conocimiento.

El arma rodó por el suelo, pero el sicario no perdió su concentración y respondió al ataque de Ken con sus puños y codos, sin perder de vista el filo que amenazaba con atravesar sus carnes.

Rodaron por el suelo, repartiendo todo tipo de golpes y bloqueando nuevos avances. Ninguno cejaba en su intento por dominar al otro.

Con una patada, Steve se liberó momentáneamente del adversario y rodó hacia atrás hasta colocarse sobre sus pies. Inspeccionó rápidamente el estado de Arata.

—Somos tú y yo, grandulón.

Te haré trizas.

¿No hablas inglés? —respondía con algo de torpeza en japonés, pero con suficiente claridad para darse a entender—. Dime qué le hacías a Shiroi Akuma y seré benevolente.

Te lo diré sólo para ver cómo te retuerces antes de que te clave mi <<tanto>> en tu corazón. La golpeaba hasta hacerla sangrar. Las primeras veces, hasta que perdía el conocimiento. Pero que estuviera horas sin ser utilizada no era del agrado de mi jefe, así que me tuve que controlar. Pero eso no me molestó. Sólo me hizo disfrutar más tiempo de tortura. La asfixiaba y me excitaba verla en el aire, colgada cuando la levantaba por el cuello. Lo único malo y debo decir, que se ganó mi respeto, es que jamás suplicó. Era una adversaria digna. Veremos si tú estás a su altura o lloras pidiendo clemencia.

Apretaba su mandíbula tan fuerte que le dolían los dientes. Imaginar a la mujer que amaba recibiendo palizas que la dejaban inconsciente lo enfurecía. Sin embargo, sabía mantener el temple.

¿Tú mataste a Pierre?

Lo marqué y lo mandé al infierno, donde sufre su merecido castigo —escupió con un brillo perverso cargado de satisfacción en sus ojos—. Porque nadie se mete con la propiedad de un Yoshida y sale ileso —soltó una risa siniestra y escalofriante—. El muy idiota se enamoró. Un criminal cómo él. —Un leve gesto de Steve al arrugar el ceño delató su confusión—. Realmente no te contó. Él era un mafioso. Un asesino. Por lo que veo, siente debilidad por los hombres perturbados.

Era tiempo de terminar con su objetivo. Había estado entreteniendo a Ken para que, sin que se diera cuenta, quedar cerca de su arma. Dio un salto al suelo girando sobre su espalda para capturar la pistola y antes de que Daigo reaccionara, disparó a sus rodillas, dejándolo caer sobre ellas.

Su grito de dolor fue agudo, pero estando encerrados y lejos, nadie escuchaba.

Se puso de pie y caminó lentamente hasta pararse a una distancia prudencial. Daigo era un animal herido y eso significaba que podría reaccionar con desesperación. Su daga todavía era sostenida en su mano.

Ambos miraron el filo, esperando la respuesta del otro.

El japonés intentó su ataque, pero Steve lo esquivó, tomándolo por la muñeca, quebrándosela. En otro movimiento, le partió el codo, haciéndolo mover en sentido contrario a la articulación. Una tercer llave lo posicionó detrás del hombre arrodillado y en un ágil y experimentado gesto, le quitó la vida al quebrarle el cuello.

Lo dejó caer.

Era el turno del responsable de todo el sufrimiento de Aurora. Caminó primero hasta la entrada, abriendo levemente la compuerta. Se aseguró que no hubiera ningún movimiento extraño y volvió a descender la persiana metálica. 

Habría muchos gritos en unos minutos y estos podrían alertar a alguien.


Parpadeó. Lentamente, los sentidos volvieron a él. Y con ellos, el dolor que fue localizando abruptamente en su cuerpo. Su mano, su cara, su hombro y su cabeza. Se sentía como la mierda. Otro dolor lo terminó por despertar. Las articulaciones de sus hombros.

Abrió grande sus rasgados y oscuros ojos. Estaba colgado de una viga con una soga atada a sus muñecas sin que sus pies alcanzaran el suelo.

Por primera vez tuvo miedo cuando sus orbes enfocaron el cuerpo inerte de Ken Daigo a unos metros de él.

