Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

59. Nochebuena... y no tan buena 🔞

59. Nochebuena... y no tan buena.

El frío estaba siendo insoportable. Gigi apretaba bien fuerte a Noah contra su pecho, aunque la cantidad de abrigo fuera más que suficiente. Especialmente con el nuevo guardarropas del que disponían gracias a Peter, quien había desaparecido.

Revisó a las enemigas grises arriba de ellos y supuso que la nieve llegaría de un momento a otro.

Se detuvo frente al edificio que por el último año consideró su hogar, bajando al suelo a Noah. Si bien, era una miseria, fue su espacio, el de ella y su hijo. Hasta que ese asqueroso casero quiso pasarse de los límites.

Gigi se acuclilló frente al niño, besando la pequeña nariz ante de darle las siguientes indicaciones.

—Noah, cariño, vamos a jugar a ser muy silenciosos. ¿Sabes qué es eso? —Sacudió su cabeza en un gran sí—. Y nos moveremos igual de rápidos que Mickey.

—¿Po qué no vino Mickey?

—Porque hace mucho frío, bebé.

Otra vez de pie, suspiró para insuflarse valor.

—Bien, aquí vamos.

Deseando no encontrárselo, ingresó en busca de las escaleras para llegar hasta el que todavía era su piso. Tenía que retirar lo que le faltaba. Y llevarse de la calle a su Chatarra, donde había quedado tras el rescate del hombre de la cicatriz.

Cuando iba a tomar el primer peldaño, la puerta que tanto temía se abrió. Sintió pánico, paralizándose en el lugar, y se giró para enfrentarse al hombre, escondiendo detrás suyo a su mayor tesoro.

Sus ojos se abrieron con sorpresa cuando lo vio lleno de moretones y vendajes por todo el cuerpo. Sus ojos, su boca, sus brazos estaban morados o vendados. Se movía con dificultad cargando una bolsa de basura cuando se detuvo al sentir la mirada sobre él.

—¡Tú! ¿Qué-qué haces aquí? —Su tono la extrañó porque parecía temblar—. ¿E-estás sola? —miraba hacia la puerta de acceso, confirmando que nadie más se hallara allí.

—Sí. Sólo vine por unas cosas. Luego me iré. A fin de mes le daré lo que le debo y abandonaré el lugar.

—Sí, sí. Claro —titubeaba, nervioso—. Como quieras. Yo... bueno, tengo que sacar la basura.

Vio el lento cuerpo bambolearse hasta salir y ella, con una desagradable sensación en su estómago, subió las escaleras.


—Vamos Chatarra... por favor, bebé... no me dejes así. Hace un frío de mil demonios —lloriqueaba, girando la llave en el contacto y bombeando el pedal para darle vida a su coche.

Maldijo golpeando el volante y dejando caer su frente sobre este cuando aceptó lo inevitable.

Chatarra había pasado a mejor vida.

—No tenemos otra opción —comentaba a su único oyente, el niño que desde su silla la miraba con ojos curiosos—. Deberemos irnos de regreso en autobús.


Con las pocas cosas que le quedaban, lograron acomodarse en dos asientos una vez el transporte llegó. Noah iba dibujando sobre el cristal empañado y señalando cada tanto lo que le llamara la atención desde el otro lado.

—¡Mami, mami! —gritó entusiasmado, con el brillo luciendo en sus pupilas y una gigante sonrisa ocupando su rostro infantil. Sus manitas se apoyaban sobre el frío vidrio—. Santa. Ahí etá Santa. Quelo, po favooooo.

Efectivamente, un gordo y risueño Santa sentado en su gran trono rodeado de elfos recibía a niños sobre su regazo en un espacio navideño decorado en Central Park, cerca de la pista de patinaje.

Deseaba inventarle alguna excusa y seguir camino al apartamento, aprovechando que ese día y el siguiente, Mitchell se los había dejado libres —no dudaba de que Peter tuviera algo que ver—; darse una ducha caliente, preparar un par de tazas de chocolate con malvaviscos y quedarse ese veinticuatro sentados frente al televisor viendo alguna película navideña que hiciera reír a su hijo.

Pero no pudo.

Sabiendo que no tendría más alegrías que cederle a su pequeño, aceptó.

Reconoció que había hecho lo correcto cuando el menudo cuerpo se abalanzó contra ella con un gritito de felicidad.

