25. Decepción
25. Decepción.
Aurora se sentía desconcertada.
Anoche, el hombre al que adoraba la había despedido con ternura, aquella sutil que desprendía para ella. Habían disfrutado de un hermoso día juntos. De la mitad de una noche como amantes.
Y esa mañana, todo parecía diferente y no comprendía por qué. No entendía qué podría haber hecho para que la ignorara.
Theresa la miraba preocupada cuando la joven sólo se quedaba allí, de pie, ignorando el desayuno que aguardaba en la mesa.
—Señorita Aurora, le he traído otro té para que pruebe, uno de frutos rojos —la tomó con el cuidado de una madre y la guio hasta sentarla en la silla. La mirada de la rubia parecía ida, incapaz de levantarla del piso, donde se sentía caer—. Por favor, señorita, tiene que comer algo. El señor Sharpe es algo complicado. —Trataba de animarla, al tiempo que servía el humeante líquido en una de las finas tazas—. Seguro que tiene muchas cosas en las qué pensar. Ya se le pasará.
Pero Aurora no reaccionaba. Atravesaba la ventana con sus ojos, viendo más allá del mar. Un día cálido, lleno de vida y color, que no llegaba a su alma, cuando todo a su alrededor se sentía gris y desolado.
Una helada sensación recorrió su columna.
¿Se estaría arrepintiendo de tenerla en su casa? ¿Habría hecho algo mal? ¿Sería que ya no la deseaba? Su cabeza maquinaba diferentes escenarios y retomaba cuestionamientos sobre su propósito en la mansión. ¿Y si había descubierto el experimento que atravesaba sus venas? Después de todo, él había robado parte de su sangre.
Otra idea se le cruzó y llevó sus manos a su vientre. Acababa de percatarse que el señor Steve se derramaba en ella. Toda su esencia la había colmado ya cuatro veces.
¿Y si lo que pretendía era que engendrara un hijo para él? Sus mejillas se volvieron blancas como las suaves nubes que navegan en el azul del cielo en la mañana que ya se alzaba. No quería decepcionar al hombre que la había rescatado. Pero lo haría si esa era su meta. Porque ella no podría nunca concebir un bebé. No tenía esa habilidad en ella. El Dr. T así lo había programado. Al menos eso creía. Porque hasta el momento, nunca había tenido su período.
Cualquiera de sus hipótesis daba un mismo resultado.
Un corazón roto, lágrimas arrastrando su dolor y el temor de ver desilusión, desagrado u odio en aquellos cielos nocturnos que la hechizaban. O todo junto en su magnífico rostro.
La empleada no quitaba un ojo de la muchacha mientras se encargaba de limpiar la habitación. Ella también estaba desconcertada, pues por segunda vez consecutiva, las sábanas que debía cambiar no eran discretas al contar lo que en ellas había ocurrido entre ambos jóvenes. Si unas horas atrás se habían unido apasionadamente, ¿por qué primaba la indiferencia por parte del hombre?
A no ser... una despreciable idea cruzó por su cabeza. Pero la desechó enseguida. No creía que el señor Sharpe hubiera forzado a la joven. Podía ser gélido, rígido y obsesivo. Pero era un caballero. Además, la chica había estado embelesada por él, sonriendo y corriendo a sus brazos como una niña enamorada. Los dos contemplaban al otro de una manera que sólo evidenciaba una indudable y avasallante atracción.
Si el hombre no echaba todo a perder.
***
Después del intento fallido del desayuno, Theresa había logrado que Aurora saliera de su habitación. No le costó mucho en realidad, porque no podía mantenerse encerrada, sintiéndose asfixiar.
Caminaba por el jardín, ansiosa. Llegaba hasta la piscina y bajaba al primer gran escalón a remojar sus pies. Paseaba por la biblioteca, esperando verlo en su despacho, pero no lo encontraba allí. Parecería que se estuviera ocultando de ella. Pasó por la entrada del gimnasio donde la alta figura de Andrew le indicaba que tenía prohibido el paso. El pobre hombre no se animaba siquiera a verla a los ojos.
Estaba destruida y con el alma en el piso.
Gerry llegó a media mañana a la mansión, sonriendo hasta que una Theresa lo recibió en la gran puerta de entrada con gesto nervioso y evidentemente angustiado.
El hombre experimentado notó que se refregaba sus manos con ansiedad y sus ojos mostraban preocupación y duda. Supo que no se atrevía a hablar de algo y la instó a romper el protocolo que le mandaba ignorar lo que ocurriera en la mansión.
