34. Nueva York
34. Nueva York.
Después del reconocimiento en las inmediaciones de las Galerías Durand y una vez vestido como Steve Sharpe, había pasado el resto de la tarde cumpliendo con sus funciones como propietario de Sharpe Media, en uno de sus edificios sobre Park Avenue.
Asistía una vez por semana a su oficina principal aprovechando para reunirse con la junta y, más que nada, como símbolo de continuar con la herencia de sus padres en los medios de comunicación.
La labor real era realizada por los diferentes directores, que llevaban en la compañía años. Habían sido parte del crecimiento empresarial y acompañado a su padre en sus sueños de informar y entretener. Muchos de esos hombres y mujeres también lo habían visto crecer entre los escritorios y pasillos de las oficinas, aunque hubieran ido mudando con el tiempo.
Tal era el caso de su asistente, Beatrice. Era una mujer madura, delgada y elegante, que usaba grandes lentes y de cabellos que mantenía prolijos con un perpetuo color castaño. Su carácter con aquellos que apreciaba, era como el de una madre. Pero se volvía una fiera cuando reprobaba ciertas actitudes de muchas de las empleadas, que, de un modo descarado, pretendían seducir al joven propietario.
Aquellas que buscaban captar la atención del atractivo hombre solían buscar cualquier excusa para apersonarse en su despacho con escotes provocativos, solicitando entregarle o consultarle personalmente cualquier cosa.
El señor Sharpe, con su distante e indiferente personalidad, tomaba las consultas, pero pasaba de largo de las intenciones reales de sus empleadas, ignorándolas. No porque no notara sus cuerpos atractivos o sus voces empalagosas. Si fueran desconocidas que encontrara en alguno de los lugares a los que viajaba por sus negocios, habría tenido sexo con ellas sin dudarlo. Pero en su lugar de trabajo, mantenía las relaciones estrictamente en el plano profesional. Aunque eso no significara que no hubiera disfrutado de la visión de sus curvas en más de una ocasión.
A la fría distancia.
En aquella ocasión, Beatrice se encontraba con la provocativa Crystal, la peor de todas aquellas mujeres interesada y rastreras, que llegaba hasta su escritorio, que, como un tiburón que sentía una gota de sangre en medio del mar, había aparecido al saber de la llegada del señor Sharpe.
Sin disimular su desagrado, la mujer madura cuestionó a la recién llegada. Una atractiva fémina de casi treinta años con nivel hormonal de adolescente. Hecho comprobado por varios compañeros de trabajo del sexo opuesto.
—¿Qué necesitas Crystal?
—Hablar con Steve.
—Con el señor Sharpe, querrás decir —la miraba con recelo—. Está ocupado.
—Sólo será un momento. Tengo una propuesta de producción para mi programa —mostraba en la mano una carpeta de presentación.
—Puedes dejarme la información y luego se la presentaré.
—Muy amable Triz —sonrió de forma burlona—. Pero prefiero referirme a ciertos puntos concretos personalmente.
Ambas sabían a qué puntos concretos se refería.
La asistente, con cierto tono de desapruebo, llamó a su jefe por el intercomunicador, indicando que la mujer pedía unos minutos de su tiempo.
—Hazla pasar Beatrice.
Fue toda la respuesta que se oyó, con su tono carente de emoción.
Crystal sonrió con satisfacción.
Entre los hombres, la envidia les hacía decir que Sharpe era gay. Hasta algunos elevaban el rumor a que su socio, Gerard Brighton, sería su pareja. Pero las mujeres sabían que no era así. Ellas notan la forma en que un hombre las mira, aunque, como en el caso del joven billonario, finja no estar interesado.
Varias semanas atrás la empleada que estaba en la puerta juraría que casi lograba atraer la atención del fuerte y atractivo hombre. Y ahora, que mostraba un escote más prominente gracias a la cirugía estética, estaba segura de que obtendría el premio gordo.
Se relamía, pensando en el tamaño real de ese premio. Y que sería suyo. Le ganaría a todas las demás zorras, que también buscaban captar la atención del codiciado soltero. Antes de entrar y frente a la mirada de rechazo de Beatrice, se abrió más la camisa, que enseñaba demasiada piel y lencería.
Le guiñó el ojo a la asistente, que gruñó en respuesta.
Una vez adentro, caminó con sensualidad hasta el escritorio de Steve.
Él, sin embargo, no la miraba. Estaba casi de espaldas a ella, observando a través del gran ventanal. Parecía perdido en sus pensamientos.
—Hola Steve.
La voz melosa llamó la atención del aludido.
—¿Qué necesitas Crystal? —Respondió con cierto desagrado, mientras volteaba su trono para encararla.
Él sabía de las intenciones de ella, como de tantas otras. En general, no le importaba. Siempre había disfrutado del poder de su atractivo, como también del juego de provocación aunque se mantuviera alejado e imperturbable. Sin embargo, con la actual visión de la empleada y el tono empleado por ella, se dio cuenta que ahora no le gustaba. Ni lo que le hacía sentir a él. De hecho, lo molestaba e irritaba.