—Él era el que la golpeaba. Yo hasta la trataba bien. Era mi muñeca especial —sus palabras sonaron desesperadas.

Steve estaba de pie a un par de metros. No decía nada. Su mirada glacial estaba clavada en el cuerpo oscilante, que trataba de rozar con la punta de sus pies el piso.

Dio unos pasos hacia adelante, quedando a un palmo de Arata. Mostró delante del joven su propio celular.

—¿Cuál es la clave de encendido? —Iba a negarse, pero un apretón en la herida del hombro le hizo cambiar de opinión.

2103 —murmuró, vencido por el dolor—. Por favor...

—No me interesa nada que puedas decir —lo interrumpió, comprobado la veracidad de la contraseña al acceder al dispositivo—. Sólo quiero escucharte gritar. Por mucho tiempo. No será rápido. Morirás lentamente, me aseguraré de ello. Mientras que mi mujer vivirá por muchos años, feliz, siendo amada y protegida. 

Eso era lo que esperaba al menos si ella lo aceptaba.

—¿Tu mujer?

—Mi mujer.

No hubo más palabras. Sólo gritos. Durante segundos, minutos, pareciendo horas...

Hasta que tampoco se oyeron y se hizo el silencio.


Lo último en que pensó el japonés, fue en las palabras premonitorias de su padre. 

<<Está maldita. Será tu perdición. Nuestra perdición>>.


Steve contempló lo que quedaba del cuerpo tambaleante y maltrecho de Yoshida. De alguna manera, se sentía satisfecho. Una escoria menos en el mundo. Uno que había sido la pesadilla de la mujer que merecía sólo dulces sueños de ahora en más.

Pensar en ella le hizo recordar que había perdido demasiado la noción del tiempo y todavía tenía tareas pendientes.

Tomó el teléfono e ingresó la clave nuevamente después de que se había vuelto a bloquear y marcó el número que había memorizado antes de su arribo. Era el siguiente paso de su plan.

Aunque era de madrugada, escuchó del otro lado la voz soñolienta del hombre.

—Agente Webb, en el puerto de Nueva Jersey, calle Bowne al 95, encontrará un grupo de chicas secuestradas y vendidas para el contrabando. Levante su culo de la cama y venga inmediatamente con su equipo. Busque al Paradise y un camión de carga con la última compra.

No esperó respuesta. Bloqueó el aparato y lo dejó caer en el charco de sangre que había sido drenado del cuerpo de Arata. Recogió su gorra del suelo, que se había caído durante la pelea con Daigo y se la colocó, asegurándose de cubrir sus facciones para no ser reconocido en su salida. 

Pensar en el enfrentamiento le hizo percatarse de los golpes en su cuerpo y sintió las molestias. Pero la adrenalina todavía lo tenía acelerado y las magulladuras eran soportables.

A continuación, se dirigió al barco. Debía asegurarse de dejar todo en orden para la llegada de los federales.

***

Estaba por amanecer. La oscuridad poco a poco daba paso a la luz anaranjada, dorada y rosa de una próxima aurora

Desde la azotea de un edificio al que había accedido, observaba desde la distancia empleando la mira de su rifle cómo los vehículos federales se aproximaban a gran velocidad con sus sirenas encendidas. Necesitaba asegurarse que se movieran con aceleración para sacar a las últimas muchachas capturadas del camión como también revisar en el barco donde sabía había otro gran grupo de esclavas sexuales que seguían en sus celdas, desconociendo completamente lo que había ocurrido con sus captores.

Sólo el resto de los tripulantes de Arata sabía que algo había sucedido, aunque no comprendían qué, pues simplemente habían sido encerrados en una cabina por un hombre con una gorra, armado. 

Bajo la amenaza, muy real después del primer muerto delante de ellos, se dejaron guiar hasta su cautiverio.

Allí aguardarían hasta que los agentes hicieran su captura.

***

El cielo empezaba a clarear por el este sin que el sol todavía se asomase y Aurora, que había pasado el resto de la noche en un estado catártico sentada frente al ventanal, se puso de pie. Fue al closet y se cambió su vestido de gala por algo más cómodo. Un largo y ligero pantalón ancho, abierto a los lados que asemejaba a una falda, dejando al descubierto sus largas piernas y una camiseta que le llegaba al ombligo, de delgadas tiras de igual ligereza. 

