88. El asesino de Arata
88. El asesino de Arata.
Frank Cross golpeteaba sus dedos sobre el volante de cuero de su coche, a la espera de hallar del otro lado de los cristales a la muchacha que debía convencer de acompañarlo como agente especial del FBI, bajo la excusa de solicitarle información en el actual caso de Webb, cuando lo que en realidad haría, sería llevarla con el lobo feroz que la aguardaba para devorar su libertad y toda su dignidad.
Sus ojos barrían a toda universitaria que salía de los edificios, descartando a cada una. La exasperación lo fue tomando ante la infructuosa tarea, comenzando a pensar que la señora Sharpe no había asistido ese lunes a clases. Sabía que eso alargaría su trabajo, entorpeciendo la siguiente tarea del día, que era conjugar con el japonés y su agente John Park el ataque a Andrew Carlson.
Rendido ante lo evidente, estaba por girar la llave para arrancar el vehículo y partir hacia su segunda opción —la propiedad de los Sharpe—, cuando su celular sonó desde el asiento del copiloto.
Lo tomó, gruñendo un saludo al líder mafioso que de seguro esperaba novedades positivas.
—¡Todavía no tengo a tu mujercita, francés! ¡Déjame de tocar los cojones!
—Pues más te vale que me la traigas pronto. No me quedaré mucho tiempo más. Estoy empacando y en una hora o dos como mucho me iré al aeropuerto. Llévala directamente a mi avión privado.
—Me tienes con las pelotas hinchadas con todos tus caprichos. No soy tu jodido chofer ni tu puta secretaria. Si quieres a la chica, ve tú por ella, que ya suficiente tengo con el japonés al que también tengo que satisfacer.
—Mmm... sí —masculló Durand desde el otro lado—. Ese es un gran inconveniente. ¿Cuándo le darás al negro?
—Cuando me des un puto respiro. No puedo estar en dos lugares al mismo tiempo.
—Pues busca la manera de duplicarte. Necesito que quede resuelto. Y asegúrate de que sea después de que yo me haya ido, así no pueden conectarme con nada de eso.
—Vete a la mierda. Al menos, ¿el pendejo hizo lo suyo?
—Lo hizo. —Frank percibió la sonrisa del hombre—. Ese es un gran problema resuelto.
—Se volverá uno cuando descubran que el cadáver es tu hijo.
—Eso es lo mejor. El Hudson se lo llevó y lo arrastrará al mar. Espero que los peces se lo coman y no quede nada de él.
—Anhelas mucho. Por lo pronto... —él mismo sonrió, sintiendo el cosquilleo de una venganza realizada—, el bastardo de tu hijo ya no nos joderá. Ha sido la mejor noticia del día. Y de aparecer sus restos, yo me encargaré.
—No lo dudo. Y más vale que para el final del día, me des dos buenas noticias también.
Sin más intercambios, cortó la comunicación.
Frank bufó, dejando el aparato nuevamente en el asiento a su lado e intentó marcharse por segunda vez, cuando un mensaje lo volvió a interrumpir.
En ese caso, era su compañera Moore, que lo instaba a regresar a la agencia de inmediato.
—¡Mierda!
En su tercer intento tuvo éxito y enseguida dirigió su destino hacia el FBI.
No mucho tiempo después, Cross entraba al edificio federal con un café en una mano como único almuerzo. Calibraba los siguiente movimientos, sabiendo que tenía a uno de sus equipos de soldados listos para el ataque al informante de Webb. Le quedaba lidiar con la bella esposa del billonario.
Al recordar que el infeliz de Peter Verbeke —o Jean-Pierre Clement—, había sido borrado por fin del mapa no pudo evitar que una sonrisa curvara sus labios frente al elevador.
Al abrirse las puertas metálicas, la presencia desencajada de Hannah Moore demolió su sonrisa.
—Por fin llegas —reclamó. Lo tomó del brazo, alejándolo de los agentes que ingresaron al elevador para llevarlo a la calle—. ¿Dónde estabas? No importa. Hay algo importante que debes saber.
Frank masculló una maldición, volviendo su ánimo en uno peligroso. Lanzó la taza descartable con el café aún caliente y se alejaron por la acera. A resguardo de la gente, su compañera lo puso al tanto de lo que había descubierto desde el arresto de Chris Webb dos días atrás.
—Hay que hacer algo con Lara Yang —indicó con desagrado—. Está metiendo las narices en donde no le incumbe. Acaparó la información de Phil Harrison y tiene a todos trabajando con ella para demostrar la inocencia de Webb. Creímos que lograríamos socavar la reputación del boy scout, pero hay demasiados que creen en él y en cualquier momento podrán confirmar que todo fue una trampa.
—Tranquila, Chris Webb tiene los minutos contados y con respecto a Yang, tendremos que acabar definitivamente con ella.
El sadismo ardió en los ojos femeninos.
—Dame ese placer. A esa perra la pongo a dormir yo.
Frank conocía la perversión de Hannah, algo que lo excitaba demasiado y por lo que congeniaban en su desviado camino y en la cama. Esgrimió una sonrisa ladeada al tiempo que la acorralaba entre sus brazos contra la pared de atrás, bajando su cabeza hasta rozar sus labios sobre los de la mujer, que percibía la lujuria del momento, encendiendo su propia sangre.
—Es toda tuya, Moore —murmuró sin desviar sus ojos de los de ella, aun cuando un beso intenso y violento los unió.
Tras un combate de lenguas y un par de mordidas sangrantes, se alejaron con las respiraciones agitadas y las pupilas dilatadas.
—Hay... algo más —jadeó la agente—. Y esto no es nada bueno. Todo el equipo de Webb salió. El jefe Estrada estaba muy hermético tras hablar con Yang a puertas cerradas. —Frank entrecerró los ojos, esperando por la continuación—. Sin embargo, logré meterme en el sistema y descubrir que están ahora mismo yendo a una operación de rescate de mujeres. Adivina adónde.
Demoró un segundo en dar con la respuesta, y una de las manos que seguía apoyada a un lado de la cabeza de Hannah golpeó en un puño la pared.
—Saben sobre el producto sacado de Las Ninfas. ¿Pero cómo...?
—No importa. Pudo haber sido el hijo bastardo del jefe, o la prostituta esa que Adrien se cargó. Sea como sea, van a atacar y nuestra gente puede llegar a hablar si los capturan. Nosotros quedaríamos involucrados.
El hombre se alejó un paso, dándole la espalda a la mujer.
Se le sumaba un tema más con qué lidiar. Tendría que poner en pausa la captura de la próxima víctima de Durand y centrarse en lo que tenía frente a él. La tensión en sus hombros era evidente, aunque un minuto después, esta pareció desaparecer. Al regresar la vista hacia Hannah, sus facciones brillaron con malévolo triunfo.
—No es un problema. Es una oportunidad. Contactaré al equipo Delta y nos uniremos a ellos. Estaban preparados para lidiar con el tema de los Yoshida, pero les daremos un calentamiento previo. Limpiaremos a los soldados de Durand antes de que canten y ahí mismo aprovecharemos para atrapar al negro de mierda que buscan.
—¿Crees que el informante esté allí? ¿Incluso si Chris Webb no?
—¿En serio crees que Webb no estará en una operación de rescate? No hay dudas de que ese jodido grano en el culo estará presente. ¿Quién crees que le pasó la información a la lesbiana esa? En este asalto, acabaremos con los tres incordios de una sola vez.
—Esto será muy divertido...
—Sólo asegúrate de que no te reconozca.
***
—No lo dudo. Y más vale que para el final del día, me des dos buenas noticias también.
Pierre escuchó desde su escondite la conversación de su padre. Una conversación que sin temor a equivocarse, imaginó con Frank Cross.
Había logrado escabullirse en la mansión de Durand esquivando el reducido personal que mantenía el hombre en la propiedad, aunque el movimiento ajetreado le había advertido que el regreso a Francia estaba en la cuenta regresiva, lo que confirmó al escuchar la desconcertante orden sobre una mujer y el plazo de dos horas para llevársela al aeropuerto.
Sonrió para sí mismo al pensar que esa sería una cita que él arruinaría.
Se mantuvo agazapado, sosteniendo su arma silenciada. Una diferente a la que había llevado a su encuentro con Adrien, pues esa la había perdido en el fondo del río. Agudizó su oído para ubicar en la estancia al punto final de su antigua vida criminal, sintiendo el cosquilleo en sus manos, ansiosas por dar el tiro de gracia.