La mujer sintió la helada bofetada y se detuvo en seco. No esperaba esa reacción. Pensó rápidamente que necesitaría ajustar algo sus tácticas y enseguida, retomó el ataque.
—Estoy interesada en incorporar un bloque nuevo —se acercó a su jefe y abrió la carpeta con la información impresa delante de él, exagerando su inclinación para mostrar sus grandes curvas.
Pero Steve no prestaba atención a su escote, sino que la observaba a los ojos, con tal frialdad que la mujer se inhibió de golpe, irguiéndose inmediatamente.
—Llévale tu propuesta al director del programa. Él es el que, si tiene dudas, me consultará. —Con el semblante duro, agregó—. No vuelvas a faltarle el respeto a tus superiores directos. Si necesito algo de ti, te lo haré saber, en la medida que sigas trabajando aquí.
Su acerada voz le indicó que no habría premio y que había traspasado un límite muy arriesgado. Y sin esperar respuesta de la atractiva mujer, Steve volvió a girar su sillón y se perdió en la lejanía.
Había dado por terminada la conversación.
Crystal, avergonzada y temerosa de perder su increíble trabajo, se fue en silencio y con prisa, llevándose su idea en la mano, y su orgullo por el suelo. Cuando salió, la asistente la miraba entre sorprendida y satisfecha, mientras la empleada se alejaba por el pasillo como un perro con el rabo entre las patas.
Adentro, Steve reflexionaba sobre cómo se había sentido. No había programado comportarse de esa forma. Simplemente, no le interesó continuar con los juegos infantiles y ridículos de algunas mujeres que él había aceptado discretamente y que, estaba seguro, competían por ver quién atrapaba al hombre.
Sólo pensaba en Aurora. Ella, que en realidad lo había provocado desde el minuto que había pisado su casa, lo había hecho con un natural erotismo, inocencia y ternura que lo habían conquistado de forma inmediata. La quería a ella y a nadie más. Sus manos picaban pensando en el contacto con su cuerpo. La anhelaba.
Rememoró lo que había reflexionado horas atrás en su hotel y sonrió. Tomaría el control de su vida.
Necesitaba un día más.
Con eso en mente y notando cómo comenzaba a anochecer en la ciudad, se puso de pie. Tenía que volver al callejón detrás del edificio de Belmont Durand y realizar los últimos preparativos.
Y a medianoche, tenía una cita bastante particular.
***
Escuchaban la melodía al final de la película. Una clásica, había aclarado el hombre. Había visto su primera película sentada en el gran sofá de la sala, junto a Gerard, que no quitó el ojo de la muchacha que se había maravillado con el correr del film.
Aurora tenía lágrimas en los ojos y su mano había quedado adentro del recipiente con las palomitas de maíz que Gerry y ella habían preparado en la cocina antes de la función, sin poder comer otra por el nudo que se le había armado en la garganta.
Estaba emocionada por la escena final, en la que la pareja discutía en un taxi sobre los miedos de ella de ser encerrada en una jaula. El miedo de ser amada, de perder su libertad.
Aunque Aurora no se sentía del todo así, de alguna forma se identificó con la protagonista porque eran dos seres salvajes a su manera. La dama en cuestión era extrovertida y Aurora, por el contrario, deseaba desaparecer del mundo y esconderse de la vista de las personas. Pero la necesidad de libertad estaba presente en ambas.
Para la joven de cabellos dorados y ojos ambarinos, esa libertad significaba haber encontrado a Steve Sharpe. El hombre que la hacía volar. Que le enseñaba a vivir. Pero que a pesar de haberse recorrido mutuamente, no la había besado. No como los libros que había leído. No como la escena final en aquel callejón y bajo la lluvia.
Confundida, le había preguntado a Gerry sobre ello. Él también estaba extrañado, pero después de meditarlo unos segundos sin quitar su gris mirada de la bella acompañante, imaginó cuál sería su motivo y se lo había compartido a la muchacha.
—Tendrá miedo.
—¿El señor Steve tiene miedo? —No había creído que algo lo asustara en el mundo—. ¿De qué?
—De enamorarse, como en la película —rio, porque Steve parecía ser Audrey Hepburn. Audrey... otra Audrey... cambió el tono y torció el gesto—. Amar a alguien puede ser aterrador. Especialmente cuando se ha rechazado todo tipo de real intimidad y la propia humanidad. Él no cree merecer ser feliz.
Eso la entristeció. Había creído que de a poco había comenzado a ocupar un lugar en el corazón del frío hombre, pero a pesar de todo, él no quería cederle ese espacio. No quería enamorarse de ella. No quería darle la oportunidad de que ella le hiciera feliz.
Eso la desanimó, porque todo lo que había estado buscando en aquella semana había sido justamente devolverle lo que había descubierto recientemente, el hombre había perdido años atrás.
Él le había dado felicidad y ella sólo quería retribuirle. Ser algo más que una amante.
El socio de Steve imaginó lo que navegaba por la cabeza de Aurora y en un intento por consolarla, y porque creía realmente en cada palabra que diría, habló con una sonrisa.