—Theresa, por amor de Dios. Deja tus manos tranquilas, que me pones nervioso.
—Oh, señor Brighton. Es que algo ocurrió.
—¿Qué pasó? —La sujetó por su huesudos hombros—. ¿Steve está bien?
—No es el señor Sharpe. Bueno, sí, pero tiene que ver con la señorita Aurora. —Gerry la interrogó frunciendo el entrecejo—. Esta mañana bramó furioso que no quería que nadie lo interrumpiera en el gimnasio. Había mandado a desayunar a la señorita encerrada en su alcoba.
—¿Dónde está él ahora?
—Sigue allí. Desde temprano. Antes que nosotras llegáramos ya estaba entrenando. Sólo salió para impartir esas órdenes, golpeando la puerta —llevó su mano a la boca, ahogando un sollozo—. Nunca lo vi así. Jamás ha levantado la voz o azotado una puerta.
—Iré a verlo.
—Señor Brighton... —lo detuvo—. Fue específico en indicar que usted también debía obedecerle. No puedo repetir las palabras que usó, porque no me lo permiten los buenos modales.
—Sin embargo, creo que todos aquí sabemos que ese idiota necesita un correctivo.
—Sí señor —sonrió con timidez, recibiendo por respuesta otra muy confiada por parte del hombre entrecano—. Ayude a la señorita, por favor. Ha estado toda la mañana arrastrando los pies como alma en pena. Ni siquiera probó bocado —bajó el tono de voz—. Creo que la señorita es lo mejor que le podría pasar al señor Sharpe.
Se sonrojó automáticamente al recordar los restos de fluidos en las ropas de cama y los gemidos apagados que se escucharon desde la biblioteca el día anterior. Sonidos que nunca antes habían contenido sus paredes. Sonidos de un hombre desconocido.
—Yo me haré cargo —palmeó sus hombros y enderezándose, partió a la batalla con porte firme y orgulloso.
Aurora estaba sentada en uno de los grandes sillones de la sala de estar, simulando estar leyendo alguna novela, cuando en realidad observaba hacia el otro extremo del gran espacio, hacia el pasillo que daba al gimnasio. Cuando vio llegar a Gerry a la mansión, Aurora y él unieron sus ojos a la distancia, en cuyo cruce, el hombre notó su turbación. Le sonrió para animarla sabiendo por Theresa lo que pesaba en aquella mirada.
Pero no encontró respuesta. Se dio vuelta y fue a ver a su amigo. Ella lo siguió con la vista mientras se dirigía a la palestra.
Andrew ni siquiera amagó con detenerlo. En lugar de ello, adelantándose a lo que el mayor podría solicitarle, abandonó su puesto, dirigiéndose a la cocina, aguardando a ser requerido nuevamente.
***
Steve se hallaba entrenando desde muy temprano. Era lo único que podía hacer para despejar su cabeza, en un ambiente solitario sin que nadie lo invadiera.
Especialmente ella.
Pensaba en el mensaje de voz en el teléfono que era de uso exclusivo para comunicarse con la doctora Kane. La noche anterior ella le había dado los resultados de la muestra de sangre de Aurora. No servía. No podría curar a su padre. Y su humor cambió ciento ochenta grados. Por eso había decidido ir al gimnasio a descargar su frustración y enojo. Aun sabiendo que no era culpa de la bella mujer de ojos de puro hechizo de oro y poseedora de tan misterioso secreto.
Lo primero que hizo fue disparar. Iba al sótano blindado, cuya entrada estaba escondida detrás de unos casilleros en el gimnasio y practicaba tiro con diferentes armas, vaciando un cargador tras otro. Eso lo mantenía realmente concentrado. Luego, había hecho una rutina física variada, donde combinaba ejercicios de fuerza y agilidad.
Para esa hora, entrenaba con la bolsa de boxeo y en técnicas de combate.
Gerry llegó cuando estaba terminando de golpear la bolsa. Él había indicado a sus empleadas y a Andrew que no quería que nadie lo importunara, pero Gerard era la excepción. Él hacía siempre lo que quería. Ese día, esa actitud lo irritaba. No tenía ganas de escuchar a nadie ni siquiera a él, que seguro lo abordaría como la voz de su conciencia.
Sabía que no tendría opción. No era un hombre que callara sus opiniones. Y más cuando había tenido razón. Especialmente con respecto a su padre y su enfermedad.
Lo vio llegar de reojo.
—Buen día Steve.
Sólo hubo un gruñido, a modo de respuesta. Se mantenía haciendo combinaciones en la bolsa.
Su cuerpo húmedo por el sudor, brillaba y cada uno de sus músculos se tensaba con cada movimiento que hacía. Su espalda ancha revelaba el resultado de años de entrenamiento, descendiendo hasta estrecharse en su cintura, luciendo por delante un abdomen cincelado que terminaba en el borde de su pantalón de entrenamiento, mostrando la V perfectamente entallada. Cada brazo que se alternaba con sus golpes dejaba visible la contundencia de su masa muscular.
—Hermoso día, ¿verdad? —Preguntó, esperando con esa pregunta saber realmente cómo estaba su muchacho.
—No estoy de humor —mantenía la mirada en su objetivo.
—¿Qué ocurrió de ayer a hoy que pasaste de ser un bobo enamorado a este idiota insensible?
—Ten cuidado vieja chusma con lo que dices.
—Deberías tener cuidado tú. Sé que eres alguien poco demostrativo y prefieres mantenerte distante, sin arriesgar ningún tipo de emoción. Sólo te ha servido para ser uno de los mejores en nuestro trabajo. Pero ya es tiempo que madurez y dejes de lado el oficio. Retírate. Disfruta de la muchacha que está afuera. Angustiada. ¿Qué le hiciste? —Probó fingiéndose ignorante.
—No le hice nada.
—Algo debiste hacerle o decirle. La crucé a la llegada y su cara me estremeció hasta casi hacerme llorar.
Dio un último gancho con rabia, dejando al elemento bailando en su cadena un buen rato.
—Su sangre no sirve —farfulló entre dientes, apretando con fuerza sus mandíbulas.
—¿Cómo dices?
—No puede curar a papá. Esto no sirvió para nada —tomó la botella con agua ubicada sobre uno de los bancos de entrenamiento y bebió un sorbo largo—. Puedes decirlo. Tenías razón. Era una idea ridícula.
—No me interesa tener razón. Lo que me interesa es saber qué va a pasar ahora con Aurora.
—La traje con un objetivo. Usar su habilidad regenerativa en mi padre.
—Entonces, ¿ahora vas a descartar a la muchacha, como siempre? Una más de tu lista.
—¡¡ES SÓLO UNA PUTA!! —Respondió automáticamente con ira dejando salir las palabras como grito. Uno colérico. Una carcajada histérica se escapó de su garganta—. Al menos, pude comprobar lo conveniente que es tener a una prostituta para cogerla cada vez que tuviera ganas. Esa fue una gran y placentera ventaja —bramó.
—Tu padre estaría muy decepcionado de ti. —La asesina mirada de acero azul oscuro de Steve lo fulminó, pero el experimentado hombre no se amedrentó, sosteniéndola con sus ojos argentinos—. Tus padres te enseñaron a ser un caballero. ¿Dónde quedó eso?
Lanzó la botella de agua contra la pared.
—¿Para qué otra cosa sirve sino para follarla?
El paciente amigo hizo un gesto de negación con la cabeza. Prosiguió, ignorando su caprichoso accionar con tono de grave reprimenda.
—Eso fue demasiado bajo, aun para ti. No lo dices de verdad. Estás decepcionado, lo entiendo, pero sabes que no merece que la trates así. Ha sido la posesión de un pervertido que la usó para que la golpeen —señaló con la cabeza hacia la bolsa de box—. Como haces tú ahora. Después, tú la trajiste aquí con un propósito, que tampoco escogió. ¿No crees que merece poder elegir? ¿Ser dueña de su vida? ¿Ser libre?
—Es por eso mismo que debe irse. Ya no la necesito. No soy bueno para ella y la traje sin su consentimiento o conocimiento del motivo. Mejor que tenga otra vida.
—Con otro hombre que la valore —provocó con intención, creyendo que hiriendo su orgullo, reaccionaría.
Por el contrario, Steve se sentó en el banco, vencido. Dejó caer sus brazos sobre sus rodillas, con la cabeza colgando sobre su pecho. Las gotas de sudor recorrían su cuerpo hasta descender e impactar en el suelo.
Aunque Brighton pensara que su comentario había pasado desapercibido, la daga había llegado a destino con daño certero. Imaginó esa esplendorosa sonrisa siendo dirigida a otro hombre y su pecho se enardeció. Sin embargo, ¿qué le estaba ofreciendo? ¿Secretos, mentiras, oscuridad? A una criatura que merecía el sol, la luna y las constelaciones completas.
Se vio a sí mismo en medio del mar, solo y gris, sin la calidez ambarina que lo tenía subyugado. No podía arrastrarla a ello y no merecía que ella lo salvara, como insistía en hacer con él.
Viendo que un silencio pesado, y que imaginaba lo estaría carcomiendo con remordimientos, el mayor de los dos los hizo regresar al punto focal del problema.
—¿Qué dijo exactamente? —Gerard cambió la inflexión de su voz a uno más comprensivo.
Se enderezó. Pasó sus dedos entre sus cabellos, despejando su frente húmeda, concentrándose en hacer memoria.
—Dijo que su ADN es extremadamente extraño. Único, perfecto. Pero que destruye las células tanto enfermas, como las sanas.
El viejo Gerard reflexionó sobre lo que le decía Steve. Luego, se concentró en encontrar palabras de consuelo que lo trajeran devuelta de ese estado derrotista.
—Escúchame bien, hijo. Te lo diré como un viejo con experiencia y como alguien que te quiere como si fueras de su sangre: lo de tu padre no tiene cura. La muerte no la tiene. Eso lo sabemos muy bien tú y yo. Acéptalo. Pero no puedes decir que no sirvió para nada. A ella le sirvió. Cambiaste su universo. Y por lo que me contaste ayer, le salvaste la vida si ella realmente se estaba dejando morir en ese barco del terror. No la culpes por no poder sanar a tu viejo. Además —agregó—, ella también te cambió. Y ese Steve que vi por un breve momento ayer, valió mucho más que el Steve asesino de los últimos años. —Gerard caminó hasta enfrentarse al joven—. Estoy seguro que ella puede traer mucho más que la conveniente follada cada vez que lo desees. Puede ser justo lo que necesitas.
Suspiró.
—¿Qué sería eso?
—Alegría. Ganas de vivir. A pesar de las vicisitudes, esa niña es pura luz.
—No te entiendo. Me has inculcado controlar, dominar mis sentimientos y no dejarme enceguecer por ellos. ¿Ahora me reclamas al no usarlos?
El semblante arrugado de Gerard se contrajo en un gesto de tristeza. Sabía que él era el responsable por eso. Y por tanto más. Como también sabía que no era tarde para enmendar las cosas.
—Aunque no lo creas, no soy perfecto. —Una ceja del rubio se arqueó con sorna—. Es cierto que te enseñé que los sentimientos podían ser un obstáculo y que había que limitarlos. Pero sólo para el trabajo. Tú aniquilaste cualquier otro atisbo de humanidad. Creo que es hora de dejarte llevar por lo que esa muchacha puede ofrecerte.
—¿Y qué puedo ofrecerle yo? Dinero, poder para ser libre. No hay nada más que pueda darle. No hay nada de mí. Estoy vacío.
—No es cierto. Cuidas a tu padre. Cuidas de tus empleados. Y a ella, bueno... —levantó una de sus comisuras en una media sonrisa—. He visto la manera en que se miran.
—Nos viste por cinco minutos interactuando. ¿Con eso ya te sientes ducho en la materia?
—Sé lo que vi. No se necesitan años para comprobar lo obvio. Ni tampoco para caer ante los misterios del corazón. Sólo tienes miedo.
—¿Miedo? —rio—. ¿De qué? ¿De salir herido? Eso es absurdo. No soy débil ni cobarde.
—No tú. De herirla a ella.
Se quedó perplejo, sin emitir palabra. Pestañeando varias veces.
—Y eso, mi muchacho, asusta para la mierda hasta al más valiente.
Sharpe sintió un nudo en su garganta y sus ojos escocer por la salinidad de la humedad que amenazaba con empañar su visión. Inhaló. Soltó el aire con lentitud, recuperándose.
—Dices que fui un idiota.
—El más grande.
—Siento que le debo una disculpas, aunque ella no sepa lo cabronazo que fui.
—Oh, créeme, ella lo sabe.
Steve entrecerró sus párpados, reclamando claridad en sus palabras, pues, en realidad, al no haberse cruzado con ella, no tenía por qué saber que algo malo había ocurrido. Podría creer que había tenido que ocuparse de otros asuntos.
Gerard comprendió y rodando los ojos, pasó a repetir.
—Ya te dije cuando llegué, que la pobrecita parecía ser un cachorro abandonado bajo la lluvia, con esos ojos enormes y húmedos que podrían haber hecho llorar a una estatua de piedra. Y al parecer, ni siquiera quiso desayunar.
—Pero... —Gerry lo detuvo con la mano.
—Es lista. Fuiste un tonto enamorado todo el día de ayer y hoy la ignoraste. Sin ningún motivo evidente. Claro que estaría confundida, porque la pobre está enamorada de ti.
—¡Eso es una tontería! No lleva de conocerme cuarenta y ocho horas.
—Eso debes decírtelo a ti mismo. —Steve arqueó sus cejas con sorpresa—. Tú estás perdido por ella.
—Eres un puto romántico. Claro que crees eso.
Se encogió de hombros. Era cierto. Era un puto asesino romántico. Extraño, ¿no?
—Deberías ir a pasar tiempo con ella. Disfruta el día de hoy, que mañana tendremos mucho que organizar con la gala a beneficio anual. Y con la visita de Belmont Durand. Quién nos dice, tal vez este trabajo, sea el último —le guiñó el ojo.
***
—Chris, ven a ver esto.
Era Lara la que reclamaba su atención. La siguió hasta la sala de los genios de la tecnología, lugar que le hacía sentir como pez fuera del agua al no llevarse muy bien con todo eso.
Él estaba por cumplir apenas treinta años, pero nunca le interesaron los aparatos electrónicos. Siendo un chico originario de Montana, había disfrutado del aire libre, del deporte y de la caza, destacándose en esta última actividad. Las computadoras y los videojuegos no eran lo suyo. Eso lo hacía sentirse como el viejo Reese, que se quejaba aún más que él de los avances tecnológicos. Pero reconocía que las habilidades de ese equipo lo ayudaban a obtener resultados. Y esperaba que este fuera el caso.
—¿Qué tenemos? —Preguntó apenas entró al laboratorio técnico.
—Hola para ti también Webb —respondió en tono de broma el joven agente a cargo de los videos, Alim Marún.
—Hola Marún —dijo en tono de disculpa.
Se acercó, junto con Lara, hasta el lugar que ocupaba el genio y se quedó mirando las múltiples pantallas en las que se veían diferentes figuras de un hombre de cabello rubio oscuro, con gorra, cubriendo su rostro.
Agachándose, apoyó sus grandes manos sobre el escritorio, tratando de escudriñar cada pequeño dato que pudiera servirles.
Si bien no se podían apreciar sus facciones, parecía ser el mismo hombre en cada imagen, con diferentes atuendos. Pero siempre con la cabeza cubierta y esquivando las cámaras.
—He revisado los videos que nos pediste. Cada pantalla muestra una localización diferente que coincide con los casos que me indicaste. Y las fechas en que se grabaron fueron entre uno y tres días antes de cada asesinato.
—Mierda. En ninguno podemos reconocerle. Pero estoy seguro de que es nuestro hombre.
—Es cierto. Su cara no. Pero lo poco que se muestra nos permitirá determinar algunos datos biométricos y en caso de que haya alguna coincidencia en nuestro sistema, nos informará inmediatamente.
—¿Cuánto puede demorar eso?
—No tengo forma de saberlo —se encogió de hombros—. Puede haber muchas coincidencias o, por el contrario, que no tengamos a nadie con medidas similares registrado. Pero ya te puedo informar empleando referencias externas, que su altura es de metro noventa y dos y su peso es de alrededor de noventa o noventa y cinco kilogramos.
—Más cerca de los cien —corrigió Chris. Marún lo miró sopesando la información—. Créeme. Se lo nota entrenado.
Su compañero asintió, convencido de la experiencia del gigante.
Sus ojos azules celestes recorrían las diferentes imágenes que ocupaban cada parte de la pantalla. Sus compañeros, que se habían percatado que estaba en uno de sus trances analíticos, comenzaron a impacientarse.
Fue Lara la que lo interrumpió, arrancándolo de su inspección.
—¿Qué buscas?
—Nuestro tirador es un experto. Estoy buscando algún tatuaje militar —su mano fue involuntariamente hasta su brazo derecho, donde su piel estaba marcada por la tinta negra de su batallón bajo las telas de la ropa—. Aun en las fotografías donde se lo ve con camiseta de mangas cortas no parece tener uno —señalaba a modo de ejemplo una en la que sus bíceps definidos y apretados por las mangas blancas de una camiseta se veían desnudos—. Nada.
—Quiere decir que su formación no es militar —dedujo Lara—. Lástima. Habríamos podido acceder a registros de soldados.
—Lo haremos igual. Me contactaré con un antiguo compañero, limitando la búsqueda según los datos que nos diste Alim, pero no creo que tengamos éxito. Este tipo es cuidadoso. Sabe que cualquier marca podría identificarlo.
—Entonces, estamos en el mismo lugar —soltó un improperio que hizo reír al técnico, antes de que este volviera a hablar.
—No exactamente. —El joven señaló la muñeca del sujeto en una de las imágenes—. ¿Qué ven aquí?
Tanto la agente Yang como el agente Webb se acercaron al punto indicado.
—No sé —miró con un poco más de atención. Y entonces lo notó. —¿El reloj?
—Exacto —asintió con la satisfacción de un maestro hacia su alumno.
—Pero lo único que se ve es la mitad de la esfera.
—No sabes nada de relojes, ¿no?
—¿Qué hay que saber? —Rodó los ojos—. Dan la hora.
—Presta atención y aprende —abrió una ventana en otra de las computadoras y tecleó a velocidad luz una pocas palabras, dando por resultado la imagen de un reloj—. Este, pequeño saltamontes, es un <<Chopard LUC All-in-One "Janus Watch">>. Hecho con platino. Cuesta quinientos mil dólares y sólo se hicieron diez ejemplares.
Chris Webb miró su muñeca. Su reloj <<seiko>>, que había sido de su padre, Alexander Webb, un policía de Montana, era el mayor lujo que tenía y no saldría más de cincuenta dólares. Eso ya le parecía mucho.
—Es una broma, ¿verdad? —preguntó Lara—. Es ridículo que gasten tanto en algo tan pequeño. Los hombres pueden ser ridículos.
—¡Hey! —Protestaron los otros, sintiéndose ofendidos.
Chris se había alzado, imponiéndose con toda su altura sobre la pequeña agente, que no se amedrentó.
—No generalices. Además, ¿cuánto gastan las mujeres en peluquería o en una pequeña y absurda joya hecha de roca?
—Bueno, coincidamos que hay gente que no sabe en qué gastar su fortuna y que nosotros, nunca, nunca vamos a pertenecer a ese grupo.
—Coincidimos entonces. Volvamos a lo nuestro —retomó su posición inicial—. ¿Puedes determinar quiénes son los dueños?
Las comisuras de su boca se curvan hacia un lado y veo un destello en su mirada.
—Cada dueño está registrado. Sin embargo, no nos asegura que el propietario aparezca.
—O que haya usado su verdadero nombre.
Asiente conforme a mi deducción.
—Cuando tengas un sospechoso, tendremos que revisar sus pertenencias.
—Entonces, lo único que tenemos por ahora es su peso y altura.
—Y su color de cabello —sumó su compañera.
—Y su color de cabello —repitió Chris—. Y que debe tener una cuenta bancaria descomunal —chasqueó la lengua—. No es mucho. Pero es más que lo que teníamos antes. —Dándole una palmada sobre el hombro al agente, que lo empujó hacia adelante, añadió—. Gracias Alim.
—De nada, Webb —respondió, frotando su mano sobre la zona impactada, que le había quedado escociendo.
En su escritorio, Chris se masajeaba la frente. Su dolor de cabeza atacaba otra vez. Haber estado viendo las capturas de las cámaras con Alim había desatado su perpetuo malestar.
Su mano buscó de memoria el bolsillo de su chaqueta, colgada en el respaldo de su silla y tomó el envase de aspirinas. Quitó la tapa y se llevó el borde a la boca para atrapar dos de ellas y tragárselas. Devolvió el recipiente a su lugar y retomó la tarea que reclamaba su atención.
Seguía dándole vueltas a las fotos que el genio le había entregado. La distancia entre cada trabajo requería traslados por todo el país y el agente calculaba que se habría hecho por medios aéreo. Eso lo llevó a solicitar listas de pasajeros de diferentes líneas aéreas, calculando cierto margen en las fechas y tratando de conseguir fotos para ingresar al sistema y comparar. Aunque no debía descartar medios terrestres. De eso se encargaría Lara. Era una gran labor y estaba seguro de que se lo llevaría a casa, como solía hacer.
Otra idea también se le había presentado, para la cual debería consultar con Interpol si tenían casos abiertos donde la marca A.C. aparecía como firma.
Victoria, la forense, interrumpió sus cavilaciones.
—Hola, cariño —se paró a su lado, echando un vistazo a la montaña de hojas y fotografías sobre la mesa del agente.
—Hola Vicky —movió su silla para encararla—. Si vienes a buscar a Lara, ahora vuelve. Está hablando con Marún.
Al mencionar a la joven, ésta apareció al instante.
—Agente Yang —dijo la visitante en tono formal con una sonrisa pícara—. ¿Lista para ir a almorzar?
—Sí, claro doctora —devolvió el gesto—. Chris, ¿quieres venir con nosotras?
—No, gracias, chicas. Aprovechen el rato juntas que después tendremos mucho trabajo.
—Tú sí que sabes matar el momento. —La médica le dio un golpe en la nuca al castaño. Cambió su objeto de interés y se dirigió a Lara—. Vamos linda.
El hombre las observó encaminarse hasta el elevador.
Le gustaba esa pareja. Ambas eran excelentes profesionales, además de mujeres formidables, que apreciaba por igual. Las consideraba sus amigas. Y uno, se pone feliz por los amigos, especialmente si sabe que están enamoradas de la mujer perfecta, para ellas, claro.
En el trabajo, mantenían un perfil serio y profesional, siendo él el único que lo sabía. No que hubiera algún problema, pero no querían mezclar lo personal con el laboral.
Él, por su parte, no tenía a nadie. Y extrañaba estar de novio.
Él, era un romántico empedernido. Pero su trabajo no le simplificaba las relaciones. Su última novia, salió corriendo cuando él le propuso matrimonio después de dos años y medio de novios. Había pensado en cada paso de la propuesta. La llevó al lugar de su primera cita, un pequeño restaurante italiano, el favorito del agente. Al finalizar la cena y el postre, caminaron bajo las estrellas por uno de los parques que solían recorrer cuando comenzaron su relación, antes de que ambos estuvieran demasiado ocupados con sus respectivos trabajos. Él, como agente del FBI y ella, con sus intentos de actriz y cantante. En el parque, había una banda que solía tocar melodías románticas para los turistas y transeúntes, que él sabía estarían allí. Aprovechando la música de fondo, tomó el anillo y se arrodilló, pidiéndole que fuera su esposa.
Fue una caída catastrófica, que debió anticipar por la actitud distante que había tenido durante toda la noche. Cuando después pensó en ello, debió haberlo notado varios meses antes. O hasta un año atrás. Pero ella decía que era el trabajo y él le había creído. En realidad, resultó ser un compañero de teatro con el que ella tenía más cosas en común que con un agente del FBI.
Ella le hizo sentir culpable, aduciendo que él no la escuchaba ni la entendía, o a su arte, en cambio Henry, ese era su nombre, era el hombre para ella. ¿Cómo es que se puede ser tan sagaz en una investigación, pero en lo que refiere a la vida de uno, ser un completo ignorante? Se había preguntado desde entonces.
Lo peor, fue que se llevó a su perro, un hermoso pastor alemán, Bailey, de dos años de edad. Debió reconocer que el animal no pareció forzado. Ella simplemente silbó y Bailey subió a su auto destartalado, feliz de la vida.
Maldita sea. Se había quedado en un día, sin novia y sin perro.
De eso, había pasado ya un año. Al menos, el trabajo lo mantenía ocupado durante el día. Lo peor eran las noches, cuando llegaba a su casa y la oscuridad y el silencio lo deprimían.
Empezó a ocupar su tiempo en casa para mejorar sus habilidades culinarias y aprovechaba esos horarios para llamar a su hermana o a su madre. Ambas en Montana. A su hermana Emily, cuatro años menor que él, y su madre Mary, nunca les había agradado Clare. De su hermana no le extrañaba. Nunca le gustaron sus novias. Al parecer, él siempre elegía a aquellas que se aprovechaban de su buen corazón. Pero debió escuchar a su madre.
A ella, todo el mundo le caía bien.
Salvo Clare.
Y ahora, él almorzaba sólo, en su escritorio.
N/A:
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Tenemos ahora dos hombres tan opuestos como el día y la noche... y tengo que decir que no puedo elegir uno u otro... jejeje.
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Gracias por leer, demonios!
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