Bajaron del transporte apurados, chocando con todos y caminaron las calles que se habían alejado de la parada. Sabía que habría mucha gente, pero cuando se enfrentó a una extensa línea de adultos y niños anhelando su minuto con el falso Santa para expresarle su pedido, resopló, con la fatiga anticipada de la espera en pie.

Pero Noah parecía más enérgico y sus hoyuelos hundidos en sus mejillas y los ojos resplandecientes fueron la carga de baterías que necesitaba.

***

Arrastraba los pies sobre la acera, inhalando cada tanto el tabaco que sostenía entre sus dedos y repitiendo en su cerebro cada minuto del encuentro con su fantasma. Su cabeza le dolía desde hacía días, como si en su interior se librara una batalla de espadas chocando y gritos enajenantes.

El sentir contradictorio entre avanzar o dejarse vencer por la culpa lo carcomía.

Culpa.

Esta venía de diferentes direcciones y lo tenía acorralado.

Culpa por no salvarla. A su trésor.

Culpa porque no pudiera entregarse a Gigi sin ponerla en riesgo.

Sin repetir el pasado.

Sabía que estaba siendo un cabrón de primera al ignorar las llamadas que esta le había estado haciendo después de su huida cobarde. Pero... ¿qué podía ofrecerle, más que peligro?

Una niña saliendo con un cachorro en brazos de una tienda de mascotas junto a sus padres lo hizo frenarse de repente. Los adultos cargaban lo que parecían ser tres pares de patines para el hielo. La humedad en ciertas partes de las ropas de cada uno le indicó que habían estado disfrutando de alguna pista cercana.

Siguió con la mirada a la familia feliz que celebraba a su nuevo miembro y volteó al lado opuesto, viendo otros cachorros jugando en su pequeño corral detrás del cristal. Sus ojos se detuvieron en un objeto en venta y se encontró a sí mismo sonriendo a través del reflejo.

Lanzó el cigarrillo con un golpe de su dedo mayor, echando la última carga de humo al cielo antes de entrar al negocio.

Aquí venía una nueva contradicción.

***

Steve y Aurora caminaban de incógnito usando gorros y lentes oscuros por Central Park, abrazados, conversando y admirando la nevada que comenzaba a caer. Él usaba unos vaqueros y un largo tapado negro, mientras que ella hacía danzar la falda gruesa de un vestido rojo, debajo de un corto abrigo de lana gris.

Los lentos y etéreos copos parecían flotar y Aurora los recibía sobre su mano libre, mientras la hacía bailar en el aire.

—Me gustaría hacer algo contigo —soltó Steve en un profundo arrullo dándole un beso en la sien.

—Ya estamos haciendo algo.

—No esto. —Le hizo cosquillas a los costados y sus campanillas al estilo Principito le hicieron feliz—. Imagino que no has patinado sobre hielo.

Aurora se detuvo y Steve hizo lo propio, enfrentándola y rodeando su cintura con sus brazos, acercándola a él.

—No. No he patinado nunca. No sé hacerlo —dijo, apoyando sus manos sobre el pecho masculino. Sus ojos se encendieron detrás de los cristales opacados ante la posibilidad de una nueva experiencia—. Enséñame, por favor —suplicó con voz suave.

—Eso tengo planeado.


En minutos estuvieron en el Wollman Rink, en la pista de patinaje del parque. La joven entusiasmada ignoraba a la multitud, concentrada solamente en su compañero.

—Mi niña, quédate aquí afuera. Entraré primero. Obsérvame y luego sigue mis pasos.

Sabía que era su forma de aprender. Memorizaría cada movimiento que hiciera para poder replicarlo después.

Replicarlo y mejorarlo.

—Sí señor —bromeó imitando el gesto de un soldado.

—Atrevida —reprendió con una nalgada antes de deslizarse lejos.

Aurora seguía con ávidos ojos todo lo que hacía su magnífico esposo. Era elegante y fluido en sus movimientos. Ella sería una máquina perfecta, capaz de aprender y memorizar cualquier cosa en cuestión de segundos, pero que el hombre que la tenía completamente cautivada dominara actividades tan diferentes y maravillosas la asombraba.

La regia figura se detuvo echando trozos de hielo justo al lado de donde esperaba Aurora aplaudiendo.