—Pero yo no me preocuparía. Tú, pequeña, has logrado que Steve riera, y eso parecía imposible. También creo que lograrás que te corresponda.
—¿Qué me corresponda? —se sonrojó y se mordió su labio porque se avergonzó de que el viejo hombre se hubiera dado cuenta de sus sentimientos.
—Que se enamore de ti —<<o que reconozca que ya está enamorado de ti>>, pensó. Después de todo, siguió en una conversación metal, por ella dejaría el mundo siniestro en el que había vivido. Si eso no era amor, no tenía idea qué lo era—. Y no te preocupes por los besos. Todo el mundo besa y no siempre significa algo.
Pensó en Masao que no llegó a hablarle de besos. Sólo había recibido besos en la frente por el doctor y los besos de Pierre habían sido los únicos correspondidos. Cálidos, tiernos o apasionados besos. Quería saber cómo se sentía un beso de amor.
Amor. ¿Cómo podía decirle que Steve Sharpe podría enamorarse de ella cuando sólo la veía como a una...? No pudo siquiera decírselo. Al menos, disfrutaba con el hombre como nunca había creído poder hacerlo.
Gerry interrumpió su diálogo interno.
—Bueno, lindura, es hora de ir a descansar. Mañana te espera un día largo y una noche bastante intensa.
<<No sabes cuánto, pequeña>>.
Ambos se pusieron de pie y emprendieron el camino juntos hacia sus respectivos dormitorios. Gerard, como todo un caballero, la acompañó hasta su puerta, recibiendo como recompensa un dulce beso en su arrugada mejilla.
—Buenas noches, Gerry. Gracias por la experiencia.
—Buenas noches, Aurora.
En la soledad de su habitación, no pudo reprimir las ganas de bailar al son de la música de la película que sonaba en su cabeza. Sonriendo. Pensando en que en unos minutos, exactamente a medianoche, ella y Steve se imaginarían tocándose, dándose placer mutuamente.
Se quitó la ropa y desnuda, se introdujo entre las sábanas.
Sintiéndose atada y limitada, las removió, hasta quedar despojada de ellas.
Apretaba su labio con fuerza ante la inminente excitación. Sus manos comenzaron a rozar su piel, estremeciéndose al ver tras sus párpados cerrados la imagen del hombre que la hacía ver las estrellas y estallidos de supernovas.
Ella los provocaba, pero él los inspiraba.
Lamió sus dedos, succionándolos hasta el fondo. Flexionando sus rodillas, se encaminó con las extremidades mojadas por su saliva a su monte de venus apenas poblado por un suave y tenue vello rubio, atravesando su plano y duro abdomen. Siguió hasta su centro con lentitud torturante, hasta su húmeda y palpitante intimidad, recordando cada paso, cada movimiento, cada toque de la mano de Steve y el juego inició.
Pierre le había enseñado cómo tocarse, pero era el rostro, el tacto y la voz de Steve la que la envolvía en la lujuria.
En su mente veía los ojos oscurecidos del hombre que se había apoderado de todo lo que ella era. Sus dedos eran los de él cuando jugó con sus labios vaginales. Pellizcó su clítoris, tirando de la sensible carne mientras contenía un gemido mordiéndose más fuerte el labio inferior. Su otra mano magreaba como posesa uno de sus generosos pechos, maltratándose con erótico dolor su pezón.
Cada tirón y apretón a su punta erguida y dura; cada pellizco a su nudo de nervios arrastraba un camino de electricidad por todo su cuerpo.
La humedad entre sus piernas se volvió una tormenta que esparcía por sus pliegues, hasta que se hundió en su propio canal y un nuevo grito fue ahogado.
Jugaba con dos dedos, retorciéndolos en su interior, alcanzando puntos que seguían los rastros de los dedos de oro del señor Steve. Reproducía su toque, añorándolo, pidiendo en susurros cada vez más altos por él.
—Señor Steve —repetía con el cuerpo arqueado y sus ojos cerrados ante el placer que se daba—. Señor Steve —volvía a gimotear—. Me quema su recuerdo. Lo necesito.
La temperatura ascendía, su respiración se volvía errática y sus pulsaciones la ensordecían como si un caballo galopara en su pecho con cada embestida de su mano.
Su pelvis se balanceaba como si el que la sacudiera fuera el hombre poderoso, dominante y salvaje que se había adentrado en ella, rompiéndola y rearmándola de mil formas.
El sonido mojado de sus jugos la estremecía. La desesperación por alcanzar el máximo placer aceleraba las arremetidas. Presionó sus talones contra el colchón y la mano que había aprisionado su seno se aferró a las sábanas sobre su cabeza, empuñando la tela con desesperación.
Apretó sus muslos contra su brazo en el frenesí del vaivén. Los dedos salían y entraban con salvajismo, emulando la virilidad de Sharpe.
Sus gemidos aumentaron sin pudor alguno al sentir cómo convergía toda su energía en el bajo vientre, a punto de recibir el tan preciado premio. Se frotó con vehemencia contra su propia mano hasta que colapsó, tensionando todos sus músculos.
—Señor Steeeeveee —aulló con la cabeza echada atrás.
Sintió cómo su canal la apretó. Palpitaba internamente, desprendiendo toda su cremosidad en su palma.
***
Su cita había iniciado puntual. Su niña estaba cumpliendo como atestiguaba la cámara oculta en su alcoba. Se autoconvenció de que no estaba transgrediendo ningún límite. Había sido intencional su pregunta sobre si le gustaría que él la viera. Bueno, lo estaba haciendo. Ella no estaba al tanto, pero tenía su autorización de alguna forma, ¿no?
La gran mano había envuelto su miembro fijando sus ojos azules en cada gesto de su musa y no tardó en perderse en el recuerdo del mediodía, cuando ella le entregó su momento para rememorarla antes de abandonar la mansión.
En su mente, podía sentir sus largos dedos y su palma suave y pequeña haciéndole parecer su falo más grande. Lo había movido variando el ritmo, enloqueciéndolo, provocándolo con maestría. Manteniéndose a horcajadas de él sobre el sofá, sus caderas habían acompañado el baile de su mano.
Entre la realidad y la fantasía; entre el recuerdo y el presente que brillaba tras la pantalla, Steve bombeaba cada vez más fuerte su gran polla. Caliente, hinchada y nervuda.
Y necesitada de hundirse en el coño de la rubia que se retorcía delante de él. A falta del hueco que le apetecía, su mano debería cumplir su función.
Sus músculos abdominales se tensionaban, perfilándose cada relieve de sus perfectos cuadrados, mientras el bíceps del brazo ejecutor se contraía. Tensaba su mandíbula con cada gemido femenino que golpeaba sus oídos.
Escuchar su nombre susurrado hacía crecer más su verga endurecida.
—Señor Steve. Me quema su recuerdo. Lo necesito.
El gimoteo obligaba una réplica que nunca sería recibida por ella.
—Mi niña. Tan buena y obediente. Aquí estoy —gruñía, al tiempo que su mano se transformaba en el imaginario canal de su perdición, sacudiéndose como un animal.
No demoró en ese momento, solo en la cama del hotel, para liberarse como la erupción de un volcán, con el rugido de un león cuando su semen se embadurnó en su mano.
No hubo luz dorada. No la tuvo a ella.
Clavó sus ojos en la pantalla de su móvil y comprobó que Aurora también se había corrido. Sus piernas caían a un lado, débiles y su respiración estaba agitada. Una sonrisa de placer dibujaba su sonrojado rostro.
—Muy bien hecho, mi niña. Has dejado a tu señor Steve satisfecho y orgulloso. Sólo faltan horas para que vuelva a enterrarme en ti y me des tu mágico brillo cósmico. Horas para alimentarme de tus gemidos, del sabor de tu piel, de tu aroma a flores. Horas para volverme completamente tuyo y tú mía. Sólo mía.
***
Estaba ansiosa.
Anoche había sido la primera que pasaba sin tener contacto con el señor Steve y su piel estaba sedienta de él a pesar de lo que había hecho.
Era la segunda vez que viajaba en un coche y no podía creer todo lo que había cambiado en tan pocos días. El viaje de ida a la mansión Sharpe lo había hecho de noche, encerrada, desnuda y con miedo. Ahora, se alejaban de la inmensa propiedad sintiéndose alguien totalmente diferente. En un carro también diferente.
En este caso, la impaciencia se debía al inminente reencuentro con el hombre que, estaba segura, amaba. Eso creía por todo lo que había leído. Cada novela que había devorado en la casa del billonario le revelaba lo que sentía por aquel hombre y eso, le sonaba a amor.
Cada palabra compartida con su amigo francés daba vueltas en su cabeza.
Aunque no lo comprendiera del todo, sí reconocía lo que le ocurría cuando sentía el contacto del señor Steve. Sólo con verlo, temblaba y sus rodillas flaqueaban, pero al mismo tiempo se sentía volar, ligera como una pluma, o con una energía que la desbordaba. Y esa energía procedía de los latidos intensos de su corazón. Ese fuerte tambor la hacía bailar, reír, emocionar. Y en la noche que pasó sola pensando en él, tocándose, nada de eso disminuyó. Imaginando especialmente en cómo sabría un beso de los labios de ese hombre que amaba con todo el corazón.
Se llevó los dedos sobre sus labios. Esa idea se le había quedado en la cabeza después de la película que Gerry le hizo ver.
Exhaló profundo, sola y en silencio en el asiento trasero del vehículo. Iba con la mirada perdida observando cómo pasaba el exterior a medida que avanzaban con el coche y pensando en lo que Gerry le había confesado.
El día anterior había estado colmado de revelaciones. Había demasiados secretos descubiertos. Terribles secretos.
El pasado triste del joven Steve Sharpe.
Su trabajo.
Ella sabía que no le importaba lo que había hecho, porque la había llevado hasta ella. Comprendió entonces cuando el señor Steve le había comentado que sentía que reprobaba el examen de la vida.
