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26. Libre

26. Libre.

"Dale a quienes amas alas para volar, raíces para regresar y razones para quedarse" .

Dalái Lama

***

Había pasado una hora caminando por la orilla del mar después de ver a Gerry entrar al gimnasio, ante la atenta mirada de Theresa, que al parecer, tenía órdenes de no perderla de vista. 

No soportaba seguir en la casa. No después de escuchar sus gritos. Cuatro palabras elevadas que estaba segura que debían ser resguardadas por las paredes de aquella estancia a prueba de sonidos. Pero no había sido así, pues ella desde el otro extremo de la sala donde estuvo a la espera del señor Steve las había percibido a la perfección debido a su sensible audición. Maldijo esa habilidad. 

Hubiera preferido mantenerse en la oscura ignorancia.

Fue por ello que había decidido abandonar la vivienda pues no creía correcto seguir escuchando. O había sido la cobardía que no le permitía descubrir qué más podía llegar a decir. 

Pero a medida que la playa comenzaba a ocuparse por veraneantes que disfrutaban de las semanas más calurosas de la estación, decidió volver a la mansión. 

No eran muchos los individuos que iban a esa playa. La gran propiedad de Steve Sharpe ocupaba el extremo de una pequeña península, lejos de otras viviendas, por lo que no era muy práctico llegar hasta allí. Solían verse más caminantes o corredores por la arena. 

Aun así, a Aurora no le gustaba estar rodeada de personas extrañas. Y mucho menos ser su objeto de contemplación y curiosidad.

De vuelta en la casa, Theresa retomó sus tareas, dejando a Aurora sola nuevamente, que merodeaba alrededor de la piscina, hasta que se sentó en el borde, metiendo las piernas, con el pantalón arremangado, hundiendo la mitad de las pantorrillas. 

Su cabeza seguía repasando qué podría haber hecho ella. Si sería abandonada. Después de todo, no olvidaba que desde la primera noche las reglas del juego habían sido claras. Simplemente, era un medio para que Steve Sharpe obtuviera lo que deseara. 

Después, ella se iría.

¿No era lo que había deseado antes de arribar a la mansión?¿Escapar? ¿Ser libre?

Aunque el final de su estadía estuviera llegando antes de lo que hubiera pensado, la desconcertaba el cambio en el comportamiento del señor Steve. Ese pensamiento también provocaba estragos en ella. 

Sus ojos se empañaron y sus labios temblaron involuntariamente por la tristeza de alejarse para siempre de aquel lugar. De aquel hombre, que aunque la hiriera, todavía quería salvarlo.

Seguramente, había sido una tonta ingenua. Lo había entendido todo mal y había creído que ella era importante cuando en realidad, sólo trabajaba para él. Él había pagado por ella para que lo ayudara, cosa que creía que estaba haciendo. Aunque fuera como su amante.

Tal vez, no lo estaba logrando. 

O <<una pu...>>. Sacudió su cabeza. 

Era eso.

Sólo eso. Que se desfogara con ella cuando lo necesitara. Eso podría estar incluido en el pago por su compra. Lo que significaba que después de saciar sus necesidades, sería un estorbo hasta la siguiente descarga. Alguien a quien ignorar.

¿Podría aceptar eso? ¿Vivir sabiendo que eso era todo lo que él pretendía de ella? ¿Ese sería el trabajo?

Dio un pequeño grito de frustración, agarrándose los mechones de cabello a los lados de su cabeza.

Estaba confundida. Ella podría tener habilidades sobrehumanas, pero en cuestión de relaciones, no comprendía nada. Las personas se comportan de manera extraña e hiriente.

Estaba en esas meditaciones cuando vio a Andrew caminar hacia ella. 

De un movimiento, se puso de pie para quedar de frente al hombre que se acercaba. No quería parecer ansiosa ni dolida. Aunque por dentro se estuviera muriendo. 

El rostro oscuro del asistente de Steve estaba más relajado y cuando habló, lo hizo con una tenue sonrisa.

—El señor Sharpe dice que entre. Es hora de almorzar.

Dio un paso al costado, para que Aurora avanzara y luego la siguió al interior fresco y luminoso de la casa. Cuando llegaron al comedor, Andrew se retiró y ella, se quedó quieta, en silencio, mirando a los hombres que ocupaban la sala, con mucha seriedad. No pudo mantener sus ojos sobre la intensidad oscura de Steve y se centró en sus manos inquietas, que danzaban delante de ella, sobre su regazo.