—¡Steve, eso fue completamente increíble! Tienes muchos talentos.

—Lo sé —respondió arrogante. La envolvió con sus brazos y atacó sus labios ferozmente, elevándola a las nubes incluso después de que el beso había finalizado.

Volvió en sí cuando la gran mano enguantada de negro de Steve se abrió delante de ella.

—¿Bailas conmigo sobre el hielo, amor mío?

—Bailaré contigo en todos lados, por siempre —respondió con una mezcla de entusiasmo y emoción.

En cuanto quiso avanzar sobre la resbaladiza superficie, casi se cayó. Sólo los fuertes brazos de su marido la detuvieron. La sorpresa la hizo reír a carcajadas. Pero la inestabilidad duró unos segundos en la mutante, que enseguida comprendió cómo compensar los desequilibrios, dominando su cuerpo.

En un parpadeo ya estaban patinando los dos juntos, de la mano, dando círculos, bailando como lo hacían en cada oportunidad que hallaban.

Reía sin parar y sus risas conmovían a Steve. Entonces, observó que Aurora se quedaba quieta, con la mirada perdida hacia otro punto.

—Cariño... ¿todo en orden?

No respondió.

Se giró para saber qué había captado su atención, descubriendo a una patinadora que mostraba toda su experticia sobre el hielo.

Volvió la vista y supo, por la expresión seria en el rostro de su mujer y las llamas de sus iris encendidos, que su sorprendente mente estaba registrando sus próximos desafíos. Poder imitar con la gracia de una experta lo que le enseñaba involuntariamente la desconocida patinadora.

Les esperaba un espectáculo protagonizado por la magnífica criatura.

***

Con el atardecer entrando por los ventanales, los Sharpe regresaron a su hogar. Hunter los esperaba en la puerta en cuanto el sonido amortiguado del elevador lo alertó.

—Hola bebé —saludó la joven después de entregarle su abrigo a Steve, quien los colgó en el recibidor—. ¿Nos extrañaste?

—Siempre te extraña. Es un malcriado —peleó, pero su gran mano acarició la cabeza del cachorro con cariño.

—No le digas así.

—Me calienta que hagas un puchero.

Mordió las carnosas cerezas de su esposa, obteniendo una sonrisa.

—A ti te calienta todo.

—Si viene de ti, por completo. Lo asumo.

—Bien —celebró con coquetería. Lo tomó de la mano y lo guio hasta el gran árbol navideño que decoraba la sala. Debajo de las ramas, una pequeña caja envuelta con delicado papel de regalo esperaba ser descubierto.

—¿Qué es esto? —preguntó confundido Steve.

—Mi primer regalo. Y me alegro haberlo preparado después de lo que tú me obsequiaste hoy.

Lo abrazó por la espalda, pasando sus brazos por el firme abdomen.

—Mi niña, los regalos se entregan mañana, en navidad, en la casa de papá.

—Este no podía ser abierto junto con los demás. Mañana verás el resto.

—Estoy intrigado.

—Quería darte algo especial. Después de todo, tú vives regalándome cosas y yo no tengo nada para entregarte. No me bastaría una vida para devolverte lo que me has dado.

—No te doy nada que no merezcas —respondía, acariciando la piel de los brazos que lo envolvían—. De hecho, no me dejas darte más. Quisiera llenarte de mil presentes cada día.

—No necesito objetos. Tú me has dado lo más valioso que existe y que no entra en ninguna caja. Mi libertad y tu amor. Sólo los necios creen que necesitan algo más —se encogió de hombros—. Además, todo lo he comprado con tu dinero, así que, en realidad, no te he dado nada.

—¿Y esto, entonces? —señaló el paquete envuelto con una media sonrisa socarrona.

—Eso sí es algo que puede venir en una caja, pero que se aprovecha mucho más cuando está vacía. Es más divertido.

Sin comprender el acertijo, el hombre se liberó de los brazos de su esposa y caminó hasta tomar el obsequio. Lo desenvolvió y descubrió que era una caja de una elegante marca de lencería. Sonrió con lascivia.

En cuanto la abrió, la encontró vacía y su sonrisa cambió a un gesto de desconcierto. Sin comprender lo que ocurría, se dio vuelta para mostrar la ausencia del presente y se quedó boquiabierto.