Sonrió.
El examen no había concluido.
Andrew, que en aquella oportunidad conducía el Rolls Royce de color rojo oscuro hacia la ciudad, tenía el cristal divisorio bajo, por lo que Aurora aprovechó y dejó de mirar hacia afuera, y subiendo la ventanilla de su lado, se acercó al conductor.
Pensaba que ese enorme hombre con cara de malo y cabello gracioso con sus pequeñas rastas negras, tenía un corazón sensible que estimaba mucho a su jefe y quería conocerlo mejor. Comprender qué los había vinculado.
Pero no pudo obtener mucha información de cómo se conocieron, porque fue como interrogar a una pared, aunque tuvo la sensación de que algo entre ellos hizo que se estableciera una relación de confianza y respeto.
Aceptando que no obtendría nada en lo absoluto, comenzó a hacerle preguntas para saber hacia dónde iban, cómo era la ciudad, la gente. Él hablaba en pocas palabras, pero aun así le ayudó a completar la imagen que había ido creando gracias a sus búsquedas en la web.
Llegando a la ciudad, el cambio de la tranquilidad de Los Hamptons al movimiento y población de la ciudad de Nueva York empezó a incomodarla. Su conductor, que la observaba a través del espejo retrovisor, la tranquilizó. No estaría sola en ningún momento. Él o el señor Sharpe la acompañarían.
Andrew detuvo el vehículo en la entrada del Hotel Ritz-Carlton.
Alguien abrió su puerta y le tendió una mano para asistirla al descender, que ella aceptó con suavidad.
Esperaba ver a un extraño al salir, pero ese simple contacto la alertó con una descarga eléctrica que la atravesó como un relámpago. Podría reconocer esa mano áspera y dominante con los ojos cerrados. Elevó la cabeza y la confirmación de su impresión le quitó el aliento.
Era el mismo señor Steve el que la había bajado del coche, dejándola de frente a él.
Lucía impecable, como siempre, peinado hacia atrás. De traje gris oscuro y una corbata azul haciendo juego con el color de sus ojos. Él la recibió con una sutil sonrisa, una especie de secreta felicidad.
Y en la mano, una rosa amarilla.
Su burbuja estalló junto con los estruendos de la ciudad. Bocinas, coches, gritos la aturdieron de golpe, taladrando sus sensibles oídos que jamás habían recibido semejante castigo. Instintivamente, se apretó al refugio que encontraba en el ancho, musculoso y cálido pecho de Sharpe. Enseguida, el perfume embriagador aplacó su acelerado corazón.
—Shhhh, tranquila mi niña. No pasa nada.
—Lo-lo siento, señor Sharpe —temblaba. La mano que la rodeaba por la espalda comenzó a acariciarla a lo largo de su columna, reconfortándola.
—Yo estoy contigo, aquí. Jamás permitiré que te ocurra algo Aurora.
Sus ojos buscaron el calor del otro y los labios de la joven se estiraron, con algo de vacilación.
—Confío en usted —se apartó ligeramente del hombre sin despegar sus orbes—. Fue la impresión de lo desconocido. Mucho ruido de golpe —logró controlar su agudeza auditiva. Volteó a ver a su alrededor, comprobando el movimiento frenético de la ciudad—. Esto es apabullante.
—Sí, lo es. Pero te acostumbrarás. Ahora, mi niña, déjame verte.
La alejó un poco más, para apreciar a su ninfa de los bosques.
Estaba preciosa con un apretado vestido blanco casi hasta las rodillas, con un escote pronunciado en V, que marcaba sus curvas elegantemente y un ancho cinto que ajustaba su pequeña cintura. La notó más alta de lo habitual y miró hacia abajo. Ella tenía puestos unos hermosos zapatos de punta cerrada con taco, con finas tiras que cruzaban los empeines para rodear sus tobillos y atarse, haciendo juego con el cinto.
Habló con tono jovial.
—Te imaginé llegando descalza.
Ella rio con alegría. Esa carcajada que sonaba a campanillas.
—Si no fuera por Theresa, tal vez lo hubiera hecho. Todo esto es obra de ella —dio una vuelta para que pudiera apreciarla completamente.
Los ojos azules se deleitaron con el trasero redondo de la joven.
—Deberé felicitarla —habló con voz ronca, recibiendo una sonrisa coqueta.
—Sí, debería. Estoy segura de que eso le gustaría mucho.
—Muy bien. Lo haré —respondió sumiso. Con el brillo encendido en sus ojos, le entregó la rosa que tenía en la mano—. Esto, es para ti.
Aurora se quedó mirando la hermosa flor y sintió el delicado perfume. Tomó con gracia el tallo y llevó la rosa a su rostro para beberse el aroma al tiempo que cerraba sus ojos. Sintió en ese gesto el más maravilloso regalo que alguien podría haberle dado, exceptuando su libertad. Al abrir sus ojos dorados, la intensidad de ellos deslumbró al hombre, que seguía cada movimiento de la joven.