Steve estaba sentado en la cabecera de la gran mesa. A su derecha, estaba Gerard. 

Josephine, enterada de todo lo sucedido, miraba de reojo a la muchacha cabizbaja mientras servía el almuerzo para los tres. Compadecía a la joven que tenía su rostro cargado de angustia.

Se sobresaltó levemente cuando la fuerte voz la alcanzó.

—Siéntate, Aurora...

El tono con que habló el dueño de la casa —y de ella al parecer—, no le resultaba del todo claro. No había sonado a orden. Fue suave y firme a la vez. Con su voz ronca, grave y profunda que alborotaba el pecho de la joven como si tuviera mariposas danzantes en su interior.

 Viendo que no se movía, añadió en tono de súplica. Uno impropio en él.

—Por favor.

Tardó un segundo en reaccionar y caminó con duda hasta sentarse en su silla, a la izquierda del rubio. Cuando estuvo de frente a su plato, mantuvo la mirada fija en él, sin atreverse a mirar a Steve o a Gerard.

La voz que sonó a continuación procedía del hombre mayor, sentado del otro lado de la mesa.

—Come lindura. Josephine preparó un sublime salmón —se giró para mirar a la mujer responsable de tan delicioso menú—. Espectacular como siempre.

La gruesa mujer asintió agradecida, mostrando su gran sonrisa blanca. Se sentía muy satisfecha de su cocina, que creía insuperable. Y al menos alguien sabía apreciarlo en su justa medida.

—Gracias Josephine —murmuró Aurora, con suave melodía, tomando lentamente los cubiertos, para probar un pequeño, minúsculo bocado.

El socio de Steve, buscando aligerar la tensión sonrió a la joven.

—Hermoso corte de cabello —miró a Steve—. ¿No es cierto?

—Sí, claro —y calló, como un sepulcro.

Gerard rodó sus ojos.

Se daba cuenta que lograr mejorar la situación iba a ser más difícil de lo que creía. Le hizo un gesto con la cabeza a Steve hacia Aurora. El joven, que, después de su extensa participación verbal había estado mirando los movimientos lentos y melancólicos de ella, entendió el significado de ese cabezazo, sólo que no sabía cómo romper el silencio. 

Esa niña siempre lo descolocaba. Y, aunque ella no supiera de sus comentarios delante de Gerry en el gimnasio, se sentía culpable, mortificado por siquiera haber pensado en echarle la culpa a tan divina criatura, que lo único que había hecho en los dos días en su casa, fue darle felicidad. Lo que nadie supo hacer por tanto tiempo. 

Lo que un asesino definitivamente no merecía. 

Respiró profundo.

—Sabes Aurora, esta mañana estuve muy ocupado y no pude desayunar contigo. Espero que no te hayas aburrido sola.

Lo único que obtuvo como respuesta fue un casi imperceptible gesto de negación con la cabeza, sin despegar sus apagados ojos dorados de la comida, masticando insistentemente cada bocado. 

Miró a Gerard en busca de apoyo, pero el viejo compañero movió de un lado a otro su cabeza, rechazando su asistencia. Era su problema a resolver. Pero el joven no sabía cómo continuar, por lo que el resto de la comida la cumplieron en silencio.


Terminado el almuerzo, era el turno del postre. 

El momento preferido de Gerard. Aunque, no podría disfrutarlo. No con la tensión, ridícula pensaba él, por culpa de Steve. Lo miraba y le daba lástima ese pobre hombre. 

Era frío. Para todo, pero tenía un gran atractivo que usaba para conquistar a cualquier mujer. Aunque, con la misma velocidad que la llevaba a la cama, la desechaba después. Sin ningún tipo de contemplaciones. Era un juego, en el que siempre, los dos integrantes conocían las reglas implícitas. 

Pero esa muchacha, parecía no tener idea a qué jugaban. O no jugaba para nada. Se asemejaba a una cachorra que lo hubiera seguido en la lluvia y todo su mundo girara alrededor del imponente Steve. 

Él no la merecía. El mismo Steve seguro que pensaba eso. Había considerado por un momento que Aurora sería lo que tanto le había faltado. Ahora, sin embargo, creía que lo mejor sería que ella rehiciera su vida. En otro lado, con otro hombre. 

Una pena. Estaba seguro de que Steve hubiera sido feliz con ella. Siempre soñaba con que dejara el trabajo y tuviera una vida un poco más normal. 

Esa horrible profesión al cual el viejo hombre se culpaba por introducir.

Josephine se acercó con tres platos con pie que hicieron que Gerard volviera en sí.

—Mmmm, se ve delicioso —se le hacía agua la boca.

—Espero le guste señor Brighton. Pie de mandarinas. Conseguimos unas hermosas importadas.

Estaba por dar el primer bocado cuando notó una expresión de angustia en el rostro angelical que tenía en frente. Steve, que estaba ensimismado, reaccionó. También lo notó, e inmediatamente tomó el plato con el ácido postre de ella y el de él para devolvérselos a Josephine, que los recibió con sorpresa y algo de enfado.

—Nada de mandarinas —ordenó.

—Pero... —empezó a protestar el hombre goloso, cuando Steve también tomó su plato, dejándolo con el bocado en el tenedor.

¿Qué había pasado? Gerard no entendía lo ocurrido. 

Sin embargo algo en esa extraña situación había hecho que se hubiera efectuado un cambio en el aire. Steve miraba de otra forma a la muchacha y esta, había despegado la mirada del mantel, para sonreírle, en un tímido gesto de agradecimiento, al joven hombre sentado a su derecha.

A Steve ciertas palabras dichas por su socio en el gimnasio se le agolparon en la cabeza. Tal vez, podría hacer algo por ella. Algo que merecía. Que todos merecen. 

Ser libre para elegir. 

Aunque eso significara dejarla ir. Después de todo, su trabajo ya estaba hecho. Sin éxito. Sin olvidar un importante detalle. Ella no sabía lo que él era en realidad ni lo que había buscado con su sangre.

La cocinera, entonces, tratando de compensar el rechazo de su pastel, ofreció otras opciones.

—No, Josephine. Estamos bien así —respondió sin prestar real atención a las sugerencias de la mujer.

—Habla por ti —protestó con fingido enojo Gerard. Tomando del brazo a la gruesa Josephine, continuó—. Tráeme cualquier cosa rica que hayas hecho, por favor. Ya sabe lo que me gusta.

—Sí señor —respondió, hinchiendo el pecho de orgullo.

—Mejor así. Tú quédate disfrutando tu postre —dirigiéndose a Aurora, le tomó la mano con gentileza—. Aurora y yo debemos hablar en el despacho.

Ella parpadeó, confundida y sin demora, aceptó la mano fuerte y áspera que la había tomado para seguirlo hasta el lugar indicado. 

El contacto de aquella gran mano que cubría la suya removió su pecho y los pesares que habían alterado su mente y atribulado su corazón parecieron huir momentáneamente ante la pequeña luz de esperanza que veía delante suyo.

¿O sería nuevamente una ingenua que golpearía su cabeza una vez más contra una dura y gélida roca como Steve Sharpe?


Steve deslizó hasta cerrar la puerta doble detrás de ellos, para tener privacidad, ignorando la sonrisa de su socio que había quedado en el comedor, y caminó hasta el gran ventanal que dominaba parte del jardín, la empalizada y más allá, hacia la playa. Necesitaba concentrarse al elegir sus siguientes palabras. 

La muchacha, de pie en el medio de la habitación, seguía sus movimientos. Ansiosa, preocupada y perdida en un mar de pensamientos y sensaciones.

—Anoche tuve malas noticias —comenzó diciendo él, con la mirada atravesando el horizonte—. Y no supe cómo reaccionar. Tú no tienes la culpa y me comporté como si la tuvieras.

<<Dije cosas hirientes>> añadió mentalmente, como si ella estuviera al tanto de sus comentarios.

Aurora comenzaba a respirar mejor. Ella no había hecho nada malo. Sólo que ahora le surgía una nueva preocupación. ¿Qué pudo ser tan malo que angustiara de esa forma al señor Steve? Quería ayudarlo. Para eso estaba ahí. Por eso deseaba quedarse allí. Con él.

—¿Puedo hacer algo por usted? —Se acercó al hombre que seguía en el ventanal. Él volteó a verla.

Después de tantas horas sin escuchar su voz, ésta sonó como una dulce tortura para él. Esa podría ser la última vez que la escuchara. Dependiendo de lo que decidiera de allí en más.

—Ya lo has hecho. Y te estoy agradecido por ello.

La joven no estaba segura de entender. Ella esperaba que él no se hubiera dado cuenta que usaba su habilidad para sanar su dolor interno. Era su secreto. El cual debía proteger para no ser rechazada o temida por el hombre del que se estaba enamorando.

—Tu trabajo, por el cual te he traído, ya está terminado. Ya no necesitas permanecer aquí.

Esas palabras fueron como puñales de hielo, atravesando y congelando todo el cuerpo de la muchacha. Fueron como el aliento al soplar una simple vela para apagar el brillo esperanzador que había creído ver, sumiéndola en la oscuridad.

—No alcanzo a comprender, señor Steve. ¿Cuál era el trabajo? —Temía preguntar sobre su sexual propósito. 

—Eso no importa, Aurora, créeme. —Todavía no había escuchado todo lo que Steve tenía para decirle—. Te prometí una buena paga al finalizar. Y te compraré una pequeña casa, sólo para ti. En cualquier parte del mundo. Tú eliges.

Inmediatamente un vacío se apoderó de ella, y toda su energía y calor fue absorbido como si fuera un agujero negro.

No podía mantenerse en pie y caminó hasta una de las sillas frente al escritorio. Esa casa había sido su refugio. El lugar al que nadie, especialmente el Centauro, podría alcanzarla y, además, el lugar donde había conocido la felicidad. Una experiencia breve. 

Ahora, caía en un abismo. 

Cuando se sentó, su cabeza cayó hacia adelante y llevó sus manos para ocultar su rostro, mientras lloraba.

—¿Es que no me quiere más? —Sonaba apagada tras sus palmas—. ¿No desea que me quede aquí, con usted?

—No, Aurora —caminó hasta ella y arrodillándose, puso sus manos en las suyas para quitárselas de su cara y poder verla a los ojos. Esos ojos húmedos, que daban aspecto de ser dos monedas de oro en una fuente—. Te estoy dando tu libertad, niña.

Sollozó brevemente antes de responder.

—He sido más libre a su lado, de lo que he sido en toda mi vida. ¿De qué me serviría ser libre en una casa lejos, si no lo tendría a usted conmigo? —Volvió a llorar—. Puedo aprender a hacer cualquier cosa que me pida, que necesite. Pero por favor, déjeme que me quede aquí.

—¿Eso es lo que quieres? —Acunó su rostro entre sus poderosas manos, transformadas en una caricia.

—Más que nada en el mundo. Soy feliz aquí.

—Aurora, no sabes lo que dices. No sabes quién soy realmente o lo que hago. —No podía decirle que cobraba por matar a otros, pero ella debía saber que no era una buena persona. Estaba eligiendo quedarse sin saber quién era el hombre con el que viviría—. No soy bueno para ti —observó su rostro y antes que ella replicara, respondió a una pregunta no formulada—. Tú, mereces un buen hombre. No. Al mejor de los hombres.

—Por el contrario, señor Steve. Yo veo más de lo que usted cree. O de lo que usted mismo ve. Por favor, deje que me quede aquí. Trabajaré para usted en lo que desee —susurró tímidamente—. Podrá seguir haciendo conmigo, lo que desee. Soy suya y de nadie más.

Esas palabras calaron profundamente, alcanzando y calentando cada rincón de su ser.

Suya.

Le fascinaba escucharla decir aquello.

No podía seguir rechazando sus pedidos. 

En tiempo récord, la tenía colada debajo de su piel, donde parecía estar echando raíces. Y se sentía bien. Aunque él era consciente que no podría aceptar el cariño de ese ser fantástico. No lo merecía. Pero que lo viera de la manera que lo hacía en ese momento, con completa fe y confianza en él, le hizo preguntarse si Gerard no tendría razón. Este podría ser su último trabajo. Lo dejaría atrás. No le diría nada a Aurora. Simplemente, comenzaría una nueva vida. 

Pero todavía no. 

Debía ser paciente y esperar unos días más. Después, sería otro hombre, uno digno de todo lo que ella quería darle. Podría confesarle lo que sentía. Más importante, confesarse a él mismo que podía sentir algo profundo por ella. 

Sólo debía descubrir qué era lo que sentía.

Había tomado una resolución.

Relajó su expresión, y son una sonrisa, volvió a cuestionar a la mujer que tenía en frente.

—¿Estás segura de que no quieres vivir en otro lado? ¿Conocer a otro hombre?

—Completamente segura. No quiero a nadie más —mordió su labio, conteniendo otra palabras imposible de soltar—. Además, con usted, me siento a salvo.

Creyendo que Aurora hacía referencia a su seguridad por Arata, el Señor Mandarina, asintió.

—No dejaré que te hagan daño nunca más. Me enfrentaré al mismo diablo de ser necesario.

La levantó de la silla y la tomó entre sus brazos. Ella mantuvo su rostro cubierto en lágrimas, apoyado sobre su pecho, dejándose hipnotizar por los latidos fuertes de su corazón y el aroma de su perfume. 

Él le acarició la nuca descubierta con una mano y con la otra, la presionó contra su cuerpo, encajando a la perfección entre sus líneas, como la pieza faltante de su ser.

—Vamos, vamos, por favor, ya no llores. Te quedarás aquí. Conmigo, mi niña.

Al decir estas palabras, se dio cuenta que lo decía de verdad. Estaba contento con que ella lo hubiera elegido. 

<<Mierda>>

Lo estaba eligiendo a él. 

A.ÉL. 

Y eso lo hacía sentir... ¿feliz? Sí. Increíblemente feliz. La misma sensación que había esquivado por años y que desde que Aurora había llegado a su vida había percibido de manera maravillosa y luminosa en cada orgasmo con la mágica mujer. Sin embargo, la decisión dada por ella repitió ese sentir tan humano y olvidado sin tener que invadirla. Sus palabras lo lograron.

Quería volver a disfrutar como en los días anteriores.

Un día y dos noches para ser exactos, habían bastado para que lo conquistara y casi lo echaba todo a perder. Se había comportado de una manera irracional al culparla por el fracaso de hallar la cura, una absurda e inexistente cura para su padre. Y si no se enteraba de que era un sicario, podría tener su amor.

Porque eso era lo que quería, ¿no? ¿Y él? ¿Podría dárselo? ¿Sería capaz de un sentimiento así?

Ella se movió entre sus brazos y se despegó unos centímetros de él. Su frente llegaba justo por debajo de la altura del firme y masculino mentón de Steve. Él se la besó y bajó la mirada para encontrarse con la fuente de su feliz locura. 

Rozó con sus labios la piel de su rostro, dejando rastros incendiarios que estremecían a Aurora, quien recibía las caricias con los ojos cerrados.

Esperaba un beso. Uno que sellara el nuevo pacto.

En cambio, los ardientes labios se detuvieron tan cerca de los suyos, que podía sentir el aliento del hombre mezclándose con el suyo. 

Luego, la fría y solitaria lejanía.

Abrió los ojos, pero antes de reclamar con triste mirada, los ojos dueños de la noche brillaban con algún secreto no compartido. La sonrisa apareció en su boca, imitando la que él le regalaba. Una sonrisa completa que no había visto hasta el momento.

—¿Sabes? —Dijo con su grave y seductora voz—. No tengo nada más que hacer el resto de la tarde. Podríamos hacer algo juntos.

—¿Lo dice en serio? —La luz volvió a sus ojos haciéndolos centellear como dos llamas.

—Sí claro. Lo que tú quieras. —La estaba recuperando, después de todo lo que la había torturado esa mañana—. ¿Qué te gustaría que hiciéramos?

Ella meditó un momento, mordiéndose el labio inferior. Ese gesto que cada vez excitaba más a Steve.

Paseó sus orbes por la habitación, deteniéndose en una pequeña mesa con dos sillas enfrentadas. Caminó hasta allí con curiosidad, pasando sus dedos por una tabla y varias piezas metálicas finamente trabajadas.

—¿Quieres jugar al ajedrez?

—Ajedrez... —murmuró. Negó con la cabeza—. No sé jugar.

—Te enseñaré. Te enseñaré todo lo que quieras, mi niña.

—Su niña —repitió en un arrullo. Se ruborizó. Ya no era solamente <<niña>>. Era suya. Dos veces ya lo había escuchado decirlo y lo sintió como una realidad. Un hecho—. Me gusta eso.

Steve buscó su cuerpo y la abrazó por la espalda, rodeando con sus fuertes brazos su vientre, apresándola contra su pecho. Dejando caer su rostro contra el perfumado y largo cuello para acariciar su suave piel con sus labios.

—Mi niña. Así es. Tú elegiste —susurró antes de depositar un corto beso, recibiendo en premio un leve gemido que lo estremeció.

—Lo hice —la comisura de sus labios se estiraron hasta su punto máximo—. Es la primera vez que puedo elegir —rio, soltando sus campanillas y llevando su cabeza contra el hombro de Steve—. No. Es la segunda vez que decido qué es lo que quiero —volteó, quedando nuevamente de frente al hombre y rodeó su cuello con sus brazos, hablando suave y elevando ligeramente su cabeza—. Quise que usted fuera mi real primera vez. Ahora, vuelvo a elegirlo.

—Y debes hacerlo siempre, Aurora. Elegir. Quiero darte eso. —<<Quiero darte más, mucho más, aunque yo no sea suficiente para ti. Deseo besarte hasta hacer desaparecer los límites de nuestros labios. Pero me falta mucho para reclamar mi recompensa>>. Por ahora, tú tienes en tus manos, nuestras próximas horas. ¿Será ajedrez, entonces?

Negó otra vez, mordiendo la esquina de su labio.

—¿Sabe? Hoy anduve por la playa y observé a la gente paseando por allí. Me gustaría hacer eso.

Se hizo el silencio, esperando por una respuesta. 

El semblante del hombre había borrado su sonrisa.

Aurora vio en ese pedido ridículo algo que había desagradado al señor Steve y temía que se molestara con ella por la propuesta. Se arrepentía de lo que había dicho y deseaba retirar sus palabras.

Él clavó los ojos azules profundo, imaginando esa experiencia. Sería como regresar a su niñez. Y no sabía si estaba preparado. 

Volvió en sí, notando que Aurora estaba expectante. Podría intentarlo. Quería recuperar su cariño, que sentía mellado en ese momento.

—Lo haremos.

¡Cómo brilló ese dorado en el medio de su rostro! Todo su ser se iluminó. Estiró su grácil cuerpo y lo abrazó con fuerza. Y cuando sonrió fue como el milagro del amanecer.

***

Del otro lado de la puerta, Josephine, Theresa —que había llegado desde la cocina al enterarse que algo pasaba—, y Gerard trataban de seguir la conversación que se estaba desarrollando en el despacho del señor Sharpe. Pero el aislamiento de sonido era de gran calidad, por lo que sólo llegaban a captar palabras sueltas que uno le traducía a los otros dos.

Tan absortos en su tarea estaban, que no notaron la llegada del guardaespaldas del señor Sharpe. La primera en verlo fue Josephine que se irguió enseguida y llamó la atención de sus secuaces, con un chasquido de dedos. La cara de seriedad y reproche que el gran hombre impartió a los tres espías no permitió protesta alguna, retirándose cada uno a realizar sus tareas. Las mujeres a limpiar la mesa y la cocina y el socio del dueño de la casa fue a sentarse en la sala de estar, mientras ojeaba los periódicos, visiblemente ansioso por saber cuál sería el resultado cuando las puertas se abrieran.

No tuvo que esperar mucho. Apenas se había sentado cuando Steve y una esplendorosa Aurora salieron de la habitación. 

Buscando parecer indiferente, Gerard bajó el periódico que tenía en sus manos y preguntó en un tono que solapaba su curiosidad.

—¡Ah! Ya están aquí... ¿Todo en orden?

—Sí. Todo en orden —caminaba detrás de la hermosa joven, con su gran mano rodeando su cintura—. Nos iremos a caminar por la playa.

Aurora sonreía, sin despegar sus ojos iluminados del rostro de Steve, entregando a Gerard y Andrew una de las visiones más delatadoras de los sentimientos de la muchacha hacia el témpano que se erguía a su lado.

Andrew, que se había quedado como un perro guardián que protege la privacidad de su amo, se adelantó para seguir a la pareja en su paseo.

—No hace falta que nos acompañes Andrew —se quitó el saco y se lo entregó—. Sólo guárdame esto hasta nuestro regreso.

El par de hombres se quedó observando a los otros dos caminar uno junto al otro hasta atravesar la puerta de reja que daba a la playa, descalzarse para luego continuar caminando por la orilla. 

Qué habría pasado en esa oficina para que ese hombre que tan solo unas horas antes pensaba en deshacerse de la misteriosa muchacha ahora hiciera algo que no le habían visto hacer nunca: pasear por la playa.


N/A: 

Fiiuuuu... casi casi Aurora se nos va... Steve tiene algunos problemas no resueltos. Eso ha quedado más que evidenciado.

Esperemos que no siga metiendo la pata. Porque la próxima vez, podría ser peor.

Bueno, ya saben, si les gustó, voten!

Gracias por leer, demonios!

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