Aurora había dejado caer su vestido y llevaba el contenido del empaque puesto.

Un elegante, sensual y delicado conjunto de lencería de encaje rojo, con algunas transparencias que dejaban a la vista sus pezones. En los pies, mantenía los zapatos de taco aguja rojos que había vestido toda la mañana y que a Steve le fascinaban.

Ahora comprendía por qué llevaba los labios pintados de intenso rojo. Todo en ella gritaba erotismo.

—Te dije —ronroneó—. La caja vacía es mucho mejor que si contuviera la prenda.

—Oh, Aurora —rugió, como si fuera un león a punto de saltar sobre su presa.

Sus ojos estaban encendidos y procedió a efectuar su ataque, pero ella lo esquivó con agilidad y tomándolo por los hombros, lo giró y empujó de manera de dejarlo caer en el gran y elegante sofá de la sala. En cuanto él intentó levantarse, ella lo detuvo apoyando uno de sus pies sobre su musculoso pecho, con la rodilla flexionada, clavándole el tacón.

Steve gimió ante el doloroso placer al sentir el pinchazo a pesar de la ropa que lo protegía y capturó su tobillo para recorrer su pierna con sus dedos. Aurora respiraba agitadamente ante el estímulo que le erizaba la piel y alcanzaba a cosquillearle su femineidad, y con una sonrisa provocativa, bajó su pierna, liberando a Steve, mas cuando este intentó atraparla para atraerla hacia él, ella se escapó, con una risita coqueta.

Se mordía el labio inferior y caminaba hacia atrás por la amplia sala, sin quitar la vista de su cazador. Tenía la mirada refulgiendo con furioso fuego dorado.

Cada paso que daba Steve hacia adelante, era respondido con otro en reversa de parte de Aurora, con la elegancia de un gato. El hombre se desplazaba con su distinguido y seguro caminar mientras se iba quitando su ropa.

El jersey, paso; la camisa, paso; el cinturón, paso; los zapatos, paso; los calcetines, paso; el pantalón, paso; el bóxer, paso.

Cada prenda marcaba un punto en el trayecto hasta la habitación principal donde Aurora lo había ido conduciendo sin mirar hacia atrás, subiendo por las escaleras. Cuando Steve alcanzó la puerta, la cerró tras de sí. No dejaría que su botín se escapara.


Ella estaba de pie, delante de la cama. Sostenía en sus manos lo que parecía un pañuelo también rojo.

Comenzó a moverse con sensualidad, bailando para su única audiencia, jugando con sus manos sobre su cuerpo, pasando la tela con erotismo por su dorada piel.

Steve, desnudo, buscó tomar el cuerpo de su mujer, pero una vez más, lo rechazó con una mano, manteniendo el codo extendido. Lo dejó de pie, dando vueltas alrededor de su perseguidor que en ese momento no podía moverse, disfrutando del juego.

—Estás a mi merced —amenazó contra el lóbulo de Steve, mordisqueándolo—. Ahora serás un buen chico.

—No me gusta ser un buen chico —protestó, tomando con sus manos el culo de su esposa.

La seda escarlata se deslizó primero por el cuello del hombre y cuando subió a la altura de sus ojos, instintivamente, buscó apartarse.

Aurora conectó su mirada con la de él, cambiando momentáneamente el resplandor de la lujuria por el de la ternura.

—¿Confías en mí, Steve?

Esa pregunta, su mantra, lo relajó.

—Con mi vida, mi amor.

Se dejó llevar a las tinieblas y concentró sus otros sentidos en la nueva experiencia.

Aurora llevó sus manos por el cuerpo alto y delineado de su marido, admirando a su Adonis. Lo recorría con la yema de los dedos y después comenzó a hacerlo con la boca y la lengua. Lo pellizcaba con los dientes sin dejar de rodearlo. Alternaba entre su pecho y su espalda, su abdomen y sus hombros. Sus manos acariciaron sus firmes nalgas y su miembro grande y duro.

Allí se detuvo.

Jugó con él mientras crecía en su mano.

Steve estaba perdiendo la cabeza. Volteaba los ojos por detrás de sus párpados y gemía cada vez más fuerte. Lo enloquecía el juego en el que estaban.

Apenas rozaba la piel de Aurora que ella desaparecía detrás de él para luego volver a emerger del otro lado.

Cuando ella sujetó su pene sintió que estallaría.

Sus sentidos se alertaron al no sentir más su calor o su tacto. Anhelante, se quitó la venda y lo que vio le hizo relamerse.

La joven de piel de terciopelo estaba en la enorme cama, gateando, invitándolo a tomarla. Se arqueaba, acentuando su delicioso trasero y su escote rebosaba de la pecaminosa fruta. Seguía usando los tacos rojos.

Y no dejaría que se los quitara.

Por fin, saltó sobre su presa, que rio ante el acto desesperado de su marido. La sujetó por atrás y le dio pequeños mordiscos en sus glúteos. Mientras más gritaba, más fuerte la mordía. Ubicó sus manos a los lados de las delicadas bragas y se las bajó a la mitad de sus muslos, sin llegar a quitárselas. La tomó por la cadera y se arrodilló detrás de ella.

Estaba tan desquiciado que la penetró con fuerza. Llevaba sus manos por toda la espalda, bajaba a los senos que los presionaba, masajeándolos, para volver a apretar su cintura y embestirla con más rudeza.

Aurora respondía bailando contra su pelvis por una eternidad, sin disminuir el ritmo. Ambos gemían de placer hasta que sintieron los espasmos orgásmicos y él se arqueó hacia atrás y se quedó varios segundos hasta reponerse.

Despacio, se liberó de su mujer la cual giró, dejándose caer sobre la cama, acomodándose las bragas. Steve seguía arrodillado, recuperando el aliento, sin dejar de seguir los movimientos de Aurora, que parecía pedir por más. Usaba sus propias manos para seguir las líneas de su cuerpo, mordiéndose su labio.

Levantó una de sus largas piernas y volvió a presionar el tacón sobre el pecho desnudo de Steve, que se defendió sujetándole el pie, despegándolo del contacto, pasando a besar el interior de la pierna, hasta llegar al muslo.

Aurora reía con las cosquillas que le provocaban los labios de su sensual marido hasta alcanzar su ombligo. Lo lamió al tiempo que sus manos continuaron hasta sus senos, jugando con sus pezones a través del delicado brasier. Ella se arqueaba ante el estímulo, sujetando con fuerza el cabello de Steve.

El hombre bajó otra vez a la cadera y mordió la tela de las bragas que cubrían nuevamente el sexo de su mujer, estirándolas. Enredaba entre sus dedos el borde superior de la prenda, y en un gesto de desesperación, se la arrancó. Ella gritó ante la sorpresiva reacción, pero sabiendo lo que buscaba su esposo, abrió sus torneadas piernas y lo envolvió con ellas.

Sabía que estaba listo para poseerla una vez más.

Así fue.

Sin el obstáculo del suave encaje, Steve buscó el interior de su húmeda y dispuesta mujer en un nuevo contacto, más profundo, más melódico.

De miradas enredadas y cuerpos borrados.

De besos que fundían sus almas en uno.

De vaivenes armoniosos y sonidos cantados de cuerpos y voces llenando la habitación de jadeos.

Cuando sus orgasmos estallaron en sus doradas supernovas, gritaron el nombre del otro y los <<te amo>> se repitieron hasta que quedaron susurrados en el oído ajeno.


Quedaron los dos boca arriba, uno al lado del otro, respirando agitadamente, cada uno con una sonrisa de satisfacción en sus rostros.

—Ese fue un gran regalo de navidad, cariño.

—Eso pensé —rio entre dientes y se movió, acurrucándose en el hueco debajo del brazo de su esposo y jugando con el pulpejo de sus dedos sobre sus abdominales—. Siempre dices que fui el mejor regalo de cumpleaños. Quería ser también el de navidad.

—Lo eres —la apretó con fuerza y la besó en la frente—. Lamento haber roto tus bragas.

—No rompiste. Destrozaste —se sentó sobre su pelvis—. No importa. Sigo sin habituarme a usar ropa interior.

—Lástima, te queda de puta maravilla.

Aurora rodó los ojos, vencida ante el vocabulario.

—Bueno, será cuestión de acostumbrarme.

Lo besó en los labios y se recostó sobre su largo cuerpo, apoyando su cabeza en el pecho, girada hacia la ventana. Cerró los ojos, sintiendo los suaves dedos de Steve recorriendo su espalda. El perfume de su piel la embriagaba y el latido de su corazón, ya repuesto del esfuerzo, la hipnotizaba.

—Felices saturnales, Steve, amor de mi vida.

—Feliz navidad —rio—, Aurora adorada.

La abrazó con fuerza. De repente, no era la erótica mujer que lo provocaba, sino la dulce joven de la que se había enamorado.

La presionaba contra su cuerpo como si buscara asimilarla. Ser parte uno del otro, eliminando los límites físicos que los separaba. Así, no volvería a ser un hombre desalmado. Ella, era su corazón.

Para siempre.

Más allá de la vida.

***

La tarde se había hecho eterna para Gigi, que regresaba exhausta caminando por la acera, sintiendo como si cada copo de nieve pesara una tonelada sobre ella. Todo lo contrario de Noah, que lo hacía a los saltos y hablando en su propio idioma a una velocidad pasmosa.

Y como si todavía tuviera energía para gastar, se soltó del lánguido agarre para correr hacia adelante con un grito de guerra que cada vez se hacía más habitual.

—¡Petel! ¡Peeeeteeeeel!

El joven atrapó el saltó kamikaze y al enderezarse lanzó la pequeña carga al aire, haciéndolo estallar en un sinfín de risas estridentes en su breve vuelo. Todavía con las risas resonando, apretó el infantil cuerpo contra el suyo cuando los menudos brazos se enrollaron alrededor de su cuello.

—¿Qué haces aquí, Peter?

El muchacho miró hacia su coche y luego a ella. Las palabras murieron en su boca antes de nacer.

—Pasaba por aquí y quise saludar.

—Pasabas por aquí —repitió en un hilo de voz.

Se encaminó al interior y él, como perro faldero, la siguió.

Los tres ingresaron al edificio escuchando las actualizaciones que Noah le hacía a Peter desde la última vez que habían estado juntos. Con una mano libre, Peter presionó el botón del elevador. Lujo que no tenía Georgia en su antiguo apartamento.

Todo el viaje fue llenado con la vocecita de Noah, en tanto Gigi se mantenía cabizbaja y Peter la mirada de reojo.

En cuanto pasaron al interior de su momentáneo hogar y dejó todo lo que había recuperado a un lado de la puerta, se volteó hacia Peter, que cargaba todavía a Noah, quien no detenía su verborragia inentendiblesobre la visita a Santa.

—Noah, cariño, ve a tu habitación. Mickey de seguro te extrañó, ve a jugar con él.

Shi mami. ¡Mickey! ¡Vi a Santa! —gritó corriendo con sus pasitos a punto de tropezarse.

Gigi esperó a estar solos.

El extranjero se acercó a ella que estaba de espaldas, tratando de ordenar su cabeza y obtener algo de fuerza de voluntad para no ceder ante él.

—¿Dónde estuviste, chaton?

—No es de tu incumbencia —siseó, apartándose para dirigirse a la cocina y fingir preparar algo de comer. Sentía la fuerza de la mirada de Peter sobre su nuca y resignada, se volteó—. Fui a buscar lo que nos faltaba.

—Me hubieras avisado y te acompañaba. No me gusta saber que ese casero pudo haberte hecho sentir incómoda otra vez.

Gigi se cruzó de brazos, en plan de pelea, haciendo que Peter retrocediera expectante.

—Es difícil que te enterases cuando no has respondido mis mensajes.

—Cierto —pasó su mano enguantada por su rostro fatigado—. He estado... ocupado.

—No me mientas, Peter. Estoy cansada. Y por el señor Berker, no te preocupes. Al parecer, alguien le dio una paliza porque estaba muy malherido. No creo que tenga fuerzas para intentar nada.

—Pues no me sorprende —se encogió de hombros, despreocupado.

Los párpados de Gigi se entornaron, focalizando al joven.

—Quítate los guantes, Peter.

Los ojos turquesas tocados por el gris se oscurecieron de manera peligrosa. Pero Gigi no pensaba amedrentarse.

—¡Qué te los quites! —gritó, marcándose su tonada nativa.

Enseguida miró hacia la habitación de Noah. Exhaló tranquila al ver que la puerta se mantenía cerrada.

La quijada de Peter se apretó notoriamente. Su altura emergía imponiéndose a la reducida anatomía cuando este quedó a un palmo de distancia, forzándola a inclinar su cabeza hacia arriba, en tanto él quedaba curvado como una sombra sobre ella.

El perfume que siempre lo envolvía, mezclado con el penetrante olor a tabaco hicieron arrugar la nariz de Gigi.

—¿Qué quieres saber, Georgia?

La manera en que pronunció su nombre —modulándolo con el toque británico sobre su acento francés—, la voz de ultratumba y la fiereza de la mirada la hicieron estremecer. Pero duró un segundo.

—No me lo dirías si te lo preguntara. Nunca respondes. Te cierras.

Peter gruñó por lo bajo. Sin desprender la presa de sus ojos, se quitó los guantes con lentitud y los nudillos recuperándose fueron la respuesta que Gigi buscaba. A su mente regresó la noche en que la había rescatado —una vez más—, su ausencia y su posterior regreso. En su distracción, no había notado las manos heridas.

Aunque viéndolo en restrospectiva, tenía sentido.

Tomó sus manos de dedos largos y las sostuvo entre las suyas, mucho más pequeñas.

—Debes detenerte, Peter.

—No me vengas con mierdas morales, porque sabes que ese gordo pervertido merece mucho más que unos golpes. Quiso usarte como a una cualquiera y yo jamás lo permitiría.

—No me interesa él. Me preocupas tú. ¿Y si hubiera llamado a la policía?

Mon chaton —suavizó su semblante llevando una palma a la mejilla pecosa, acunándola—. Es lo que soy. Es mi naturaleza. No le pides al escorpión no picar. No me pidas que no defienda lo que me importa.

—¿Te importo?

—Más de lo que deberías.

Los ojos de otoño se aguaron y no pudo controlar la voz quebrada.

—¿Qué es esto, Peter? ¿Qué quieres? Vas y vienes. Me envuelves y luego me apartas con tu distancia y secretos. Ya no es igual que antes. Ya no quiero que golpees a todos y te lastimes. O nos lastimes a Noah y a mí.

—Sé que te debo una explicación.

—No. Ese es el tema. No me la debes. Fuimos claros en lo que es esto —señaló con su dedo de uno a otro—. Pero Noah se está ilusionando... por favor... te lo suplico, Peter —susurró, acercando sus labios hacia los viriles, que le respondieron descendiendo hacia los suyos en un beso pausado y sostenido—. No me rompas el corazón. A Noah y a mí.

<<Porque estoy enamorada de ti>>.

Con ese último y etéreo roce de labios, Peter asintió en silencio y se marchó.


Con la puerta cerrada, la menuda madre se desarmó y ahogó su llanto tras su mano.

El sonido de la puerta abriéndose detrás la hizo guardar su dolor. Con una sonrisa impostada y con rápidos parpadeos que alejaron las lágrimas, recibió a su pequeño que sostenía en su manita una hoja doblada por la mitad.

Delante se veía el garabato de intenso rojo de un hombre obeso.

—¿Qué tienes allí, cariño?

Calta a Santa.

—Ya le dijiste qué querías.

Hizo un puchero, arrugando su frente.

—Bien, bien. A ver, ¿qué le pediste?

—¡No! —gritó, escondiendo la carta en su espalda—. Solo Santa.

—Cuántos secretos —masculló, meneando la cabeza—. Muy bien, mi pequeño artista, pongamos esa carta en el arbolito.

***

Azotó la puerta de su coche al bajarse después de aparcar en el estacionamiento subterráneo de su edificio.

—Joder. ¡Qué mierda estoy haciendo! —maldijo apoyando sus manos sobre el techo, dejando caer su cabeza entre sus brazos.

Sus pupilas enfocaron el montón de regalos que habían quedado en el asiento trasero y que no se atrevió a entregar de frente a la castaña cobriza que escupía fuego de sus bellos ojos pardos.

Mon chaton, no me la haces fácil —sonrió de medio lado burlándose de sí mismo—. En realidad, soy yo el que todo lo complica. Pero mañana, joder, que mañana le daré a mi pequeño la mejor navidad de su vida.


N/A:

¿Qué creen que Noah le pidió a Santa?

Otra vez Aurora y Peter estuvieron cerca... ¡qué nervios!

Espero que les haya gustado. No se olviden de comentar y votar!

Gracias por leer, Demonios!

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro