Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

2. Encontrado

2. Encontrado.

Se hallaba en su escondite. Aquel espacioso sótano acondicionado para sus labores secretas y ajenas a la sociedad con la que se codeaba en elegantes y exclusivas fiestas o en la concreción de multimillonarios negocios.

Ese ambiente insonorizado ubicado debajo de su mansión que era conocido solamente por las dos personas más allegadas él y en las únicas que les confiaba con su vida. Después de todo, se habían ganado ese privilegio.

Uno, desde que era él mismo era un niño. El otro, durante los últimos siete años, siendo en muchas ocasiones, su mano derecha y su respaldo en la ejecución ciertos trabajos. Como el que próximamente tenía en su agenda profesional, paralela a la de su vida visible ante el mundo.

Tenía en ese momento toda su atención en su delicado trabajo. Con sus manos protegidas para no dejar sus huellas delatoras, tallaba con la experticia que daba la habitualidad repetitiva de sus acciones su firma en la base de la punta de la bala antes de terminar de armar el cartucho, que sería responsable de acabar con el objetivo impuesto en su más reciente encomendación.

AC.

Dos simples letras que para él, representaban todo su dolor. Una carga que no menguaba con cada año que pasaba, sino que se hacía más y más pesada, hundiéndolo con cada paso que no podía evitar seguir dando. Sabiéndose más perdido mientras más caminaba, aunque lo que había deseado era alejarse del sufrimiento, pero descubriendo con el pasar del tiempo que sólo había logrado vaciar su corazón de todo sentimiento y poner distancia con lo que alguna vez lo había hecho humano.

Felicidad.

Alguna vez había sido feliz. Había reído, celebrado, bailado.

Ahora, sólo era una máquina fría, insensible, calculadora y eficiente.

En eso se había transformado. 

Un día, años atrás, donde todo su mundo se había dado vuelta, cayendo en pedazos imposibles de rearmar. Calcinando todo lo que alguna vez había sido su sustento, los pilares de su vida.

Un día que había comenzado completamente normal, y que en cuestión de una fracción de segundo se volvió el peor recuerdo de su existencia, desconociendo qué desvíos del destino habían sellado el final de la mujer que había sido todo para él.

Sus recuerdos vagaron hasta uno de esos momentos cruciales posteriores a los funestos sucesos, que dieron inicio al cambio de rumbo que transitaba actualmente.


Agradecía haber contado con la presencia y apoyo del mejor amigo de su padre, que había llegado tan pronto fue notificado de la nefasta situación con asombrosa rapidez, cruzando para ello el Atlántico.

En cuanto el maduro hombre vestido con sumo refinamiento había entrado a la habitación del convaleciente, que seguía en coma, su semblante se había desfigurado ante la imagen que presentaba. El inglés tardó unos segundos en reaccionar. No era la primera vez que veía una situación así. Tenía experiencia en el campo militar y las escenas desgarradoras habían estado a la orden del día en su juventud. Pero ver a su amigo como una cáscara a la que se le escapaba la vida, lo había impactado como nunca antes.

Al joven no le costó percibir cómo un profundo pesar se apoderó del visitante.

La voz quebrada del huérfano de madre, que se había puesto de pie para recibirlo, lo devolvió a la realidad. Se observaron y enseguida acortaron la distancia que los separaba.

Ambos se habían abrazado con fuerza para mutuo consuelo, siendo el único testigo del momento en que el muchacho se había desmoronado para llorar sobre su hombro hasta casi ahogarse con sus propias lágrimas, entre hipidos y gimoteos.

Una vez controlada su caída emocional, el hombre lo había acompañado a su hogar. Aquel que había quedado destruido por lo que en un principio los investigadores anunciaron como una fuga de gas en la cocina.

Allí, había escuchado lo que la policía, horas después, le había explicado y aunque las palabras llegaban a él, no las asimilaba. Tampoco las creía. Él había gritado que estaban en un error. Él lo sabía. No tenía dudas.

Esas fueron las respuestas que le entregaron al joven universitario, pero que sólo sirvieron para destrozar su corazón. Hacerlo trizas y descomponerlo, volviéndolo inservible. Inutilizable. Inerte.

Y cuando el amigo de su padre y él estuvieron solos otra vez en la habitación privada del hospital, aguardando cualquier signo de recuperación se escuchó así mismo hablar con la voz ahogada y rota. Monótona y carente de emoción.

Murió. Mamá murió sus ojos estaban perdidos, siguiendo el subir y bajar del pecho de su padre, que respiraba asistido por máquinas.

Lo sé, muchacho.

Y papá podría morir en cualquier momento también. El mayor no pudo responder porque un nudo se hizo presente en su garganta. No sé qué hacer. O qué creer negó con la cabeza ante sus propias palabras. Sí sé qué creo. Alguien lo hizo. No fue un accidente. Y quiero matar al responsable. Quiero verlo morir levantó sus ojos azules oscuros, como la noche y la conectó con la gris de su compañero, que lo observaba sorprendido ante su declaración. Ayúdame.

¿A qué?

No necesitaba hacer esa pregunta, porque sabía lo que ese simple pedido implicaba. Pero debía corroborarlo.

A encontrar al culpable.

¿Y luego?

Ya veré.


Los pasos que descendían por la escalera, con una cadencia fácil de reconocer propia de la elegancia que emanaba el largo y fibrosos cuerpo que en esos momento emergía del umbral de la puerta, atrajeron su atención de sus viejos recuerdos.

No necesitó voltearse. Lo estaba esperando.

—Steve, muchacho, ¿estás listo para partir?