Pasó por el cuarto de baño para lavarse la cara y quitarse el resto del maquillaje deshecho. Una vez lista, miró por última vez más a su alrededor. 

Había llegado sin nada a este mundo, a esa casa. Se iría casi de la misma manera. Sólo con la ropa puesta. Es lo que tomaría. Nada más. No quería nada más. No lo necesitaba, ni creía merecerlo. 

Después de todo, no había logrado ninguno de sus objetivos. 

Ayudar al señor Steve en lo que fuera que necesitara, ni en el intento secreto de curar su dolor interno. 

Ni mucho menos había logrado que la amara de la misma manera que ella lo amaba a él. 

Salió a la terraza de su habitación y saltó al árbol sacudiendo sus ramas y luego cayó al suelo con su habitual elegancia. 

Se iría de allí por sus propios medios. No podía volver a verle la cara a Andrew, Gerry, Josephine, Theresa, y mucho menos, al señor Steve, aunque no creía que él estuviera en la mañana para despedirla. 

Sólo dejaba de recuerdo una nota de agradecimiento sobre su cama.

Quiso salir por la reja de acceso a la playa, pero estaba cerrada con llave. No le importó. No era impedimento para ella, que, tomando un poco de carrera, logró saltar elevándose por el aire como el vuelo de un ave para caer con los pies sobre el borde superior de la alta empalizada. Desde allí, se dejó caer al otro lado. Caminó descalza por la arena y cuando estaba a cien metros, se dio la vuelta para despedirse una vez más de aquel lugar maravilloso donde había sido feliz por unos pocos días. Los mejores de su vida. 

Retomó el trayecto hacia la nada. A lo desconocido. Iría hacia adelante, siempre adelante, y ya no voltearía atrás.


Los pequeños brillos dorados del sol que comenzaba a aparecer por el horizonte y que rebotaban en la crestas de las olas daban a la imagen una sensación de ensueño, que para ella, era más bien una pesadilla. Las primeras luces acariciaban su rostro, encandilando un lado de su cara, pero no le prestaba atención. Miraba sus pies cubiertos de arena. Seguía sus movimientos, perdida en ellos a medida que el cielo se iluminaba. 

Cada palabra, cada beso, caricia y gesto del señor Steve se agolpaba en su memoria, invadiendo su corazón. El aroma de su piel, las suaves sonrisas. ¡El sonido de su risa cuando había sido lo suficientemente generoso para compartirla con ella! 

Volvió a ella también lo que una vez escuchó de Pierre. Debía darle algo de razón. El amor duele. ¡Vaya si duele! Su cuerpo, su corazón y algo tan confuso e indescriptible como el alma también dolía. 

Y ella conocía de dolor.

Pero también ella misma había estado en lo cierto y lo confirmaba aun teniendo su corazón destrozado. Sabía ahora lo que era el amor y lo atesoraría el resto de su vida. Uno no correspondido, que sin embargo había entregado todo de su parte. Incluso su más crudo y tenebroso secreto. 

Su condena. 

Su maldición.


Había estado caminando un buen rato hasta que de pronto, algo le hizo levantar la vista. Alguien la miraba de lejos con insistencia. 

Se detuvo, sin saber por qué. 

Entonces lo comprendió. 

No era la persona lo que la había hecho detenerse, sino la casa. Esa familiar casa, que había visto en una fotografía recientemente y se sintió arrastrada hacia ella. Sus sentidos estaban en alerta, recorriendo la vivienda con sus ojos. Una gran propiedad, de tres plantas, con una galería techada que daba a la playa, desde donde la seguía con la vista el hombre que ella había percibido y que cada vez tenía más cerca a medida que alcanzaba la estructura.


N/A:

Me costó mucho escribir la escena de acción de Steve. Espero que no haya quedado tan mal y puedan imaginar lo que ocurrió.

Para un hombre como él, la venganza en un aliciente. Es quien es. Nos guste o no. Será Aurora, si llega a tiempo, quien deberá decidir si lo acepta o no.

No te olvides de votar. Las estrellitas nos animan!

Gracias por leer, demonios!

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