Los pasos del jefe de la mafia resonaron hasta detenerse cerca de donde se escondía Pierre, que contuvo la respiración en un intento de detener hasta los latidos presurosos de su corazón. La grave voz lo sobresaltó, pero se contuvo.
—Ma belle Perséphone. Encore un peu et tu seras enfin à moi. [Mi hermosa Perséfone. Un poco más y por fin serás mía].
Supuso que le hablaba al cuadro que siempre mantenía cubierto. No sabía quién era su nueva obsesión, y tampoco le importaba. Solo tenía un propósito. Acabar con la cabeza de la serpiente para que no pudiera amenazar su nueva existencia. A su familia.
Llenó sus pulmones de aire y resolución antes de dar el paso que revelaría la presencia del verdugo de Durand. Sin embargo, su intención se vio bloqueada cuando el mayordomo entró al despacho, forzándolo a detenerse a tiempo.
—Señor Durand, los hombres que trasladarán sus otras pinturas llegaron. ¿Quiere seleccionar aquellas del estudio que se llevará con usted?
—Sí. Acabemos con esto. Ya quiero irme.
Pierre oyó la puerta cerrarse y el silencio del vacío llenar el lugar.
Maldijo internamente, impaciente por concluir de una vez y marcharse antes de que alguien lo descubriera. Molesto, en un arranque de osadía, salió de su refugio, dispuesto a darle un toque más dramático a su encuentro padre e hijo.
Se sentaría en el sillón detrás del escritorio, volteándolo, para que cuando regresara, lo enfrentara y pudiera verle a la cara antes de contemplar cómo la luz se le fuera de los ojos.
Pero su curiosidad lo atrapó delante de la tela que cubría lo que parecía ser el tesoro que tenía a Belmont encaprichado.
Con gesto lento, descubrió la pintura y lo que encontró le cortó la circulación sanguínea. El aire se atascó en su pecho y un frío terrorífico recorrió su columna vertebral.
—No... —ahogó en un susurro—. Mon trésor. No tú. —El impacto inicial dio paso a una furia protectora—. No lo permitiré.
Miró su reloj y comprendió que tenía una decisión que tomar. Una que no le tomó más que un latido para hacer que se fuera por donde había llegado, dispuesto a todo para advertir a su amiga.
A su hermana.
***
Para Chris Webb, cada antesala a una acción de ataque era darle a su organismo una inyección de adrenalina que lo remontaba a sus días de Ranger de la armada. Una vida que siempre sintió como suya y uno de los motivos por los que ser agente del FBI pareció el camino lógico a seguir cuando el ejército quedó atrás.
No tan atrás en momentos como ese.
Aunque él no fuera a participar de manera activa, estar rodeado de otros agentes armándose y escuchando sus indicaciones era como estar en casa.
Sacar a relucir sus años de liderazgo era alimento para su orgullo. Especialmente cuando todos los hombres y mujeres que lo rodeaban lo observaban con la admiración y confianza de siempre, aplacando así las miradas recelosas de aquellos que lo habían visto vestir la vergüenza del acusado.
Comprendiendo las pautas a seguir, el círculo humano de agentes se disolvió, quedando Chris junto a su amiga Lara, con quien había orquestado la operación la noche anterior, después del encuentro con los Sharpe.
—¿No se molestará el jefe Estrada contigo por involucrarte cuando te ordenó alejarte?
—Me ordenó alejarme del asesinato de Harrison y Carly. —Escocía decir eso. Y para sumar más malestar, haber descubierto que Phil era de los buenos, y que también había estado investigando en secreto a Frank Cross y Hannah Moore, añadió una losa más a su carga de remordimientos—. Además, no participaré de manera directa. Tú estarás a cargo y yo cuidaré sus espaldas mientras ustedes hacen el arresto —indicó, siguiendo con la mirada el movimiento sigiloso del equipo de ataque táctico del FBI que se preparaba a unas calles del punto de interés.
Lara hinchó su pecho. Sería la primera vez que ella quedaba cómo líder de operación y le demostraría a su amigo, compañero y principal ejemplo, que la confianza depositada era merecida.
—¿Ellos... estarán presentes? —susurró Lara, alzando la vista hacia las cimas de los edificios, en busca de la fantasmal presencia.
—No lo dudes —sonrió orgulloso el atlético gigante—. Serán nuestros ángeles guardianes. Después de todo, estamos aquí gracias a ellos. No se lo perderían.
***
En cuanto Andrew detuvo su coche en la entrada de su casa, exhaló profundo al tiempo que apagaba la máquina. Encajó sus ojos oscuros en el espejo retrovisor, viendo el recuerdo del pequeño Noah en su asiento para niños. No había sido un viaje fácil. El pequeño había llorado durante la primera mitad de manera desconsolada, a pesar de los intentos de su madre por calmarlo y las caricias del perro, que acompañaron con sus propios gimoteos.
Para rematarlo, la evidente incomodidad de Andrew al no saber cómo tratar a un niño amplificó la tensión en el habitáculo. Su semblante serio y la preocupación por asegurarse que nadie los siguiera impidió cualquier tipo de acercamiento amistoso durante todo el trayecto.
En ese instante de reflexión en soledad, se preguntó cómo hubiera sido tener un bebé. Si hubiera sido un total incompetente con su propia hija y la melancolía lo azotó. De inmediato, sus pensamientos se redirigieron a la imagen de Aurora con Noah en brazos y las carcajadas infantiles que ella logró con tanta facilidad. La había visto resplandecer deslumbrada con cada gesto que el niño hacía entre abrazos, besos sonoros y palabras en un idioma ajeno justo antes de la desgarradora despedida.
Se cuestionó si el señor Sharpe también sería igual de torpe que él, o por el contrario, la luz de su esposa lo iluminaría, convirtiéndolo en un grandioso padre. Una media sonrisa asomó de un lado, sabiendo la respuesta.
Menó la cabeza. Le parecía injusto que alguien con tanta capacidad de amar como la hermosa joven creyera que no merecía ser madre, y deseó que la oportunidad que a él se le negó fuera otorgada al matrimonio Sharpe.
Distraído en su nebulosa, ingresó a su casa sin prestar atención. De repente su dermis se erizó. Abrió sus ojos buscando atravesar la penumbra del ambiente al tener las cortinas cerradas y afinó sus oídos. Algo se agazapaba allí. No podía ser sólo una impresión vana.
Una presencia desbordaba un aura perversa e infernal que parecía ahogar la sala.
Rebuscó en su cintura el arma que portaba y la empuñó delante de él. El corazón galopaba en su tórax y la respiración parecía estancarse en los pulmones con cada paso sigiloso que daba. Si había alguien ahí —lo que no dudaba—, este estaba al tanto de su llegada, por lo que su precaución parecía ridícula. Sin embargo, confiaba en que el invasor no supiera su posición exacta y poder así sorprenderlo.
El sorprendido fue él cuando una sombra lo atacó desde atrás. Registró tarde el movimiento, pero fue lo suficientemente rápido para esquivar el golpe total, recibiéndolo en el hombro al girarse en lugar de que su cabeza fuera el blanco.
Un hombre desconocido de rasgos orientales asestaba una continuidad de golpes que hacían retroceder a Andrew, que aturdido por el primero, apenas lograba rechazar los embistes. Su arma parecía inservible y esta terminó cayendo al piso.
Con las manos liberadas, se rearmó justo a tiempo para contratacar. Se abalanzaron uno sobre el otro, haciendo contacto con diferentes partes del cuerpo ajeno, o chocando con los muebles del lugar, sacudiendo todo a su paso.
Años de entrenamiento con Steve Sharpe y una anatomía robusta lo volvía un oponente formidable. Sin embargo, el extraño demostraba no ser un burdo ladrón atrapado en un robo.
Algo no estaba bien, pero la sucesión de puñetazos no lo dejaba pensar.
Otro cuerpo salió de la nada y apenas llegó a poner una de sus manos para detener un ataque punzante que atravesó su palma. No gritó, sino que apretó sus dientes, ignorando el arma que envolvió con sus largos y gruesos dedos, aferrándose a esta. Enterró más la punta en él, consiguiendo así evitar que el enemigo agregado pudiera volver a atacarlo con el extraño puñal.
Sus ojos se encontraron y lo que vio lo paralizó.
Ese error lo llevó a caer en la negrura de la inconsciencia cuando le asestaron un contundente golpe en la cabeza, marcando en su mente la mirada del monstruo.
Lo que había visto había sido la muerte.
—Vamos, negro de mierda. Despierta.
Una cachetada resonó, ardiendo en su mejilla con una sombra de barba. Aun así, Andrew simplemente parpadeó, despertando confundido. Terminó de abrir sus ojos espantado al asimilar lo que ocurría. Miró como pudo a su alrededor, descubriéndose atado de manos con una gruesa soga y colgado de una viga del techo de su casa.
Las coyunturas de sus hombros quemaban por el estiramiento forzado. Su organismo le reclamaba en diferentes partes y su rostro comenzaba a doler por los golpes recibidos. Un goteo sobre su cara lo hizo mirar hacia arriba, topándose con la herida sangrante de su mano izquierda.
—Por fin despiertas. Ya temíamos que tuviéramos que empezar la fiesta contigo inconsciente, lo que hubiera sido muy aburrido —habló a quien reconoció como el primer asaltante.
Era un hombre de unos treinta años o algo menos. Evidenciaba un cuerpo entrenado cubierto por ropa cargo negra, y sus rasgos orientales estaban fijos sobre él con una sonrisa burlona.
Su visión fue obstruida por el segundo atacante. También era oriental, pero su contextura era más prominente, equiparándose con su propio cuerpo. Lo que lo impresionó, fue la misma mirada que vio antes de desmayarse.
La nada.
La muerte.
—Tsuini watashiniha anata ga imasu —masculló entre gruñidos, sacando el mismo puñal que lo había atravesado antes, pasándolo por su rostro y bajando por su pecho hasta clavarse a la altura de su corazón—. Yoshida ke, tsuini fukushū o hatasu. Anata ga otōto ni gisei ni shita chi o itteki nokorazu atsumemasu.
Andrew no entendía sus palabras. Pero comprendía el sentido de estas cuando la punta del puñal se adentró en su piel. Apretó sus dientes, dispuesto a no darle la satisfacción de oírlo gritar. Sabía también que nadie afuera lo escucharía.
Vivía aislado por precaución, y eso se había vuelto en su contra.
—No sé qué dice mi querido compañero, aunque debe estar hablando de venganza.
El asistente de Sharpe frunció el ceño, sin comprender.
—Ah, claro. No he hecho las presentaciones pertinentes. —El sujeto, claramente americano, parecía disfrutar del evento—. Este es el hijo mayor del clan Yoshida. Ryota Yoshida. —Andrew comprendió en un relampagueo, pero no mostró ningún cambio en sus facciones—. Es el hermano mayor de Arata.
—No sé quién es ese Arata —escupió junto con sangre directo al suelo antes de fijar sus pupilas en Ryota, desafiándolo—. Pero si tienes que cobrarte su muerte, seguramente era un inútil bueno para nada.
Ryota entrecerró sus ojos, tensionando su quijada. De un brusco movimiento, clavó el kunai a un lado del torso de Andrew, forzándolo a retorcerse.
La falta de súplica o temor por parte de Andrew lo enfadaba. Por ello, retorció el arma y luego la deslizó por la carne de su abdomen, atravesando de lado a lado su anatomía, rasgando la ropa y creando una línea escarlata que se esparció en la tela.
—Verás —continuó el americano—. No te creemos. Sabemos que eres el informante del agente Webb. Le pasas información para lograr rescates. Lo que ha complicado a mi jefe y nuestra organización. —Andrew callaba, tratando de asimilar lo que oía—. Pero no es por eso que estás aquí, haciendo de piñata.
Un nuevo puñetazo en el pómulo lo sacudió sin anticipación, haciéndole ver estrellas. Su cabeza colgó sobre su pecho, por lo que John tuvo que sostenerle desde el mentón para que lo viera de frente.
—Tú mataste, mejor dicho, descuartizaste al menor de los Yoshida, quienes son socios de mi jefe. Por lo que ahora mi estimado Ryota, hará contigo lo mismo.
El imponente japonés movió a John de su lugar, quedando nuevamente él como protagonista. Andrew comprendió al hundirse en la gélida oscuridad de los inertes iris que su vida acabaría allí. No le quedaba más que asegurarse que la identidad del verdadero responsable del castigo de Arata —el hombre que había torturado a su adorada señora Aurora—, quedara a resguardo de aquellos asesinos.
Steve Sharpe le había dado una nueva vida, un nuevo propósito al rescatarlo años atrás, mientras que Aurora le había dado calidez y alegría. Un motivo para sonreír.
Por eso, los protegería hasta la muerte.
—Mátame de una vez, maldito.
—Paciencia. Todavía falta un invitado —respondió John, sacando del morral que había dejado a un lado, una laptop.
Lo que le había solicitado su amante para el ritual de venganza. La colocó en una mesa frente al cuerpo colgante de Andrew y la encendió. La pantalla tardó unos segundos en iluminarse. Con unos rápidos dedos, el corrupto agente tecleó las órdenes necesarias para que del otro lado apareciera el rostro de un hombre japonés de edad avanzada.
Su mirada severa irradiaba desprecio cuando detalló a Andrew, quien le devolvía el mismo odio.
Ryota se inclinó en un saludo respetuoso a su padre y líder del clan.
—Padre, por fin tengo al asesino de Arata. Lo haré pagar sangre por sangre para ti. Por el honor de la familia. Por el clan Yoshida.
Mantuvo la reverencia hasta que su padre habló.
—Quiero verlo bien.
A una indicación de Ryota, John tomó la máquina y la acercó al rostro amoratado de Andrew.
—¿Mataste a mi hijo? —Su inglés era casi perfecto, con acento británico—. ¿Lo hiciste?
—Jódase.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque era una mierda. Una escoria que tomaba la vida de mujeres y niñas inocentes.
—¡No me importa! Era mi pequeño. Y tú me lo arrebataste. Ahora, mi hijo mayor te hará sufrir la misma agonía.
—Tu hijo era una marica. Lloró como una niña pidiendo por su papi —soltó, mofándose, mirando con un ojo cerrado hacia el viejo Yoshida —. Gritó, pataleó y hasta se meó.
La risa rasposa quedó suspendida en el aire cuando Ryota, comprendiendo el insulto, clavó su puñal en el pectoral derecho, logrando que su presa solamente gruñera, cerrando fuerte sus ojos.
Usó el kunai para abrir por completo las vestiduras de Andrew, dejándolo con la parte superior de su cuerpo desnudo. Pasó el filo de norte a sur, por el medio del torso, abriéndolo levemente. Los cortes siguieron en líneas paralelas, aumentando cada vez la profundidad.
La sangre se mezclaba con las gotas saladas que chorreaban por los poros y el ambiente se cargó de olor a cobre, sudor y gemidos ahogados. Pero Andrew no cedía. Entre quejidos y sacudidas, provocaba la rabia de los japoneses, anhelando la estocada final.
Pero esta no llegaba y los minutos se dilataron, convirtiendo la tortura en una sentencia que parecía eterna.
Hasta que su cuerpo dejó de doler, vencido por el castigo físico. Su visión se volvió borrosa, opacada por la sangre y por la debilidad que caía sobre él. Apenas notaba los movimientos del criminal, que no se detenía, bailando a su alrededor una danza macabra de cortes y golpes.
Percibía la llegada de su hora. Y la esperaba.
Aunque no se iría antes dejar en su palma derecha un mensaje. Una advertencia para el señor Sharpe.
Esperaba que con su muerte, la venganza de los Yoshida también se extinguiera.
Sonrió con la boca ensangrentada. Sus dientes manchados aparecieron en una última burla.
—¿De qué te ríes, imbécil?
—Te quitaré la sonrisa de la cara —amenazó Ryota en su idioma.
El kunai atravesó con profundidad el abdomen de Andrew y lo movió en una nueva línea horizontal, abriendo por completo su carne y destruyendo sus órganos por completo.
Con un dolor extremo y lento, la vida del hombre se fue apagando.
La sonrisa cayó al igual que su cabeza. Sus fuerzas se agotaron y los últimos brillos de su mente fueron ocupados por una sonrisa amorosa y unos ojos marrones que había amado toda su vida.
<<Rhonda>>.
Se iría finalmente con ella, seguro de que lo esperaría con sus brazos abiertos. Llegaría convertido en un mejor hombre del que había conocido. En el hombre digno de su amor.
N/A:
¿Cómo quedaron? Me ha costado armar y rearmar muchas veces esta escena final, porque Andrew merecía algo que impactara. Espero que haya quedado bien. Para mí, se fue como un héroe, protegiendo a los que quiere.
Pero esto solo es el comienzo de la cacería.
Espero les haya "gustado". Comenten y voten.
Gracias por leer, Demonios!
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