—Casi termino Gerard.

—Excelente. Será un viaje rápido a Alemania —caminó rodeando la mesa de trabajo, encarando al joven que mantenía su concentración sin mirarlo—. Andrew irá contigo, ¿no?

—En vuelos diferentes con los documentos nuevos. Él ya partió en la madrugada para adelantarse y dar los últimos toques. Yo lo haré al mediodía. Una vez finalizado, regresaremos también por separado.

—Bien, bien —bajó el tono de voz, como si tuviera que tener cuidado con lo que diría—. ¿Irás a verlo antes de irte?

Detuvo por un instante el movimiento de sus manos antes de retomar con su actividad. Asintió con la cabeza, cuyas hebras lacias estaban perfectamente peinadas hacia atrás.

—Sí.

Era habitual, casi una liturgia o una tradición, que previo a cualquiera de sus peligrosos trabajos visitara a su progenitor. Lo sentía siempre como una posible despedida en caso que no volviera con éxito. Comprendía que era un pensamiento amargo y pesimista, pero le daba de alguna manera calma saber que si moría, se llevaría con él la última sonrisa regalada por el hombre que le había dado la vida y por el que él mismo daría todo lo que tenía para restaurarle su bienestar. Después de todo, ese hombre era uno de los motivos por el que tomaba las decisiones de cada día.

—Iré contigo entonces.

Recibió otro cabezazo como confirmación.

Los largos dedos nervudos tamborilearon en la fría superficie.

El rubio alzó sus ojos azules profundos para descubrir que el rostro surcado de líneas que lo contemplaba esgrimía una sonrisa de lado. La sorna era evidente y le correspondió rodando sus ojos.

—¿Se puede saber a qué viene esa sonrisa de mierda?

—Al parecer, anoche te divertiste en la fiesta.

El menor arqueó una de sus cejas. Diversión no era una palabra que se hallara en su diccionario. Ni siquiera recordaba lo que era reír.

—¿De qué hablas?

—Los paparazzi los vieron a ti y a la hermosa Madison muy juntos en el evento.

—Sólo es una amiga con la que nos cruzamos muy de vez en cuando —hizo una mueca que no pasó desapercibida a su interlocutor.

El joven podía usar el título de amiga, pero debía reconocer que no era real. El lazo que los unía era superficial. Se había vuelto así cuando ella dejó la universidad para perseguir su sueño de modelaje y su posterior transición al canto de la mano de la agencia de talentos Chadburn, y él, bueno, él dejó de ser el chico de casi veintidós años cargado de sueños. Sin embargo, era la única mujer que apreciaba de alguna forma y una de la pocas con las que mantenía relaciones de manera relativamente asidua. Sin compromisos. Simplemente se liberaban uno con otro cuando ellos se encontraban en algún punto del planeta, ya que él tenía su residencia en Estados Unidos y ella en Inglaterra.

Amistad. Pensó. Otro retazo de humanidad perdido para él.

—Con la que te enredas cada tanto —continuó exponiendo su acompañante.

—Eso no lo sabe nadie. O casi nadie. Además, también deben habernos captado con Edward y no por eso puedes pensar que hicimos un trío.

La estruendosa carcajada molestó al dueño de la propiedad que, en un vago intento por ignorar a su visitante, terminó con su tarea y limpió el espacio usado, disponiendo de todos los implementos necesarios para su asignación en un bolso negro colocado sobre la mesa.

—Si no fuera porque a ti sólo te interesa disfrutar de los placeres del cuerpo femenino, no hubiera descartado el trío. Después de todo, ustedes tres tienen historia.

—Eso es tiempo pasado. De cuando íbamos a la universidad y pasábamos nuestro tiempo juntos estudiando o entrenando.

—¡Vamos niño! A un viejo conocedor no le trates de embaucar. Edward y tú siempre compiten por cada mujer. Y Madison suele terminar quedando debajo de alguno de ustedes dos. Así que... ¿cuál de ustedes gozó de las caricias de su amiga?

Un ligero brillo entre unos párpados a medio cerrar y una mínima elevación de una de las comisuras de aquellos carnosos labios fue todo lo que necesitó el hombre para saber que estaba en lo correcto.

—Otra victoria para ti. Eddy —remarcó de la manera en que Madison solía llamarlo—, debió de haber enfurecido.

—Las cosas entre ellos siguen estando algo tensas aunque haya pasado más de un año, por más que finjan que lo han superado. —El asentimiento de su oyente dejaba en claro que comprendía a la perfección, pues conocía la historia de los tres jóvenes—. Además, sabes que nunca se queda sin acción. Se fue con unas gemelas —se encogió de hombros—. Así que quedamos a mano. Por cierto, no estuvo debajo.

Volvió a reír a carcajadas, llevando su cabeza cargada de cabellos canos hacia atrás. 

El rubio ultimó los detalles abriendo uno de los cajones de la mesa que se accedía con un código numérico y en cuanto éste se abrió de manera automática, tomó el reloj <<Chopard>> que siempre usaba para sus encargos. No creía en la suerte, pero siempre llevaba la misma compañía más por hábito obsesivo que por algo tan irreal como la fortuna.

Guardó la pequeña máquina junto con el resto de los implementos y cerró la cremallera.

Cuando Gerard vio la ancha espalda del joven de cabellos rubios oscuros cargado con el bolso a un hombro desaparecer por las escaleras que los devolvían a la superficie, se encaminó siguiendo sus pasos cambiando su semblante mientras su mente comenzó a divagar.

Podía reír y bromear, pero en realidad lo que ocupaba su cabeza era una eterna preocupación, y algo de culpa, por el hombre en que se había convertido el niño alegre y lleno de vida que había conocido en lo que parecía un pasado muy lejano.

Estaba al tanto de la innumerable cantidad de conquistas del atractivo joven. Pero estas carecían de intimidad. Tampoco era por diversión, cariño o algún otro sentimiento. Sólo cumplía con una necesidad, un deseo primario que una vez saciado, seguía adelante con total frialdad y desapego.

—Ojalá, algún día...

Murmuró para sí mismo sin poder concretar sus pensamientos. Un deseo a medias lanzado a la nada. Porque no sabía exactamente qué era lo que necesitaba el niño que todavía estaba llorando en aquel cuerpo formado y atlético. ¿Paz? ¿Redención? ¿Amor? ¿No era eso lo que cualquier debía tener para ser feliz? Pero ellos... ¿lo merecían?

***

El Dr. T tenía razón en decir que lo que contenían aquellos libros era un tesoro. No podía dejar de leer cada uno de los libros de los estantes. Las cosas que le mostraban. Le compartían increíbles secretos. Algunos maravillosos. Otros parecían devastadores desestabilizando su novato corazón e inocente mente. 

Sería lo que el pequeño científico había querido decir al hablar de los cuestionamientos, porque mil preguntas se amontonaban en su cabeza.

Dejó el libro que tenía en sus manos y perdió la vista en la ventana de la biblioteca, mirando más allá de la noche. Se quedó allí unos minutos hasta que de forma resolutiva, se puso de pie y llevó sus descalzos pasos devuelta a la habitación que la había visto nacer. 

Allí abajo empezó a tomar muestras y a jugar con microscopios. No tendría un día de vida, pero sabía a la perfección cómo manejarse en un laboratorio. No sólo por ver al dueño legítimo de aquel lugar trabajando, sino por todo lo que había asimilado de los textos científicos leídos en las pocas horas invertidas en la tarea de descubrimiento de sus contenidos. Pocas en tiempo, pero que le había permitido completar con la mayor parte de la biblioteca. 

Una idea no había dejado de rondar su cabeza. Necesitaba solucionar lo que el doctor pretendía de su sangre. Con los primeros intentos tampoco lo logró ella. Hasta que se le ocurrió cambiar el ángulo de aproximación.

***

Unas horas después, el doctor ya estaba repuesto de la exhaustiva pero satisfactoria experiencias de unas horas antes. 

Aún no era mediodía. <<Bien>>, se dijo. Podría aprovechar la luz natural para esconder el contenedor. Y comenzar con lecciones de japonés y ciencias. Caminó en calcetines, imaginando que encontraría a la joven durmiendo sobre el pequeño sofá de la biblioteca. 

Pero lo que vio no fue eso. 

Ella estaba sentada, con una montaña de libros, pasando una hoja tras otra.

—¿Qué haces? —Se refregó los ojos somnolientos.

—Leo.

—¿Tan rápido?

—Sí Dr. T.

—¿Y comprendes lo que lees?

—Por supuesto.

Estaba maravillado. Se sentó frente a ella, mirándola perplejo, mientras se colocaba las gafas.

—¿Todo?

—Así es. Y lo recuerdo a la perfección también —ella se detuvo. Levantó la vista clavándole los ojos con cierto brillo lobuno, y muy seria le preguntó—. ¿Soy un fenómeno? ¿Una mutante?

—¿De dónde sacaste eso?

Estaba turbado y cierto temblor en su voz no pudo ocultar de forma exitosa sus nervios. 

—De todo lo que estuve leyendo mientras usted dormía. He leído prácticamente cada libro, sobre fisiología, biología, física, química, genética y todo lo demás. Y no encontré nada similar a mí, salvo en dilemas éticos planteados por la ciencia. No nací de una mujer, de la unión de un hombre y una mujer. Sino de una máquina. ¿De dónde sacó la información genética para crearme? Debí tener una madre y un padre, ¿no? Y, en los textos, hablan de que el que crea una forma viviente artificial tiene complejo de dios. ¿Usted los tiene? ¿Por qué me concibió? – No había reclamo en aquellas palabras, sino incertidumbre. Comenzaba a tener en cuenta su propia existencia y necesitaba comprender su origen.

El pequeño hombre palideció. Comenzó a sujetarse la cabeza ante tantas interrogantes de las que no tenía respuestas. Al menos, no satisfactorias. 

¿Qué había hecho? Lo que decía la muchacha no carecía de razón. ¿Había sido su propio ego? ¿Debía decirle la verdad de todo? Se deshizo de esas dudas con una sacudida de la cabeza. No. Todavía no podía contarle toda la verdad. Debía asegurarse que estuviera lista para escucharla, que madurara. Primero tenía que comprobar la real naturaleza de esa criatura. Porque además, tenía un mensaje que darle en nombre de su madre. Lo había prometido.

—Lo siento. Mi intención nunca fue lastimarte o a otros. Por el contrario. Quería ayudar. Pero a veces, no es fácil discernir el límite entre lo bueno y lo malo o las consecuencias de lo que hacemos. Pensamos que hacer sacrificios por un bien mayor vale la pena.

—Entonces, yo, ¿soy algo bueno o malo? —Se mordía el labio en un gesto de angustia.

El científico se congeló ante ese gesto que lo reconocía. Uno heredado de su madre y eso lo cautivó. Enseguida retomó la conversación, que no tenía nada de maravillosa, porque esa era la duda que él tenía. Lo que había temido desde que prosiguió con el proyecto.

—Eso, hija mía, no puedo decidirlo yo. Nadie puede, salvo tus propias acciones. Los comienzos difícilmente nos anticipan cómo será el final. El recorrido que hacemos en nuestra vida, la manera en que enfrentamos nuestras dificultades y las decisiones que tomamos son las que nos dan la pauta de si vamos por buen camino o si debemos cambiar la dirección de nuestros pasos. Claro que debemos estar atentos a dónde se dirigen. Tú, por lo pronto, eres una criatura fantástica y superdotada. Nadie en el mundo se iguala a ti y a lo que puedes hacer, que, por cierto, aún nos queda mucho por descubrir. Lo que decidas hacer con eso, marcará lo que eres y lo que harás a tu alrededor.

—Quiero ayudar.

Ambos sonrieron, encontrándose con sus miradas iluminadas.

—Bien. Eso lo podemos hacer juntos.

Sin saber qué lo motivó a ello, estiró sus manos hasta alcanzar el rostro de la hermosa joven para acunarlo y la besó en la frente con paternal afecto.

—¿Qué fue eso?

—Un beso. Uno de cariño —la soltó, temiendo haberle dado un mensaje confuso—. ¿Te ofendí?

—¿Por qué? ¿Un beso puede ofender? —Frunció su ceño.

—Hay besos de muchos tipos. Dependen en dónde se den, quién o la forma en que se hagan. Ya hablaremos de eso. Este sólo fue de orgullo. Quieres ayudar y eso me enorgullece.

—Se sintió agradable. Gracias.

Sonrió ampliamente, iluminando el lugar más que el sol que entraba por la ventana. Masao no dejaba de quedar extasiado ante cada gesto de la sublime criatura.

—De nada —guiñó un ojo—. Vamos, comamos algo y comencemos con el japonés, que podemos dar por finalizado tus estudios sobre ciencias. Y necesitaré tu ayuda para armar un cantero afuera.


Después de un almuerzo frugal, fueron al exterior. El sol estaba alto en el cielo y había permitido secar la tierra después de la tormenta de la noche, aunque el frío se hacía presente ante el inminente invierno a unos ocho días de llegar. 

No salía a hacer ejercicio como hubiera deseado y eso le había afectado a su salud. Tal vez, ahora que el mayor trabajo sobre la joven estaba terminado, podría tomarse con mayor seriedad el cuidado de su deteriorada salud, aunque fuera para alargar lo más posible lo que le quedaba de vida y poder aprovechar cada día junto a su pequeño milagro.

—Hermosa tarde —dijo, respirando profundo el aire boscoso de la montaña—. Bueno, es hora de trabajar. Manos a la obra —señalando la cuna—. Vamos a mover la cámara de crecimiento al otro extremo de la casa. 

—¿Cámara de crecimiento?

—¿Cómo?

No se había dado cuenta de lo que había dicho. Sintió nervios pues no creía que fuera el momento de explicarle que no sólo era perfecta genéticamente y mejorada, lo que ya estaba establecido y aceptado, sino también, su proceso había sido acelerado. Sería mucho.

—¿Qué quiere decir con que es una cámara de crecimiento?

—Una cuna. Donde te mantuviste creciendo, nada más. —Ella entornó sus párpados. Masao retomó las indicaciones ignorando su mirada—. Lo colocaremos debajo de la ventana y armaremos un cantero para ocultar lo que es.

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—Porqué debemos ocultar lo que es.

—Ah —calló un momento, pensando qué decir sin espantarla sobre la posible persecución de Cale Cameron—. Como te expliqué, tú eres única. Y aquello que es único, que es primero en su especie, bueno... cuesta asimilarlo. Es mejor que no se sepa todavía que tú estás aquí o lo que eres.

—Porque soy una fenómeno.

—Porque eres especial.

No dijo nada más, pero sus ojos mágicos lo penetraron de tal forma que tuvo que fingir que le había entrado algo en el ojo y se rascó con un dedo para no mirarla a la cara, huyendo de su escrutinio permanente. Antes de recuperarse, ella ya buscaba el tanque y lo arrastraba sin dificultad alguna al punto indicado por Masao.

—Bueno, eso fue fácil.

—Sí lo fue.

Ambos se miraron y sonrieron. Continuaron llevando tierra y plantando plantas silvestres. Aprovechando el tiempo frío, Masao le enseñó a encender el fuego en la chimenea de la sala para quemar el pelo cortado, los cristales rotos, el resto de su cordón umbilical y todo lo relativo a ella. No podía quedar evidencia alguna de su existencia. El resto de la tarde y hasta entrada la noche, se dedicaron al japonés.

El japonés es mucho más difícil que el inglés, por lo que se asombró con la capacidad de aprendizaje de su estudiante. 

Hacía tanto que no tenía estudiantes. Le gustaba la época en que él era un profesor que podía ayudar a moldear las mentes brillantes del futuro. Ahora, la estudiante que tenía en frente podía contribuir a un mundo mejor, aunque su sangre no pudiera curar como él pretendía, podía ver una gran capacidad para el bien. Que, al fin y al cabo, era lo que más le importaba. Su sangre podía no sanara, pero su mente sobresaliente posiblemente sí lo hiciera, encontrando curas donde otros habían fallado.


Era tarde. Faltarían tres o cuatro horas para el amanecer cuando el doctor reclamó por un descanso. Se daba cuenta que la joven, que sólo tenía poco más de treinta horas de existencia era inagotable. Pero él tenía más de sesenta años pisando esta tierra.

—Querida, debemos detenernos un poco. Creo que mi glucemia está baja. Eso no es bueno.

—Déjeme ayudarlo.

—Pequeña, sólo necesito comer —sintió cómo iba a ser atacado por una serie de toses por lo que rebuscó con rapidez su pañuelo, alcanzando justo a tiempo a cubrirse la boca cuando comenzó a expulsar el aire con fuerza. Arrugó la nariz cuando observó una vez más gotas de sangre en la blanca tela. 

La muchacha se arrodilló en el suelo, junto a la silla donde Masao se sentaba. Desde su posición inferior lo observó con ternura. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien lo había mirado de esa forma? Ni si quiera lo recordaba. Posiblemente porque nadie jamás podría tener una mirada como aquella.

—Ayer, usted quiso hacer algo con mi sangre. Y no funcionó. Déjeme hacerlo a mi modo.

El pequeño y débil hombre estaba confundido, pero el tono firme de ella lo convenció de dejarse hacer. Ella, tomó las manos de él entre las suyas y se concentró. Miraba fijamente a los ojos oscuros detrás de los lentes. El doctor pudo notar que sus manos tenían cierto brillo dorado acompañado de calor. Un calor que recorría todo su cuerpo. Y durante todo el proceso, el brillo dorado de los ojos de la joven se había intensificado. Solo fueron unos segundos. Al finalizar, Masao Tasukete se sentía revitalizado.

—¿Qué pasó?

—Lo ayudé —respondió con una gran sonrisa.

—¿Cómo pudiste hacerlo? Sólo tomaste mis manos.

—Usted analizó mi sangre y vio que mi ADN destruía todo gen mutante pero también destrozaba el resto de los genes. En la madrugada estuve aprovechando las lecturas y probé algunas teorías aquí, en el laboratorio. Supuse que tal vez, con mis habilidades, podría ser yo la intermediaria y controlar las mutaciones, limitando el uso de mis genes sanadores. Tendremos que comprobar si mis suposiciones fueron correctas.

—Las muestras con las que lo probé eran mutaciones de ELAS —su voz se volvió un susurro cargado de angustia y reproche a sí mismo—. Yo tengo cáncer. De pulmón.

—Tenía. Espero.

—Si es cierto, sólo con tu tacto podrías curar a muchos.

<<Curación por ósmosis>> reflexionó, asombrado.

Se puso de pie ante la perpleja mirada de Tasukete, que la examinó brevemente. 

Ella seguía vistiendo su bata blanca, dejando ver sus largas y esbeltas piernas que volverían loco a cualquiera. Sus carnosos labios estaban estirados en una sonrisa y sus dorados iris estaban iluminados cargados de ilusión. Su rostro quitaba el aliento de tan bello que era. Y cada minuto que pasaba le quedaba más claro que su corazón era puro e inocente.

¿Podría algún día conocer el amor de una pareja? ¿Alguien que llegara a aceptarla completamente? ¿O la estaría condenando a la soledad que él mismo se había impuesto? Por ella, por su madre, por él.

—Podemos ayudar a otros —festejaba con aplausos, como hacía el Dr. T, ignorando la mirada perdida de su acompañante.

El doctor pestañeó repetidas veces para descartar las ideas que se le habían agolpado y observó la familiar celebración con cariño. No compartía el júbilo ni estaba tan animado como ella. No podía ir por ahí tocando a la gente y curándola. Parecería una charlatana o peor, la temerían. La considerarían un monstruo. Lo que ella ya temía ser. Un experimento de laboratorio. Debía protegerla. También se paró sobre sus pies y la detuvo en su festejo, volviendo a sujetar sus manos entre las suyas, acariciando inconscientemente la suave piel del dorso, para tranquilizarla al notar que se había tensionado cuando ésta captó que el gesto del pequeño hombre encerraba cierta incomodidad.

—Óyeme bien, hija —eligió sus palabras, para no confundirla después de la charla que habían tenido en la biblioteca—. Tú vas a ayudar a muchos. Pero tenemos que ser cuidadosos. Este mundo todavía no está listo para ti. Espero que algún día lo esté. La gente teme a lo que no entiende y nada es menos comprensible que un ser perfecto con habilidades sobrehumanas. 

—Pero no quiero que las personas me teman —lo contempló con sus enormes ojos ambarinos abiertos completamente, lleno de angustia.

—Lo sé. Yo tampoco quiero eso. Verás, los seres humanos somos criaturas complejas. Encontrarás muchos que disfrutan haciendo daño a otros. Pero no todos son así. Cuando conozcas a los buenos, consérvalos a tu lado.

Hubo un momento de silencio. Ella parecía meditar sobre lo que acaba de escuchar y el gesto de atrapar con sus dientes su labio inferior lo corroboraba.

—¿Usted no conoció a nadie bueno?

—¿Por qué lo dices?

—Porque está solo aquí, en medio de las montañas.

—Bueno, sí, conocí a gente buena —le dolía recordar lo que había perdido—. Pero también estaba rodeado de personas perversas y debía alejarme de ellos, aun si eso significaba abandonar todo lo que tenía.

—¿Alguno de sus amigos era el Dr. Green y la Dr. Kane? —Interrogó, recordando lo que su mente había registrado durante la noche pasada.

—¿Cómo sabes de ellos? —Estaba perplejo.

—Por los libros que leí. Usted escribió algunos con el doctor Hank Green y además, él y la otra doctora le dedicaron un libro a usted. A su memoria. ¿Eso no significa que usted está muerto?

—Es... complicado —se estaba agotando de acumular secretos. En algún punto iba a reventar si no descomprimía un poco.

Para cambiar de tema y no pensar en todo lo que había cambiado en los últimos años, decidió que era la hora de poner manos en otra tarea. Después revisaría lo de su cáncer. 

Golpeó sus manos en una sonora palmada, sorprendiendo a la muchacha, que primero dio un respingo pero luego sonrió. Cada minuto le daba algo nuevo e inesperado.

—Vamos afuera. Ya es de noche y nos vendrá bien pasear un poco —la miró de arriba abajo y agregó—. No puedes seguir vistiendo esa bata. Menos mal que no tienes frío. Mañana iré al pueblo a traerte ropa apropiada y algunas cosas para ampliar tus conocimientos. Y pensaremos en algún nombre para ti.

***

Una sombra los observaba entre los árboles que los rodeaba mientras caminaban y charlaban por el bosque, eliminando por sus bocas el vaho del aliento cálido al impactar con el frío aire. Él, que se había abrigado a conciencia, iba enseñándole sobre las estrellas y sus constelaciones. Ella escuchaba fascinada. Mundos posibles más allá de este.

—Sé sobre las constelaciones, Dr. T. Leí todos sus libros de astronomía que posee y los tengo memorizados —señaló su sien—. Encuentro fascinante la vastedad del universo y el movimiento que tiene. Aunque sigo sin comprender cómo unos puntos luminosos se transforman en un hombre o una historia.

—¿A qué te refieres?

—A los nombres que les ponen. Las llaman Orión o dicen que son siete hermanas. No tiene sentido.

Masao rio, moviendo la cabeza con gracia ante la confusión de su sensual niña.

—Las personas buscan patrones y como las estrellas eran la forma de guiarse en las noches en la antigüedad, necesitaban las historias para recordar esos patrones y unirlos de manera coherente —explicaba mientras ambos tenían sus ojos en aquellas bolas de gas que se consumían a millones de años luz—. Pero además, cada relato nos conecta. Es la manera de mantener tradiciones. Como también la necesidad comprender y explicar lo que nos rodea. A lo largo de la historia de la humanidad, no siempre hemos tenido las herramientas para responder a cada interrogante. Aun hoy estamos lejos. Pero al menos sabemos que el mundo no es plano.

—¿Por eso inventan dioses?

—Sí. También para no sentirnos solos, creo.

—¿Solos? Pero usted me dijo que está solo aquí desde hace diez años. Salvo cuando va al pueblo —su voz estaba cargada de tristeza sin saber por qué. Algo en su interior le decía que estar completamente aislado podía doler de alguna forma no física.

Masao suspiró pensando en todo el tiempo en que había estado acompañado sólo de sus libros, cerezos, estrellas y su niña en un tanque que no respondía a sus monólogos.

—Sí. Pero hablo de la soledad como especie. Una pensante, que se reconoce y necesita hallar algo que asemeje un reflejo de lo que somos sobre nuestras cabezas. Una razón por vivir. De estar aquí.

—La razón de llegar a ser lo que somos es la evolución. No tiene sentido que un dios sea el que mueva al sol o a la luna. Que haga llover o que cure la visión. Y al morir, vuelven a ser parte de todo. Dejan de existir. ¿Por qué las personas serían diferentes a las plantas, a los animales? Son organismos basados en los mismos elementos.

—Eso, mi querida, es la gran pregunta. Si sólo somos elementos orgánicos o si tenemos un alma inmortal que trasciende todo. Por eso, tenemos la angustiosa necesidad de saber que lo que hacemos será recompensado en la muerte. O tememos el castigo por el daño que hayamos hecho. Si las leyes humanas no nos alcanzan, lo harán las divinas. Eso suele ser convincente a la hora de tomar decisiones. —El infierno es lo que le esperaría al científico, de ser real. Eso lo sabía bien y lo estremecía pensar en una eternidad de penurias—. Nos urge poder justificar nuestras acciones en este plano y que no sea en vano lo que hacemos. Debe haber un eco en la muerte por lo que haya valido la pena todo lo que hemos pasado en vida. Y de tener alma, esa será la que lidie con el cielo o el infierno.

—Esa alma, ¿por qué debería ser la que reciba la recompensa? Porque la razón de su vida, lo que hayan hecho, habrá dejado marca, ¿no? No se debe buscar el premio en muerte, sino mientras se puede hacer algo que valga la pena. Para uno y para otros. Tampoco comprendo que se deje en manos de Dios lo que nos ocurre o las respuestas a los problemas. ¿Acaso me dirá que fue un ser invisible el que me despertó? Porque yo creo que simplemente, fue una respuesta acorde a una situación puntual. ¿O inventará una historia sobre que un dios trajo vida en uno de sus rayos? Sería demasiada imaginación. Aunque las historias de las constelaciones son realmente increíbles.

—Bueno, nuestra imaginación tiene un enorme poder. Sin imaginación, no avanzaríamos. La magia de nuestra mente y nuestra determinación nos llevan a alcanzar lo que se creía imposible. ¿Quién hubiera creído mil años atrás que volaríamos en aviones? En un aparato que pesa toneladas y sin embargo, se sostiene en el aire.

—Eso es ciencia. Responde a los principios de la física. No es ningún milagro.

—Sí, pero primero tuvo que imaginarse algo así. Además, tú no estarías aquí sin imaginación.

—¿Yo?

—Sí. Me preguntaste si era un científico con complejo de dios. Un megalomaníaco. A lo mejor lo soy. Lo que puedo asegurarte, es que fuiste una chispa de mi imaginación. La combinación perfecta de ADN de diferentes especies. Parecías tan imposible. Tan lejana, como una estrella. Sin embargo, ahora caminas a mi lado. No sólo eso. ¡Hablas! Piensas. Comprendes procesos complejos de la ciencia.

—¿Eso lo haría mi dios? —sonrió con graciosa maldad.

Masao la contempló sorprendido. Había hecho una broma sarcástica. La segunda al reconocer la anterior respecto del rayo, que había pasado por alto. Comprendía el concepto de sarcasmo y eso lo asombró. ¿De dónde lo había sacado? Sabía que había memorizado la enciclopedia. Cada definición había quedado grabada en ella. Pero eso era sólo teoría. ¿Con eso habría bastado?

—Mi pequeña, entre nosotros dos, tú eres la criatura divina. Sólo fui el escultor que talló en tu ADN tus líneas y curvas, como si hubiera tenido un cincel y un martillo en mis manos. Tú eres la que puede curar, al parecer —la miró de reojo, levantando la cabeza para alcanzarla, mientras ella seguía con la vista hacia arriba, a las estrellas. 

Era realmente magnífica. Se preguntó qué más podría hacer. Qué poderes tendría aquel misterioso ser que se movía con la gracia de una ninfa, hablaba como la más experta científica y contemplaba al mundo con los ojos ingenuos de una niña. 

Las dudas volvían a repetirse. ¿Tendría el valor para compartirla con el mundo? ¿O la encadenaría a la soledad, junto a él? Una soledad que también sería su escudo contra el enemigo que todavía temía.

Continuaron en silencio caminando en la oscura noche, contemplando la esplendorosa vía láctea hasta que la joven habló con suave timidez. Como si sus palabras pidieran permiso para existir.

—Dr. T... quería preguntarle algo. O mejor dicho, volver a preguntar.

—¿Qué cosa mi pequeña?

—Mis padres... necesito saber. Por favor —a su súplica, se le sumaron unos brillantes ojos dorados que se fijaron en los suyos y que por primera vez veía temblar con humedad, empañando su mirada.

Ambos quedaron contemplándose. Él tenía que levantar levemente la cabeza para alcanzar sus ojos. Ella, alta y delgada, erguida con distinción como si llevara ambrosía en la sangre, confirmando su ascendencia divina, lo contemplaba desde arriba. Se sentía como si estuviera adorándola, solo que en lugar de ser él el que le imploraba misericordia, ella era la que pedía con humildad una respuesta a sus plegarias. Se sintió a punto de ser fulminado por la diosa. Entonces recordó que en realidad, podría lucir como Afrodita, pero era una niña de espíritu gentil y vulnerable. No el temido demonio que creyó anticipar. Confiaba que estuviera preparada en poco tiempo. Sólo un poco más.

—Muy bien. Te diré todo. Pero mañana. Mañana te contaré sobre tu madre y sobre ti.

—¡Uf! —resopló, con evidente impaciencia—. ¡Todo mañana! —Aunque su corazón había dado un vuelco. Había dicho que tenía una madre. ¡Una madre!

—Paciencia, mi pequeña —rio. En ese día y medio había reído más que en los últimos diez años. Se sentía exultante y feliz. Por fin. Aunque no creyera merecerlo.

Desgraciadamente, el mañana nunca llegaría. Al menos, de la manera en que lo imaginaban.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos, cuando de repente, notó que la joven se detenía. Ya no miraba al cielo, sino que lo hacía hacia el bosque a unos cientos de metros al este de su posición. Algo entre las ramas había captado su atención y sus ojos brillaban con intensidad, como si iluminara aquello hacia lo que apuntaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó el doctor.

—Hay alguien entre los árboles.

Imposible. Nunca nadie caminaba por allí y menos de noche. Estaban a kilómetros de la siguiente cabaña y mucho más del pueblo. 

Entonces una idea surcó su mente. ¿Habría sido el mensaje que había enviado la noche anterior? ¿Cómo habrían podido encontrarlo tan rápido? Sentía latirle el corazón con fuerza y un nudo en el estómago lo descomponía. ¿Qué había hecho? Sólo mandó un mensaje. Eso fue todo. En menos de diez segundos no podían haberlo localizado. ¿O sí? La observó. Ella estaba pendiente de los movimientos, como si fuera un animal salvaje observando a su presa. Tenía instinto de ataque. Pero no la experiencia. Si venían por ellos, debía sacarla inmediatamente.

—Vamos adentro, ¡ya!

Estaba desesperado. La tomó de la mano y la arrastró al interior de la casa.


El mercenario envió el mensaje al resto del grupo con su localización. Tenía órdenes de esperar a que el resto lo alcanzara, pero había algo extraño en lo que reparó. Le pareció que la muchacha que acompañaba al bajo hombre, que creía era el doctor por la foto que había memorizado, se había quedado observando en su dirección. Pero eso era imposible. No podría verlo en la oscuridad y a esa distancia. Él sólo lo lograba porque se había aplicado el suero del Hércules. Ese suero que lo volvía un semidiós. Y lo disfrutaba. Era una sensación sublime. Aunque duraba poco. Una o dos horas nada más. 

Ante la incógnita, decidió acercarse y espiar por alguna de las ventanas porque los movimientos que veía de una habitación a otra le llamaban la atención. Si estaban escapando, debería detenerlo. Después de todo, sólo eran una chica y un viejo. No necesitaba del suero para ello.


Adentro, el doctor comenzó a tomar algunos papeles y documentos y los metía en un bolso. Fueron al sótano, al laboratorio. Si había alguien, ¿por qué no entraban? ¿Y si era un error de ella? No importaba. Él había cometido otro al mandar el mensaje.

—¿Qué ocurre Dr. T? —Lo seguía con la mirada ir y venir de un lado a otro. Sentía los nervios del hombre y no comprendía el motivo.

—Tal vez nos descubrieron. Espero que no sea así, pero cometí una equivocación y lo mejor será que nos vayamos inmediatamente de aquí. Iremos por el bosque, hacia el oeste.

—¿Quién nos descubrió?

—El Centauro —la tomó de la cara con sus manos. Estaba desencajado—. No dejes nunca que el Centauro te atrape. Que te utilice para sus planes. Que te conviertan en algo malo, que dañe a otros. No es lo que eres. Es lo que haces lo que determinará si eres buena o no y siempre puedes decidir tus propias acciones. Otros creerán que tienen poder sobre ti. Pero no es cierto. ¿Lo entiendes?

—No lo sé.

Pobre muchacha. Menos de dos días de vida y ya se enfrenta a decisiones difíciles. Ahora no era momento de lecciones. Debía preparar todo rápido para su huida y asegurar que nada de esa casa mostrara que la joven era una creación de laboratorio. Recordó el artículo sobre la muerte de Audrey Callen y se le ocurrió usar el mismo trabajo para borrar su rastro.

—Ayúdame a desconectar los conductos de gas. Dejaremos que se inunde todo el laboratorio y lo haremos estallar para que no quede nada.

Estaban por iniciar con la tarea cuando alguien apareció a mitad de la escalera. Tanto el hombre como la muchacha se quedaron congelados, mirando al extraño. Estaba vestido de negro, con la cara pintada de negro y verde. Era de rasgos orientales, igual que el científico. Llevaba un fusil de asalto en las manos y apuntaba al doctor con ella.

—Doctor Tasukete, presumo. —No había error. Estaba en un laboratorio, por lo que había encontrado al hombre en cuestión. Bajó del todo las escaleras, quedando a dos metros de Masao—. Necesito que venga conmigo. Lo estuvimos buscando por mucho tiempo. Y la señorita también.

Observó a la joven. Era muy hermosa y vestía una bata blanca de laboratorio que no ocultaba su cuerpo sensual. Ella también lo miraba con mucha atención. El soldado volvió a apuntar su arma al científico.

Masao estaba aterrorizado. Algo llamó su atención en el rostro del extraño. Sus ojos. Pudo notar que sus ojos tenían algún brillo dorado. Como el de ella, pero en menor medida. Entonces lo descubrió. Tenían el suero. Hank lo había logrado. Su buen amigo lo había hecho. Seguramente después de su escape lo habrían amenazado y no tuvo más opción que seguir con el trabajo, para dárselo a los mercenarios. Tendrían además, intervenido su celular y por eso lo encontraron.

—Vamos doctor —repitió el soldado.

El invasor no esperaba un ataque y no alcanzó a esquivarlo. Había recibido un golpe desde el otro lado del laboratorio. La mujer le había lanzado un microscopio a la cabeza con tal fuerza que lo hizo sangrar. Pero el suero en su sangre le permitía continuar sin dolor y la herida se cerró enseguida. 

Dirigió su atención a ella y esta prosiguió con el lanzamiento de diferentes proyectiles, que el hombre esquivaba con facilidad. Cuando quedaron uno enfrente del otro, ella notó los ojos negros y dorados del extraño que la atacaba, pero no dejó que eso la distrajera y con un veloz movimiento, partió una probeta con el borde la mesa y le clavó el extremo roto en la yugular. 

Sin tiempo de reacción, el hombre cayó al suelo, con su espalda contra la pared, sujetando el objeto con la mano, con la sangre corriendo entre sus dedos y por su cuello y una mirada que se vislumbraba confundida y sorprendida. Ella se quedó mirando el cuerpo caído para luego posar sus ojos sobre los del doctor.

—Lo siento, no era mi intención lastimar a alguien.

Él corrió y la tomó de la mano.

—En este caso, mi niña, nos salvaste la vida. No teníamos opción. Ahora, escúchame bien. Corre y espérame en el lindero del bosque. Yo desconectaré el gas.

—No Dr. T. Lo esperaré e iremos juntos.

—Hija —acunó su rostro entre sus manos, obligándola a fijar sus ojos en los de él. No deseaba ninguna réplica por parte de ella—. Vete. Espérame. Iré enseguida.

Asintió lentamente. Después de todo, él sabía qué había que hacer y ella no. Lo único que le quedaba era confiar y obedecer.

La vio subir de dos saltos las escaleras, desapareciendo por la puerta y él se movió lo más aprisa que pudo para dejar todo el gas abierto. Encendió el mechero bunsen y caminó hacia la escalera. En cuanto el gas llenara el laboratorio, todo volaría por los aires. Necesitaba salir rápido de allí. Entonces escuchó el gemido del atacante. 

No estaba muerto, sino herido y lo estaba viendo con ese brillo dorado en los ojos, apuntando con el arma. En unos segundos, se regeneraría completamente y estarían perdidos si los alcanzaba.

—Quédese quieto.

Masao no sabía qué hacer. Si no se quedaba quieto, podría dispararle y todo estallaría, con ellos dos adentro. Si obedecía, el gas llegaría al mechero y también volarían. Debía arriesgarse e intentar subir las escaleras, esperando que no disparase. Se dio vuelta y apenas llegó a dar un paso, cuando la detonación del arma provocó una enorme explosión.


N/A:

Espero te haya gustado el capítulo... ya sabes qué hacer... regálanos tu estrellita!

Gracias por leer!

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro