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17. Lugar Feliz

17. Lugar feliz.

A Yuri siempre le maravillaba lo que el dinero y el poder lograban. 

Desconocía cómo obtenía información el señor Anatoli, pero siempre descubría un nuevo lugar con buenas piezas de carne joven y sensual para disfrutar a su antojo. Yuri sólo podía imaginar lo que sería someter a alguna de esas putas costosas. Y lo eran. Especialmente porque su jefe, Anatoli, debía pagar una gran compensación porque las golpeaba hasta casi matarlas. Pero tenía una gran fortuna y se daba ese gusto. 

En aquella oportunidad en que lo acompañaba como siempre, por ser su guardaespaldas y porque al gordo ruso le gustaba el exhibicionismo, irían a un exclusivo y seguro lugar en helicóptero y eso entusiasmaba a ambos, que se relamían de antemano pensando en lo que les esperaba. 

El millonario se excitaba cuando alguien lo observaba en sus desempeños sexuales con prostitutas, especialmente cuando las humillaba y forzaba. A Yuri no le importaba. Por el contrario. Había descubierto placer en observar lo que su empleador hacía. Sólo lamentaba no disponer de la misma fortuna para imitar esos placeres. Se limitaba a ir con simples prostitutas callejeras, pero no era lo mismo. Y sus proxenetas no aceptaban de buen talante que las golpeara deformándolas cuando no podía retribuirles con suficiente dinero.


Ambos hombres seguían con la mirada el punto de aterrizaje. Era un gran buque de carga con contenedores en la cubierta y un helipuerto. Hacia allí se dirigieron. 

Cuando estuvieron sobre el barco, un pequeño hombre japonés vestido de blanco, flanqueado por dos orientales más, les dio la bienvenida después de lanzar algo que tenía en las manos al agua. Uno de esos escoltas era un enorme hombre calvo con cara de pocos amigos y ojos rasgados que parecían estar muertos, armado con una daga en la cintura.

—Buenas noches. Soy el dueño y anfitrión del Paradise.

Arata sonreía abriendo los brazos en un gesto que acompañaba a sus palabras. Estaba exultante con su primer cliente para Shiroi Akuma en Norteamérica.

—Buenas noches, soy... —comenzó a responder Anatoli en un inglés con acento ruso, pero la mano alzada del que lo había recibido le indicó que era mejor callar. Una mano que despedía un fuerte olor a mandarina. Anatoli supuso que eran los restos de esa fruta lo que había visto tirar al mar.

—Sin nombres. Preferimos mantener el anonimato en nuestro negocio. Aunque estemos en aguas internacionales, nunca está demás ser precavido.

—Entiendo —asintió, aprobando su cuidado.

—Por favor, síganme —se dio media vuelta y fue seguido por Anatoli y Yuri. Ken y el segundo japonés silencioso cerraban la fila. Arata iba explicando las normas—. Conocerá a la joven más hermosa que jamás haya visto. Una preciosura. No habla. Sólo emite sonidos. No entiende inglés ni japonés. Y por el dinero que pagó, tendrá media hora de uso. Durante ese tiempo, podrá disponer de ella para todo lo que su imaginación se le ocurra hacerle, cualquier tipo de golpes, cortes, quemaduras, lo que sea. Sólo hay tres reglas. La primera, nada de dispositivos que registren su visita. La segunda, no está permitido amputarle ningún dedo o cualquier otra parte del cuerpo.

Se detuvo delante de una puerta, al final del pasillo por el que habían caminado, el cual estaba lleno de otras puertas con ventanillas que enseñaban jovencitas de diferentes etnias, listas para su disfrute.

—¿Y la tercera? —Preguntó un ansioso Anatoli.

—No pueden penetrarla. Es virgen y debe seguir así. —El ruso mostró un rostro lleno de contrariedad que no le importó disimular. Yuri a su vez, se sorprendió. Si no estaban para follar a la puta, ¿se suponía que sólo golpearían a la joven? Su jefe no le había anticipado nada de lo que allí haría. El dueño del barco añadió ante el gesto—. Si después de la experiencia necesita un final feliz, tenemos más muchachas para ese propósito. Por un precio adicional.

Ingresaron al compartimiento. El cliente se sorprendió por las condiciones en las que la tenían.

Una horrible celda con un simple colchón, dos cadenas colgando separadas del techo, que interpretaba, eran para sujetar con cada una las muñecas a la prostituta, y un retrete en un rincón para sus necesidades, junto a un pequeño lavamanos y en cuyas paredes se observaban manchas de lo que imaginó, serían restos de sangre. Una luz tenue se encendió automáticamente. No iluminaba demasiado pero era suficiente para descubrir que la muchacha que estaba de pie en medio del lugar era una desnuda y erótica visión divina. Se mostraba altiva, totalmente erguida con el rostro serio y unos ojos dorados que ardían de odio. 

Ya le quitaría a golpes su orgullo. Ante este pensamiento, se relamió.

—¿Hay más luz? Quisiera verla bien.

—Sí claro. Se puede agregar —hizo un gesto con la cabeza a uno de sus hombres, que desde el lado de afuera, presionó un interruptor, iluminando más la estancia. Con otro movimiento, el mismo hombre le entregó el estuche de instrumentos que depositó en un estante—. Toda suya. Uno de mis muchachos estará del otro lado, para asegurarse que cumpla con las normas. —Arata miró por encima del hombro del millonario cliente a Yuri—. Tengo entendido que pagó para que su guardaespaldas se quede con usted. —Anatoli asintió, sin dejar de mirar a la misteriosa mujer, acariciando su suave piel, que no tenía ninguna marca a pesar de los rumores de su exclusivo uso—. Sólo recuerde que no puede tocarla. Si desean ser dos los que jueguen con Shiroi Akuma, habrá un recargo.

¿Shiroi Akuma?

—Así le decimos. Demonio Blanco. Se lo pusieron los hombres porque creen que su magia para sanarse viene de poderes oscuros sobrenaturales.

—Ignorantes.

—Superstición —se encogió de hombros—. En cuanto los deje solos, tendrá media hora antes que mi hombre le notifique el fin del turno. Golpee la puerta en caso de que desee terminar antes, aunque no hay reembolso.

Sin decir una palabra más, salió, cerrando la puerta detrás de él.


Anatoli inspeccionó brevemente a la joven. No quería demorarse y desaprovechar el tiempo de alquiler de Shiroi Akuma, pero su perfección y belleza lo habían maravillado. 

Le extrañaba el contraste entre el desagradable lugar y el cuidado que creía, tenían sobre el aspecto de la muchacha, la cual estaba acicalada y depilada, casi completamente lampiña. Pasó sus gruesas manos por sus piernas. Eran suaves y tersas y su pubis casi no tenía vello. Le gustaba eso. Llevó una de sus manos allí y la acarició buscando introducir sus dedos en su sexo, pero ella retrocedió, rechazando su contacto. 

Así comenzó el juego para el ruso, que usó esa misma mano para proferirle un cachetazo con el dorso, donde vestía un gran anillo con forma de escudo en el cual se dibujaba un águila de dos cabezas, que arañó la piel de la cara de Shiroi Akuma, marcándola con su peculiar sello como si de un animal de granja se tratara. 

Ella se tambaleó y dio unos pasos hacia atrás, con las primeras señales de sangre. Anatoli vio con admiración cómo un dorado brillo curaba esa pequeña herida. Y Yuri también, que comprendía en ese momento el deporte que observaría. 

Repitió el ataque y con el puño cerrado le propinó un puñetazo en el pómulo, volviendo a estampar su huella. Y ya no se contuvo. La sacudía de un lugar a otro por la habitación sucia, entre golpes de puño y a mano abierta.

El millonario sádico no tenía control sobre sí. Estaba tan eufórico con el fabuloso tesoro que tenía delante suyo, que se desentendió de los <<juguetes>> que le había cedido Yoshida. 

Ella no sólo se curaba rápido, también era resistente. Se mantenía en pie, aunque trastabillara o rodara contra la pared a pesar de los golpes que le daba. Golpes que iban a la cara, al torso o a las nalgas cuando la rodeaba para seguir desde atrás. La empujó contra la pared y presionó todo su cuerpo sobre la espalda de ella, que se perdió entre la grasa de su corpulenta anatomía. Le lamió el rostro que estaba apoyado de lado mientras sus manos pasaban de sus pechos a su sexo otra vez. 

Una de esas gruesas zarpas la cambió para sujetar una de sus nalgas con grosera firmeza. Luego la liberó para concentrarse en un nuevo objetivo, sacarse el cinto largo, que rodeaba su enorme circunferencia. Con el elemento en su mano, se alejó del delgado cuerpo, que recuperó la capacidad de respirar sin esfuerzo, y pasó a darle latigazos por las piernas, subiendo por su trasero y su espalda. Su piel se enrojecía y laceraba. 

Sintió cómo su erección empezaba a surgir en su pantalón. Le habían advertido que no podía penetrarla, pero no habían dicho nada de rozarla con su miembro. Con esa omisión, que consideró como una autorización a liberarse, tomó a la muchacha que se estaba regenerando de las heridas y la tiró boca arriba sobre el colchón. Con desesperación se desnudó y le tiró la ropa a su asistente, que la recibió en el aire, salvo el cinturón, que mantuvo plegado para imprimirle más rigidez.

A Yuri le desagradaba ver el cuerpo deforme de su jefe, pero sólo se concentraba en la desnuda chica y se imaginaba a él mismo haciéndole lo que le hacía Anatoli. Él también estaba excitado y sabiendo que nadie le prestaría atención, se abrió su cinturón y la cremallera de su pantalón, buscando su miembro y comenzó a masturbarse ante la escena desde el rincón que ocupaba, cerca del lavabo.

Anatoli, desnudo igual que Shiroi Akuma, se sentó a horcajadas sobre las piernas de ella, manoseando con fuerza sus redondos y seductores senos. Buscó su carne con su boca y la mordió. Con ímpetu. La hizo sangrar y lo disfrutaba. Lamía su cuerpo sudoroso y volvía a clavarle los dientes, dejando su marca en la tierna piel. 

Pero enseguida desaparecía, como si nunca la hubiera tocado. Eso lo animaba a seguir con más energía. Ella trataba de defenderse con los brazos, buscando cubrirse el torso, pero él la abofeteó con tanta dureza que la hizo sangrar otra vez. Atontada y escupiendo sangre, el hombre la volteó, dejándola boca abajo. Seguía sentado sobre ella, y antes de proseguir, se detuvo, siguiendo con la mirada las curvas de su cuerpo. Se relamía como si estuviera a punto de engullir un banquete.

—¿Cuánto falta? —Preguntó a su compañero sin voltearse. Imaginaba qué estaría haciendo Yuri y eso era parte del espectáculo que le gustaba ofrecer y que le enardecía.

—Cinco, señor Anatoli —respondió con un resoplido. 

Le había costado contestar porque estaba concentrado en su propia tarea, la cual acababa de concluir con un gemido agónico. Aprovechó el acceso al agua y se lavó. Tenía que estar listo para la salida.


Sólo le quedaban cinco minutos y estaba que estallaba. Nunca había gozado como lo había estado haciendo y quería terminarlo alcanzando el máximo placer. Se frotó contra el cuerpo joven, como si la estuviera montando de espaldas, mientras sacudía su verga. Pasaba su falo por entre las mejillas del redondo culo, frotándose cada vez con más vehemencia. Clavaba sus uñas, aferrándose a la montura que la joven le proporcionaba.

Cerró sus ojos y llevó la cabeza hacia atrás hasta que eyaculó sobre la espalda y las nalgas de la deliciosa y pecaminosa fruta que había probado esa noche. Abrió los ojos y vio su semen sobre la dorada piel. 

Sonrió con lascivia. 

Ella tenía su rostro hundido en el sucio colchón, con sus manos cubriéndoselo. No sabía si lloraba y no le importaba. Por fin había hallado a una puta a la que podía fustigar sin tener que soportar las quejas y reclamos de proxenetas. Ya se imaginaba su próxima sesión, en diez días, y para esa ocasión, aceptaría los elementos de tortura para mayor entretenimiento. 

Le provocaría extremo dolor a ella. Para mayor disfrute de él.

Con esfuerzo, porque su obeso cuerpo era una enorme carga, se levantó, con ayuda de Yuri, que prontamente se había ubicado a su lado. Fue hasta el lavamanos y se acicaló rápidamente y vistió con las prendas que le pasaba su empleado. 

Volvía a ser el amistoso y millonario Anatoli, bromista y alegre compañero de fiestas de la alta sociedad, a quien todos querían y estimaban.

 Debía regresar a su hogar, junto a su esposa e hijas.


No tuvo tiempo de comparecerse. Unos pocos minutos después, apareció otro millonario sádico para repetir la faena. Y otro después de él. Hasta casi el amanecer. Un amanecer que ella desconocía, que no podía percibir. 

Sólo podía recordar la sensación de la calidez de sus rayos. Lo mismo con sus compañeras la luna y las estrellas. 

Y los siempre presentes ojos turquesas, sonrisa traviesa y cálida y perfumada piel de su único amigo. Uno que había dado su vida por intentar liberarla.

Sólo eso tenía en mente mientras la torturaban, una y otra vez. Contenía todo su dolor y humillación, manteniendo las mandíbulas apretadas. Mientras la torturaban, su mente se perdía en una nueva determinación. No dejaría que muchos más abusaran así de ella. Quería decir basta. Sólo debía pensar cómo lo haría, cómo les negaría seguir usándola. No podría defenderse, no sabía cómo hacerlo sin poner en peligro a otras, salvo... si se dejaba morir.

El último hombre desapareció y ni siquiera cuenta se había dado hasta que la soledad volvió a acompañarla.

Lentamente y en silencio, se concentró en su resolución. 

No más dolor, tristeza, ni llanto. 

No derramaría lágrimas para esos hombres. 

No. No lo haría.

No habría más Shiroi Akuma.  

***

Se encontraba de frente al gran ventanal de la suite de un hotel, abotonándose las mangas de su elegante camisa, con la mirada perdida en la ciudad que se iba iluminando artificialmente a medida que caía el sol.

Pasó sus dedos entre sus cabellos en su habitual gesto para acomodárselos hacia atrás. Con su metro noventa y dos y su complexión atlética de nadador, solía dominar cualquier habitación en la que entraba. Era atractivo. Él lo sabía. Y lo aprovechaba en cualquier mujer que lo atrajera. Aunque no mantenía relación estrecha con ninguna. Ya no, desde Madison, su amiga.

No le interesaba tampoco. No buscaba amor, ni siquiera compañía. Tan sólo, obtener placer. Viajaba por todo el mundo, por lo que siempre podía encontrar en clubes y hoteles de lujo a los que iba, alguna mujer distinguida, hermosa y lo más importante, anónima, con la que acostarse y luego proseguir con su viaje laboral. Mientras no fuera una prostituta. 

Odiaba eso. Lo aborrecía. Y a los que pagaban por sexo.


En Nueva York, era diferente. Se movía en ciertos círculos sociales, con caras repetidas, con los que mantenía una distante cortesía. Trataba de evitar rumores y de mantenerse alejado del sexo casual, salvo con una muy discreta dama.

Se dio vuelta. 

Allí estaba ella. Gabrielle. 

Se encontraba en la cama, desnuda, mirándolo mientras Steve se ponía el saco y preparaba para irse. Era una mujer que intentaba aparentar la edad de él, a unos días de los treinta y dos, pero que tenía al menos una docena de años más, inteligente y seductora, muy seductora. De grandes pechos, perfectos, redondos y firmes, como los que se consigue en manos de un buen y exclusivo cirujano plástico. Siempre perfecta, realizando cada movimiento con el mayor cálculo posible, para provocar a todo hombre que tuviera cerca y para suscitar la envidia de las mujeres. Especialmente a las jóvenes, sus mayores rivales, al menos, así lo veía ella, resentida de su vitalidad y frescura. 

Había enviudado hacía algunos años, de un hombre al que no amaba, pero de una gran fortuna la cual había heredado, haciéndola inmensamente rica, y le gustaba demostrarlo en cada oportunidad posible, con la desfachatez de los que se ven superiores a otros, sólo porque creen que tienen derecho a serlo.

No se veían con regularidad. Por el contrario. Sus encuentros eran arbitrarios y esporádicos, y solían darse al encontrarse en fiestas ridículamente extravagantes de la alta sociedad, usualmente de caridad. Las únicas a las que él asistía. 

En esa ocasión, sin embargo, se habían encontrado en el aeropuerto, cuando él volvía de su último trabajo en Texas y ella, de una viaje de compras por París. Casi sin mediar palabra, se habían subido en el coche de él, conducido por su chofer, que lo aguardaba a la salida del aeropuerto y dirigido a su hotel habitual, el Mandarín Oriental.

Habían llegado a un mutuo acuerdo de no involucrarse emocionalmente, o al menos, eso esperaba.

Recordó las palabras de Madison y sintió incomodidad al imaginar que tuviera razón. 

Al parecer, Gabrielle estaba dudando de seguir con el trato. Quería más, ¿se estaría enamorando? Él no creía que ella fuera capaz de semejante sentimiento. Él, seguro que no. Lo más probable sería el sentido de posesión. Él debía ser de ella y de nadie más. 

Eso lo irritaba.

—Steve, querido, todavía es temprano —le susurró con esa voz melosa, que cuando tenían sexo, lo excitaba. 

Pero cuando lo usaba para convencerle de hacer algo que no quería, lo molestaba profundamente. Estaba comenzando a cansarse de sus caprichos. Ella se levantó de la cama, y apoyando todo su exuberante cuerpo sobre la espalda de él, pasando sus manos hacia adelante, posándolas sobre su delineado abdomen que aún debajo de las prendas se percibía duro y esculpido. 

Acercó sus carnosos labios a su oído.

—¿Por qué no nos quedamos juntos esta noche? Al menos, por una vez.

Descendió sus garras hasta la entrepierna del hombre.

—No. No me interesa. Ya lo sabes —se giró, tomándola por los brazos, alejándola de él—. Si no es suficiente para ti, podemos terminarlo aquí —respondió con displicencia.

Lo miró a los ojos. Esos ojos azules oscuro, ojos de zafiros. Ella intentó besarlo en la boca. Nunca se habían tocado los labios. Imaginar su sabor la excitaba. 

Pero él no quería. Cualquier otra parte del cuerpo, no había problema. Pero los labios eran demasiado íntimos para él.

La volvió a rechazar. Con más fuerza.

Gabrielle lo miró con furia. Su cara se había transformado. No podía creer que la rechazara de esa forma. Cómo se atrevía.

—¡Eres una mierda! ¡Deberías comprarte una puta! —Dijo enfurecida. Ya no era la mujer seductora de hace un instante.

—Si no puedes contralar tu genio o mantener los sentimientos alejados de lo que hacemos, no tiene sentido seguir con esto.

—¡Arrogante hijo de puta! ¡Vete! ¡Ahora mismo!

Le lanzó uno de los floreros decorativos más cercanos a su rencorosa mano. Los reflejos entrenados de él le permitieron esquivarlo fácilmente.

—No te preocupes, el jarrón, va por mi cuenta. Dejaré todo pagado en la recepción. No vayas a gastar lo que no trabajaste —se fue, pasando por encima de los restos de cristal con sus zapatos italianos.


Una vez abajo, en el lobby del establecimiento, y después de pagar en la recepción, e indicar que se aseguraran de que la señora Brockbank recibiera sus maletas, se reencontró con su guardaespaldas y chofer. No era que necesitara protección. En su línea de trabajo había mostrado que no necesita a nadie para mantenerse con vida, salvo una vez, en sus inicios en el oficio. Pero la asistencia de Andrew podía considerarse como alguien que lo mantuviera informado de lo que ocurría en otros ambientes, algunos del bajo mundo.

—¿Directo a casa Sr. Sharpe? ¿O prefiere que hagamos la parada antes? —Preguntó mientras arrancaba el auto.

—Vamos a casa. Es tarde para ir de visita —contestó, mientras se recostaba en el asiento trasero del automóvil, cerrando sus ojos.

—Hoy escuché algo interesante mientras lo esperaba señor. Más que interesante. Parece fantástico.

—¿Ah sí? Cuéntame —mantenía los párpados bajos al escuchar lo que podría decirle Andrew.

—Me encontré con Yuri, el mono desagradable del señor Anatoli, que al parecer tenía negocios que hacer en el hotel. Siempre quiere llamar la atención y conseguir algún trago a costa de otros, por lo que se acercó a mí, mientras estaba comiendo algo en el bar. Casi me provoca indigestión cuando se sentó a mi lado. Aunque lo que me contó, valió la pena el mal sabor de boca. No lo creí en un primer momento porque suena a ciencia ficción. Pero eran demasiados detalles para que los pudiera inventar un cavernícola carente de imaginación como él.

—Descripción muy acertada —dijo al tiempo que asomaba una leve mueca de una de sus comisuras. No era de sonreír, pero algunos comentarios acertados de su compañero le ponían ese extraño gesto en la cara—. Prosigue.

—Sí señor. Como decía, la fábula que contó, porque eso parece, dice que hay una joven en un buque de prostitutas, a más de doscientas millas mar adentro, en aguas internacionales. En realidad, está lleno de prostitutas. Pero esta es especial.

—Una prostituta especial... sabes que no me interesan estas cosas. Ni común, ni especial —el desprecio se notaba en su voz.

—Esta sí señor... en realidad, el mono decía que no la usan para el sexo, sino para golpearla.

—¿Golpearla? —Eso sí que tenía algo de extraño. Ahora escuchaba con algo más de interés, pero seguía relajado sobre el asiento—. Qué cosa rara. Pero no es la primera vez que a esas chicas las golpean. Es parte del sadismo de algunos perturbados y poco hombres, que se aprovechan de mujeres indefensas.

—Sí, es cierto. Pero eso sigue sin ser lo más extraño. Lo bizarro de la historia, es que, al parecer, pagan fortunas por sesiones de golpes con esta chica, porque sana casi al instante.

—¿Al instante?

Eso sí merecía su atención completa. Abrió los ojos y miraba ahora por el espejo retrovisor a los ojos de su conductor, que alternaba la vista entre la ruta y los ojos azules insondables de su jefe. <<Azules como la quietud de las profundidades heladas del mar>>, pensaba siempre Andrew.

—Casi. Esos morbosos no quieren sexo. Eso lo tienen con cualquiera de las otras que ofrece el dueño del buque. Lo que obtienen por un exorbitante precio, es el tiempo correspondiente para molerla a palos. Hacerle lo que se les ocurra, patadas, golpes, quemaduras con cigarrillo, lo que se les venga en gana. Y pueden estar horas, porque se cura al momento, por lo que pueden seguir hasta que se les consuma el crédito.

—Se cura al momento... —dijo en voz casi inaudible, para sí mismo—. Sí que suena a ciencia ficción.

Algo empezaba a proyectarse en su mente. De ser cierto, eso podría ser la solución que estaba buscando hace años. Podría curarlo. ¿Sería posible? Necesitaba saber todo sobre ella. No dudó un segundo más. Si era verdad, entonces tenía que llevarla consigo.

—Averigua todo lo que puedas. Lo antes posible. Quién es el dueño de ese barco de terror, dónde exactamente está, quién es ella y lo más importante, su precio para comprarla.

—¿Comprarla Sr. Sharpe?

El jefe muchas veces decía cosas extrañas, pero esto, no lo esperaba. Él odiaba a las prostitutas. Para qué la compraría.

—Para esta clase de pseudo hombres, esas mujeres son mercancía. Sólo hablan el idioma del dinero —dijo resolutivamente.

—Así lo haré señor.

—Y Andrew, cambié de opinión. Hagamos esa parada.

Mientras proseguían camino hacia Los Hamptons, Steve Sharpe seguía con mirada distraída los vehículos que iban sobrepasando. Otra mueca se vislumbró en su cara. El conductor la notó por el espejo retrovisor, pero no podía imaginar a qué venía. 

Lo que pasaba por su mente era el comentario casi profético que una hora antes había dicho Gabrielle en la habitación del hotel, en lo que creía, fue su último encuentro sexual: <<deberías comprarte una puta>>.


Andrew estacionó el coche frente al portal de la casa y lo apagó. Se quedó sentado con las manos sobre el volante, esperando. Sabía que al señor Sharpe le gustaba tener su espacio cada vez que venía de visita. Aprovecharía para dilucidar cómo abordar al guardaespaldas simiesco del señor Anatoli y obtener más información. Seguro, que con algunas copas de por medio. Esperaba no tener que ir hasta ese horrendo buque para averiguar algo más. Con sólo imaginar las habitaciones llenas de pobres esclavas sexuales y una de ellas, sometida al maltrato extremo, ya le revolvía el estómago.


Steve bajó del coche y cerró la puerta con cuidado. En el silencio de la noche, cualquier sonido se volvía un gesto violento que interrumpía la paz del barrio. 

Todas las luces de la hermosa y enorme casa estaban apagadas, salvo un pequeño farol al lado de la puerta de entrada, en el pórtico. 

Todo estaba tranquilo. 

Se apoyó sobre el costado del vehículo y se quedó mirando la vivienda, escuchando el acompasado sonido de las olas del mar, que imaginaba detrás de la residencia. 

 Amaba ese lugar. Había sido un lugar feliz. Con sus padres.

En el pasado. 

Cuando era un niño y vacacionaban los tres en esa casa en Los Hamptons. Era la única propiedad de la familia que había conservado cuando quedó a cargo del negocio familiar, una importante industria de medios de comunicación. La mantenía por él. Quería que estuviera en un lugar feliz. Ayudaba a contrarrestar el dolor con el que vivía desde aquel fatídico día, en que sus vidas cambiaron para siempre. 

Al principio creyó que lo mejor sería venderla también. No podía entrar en ella sin sentir la presencia de su madre y eso le armaba un nudo en la garganta. Pero su padre había insistido en vivir en ella. Es lo que el amor de su vida hubiera querido. Y así, la podía sentir a su lado, por el tiempo que le quedara. Steve, en cambio, había decidido comprarse la mansión donde vivía a unos pocos kilómetros de ahí.

No pensaba entrar. Era tarde y su padre y la enfermera estarían durmiendo. Además, hacía algunas semanas que ya no lo visitaba personalmente. Cada desmejora en su condición lo hundía más en la tristeza y en la sensación de fracaso. No lograba encontrar quién lo curara. Hablaba con Marsha, la alta y fornida mujer que se había hecho cargo del cuidado del hombre, una vez por semana. Y el mejor amigo de su padre, Gerard Brighton, un segundo padre para Steve, y socio, pasaba a verlo cada quince días.

Pensaba en lo que Andrew le había dicho. Si esa chica se regeneraba rápido, aún a la mitad del tiempo que contaba el rumor, tal vez su sangre tenía algún componente que pudiera curar la enfermedad degenerativa que tenía su padre, por el atentado que cobró la vida de su madre, diez años atrás.

Después de un buen rato, con gesto lento, entró al automóvil y le dio la orden a Andrew de arrancar y seguir hasta su casa. 

El resto del viaje, de corta duración desde la casa de su padre, estuvieron en silencio. Ambos sumidos en sus propios pensamientos.

El señor Sharpe reflexionaba sobre las posibilidades de que esa muchacha pudiera cambiarle la vida. Tendría que volver a contactar a la mujer rara de laboratorio. Una genia de la genética, bastante peculiar, pero muy discreta para mantener todas las investigaciones que le había pedido hasta el momento en secreto. Solo mantenía el contacto para recibir de ella dosis de una medicina que sólo calmaba el constante dolor en el que vivía el hombre. Hacía rato que ya había abandonado la búsqueda de una cura para su padre cuando ella le había dicho que ya no podía hacer nada más. 

Hasta ahora.

***

Otro tornado se había desatado dentro de las instalaciones de los Laboratorios Quirón, como cada vez que el Capitán Cameron era informado de una nueva torpeza y estupidez. 

Habían sido unos completos obtusos.

Johann Meyer, que presenciaba la escena con espanto ante la doble personalidad que ostentaba el gigante negro que siempre parecía estar en dominio de sí mismo, se mantenía a resguardo encogido en su propio cuerpo.

Agradecía que sólo él y el segundo al mando, Brendan Doyle, estuvieran en aquella oficina, en el piso que ocupaban los mercenarios. De estar en aquellos dedicados a los científicos, no habría nadie que pudiera ignorar el escándalo.

—¡Una mujer! —Después de largos minutos de gritos, jadeos e improperios, retomaba la conversación iniciada con anterioridad—. ¡Estuvimos buscando a un hombre cuando todo este tiempo se trataba de una mujer! Hemos cometido demasiados errores. 

Enumeró mentalmente cada uno de ellos. Resopló, agitado y sudoroso.

Había detenido su onda destructiva. Pasó su mano sobre su cabeza casi rapada y caminó hasta la silla de su escritorio, que había sido tumbada como una de las víctimas entre los objetos del despacho. La tomó para acomodarla y se sentó en ella, recuperando su habitual postura.

—¿Por qué no pensamos en esa posibilidad?

—¿Porque nuestra impronta machista no nos permitió contemplar que el doctor Tasukete pudiera haber elegido a una mujer para ser una soldado mejorada y superior a cualquier otro? —Respondió Doyle, encogiéndose de hombros. La mirada cargada de virulento reproche de Cale no lo amedrentó. Después de tantos años juntos, no le temía.

—El caso es... —tosió incómodo Meyer, captando la atención de los militares—, que ahora lo sabemos.

—De casualidad.

—Nada de eso. El trabajo de nuestros hombres en Japón dio sus frutos. Tardaron no porque creyeran que buscaban a un hombre, sino porque la criatura de Masao recorrió trescientos kilómetros a pie, presumimos, en medio de bosques y montañas. Fue un radio muy amplio, amplísimo, de rastrillaje. 

—¿Cómo supieron a dónde escapó?

Johann se sentaba despacio, agotado mentalmente, en el enorme sillón que había sido desplazado por el mastodonte Cameron. Rozaba sus dedos en sus sientes, tratando de apaciguar el dolor de cabeza que lo había asaltado.

—Rumores que se fueron expandiendo entre pueblos en la costa oeste. Han y Mark llegaron a uno donde los habitantes mencionaban a una Shiroi Akuma. Y este ser tenía habilidades sobrehumanas.

—¿Shiroi Akuma? —Preguntó Meyer.

—Significa Demonio Blanco, en japonés —respondió Cale Cameron.

—Muy adecuado. Me gusta. Lo que no me gusta, es seguir perdiendo tiempo. 

—A mí tampoco. No se preocupe, presiento que cada vez estamos más cerca, aunque no será fácil. Tenemos un par de inconvenientes, pero tenemos a nuestro favor que una mujer de ojos dorados que brillaban intensamente es difícil que pase desapercibida mucho tiempo —añadió Cale.

—Ojos dorados que brillaban intensamente —repitió el doctor Meyer—. ¿Entonces no sabemos dónde está ahora?

—Bueno, ese es el problema, o parte del mismo —apretó las mandíbulas a tal punto que los músculos se marcaban en su rostro, como si quisiera volver a estallar—. Fue capturada y vendida como a una simple puta a un mafioso japonés.

—Después de todo, no debe ser tan increíble —indicó socarronamente Brendan.

—No importa. Es su sangre lo que me interesa.

—Será cuestión de hallar al japonés.

—Ahí radica la segunda cuestión. El barco se mueve furtivamente por aguas internacionales. Han y Mark se quedarán en el pueblo, esperando un posible arribo. Al parecer, la basura que controla ese puñado de cabañas es su proveedor. Por eso no nos deshicimos de él. Mis hombres fingirán querer trabajar para el criminal.

—Y en cuanto regrese, aunque no se sabe cuándo será, organizaremos un plan de ataque —completó Doyle.

—Mientras tanto, desde aquí, trataremos de dar seguimiento al buque fantasma. Tendrá que tocar tierra en algún momento y dar muestras de su existencia.


N/A:

Ya se irán imaginando el encuentro entre Steve y nuestra criaturita...

O será Cale el que la capture primero?

Gracias por leer, demonios!

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