Notó que el rostro delicado se ruborizaba. Lo que se le antojó encantador.
Deseaba abrazarlo con fuerza, rodeándolo con sus brazos al cuello y llenar su cara de besos, pero no sabía si sería oportuno hacerlo en ese lugar, en medio de la acera, entre tanta gente. Así que, simplemente, sonrió y tomó con su mano libre la del atractivo hombre.
—Gracias, señor Steve —murmuró, con una sonrisa brillante—. Es lo más hermoso que he recibido en la vida. Nunca lo olvidaré.
Recibió esa sonrisa con alegría. Él mismo quería tomarla entre sus brazos. Pero se contuvo. En cambio, se dirigió a Andrew, que estaba bajando la pequeña maleta de Aurora y una funda oscura doblada en el brazo, que imaginaba sería el vestido que la empleada habría elegido para la gala. Pero él tenía otros planes sobre su indumentaria.
—Andrew, lleva todo a la suite —le dio una tarjeta electrónica—. Y encuéntranos en The Blue Box Café.
—Sí señor Sharpe —tomó la tarjeta e ingresó al hotel.
Antes de entrar, se volteó a ver a la pareja, que ya estaba caminando por la acera, y sonrió. Nunca había visto al señor Sharpe de esa forma y eso le complacía. Pensó en la muchacha y en la metamorfosis sufrida desde que la había recibido en la parte trasera del BMW. Ella no era la única diferente. Todos ellos, especialmente el hombre que caminaba a su lado y que ahora tomaba su mano, se habían transformado.
—Espero que puedas caminar con esos zapatos —bromeó Steve, señalando el calzado.
—Claro que sí, hasta podría hacerlo en la barandilla de un balcón.
—Eso no lo probaremos aquí.
Ella rio otra vez, recordando el susto que se había llevado cuando la vio parada en el borde del balcón, en la casa. Llevaba a su nariz constantemente su preciado regalo, disfrutando de su fragancia.
—¿A dónde vamos? —preguntó Aurora, dejándose llevar de la mano por su alto y sensual guía.
Miraba hacia todos lados, para registrar cada sonido e imagen, guardando en su perfecta memoria esa sobrecogedora experiencia que ya no la asustaba. Observaba la multitud, los altos edificios, los vehículos y el gran parque en frente.
Steve la miraba de reojo. Cuánto deseaba tenerla desnuda y morder cada parte de su cuerpo. Debía tener paciencia. En estos momentos quería que Aurora tuviera nuevas vivencias, que saliera de su limitada vida y conociera el mundo. Si no, lo que él le estaría ofreciendo no sería la verdadera libertad, aunque ella así lo creyera. Mantenerla encerrada en una jaula de oro no era amor.
Y él, cada vez estaba más seguro que sus sentimientos hacia ella se acercaban a ese estado que se había negado a vivir antes de su llegada.
Ella le había dado tanto, que él debía retribuirle de alguna forma. No sabía bien cómo, pero al menos, lo estaba intentando.
—Vamos al The Blue Box Café para el brunch. Y después, iremos de compras, para esta noche.
—¿De compras? No necesitamos nada para esta noche. Ya tengo el vestido. Sólo quiero estar con usted. Eso ya me hace feliz.
Claro, cómo había podido pensar que a ella eso le importaría. No necesitaba ropa, joyas o cualquier cosa que el dinero pudiera comprar. La rosa que sostenía en su mano era todo el tesoro que ella quería.
—Déjame consentirte un poco en tu primera vez en la ciudad. Además, si no recuerdo mal, debo reponer un pequeño vestido que sufrió un accidente hace poco.
—Que sufrió un ataque, mejor dicho —rio y sus miradas se encontraron con un brillo lujurioso, recordando la situación. Acercó un poco más su cuerpo al de él, mientras seguían caminando entre la gente.
Pensó en cuánto la habría asustado una multitud así antes de conocer al hombre que la estaba llevando de la mano por la Quinta Avenida. Con él, sentía una gran seguridad. Y no sólo porque la había protegido y rescatado, sino, porque hallaba a su lado su propia fuerza.
El día transcurrió entre experiencias culinarias, recorridos en tiendas de ropa, joyería y zapatos y paseos por el Central Park. Andrew iba incrementando la cantidad de bolsas que cargaba, desde que se había reunido con ellos en el café.
Aurora no le interesaba nada de lo que compraban, pero se había divertido mucho probándose diferentes atuendos que agradasen a su compañero y notando cómo la contemplaba con el brillo de creciente excitación en sus ojos azules oscuros, a pesar de su aparente imperturbabilidad, sentado en la silla desde donde la observaba en cada tienda a la que entraban. Le gustaba el juego del disimulo y la sutil provocación.
Cuando estaban solos, comiendo algo o paseando, él volvía a relajarse y mostraba otra cara completamente diferente. Haciendo bromas, sonriendo ante sus ocurrencias y acariciándola disimuladamente.
Por momentos, la constante alternancia en su comportamiento, la desquiciaba. Pero tomaría todo lo que Steve le daba, y no hablaba de lo material. Cada mirada, roce, sonrisa furtiva la atesoraba.
Habían estado tan abstraídos en su mundo, que no se habían percatado que algunas personas, que conocían la fama de Steve Sharpe, habían estado sacando fotos y comentando rumores sobre la hermosa y desconocida joven que lo tenía tan cautivado. A él, al tan reservado y frío soltero de Nueva York.
—¿Qué es eso señor Steve? ¡Huele muy bien!
—Son perros calientes. —Ni siquiera preguntaría cómo no conocía esa comida. Cada día parecía ser una primera vez para la muchacha—. ¿Quieres uno? —Ella asintió con energía—. Estamos yendo a almorzar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y ¿ahora quieres un perro caliente de un puesto callejero?
—¡Sí! ¿Puedo?
—Perderás el apetito.
—No es así. Ya verá.
—Lo que quieras, mi niña —meneó la cabeza, conteniendo una sonrisa. Entrelazando sus dedos y seguidos por Andrew, se acercaron al vendedor—. Uno con todo. —Sintió un apretón en su mano—. Por favor —vio de reojo la sonrisa de Aurora.
—Andrew, ¿quieres uno?
—No, gracias señorita.
No podría ni aunque quisiera al tener las manos ocupadas con todas las bolsas que cargaba.
Unos sonidos desconocidos de protesta y desesperación llamaron la atención de Aurora, que llegó a ver justo a tiempo un animal desaliñado y pequeño pasando como una bala detrás suyo, hasta perderse en un callejón. Le seguían tres niños corriendo. Uno de ellos chocó con Andrew, provocando que algunas bolsas cayeran al suelo.
Profiriendo una maldición, el gigante negro se agachó a recoger los objetos caídos.
La curiosidad primó en la joven, que aprovechando que Steve tomaba unos billetes de su bolsillo para abonar la comida, caminó hacia el lugar donde aquellos chiquillos habían desaparecido en su persecución.
No tardó en distinguir los gritos y risas infantiles. Los tres estaban lanzando piedras hacia una caja, desde la cual esos sonidos lastimeros se hacían cada vez más intensos.
—Vamos gato feo. Sal de allí.
—¡Gato tuerto!
Por respuesta obtenían bufidos.
Más risas sonaron. Uno de ellos se acercó al refugio de cartón y lo pateó.
—¡Hey! —No podía permitir aquel abuso a un pobre animal—. ¡Déjenlo en paz!
El susto se plasmó en los tres rostros al ver a Aurora acercándose con ojos encendidos de furioso dorado.
—¡Vámonos!
Ignorando la huida de los muchachos, la joven llevó sus elegantes zapatos hasta la caja que parecía temblar por su asustado contenido. Se acuclilló, apoyando sus manos sobre sus rodillas. Desde el interior, veía una bola de pelos sucia, desprolija, falto de pelo en algunos lugares y con un ojo cerrado y supurando.
—Pobrecito. Te deben haber asustado mucho, ¿no?
Otro brillo diferente se hizo presente en su mirada. El mismo que hipnotizaba y tranquilizaba. El animal se relajó inmediatamente y sus protestas se tornaron suaves maullidos. Aurora estiró sus brazos, capturando al gato, sin soltar su preciada rosa amarilla que conservaba en una mano.
—No te preocupes. Ya estás a salvo. No dejaré que te hagan daño —lo acariciaba contra su pecho, sintiendo el ronroneo.
—¡Aurora! —volteó a ver al hombre que se aproximaba a largas zancadas—. ¿Por qué desapareciste así? —gruñó.
Detrás de él lo seguía Andrew, con evidente preocupación ante la falta de cumplimiento en su deber de seguirla a todos lados.
—Perdóneme, señor Steve. Unos niños crueles querían lastimar a este gatito.
—Creí que había pasado algo grave.
—¡Es algo grave, señor Steve! —protestó, haciendo un puchero y frunciendo el entrecejo, lo que encantó al hombre, que la había alcanzado, ubicándose a su lado.
—Es cierto señor, uno de esos mocosos chocó contra mí y por eso me distraje. Lo siento.
—Está bien Andrew. No podíamos saber que nuestra niña se volvería una escurridiza justiciera.
Ella rio entre dientes.
—¿Podemos llevarnos este gatito? ¿Por favor?
Sus ojos enormes lo contemplaban con esperanza y sus largas pestañas se batían con coquetería.
—No Aurora. Lo siento.
—¿No le gustan los gatos?
—Prefiero los perros, de hecho. Pero ese no es el punto. Además, este es horrible.
—¡No diga eso! —Lo apretó más contra ella.
—Déjalo aquí, Aurora.
—Pero, pero...
—Créeme. Estará mejor así. Es un gato callejero adulto. Puede que esté en las últimas —lo miraba con evidente rechazo.
—Está bien, señor Steve. —Su desánimo era grande. Pero debía reconocer que Sharpe le había estado concediendo cada capricho desde que se conocían. Tenía que aceptar cuando perdía una batalla y no abusar de la paciencia del hombre—. Perdón gatito. Deberás quedarte aquí —susurró contra su cabeza—. Aunque te dejaré un regalo para que seas muy bonito y saludable.
Lo dejó en la caja de donde lo había sacado, a resguardo de la vista de sus acompañantes. Antes de separarse, lo acarició, pasando su mano por todo su lomo, cediéndole un poco de su luz.
Una vez erguida, aceptó la mano del señor Steve y sin dejar de mirar hacia atrás, se dejó guiar afuera del callejón.
Un hermoso gato, de brillante pelaje y ojos amarillos la despidió con suaves maullidos desde la abertura del cartón.
Nuevamente sobre la avenida, retiraron la comida que había quedado a la espera de la joven.
Sin intercambiar palabras, continuaron con su recorrido por la ciudad. Cada bocado era seguido por un gemido de placer. Cuando no quedó nada del perro caliente Aurora entrelazó sus dedos entre los de Steve. El lugar al que su mano se había acostumbrado.
—Estaba riquísimo, señor Steve.
—Me alegro que te gustara.
Su voz era seca y monótona.
—¿Está molesto, señor Steve?
—No. Lo siento Aurora —la miró sin detenerse, regalándole una tenue sonrisa de labios apretados.
—Sólo quería ayudar al gato. Sería como la película que vi anoche con Gerry.
—¿Qué película?
—Desayuno en Tiffany.
—Le encanta esa película —resopló, con gracia dirigiendo nuevamente su atención hacia adelante—. Es un romántico.
—A mí también me gustó. Y Gerry realmente es romántico. Dice que es porque tiene algo de sangre francesa —mordía su labio inferior con timidez—. ¿No tiene novia? Porque lo vi bailando con una hermosa dama mayor en su fiesta.
Una risa contenida la hizo voltearse a Steve, que seguía caminando sin mirarla.
—A Gerard no le gustan las mujeres. No de esa manera al menos, aunque sabe apreciar la belleza de una cuando la ve —la observó de reojo.
—No entiendo.
—Es gay. Le gustan los hombres.
—¡Oh! No sabía.
—¿Te molesta?
—¿Por qué habría de molestarme? Comprendo la biología. Los cuerpos de hombres y mujeres tienen el propósito de ensamblarse a la perfección para procrear y perpetuar la especie. Pero he leído sobre la homosexualidad.
—¿Y qué piensas sobre eso?
—Que hay otros tipos de ensamblaje, más allá de la biología. El del corazón. Cuando late por alguien que hace que los límites del cuerpo se esfumen y el ensamblaje sea a un nivel más íntimo. Que se fundan en uno solo y se entreguen con felicidad. Eso es lo que importa, ¿o me equivoco? La verdad, no sé nada de eso. Simplemente, lo siento así.
<<Deseo que sea así>>.
Su estómago revoloteó al imaginar llegar al corazón del señor Steve de esa forma.
Steve se detuvo, provocando que Aurora quedara frenada junto a él. Los zapatos de la joven la acercaban al rostro del hombre, aunque todavía la superase por bastante. Conectaron miradas. Los ojos de Aurora parecían titilar, como si en lugar de hablar de Gerry, estuviera haciendo algún tipo de declaración. Una que Steve todavía no podía reconocer. O aceptar.
Otra vez se sintió como en el desayuno el día de la fiesta, cuando percibía cada palabra dirigida a él, haciendo diana en medio de su pecho.
—Para alguien que dice no comprender, hablas con una idea clara sobre el amor.
Se encogió de hombros.
—He estudiado sobre ciencias y me dan seguridad porque lo comprendo y siento que sus respuestas son seguras y lógicas. Pero las relaciones y las emociones se me escapan. Es por eso que estuve leyendo todas las novelas de su biblioteca. Hay muchas cosas que siento aquí —señaló su pecho—. Y cuando trato de analizarlas, pienso en cosas como las que acabo de decir. Tal vez son anhelos. No ideas claras. En realidad, me siento una tonta la mayoría del tiempo.
Pasó su nudillos sobre la suave piel de los pómulos de la muchacha, que lo contemplaba enamorada y se sintió miserable por no corresponderle inmediatamente. La tomó otra vez de la mano y prosiguió sin voltear.
Escuchó su dulce voz desde atrás.
—Cuando rescaté al gato, creí que usted y yo... —mordió su labio.
—¿Qué Aurora?
—Ellos se quedan con el gato al final de la película y...
—¿Sí?
—¿Ha visto la película?
—No.
—Sólo eso. Se quedan con el gato —respondió agachando la cabeza, apesadumbrada.
Deseaba decirle que quería que la besara. Que le dijera que la amaba, como ella lo amaba a él. Pero se contuvo y sintió su corazón comprimirse.
N/A:
La película está basada en la novela de Truman Capote. Arriba dejé el video original (las voces originales siempre tienen un plus), pero les comparto también la versión doblada.
Espero que les haya gustado la escena como a mí.
Recuerden regalarnos a Aurora, Steve y a mí una estrellita.
Gracias por leer, demonios!
https://youtu.be/WhI51AAwTAs
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