44. Petit Chat 🔞
44. Petit Chat.
Peter estaba exultante. A pesar de la visita a Durand, no podía dejar de saborear la reciente experiencia con el boy scout. No lo habría matado, pero llevarlo al borde del abismo había sido divertido.
La adrenalina de la persecución, ahora ya aplacada, había ahogado su sangre ese lunes. Lo disfrutaba. Disfrutaba sentir que la vida y al muerte jugaban a los dados con él, como él lo hacía con otros.
Eso era lo que necesitaba. Tomar algo en sus manos. Sacudir las cosas a su manera y no mantenerse bajo las órdenes de alguien más.
De su padre.
Ya no valía la pena espiar al agente. De seguro estaría como perro guardián atento a su alrededor y con el hocico en alto para captar cualquier aroma. No importaba. Esperaba que en algún momento bajara la guardia.
Y aunque ahora le había dado un nuevo propósito —descubrir la conexión con la sombra que protegía al agente—, lo haría en sus propios términos. Con una nueva estrategia.
El motociclista que le había disparado y que había evitado que su objetivo recibiera una bala en el cráneo. En su opinión, un simple estorbo.
Se había mantenido de buen humor los últimos días. Además del hecho de haber estado lejos del club, para evitar a cierta niñata irreverente. Sin embargo, ese sábado había tenido que ir, aunque esperaba seguir evitándola.
Al pensar en ella, todo su regocijo se esfumó como la viruta de humo del cigarrillo que fumaba. Miró el tabaco entre sus dedos y maldijo para sí mismo.
Era un asesino sádico. ¿Cómo podría pensar en una chica dulce —y ácida si de él se trataba—, como Gigi? ¿Con un niño que desbordaba inocencia y ternura?
Una vez más, hallaba razones para mantenerse alejado. No importaba lo que le generara su proximidad o que no pudiera dejar de pensar en la pequeña mesera. La única que había logrado ocupar su mente después de ella.
No tenía nada que ver con su vida y no podía ser tan egoísta y cabrón de salpicarla con su mierda. Tenía una lección marcada a hierro en él.
Tenía que enfocarse en su misión.
Acabar con Webb y volver lo antes posible a sus tierras.
En cuanto esas palabras asomaron a su mente, irremediablemente, sus ojos cayeron sobre Gigi, como si de un par de anclas se tratasen. Ese era el amarre que lo mantenía atrapado contra su voluntad.
Aunque su cerebro le reprochara que debía mantener su idea, algo en el medio de su pecho que creía endurecido y seco, trataba de rajarlo y hacer polvo sus planes.
—Debe ser sólo atracción —se dijo—. Sí. Excitación. Tal vez, sólo deba echarme un polvo con ella. Y de seguro todo terminará.
No sabía qué decía. Hacía meses que no sentía algo semejante y era estúpido su razonamiento.
Tratando de distraerse de sus peligrosos y condenantes pensamientos, recorría cada palmo de la planta baja con visión de águila. Las idas y vueltas de las camareras, los frenéticos pedidos en la barra y las bailarinas con sus pecaminosos bailes. Analizaba los nuevos clientes. El lugar ahora tenía más hombres y entre ellos, la clase de individuos que enriquecían la parte favorita del negocio de Durand.
Regresó a su ninfa sin poder evitarlo, deteniendo su atención en unos imbéciles que la incomodaban. Parecía responderles con esa actitud que dejaba bien claro que no aceptaba mierda de nadie. Se tensionó al ver que dos de ellos se ponían de pie, asustándola.
Sintió el impulso de abandonar su nido. Pero antes de actuar, observó como uno de los vigilantes del club, Mikola, los instó a marcharse. No parecían querer hacerlo por las buenas y otra vez una urgencia efervescente se apoderó de él con la fiereza de una volcán a punto de erupcionar.
Apretó su puño. A punto de girarse, la presencia de Blackhole terminó de convencer a los incautos ebrios, porque no dudaba del alcohol en sus sistemas cuando la mesa era una colección de botellas de cervezas y vasos vacíos.
Sus sangre no se calmó cuando desde su torre observó cómo Gigi fingía una sonrisa temblorosa, asintiendo a algo que le decía Mikola, mientras sus brazos se tomaban a ella misma.
En ese momento deseó ser él el que la consolara.
Y se supo perdido en su intención de quitarla de su cabeza.
***
La pequeña mesera cargaba a su hijo con esfuerzo por la oscura y vacía calle. El niño parecía que crecía a cada hora y lo habitual en su rutina diaria al llevarlo hasta el desvencijado coche se le hizo más costoso esa noche.
Adicionalmente, Carly —que solía ayudarla—, se había ido después de su rutina de baile sin siquiera avisarle, cuando era común que salieran juntas al finalizar el turno, aun si tomaban caminos opuestos para llegar a sus casas.
—Hey lindura —sonó una ronca y torpe voz detrás suyo.
Todo su cuerpo se estremeció ante la fría ola que la recorrió. Ignorando el saludo y las voces cargadas de palabras sucias y oscuras risas, metió a Noah en el asiento trasero, protegiéndolo en su refugio.
—Hey, te estoy hablando, puta. Tienes que pagar por tu atrevimiento adentro del club. Nos hiciste echar.
Continuó dándoles la espalda, rezando a quien fuere que estuviera arriba —y que llevaba casi toda su vida ignorándola—, para que por una vez la escuchara y la hiciera invisible, protegiéndola.
—¿Acaso te crees demasiado para nosotros?
Los sentía aproximarse. Sus pesados pasos sonaban cada vez más cerca.
Sus manos temblaban y sus ojos se anegaban de lágrimas, entorpeciendo la tarea de ajustar los seguros de su hijo. Se le estaba haciendo imposible.
No los veía, pero podía sentirlos.
—¡Listo!
Gritó de alivio cuando pudo finalizar su tarea y con apremio, cerró la puerta, dispuesta a correr al otro lado y ubicarse en su asiento. Pero una mano la hizo girar y la empujó contra el vehículo, haciéndola gemir. Su bolso cayó y el ruido de llaves chocando contra el suelo le dio a entender que ahí quedaba su escape.
—Creo que la pequeña zorra necesita una buena lección.
—Qué bueno entonces que nos quedamos por aquí para dársela.
—Debemos enseñarle para qué debe usar una puta como ella la boca. Con una boca llena de polla no dirá groserías ni insultos a los clientes cuando queremos jugar con ella.
—Por-por favor. Mi niño está aquí —sollozó.
Todo el valor que había corrido por sus venas en Las Ninfas se había esfumado por completo. Las lágrimas caían sin control. Odiaba ser presa del miedo y aumentar la perversión de hijos de puta como los que tenía delante de ella.
Uno de ellos estiró su cuello, observando a través de la ventanilla.
—El mocoso está dormido. No se enterará si eres buena y nos acompañas. Será hasta que los tres nos vaciemos en ti —apretaba el agarre en su muñeca causándole dolor—. Hoy nos quedamos con las bolas llenas por tu culpa.
Quería gritar pero el pánico a que su hijo presenciara todo o fuera usado como moneda extorsiva la mantenía con los dientes apretados.
—Hasta puede que lo hagamos al mismo tiempo y regreses más rápido.
La bilis subió hasta su boca.
—Yo-yo no soy prostituta. Sólo soy mesera.
—Que trabaja en un prostíbulo.
—Esto es un club de estrípers. No un prostíbulo.
—Nos vale una mierda. Tú, pequeña, dejarás que juguemos con cada orificio de tu cuerpito si no quieres que le pase algo a tu hijo.
El que la tenía aferrada por la muñeca la arrastró lejos del vehículo, lanzándola al suelo.
Vio con horror como un segundo hombre intentaba abrir la puerta donde su hijo dormía y de repente todo se volvió rojo.
Se alzó como si en lugar de medir un metro cincuenta y nueve tuviera dos metros de altura y se abalanzó contra el que forcejeaba con la reticente puerta, que por primera vez agradecía fuera una chatarra.
Se colgó de su espalda arañando su cara y mordiendo una de sus orejas.
Su presa gritó y giró sobre sus talones, tratando de quitarse a la fiera de su cuerpo.
Tuvo que ser el tercero el que la retiró, agarrándola del cabello y tirando de este para hacerla caer nuevamente al duro pavimento.
—Hija de puta —gruñía el que había recibido el castigo. Se tocaba la oreja comprobando la sangre que manaba de ella—. Me las vas a pagar. Te follaré el culo hasta romperte.
—Todo pudo ser más fácil si tan sólo hubieras aceptado nuestro dinero en el club.
—Váyanse a la mierda —escupió.
Movía sus piernas tratando de impactar algún blanco para liberarse mientras era arrastrada de sus cabellos hacia uno de los rincones desolados y oscuros del lugar, pero todo lo sentía inútil. Una pesada mano impactó una de sus mejillas cuando un gran cuerpo cayó sobre ella una vez aflojaron el agarre entre sus cabellos.
—¡No! Pedazos de mierda. ¡Hijos de puta! —Lanzaba arañazos a diestra y siniestra, logrando que sus uñas desgarraran la piel de alguien.
—Eres una puta peleadora. Pero no te preocupes. Te lo quitaremos a los golpes.
Un puño a un lado de su cabeza hizo eco de las palabras, dejándola mareada y perdida por unos instantes.
Un sabor metálico inundó su boca, dándole a entender que se había mordido el labio por el impacto. La viscosidad corría por su barbilla. Escuchó el ruido de algo rasgándose y cuando sintió frío en su torso, supo que su ropa había sido arrancada, dejándola con sus pequeños pechos cubiertos sólo por su brasier de algodón.
—Para trabajar en un club de estrípers, no tienes tetas que llenen las manos de un hombre.
—No importa. No me interesan sus tetas —respondió el compañero.
La sentaron al tomarla nuevamente por sus cabellos. Contempló con espanto cómo otro se plantaba delante de ella, con sus piernas a cada lado de su cuerpo, y se bajaba la bragueta. El lento sonido metálico amenazó con hacerla vomitar cuando vio que se abría el pantalón.
—Su boca es lo que quiero —la tomó con fuerza por la barbilla, acercándole con la otra mano su polla desnuda, dura y húmeda. El olor del pedazo de carne amargó el olfato de Gigi—. Y pequeña puta, vas a disfrutarlo y gemir, o de lo contrario, iremos por tu pequeño y lo obligaremos a mirar cómo te cogemos como a una perra.
Cuando creía que no podría contener más su repulsión, vio con sorpresa cómo el cuerpo delante de ella era arrancado de su presencia.
Pero no era la única estupefacta.
El que se hallaba detrás de ella, atrapándola por sus hebras, no llegó a reaccionar lo suficientemente rápido.
—¿Pero qué...?
Antes que terminara de hablar, un golpe impactó en su mandíbula. Y el tercero, que había sido el responsable de desgarrar la ropa recibió otro contundente golpe que lo desestabilizó.
La sombra que se movía alrededor de hombres y mujer repartía puños, rodillazos y cabezazos sin piedad ni contemplación alguna.
Se escuchaban los huesos ser quebrados, dientes caer al suelo y gemidos y súplicas patéticas que sólo alimentaban la furia del animal que atacaba con experticia.
No hubo más llanto, quejas ni gimoteos. Los tres cuerpos masculinos yacían inconscientes en el suelo, rodeados de sangre.
Gigi no había podido moverse, presa del terror de ser víctima de aquel huracán. Pero cuando se vio sin más heridas que las causadas por los tres pervertidos, llevó sus ojos a la figura que se mantenía a resguardo en la negrura.
Abrió completamente sus ojos cuando el hombre abandonó la penumbra para acercarse a ella con paso seguro y pausado.
La respiración de ambos era agitada, pero él se estaba recuperando rápidamente.
Gigi se sorprendió cuando se topó con una mirada dura, oscura y creía que cruel. Su rostro marcado era parcialmente cubierto por sus ondulaciones negras. Sin embargo, pareció suavizarse cuando sus ojos se encontraron.
—¿Peter? —susurró sin creer lo que veía—. ¿Cómo...? ¿Por qué...? ¿Tú? —no podía ordenar sus ideas. Tampoco su boca—. ¿E-están muertos? —veía horrorizada los tres bultos.
—No, pero lo desearán si vuelven a acercarse a ti —lentamente se arrodilló a su lado, quitándose los guantes de cuero para examinar rápidamente su rostro, y habló en un arrullo—. ¿Te hicieron mucho daño?
Con más fuerza que nunca, ese acento la movilizó hasta el alma y en un instante se vio sumergida en el firme pecho del joven, perdida en su aroma que para ella, fue como ascender al cielo. Alguien al fin la había escuchado.
Rodeó sus delgados brazos en su cuello y lloró. Su menudo cuerpo se sacudía por los espasmos. Ni siquiera era consciente de la desnudez de su piel ni del frío de la noche. O de la sangre que manchaba el abrigo.
—Me salvaste —soltó entre hipidos.
—Lamento haber tardado tanto. Gigi, lo siento tanto.
—No —sacudió su cabeza, alejándose levemente y dejando correr las lágrimas por su rostro. Su mano buscó los relieves de su mejilla, pero la mano poderosa la detuvo por la muñeca y ella retrocedió. En su lugar, enlazó su mirada con la misteriosa del extranjero.
—Por primera vez en mi vida, alguien me salvó. Si tú... si no hubieras... —volvió a estrellarse contra el cálido torso.
—Shhhh... te tengo —murmuró contra su oreja, en tanto sus manos la envolvían y acariciaban con suavidad su espalda y cabello. Depositó un etéreo beso sobre su sien—. Fuiste muy valiente. Toda una pequeña gata furiosa.
Después de lo que creía había sido una eternidad había vuelto a defender a alguien. Sus puños, su furia interna, habían tenido un propósito diferente al simple placer de hacer daño que tanto había estado celebrando horas atrás.
Y en esa oportunidad, había salido victorioso. Obtenía a la dama entre sus brazos.
Todo sus sistema se sentía colapsando ante el contacto de la frágil figura. La sintió tan minúscula contra él. Algo más se removió en su interior, algo al que se negaba a darle nombre o luz, hundiéndolo en lo más profundo de sus entrañas, aunque cada vez parecía costarle más trabajo.
Porque no, no podía sentir. No otra vez. No cuando sabía que lo perdería todo sin importar qué. Pues su destino no era esa ciudad, ni esos brazos.
—Gigi. Debemos irnos.
La muchacha gimoteó. Se desprendió de su agarre y sorbió por la nariz. Se sentía hecha un desastre, pero no le importaba. Estaba a salvo.
Los ojos bicolores de Peter descendieron hasta su pecho, volviéndose oscuros y traviesos. Ella siguió el recorrido de su mirada, recordando con un sobresalto que se encontraba casi desnuda.
—¡Peter! —se aferró a su ropa, tapándose como podía.
—Hey, no es nada que no haya visto antes —sonrió ladinamente, quitándose el abrigo para colocarlo sobre los hombros de la muchacha, que aceptó sin réplica—. Aunque en menor medida.
—Y ya volviste a ser el imbécil de siempre.
—Vamos —se puso de pie, riendo, ofreciéndole su palma para ayudarla a levantarse. Sentir su delicada mano lo estremeció, pero trató de patear cualquier sentimiento al fondo de su putrefacta alma—. Te llevo a tu casa.
Georgia asintió distraída, sin levantar la cabeza. La ya conocida electricidad había recorrido cada terminación nerviosa cuando se habían tocado piel con piel y su corazón se había saltado un latido.
<<No, no. No lo hagas. No te enamores. Sólo saldrás herida>>.
—Gracias —balbuceó, cuando alcanzaron su vehículo. Revisó con preocupación el estado de su hijo y al percatarse que seguía dormido, dejó escapar un suspiro de alivio. Elevó sus ojos hacia el hombre que la contemplaba de manera indescifrable—. No sé cómo agradecerte.
—Ya lo hiciste —estiró su mano, dejando su palma hacia arriba, a la altura de las avellanas que decoraban el rostro de la muchacha.
—¿Qué? —preguntó, frunciendo su ceño—. ¿Quieres que te pague? —sintió su cara arder—. Al final, eres un canalla, un sinvergüenza —siseó, controlándose para no gritar.
—Dame las llaves de tu coche —respondió con una sonrisa burlona.
—¿Para qué? —seguía sin comprender.
Peter rodó sus ojos.
—Para conducirte hasta tu casa. Te dije que te llevaría. A no ser que prefieras que conduzca en mi vehículo. Aunque pensándolo mejor... no correríamos peligro de morir durante el viaje.
En realidad, no tenía idea de dónde estaba Kenneth con su coche. Había desaparecido sin decirle nada.
—Vete a la mierda. No necesito que me lleves a casa. Puedo perfectamente conducir por mi cuenta.
Ahí estaba otra vez esa descarada que tanto lo encendía.
Palmeó con la mano libre su cuerpo, buscando sus pertenencias, percatándose que en su ataque había perdido su bolso.
—No sé dónde están mis cosas —lagrimeó—. No puede ser —sus labios comenzaron a temblar, teniendo todas sus emociones a flor de piel.
—Tranquila Gigi. Te ayudaré.
Bastó dar un paso para encontrar el bolso debajo del coche y a su lado, el llavero. Peter capturó todo, entregándole el gran accesorio femenino, pero quedándose con las piezas metálicas.
—Hey, es mío. Atrevido.
—No me desobedezcas —gruñó—. Ahora, sé una buena niña y métete en el jodido coche. Ya te lohe dicho antes —abrió la puerta del copiloto, cediéndole el paso. Suavizó su voz al volver a hablar—. Estás nerviosa, casi desnuda. No puedes conducir así. Te dejo en tu casa y llamo a mi hombre para que pase a buscarme.
Peter rio cuando la escuchó refunfuñar algo incomprensible. Pero aún así, lo obedeció. Con cuidado de no hacer ruido al cerrar la puerta del copiloto para no despertar al niño, dejó a Gigi en su lugar y rodeó el coche hasta ubicarse como conductor y acomodar el asiento para su estatura.
—Tú dirás.
Tras darle las indicaciones pertinentes, emprendieron el viaje en un incómodo silencio.
Después de algunos minutos, Peter desvió la mirada hacia el reducido bulto en el asiento trasero.
—¿No tienes quién cuide a Noah? Siempre lo llevas al club. Ese tipo de lugares no son los mejores para un niño. Ni el horario. Debería estar durmiendo desde más temprano.
—No es problema tuyo —respondió con dureza, sintiéndose atacada.
—Tienes razón. Es tuyo. Y si se llegara a saber esto, serían muy graves.
—¿Me amenazas?
—Me preocupo —dijo en voz baja, suave y sensual—. Por ti y por él. Sé que nadie lo cuidaría mejor que tú. Pero estas no son las condiciones ideales para él.
Suspiró rendida, reconociendo que tenía razón.
—No tengo a nadie que lo cuide. No puedo confiar en mis vecinos.
—¿Qué hay de tu familia? En el parque no me contestaste cuando te pregunté. Creo que ya nos conocemos un poco más para que puedas responderme.
—No existe —miró hacia otro lado al responder, perdiendo sus ojos en las calles que atravesaban.
Peter calló y el silencio se volvió a apoderar del interior del vehículo.
Media hora de viaje y habían llegado a una de las peores zonas de la ciudad. Los ojos de Peter inspeccionaban lo que algunos faroles permitían vislumbrar. Calles sucias, paredes pintadas y algunos cuerpos tendidos bajo cartones en los pórticos, tratando de resguardarse del frío.
Gigi se sentía mortificada.
Cuando se estacionaron, la muchacha había intentado negarse a que el nuevo dueño de Las Ninfas tomara a Noah y lo cargara en sus brazos. También había perdido la batalla intentando que no subiera hasta su piso. Y menos había logrado mantenerlo afuera de su minúsculo apartamento.
Totalmente derrotada, había guiado al belga hasta la pequeña cama de su hijo, ubicada en el único dormitorio, donde el joven depositó con cuidado al niño, dejándole una caricia en la frente que conmovió a la joven madre.
Gigi se agachó hacia Noah para depositar un sutil beso y ambos salieron, dejando la puerta entornada.
En la sala, sus nervios se incrementaron cuando Peter recorrió el solitario ambiente con sus orbes turquesas y grises. No dejaba entrever ningún tipo de sentimiento que hubiera esperado de él. Lástima, desagrado, rechazo, burla. Nada. Sólo inspeccionaba cada rincón. Lo cual no le llevó mucho tiempo, pues sólo eran cuatro paredes. En una, una pequeña ventana vestida con un simple juego de cortinas, debajo de la cual había un pequeño librero con unos pocos libros viejos y usados. Junto a una pared, un pequeño sofá también viejo y que parecía incómodo, al lado de la puerta de Noah. Para acceder al baño, había que atravesar el dormitorio. Del otro lado, la cocina con lo mínimo indispensable para calentar comida, con una mesa para dos. Y la pared con la puerta de acceso tenía una mesa sobre la cual descansaba un viejo televisor que sólo recibía tres señales.
La vergüenza hizo presa a la muchacha, que se sintió tan desnuda como cuando sus pechos habían quedado a la vista.
Recordando eso, bajó la mirada y el calor encendió su rostro.
—Mu-muchas gracias por todo —balbuceó con torpeza. Se aclaró la garganta y habló con algo más de firmeza—. Gracias. Ya puedes irte. Nos veremos mañana en el trabajo.
—¿Tienes algo de comer?
—¿Quieres que te cocine ahora?
—No —rio entre dientes, negando con la cabeza—. Te prepararé algo mientras te das una ducha y te cambias. Lo necesitas.
—Lo que necesito, es que te vayas. Ya has hecho suficiente —estaba martirizada. No quería ver a ese elegante joven en su casa por más tiempo—. Por favor —suplicó.
—Tú ve. Yo te espero aquí.
Ignorando cómo Inflaba sus mejillas en protesta y arrugaba su naricita pecosa, le dio la espalda y comenzó a revisar los pocos estantes y alacenas en la cocina.
<<Maldito. Otra vez se sale con la suya...>>.
Molesta, fue a cumplir con su tarea.
La rápida y tibia ducha la había renovado. A pesar del dolor que le producía cada roce sobre su magullado rostro y el chichón en su cabeza, sacarse la sangre y el nauseabundo olor de aquellos tipos ayudó a borrar en parte la mala experiencia. Hubiera deseado tener una gran regadera que golpeara con fuerza su espalda y recibir agua caliente de verdad, pero al menos su cuerpo estaba limpio.
Se había colocado un largo pantalón pijama y una camiseta manga larga. Todo de abrigo, pues el frío se colaba por la única ventana del apartamento.
El aroma en la cocina le hizo agua la boca y su estómago rugió por comida.
Al llegar, su corazón se encogió al ver el alto y delgado cuerpo de espaldas a ella vestido con camisa, cuyas mangas se doblaban hasta los codos, regalándole la vista de sus tatuajes. Su cabello ondulado y negro estaba atado en una reducida coleta.
Nadie nunca había estado en su sala, menos, le había cocinado. Pensar en eso le provocó que se le aguaran los ojos, pero parpadeó para vencer la humedad antes de ser descubierta.
Peter se volteó al notar su presencia y le regaló una resplandeciente sonrisa que amenazó con hacerla estallar en llanto.
Y echar a perder sus bragas de algodón.
—Ven, petit chat [pequeña gata]. Come —Gigi arqueó una ceja en respuesta—. No voy a envenenarte.
Ella aceptó la silla que Peter le apartaba con caballerosidad y cuando apoyó su trasero, él la acercó a la mesa, haciéndola reír.
Aspiró el aroma y recordó que sólo había desayunado en todo el día, sin contar con un cuarto del sándwich de manteca de maní y mermelada que le había compartido su hijo para la cena.
—Realmente huele muy bien. No sé cómo has cocinado si no tenía nada prácticamente.
—Magia. Ahora, come. No lo haces nunca en el club.
—¿Cómo lo sabes?
—Vigilo a todos. Y cuando ustedes cenan, he notado que tomas tu parte y la guardas. Lo que deduzco que es para Noah.
No supo qué decir. Sólo bajó la vista, deseando que la tierra se la tragara y aquel hombre dejara de verla como si pudiera leer en ella.
—Deja de hacer eso.
—¿Qué cosa?
—Ver a través de mí.
Una de sus comisuras tironeó hacia arriba. Sabía de lo que hablaba. Él también había estado del lado de ella, siendo descifrado.
—No lo haré si no quieres. Sé lo que se siente. Y es una mierda.
—Vaya. No esperaba eso.
—¿Qué esperabas?
—Que dijeras algo como... —carraspeó, tratando de impostar su voz para asemejarse en profundidad y acento al del hombre—. Mereces que alguien vea lo que realmente eres y no lo que muestras a los demás.
—¿Así sueno yo? —rio.
—Así es.
—Pues no lo creo.
—Entonces... ¿por qué no dijiste una cursilería así?
Peter se recostó sobre el respaldo de la silla y sus ojos se aferraron en las avellanas de Gigi. Verdaderamente se sentía atravesada al punto que no pudo sostenerle la mirada y llevó su atención al plato, probando el primer bocado.
Su labio molestó por la mordida autoinfligida, pero el sabor en sus papilas le hizo olvidar todo.
—¡Mierda! Esto realmente está sublime —volvió al ataque sobre la comida, dando bocados casi sin respirar.
—Tranquila. Nadie te quitará la comida.
Al escuchar esas palabras, la timidez retornó. Y por primera vez se fijó que Peter no tenía nada delante suyo.
—¿Tú no comes?
—Cené bien, gracias.
Supo que mentía. Porque no le había llevado nada en el club. Y aunque no tenía suficiente comida para dos, le extendió el tenedor y movió el plato al centro.
—Debes reponer energía después de la paliza que le diste a esos tres.
—Estoy bien, gracias. Come tú, que estás demasiado delgada. Se te notan los huesos de las costillas. Y en cuanto termines, te revisaré esas heridas en la cara.
Continuaron sin hablar, haciendo sentir incómoda a Gigi, ya que Peter no dejada de verla, mientras ella no levantaba la vista temerosa de lo que pudiera encontrar al hacerlo.
—Listo. Terminé.
—Bien hecho, chaton [gatita]. Ahora, siéntate en tu sofá. Lavaré esto y veremos esos golpes.
—No tienes que hacer nada. Ya es demasiado. De hecho, ni siquiera entiendo por qué lo haces.
Se encogió de hombros, ya de espaldas a ella y con el plato sucio siendo lavado.
<<Definitivamente, a este le gusta el control>>.
Vencida por milésima vez, se sentó en su sofá, hundiéndose en él. Enseguida Peter se halló delante de ella, arrodillado en el suelo. Una de sus manos tocó su rodilla en una indicación de que separara las piernas y aunque la tela había estado entre medio, sintió su calor irradiarse por todo su cuerpo. Lo vio acomodarse ente sus piernas y acercar su rostro al suyo. En la otra mano tenía un trapo limpio con hielo que pasó con extrema delicadeza sobre las zonas hinchadas.
La proximidad de sus cuerpos estaba comenzando a desestabilizarla. La fragancia cara y deliciosa del hombre inundaba sus fosas nasales. Sin darse cuenta, dio una profunda inhalación que hizo reír a Peter y provocó un nuevo sonrojo en la piel de la joven.
—Lo siento.
—No lo hagas. Ese es el objetivo del perfume. Embriagar a mujeres.
—¿Para conquistarlas?
—Es la idea.
—¿Quieres conquistar a una madre soltera de veintiún años que trabaja de mesera en un club de estrípers? ¿En tu club de estrípers?
—He querido cosas más extrañas que esas. Ese sería un buen deseo.
¿Qué mierda le pasaba?
Había estado casi dos semanas luchando contra el deseo que la castaña provocaba en él. Tratando de alejarse de la gravedad que lo empujaba hacia ella.
¿Por qué esa chica le movilizaba cosas que creía sepultadas? No quería, no podía volver a ser un completo ciego, ingenuo y estúpido chiquillo. Sin embargo, la mano que había dejado sobre la rodilla de Gigi pensó por sí misma y comenzó a hacer círculos sobre el muslo. Y lo sintió bien.
Muy bien.
Notó su respiración y la de ella agitadas. Y al pasar sus ojos de su pequeña boca a los orbes de avellanas, con toques verdes que relucían más, vio sus pupilas dilatadas por el deseo y se imaginó en igual condición.
Dejó a un lado la compresa y se alzó más sobre sus rodillas acercando su rostro al de Gigi, estrechando sus miradas en un anhelo mudo. Sus dedos juguetearon con un mechón ondulante de la cabellera castaña cobriza, en un movimiento hipnotizante. Lentamente, descontó los centímetros que los separaba y dejó que sus narices se rozaran. Jugó con la punta de esta cuando no obtuvo resistencia a su cercanía. Acarició la piel suave de ese rostro que lo tenía ignorando sus propias advertencias, aspirando su excitación.
Ambos cerraron los ojos ante el contacto ligero y erótico. Sintiendo sus latidos golpear sus pechos y ensordecer sus oídos.
Poco a poco, la nariz cedió paso a unos labios necesitados, que con delicadeza, daba pinceladas de adoración sobre el lienzo blanco en el que había deseado dibujar con sus besos desde que la había visto por primera vez.
Por fin eliminaba sus temores y se dejaba arrastrar por lo que su piel clamaba a gritos.
Los roces de su boca pasaron a convertirse en pequeñas succiones que bajaron por el delgado cuello. Sentía el galope del pulso sobre la carótida y sonrió contra ella.
Los delgados dedos de Gigi se hundieron entre sus hebras oscuras, despeinándolo. Exigiéndole no abandonar la tarea cuando comenzó a besar con devoción cada espacio disponible.
—Gigi —gimió contra su barbilla cuando volvió a ascender—. Voy a besarte.
Sin aguardar una protesta, tomó posesión de los carnosos labios que tantos insultos le habían prodigado. Que le habían escatimado sonrisas de hoyuelos. Labios que lo volvían loco y con los que soñaba.
No fue brusco. Sabía que tenía que ser cuidadoso con la reciente herida. Delicado. Paciente.
Y cariñoso.
Se dedicó como un artista a crear una obra de arte. La besó entregando su lado más dulce. Ese que creía extinto.
Recorrió con su lengua los labios y cuando un jadeo los hizo abrirse para él, la invadió, sintiendo que estallaba cuando se unieron en un beso húmedo y entregado, con lenguas revoloteando entre ellas como dos mariposas en un rosal.
Las manos, esas asesinas y despiadadas, se movieron con ternura hasta sostener el aniñado y golpeado rostro. Sus pulgares acariciaban las mejillas con sus casi imperceptibles pecas.
El beso se volvió profundo, ansioso. Necesitaba más de ella.
La presión adicional del contacto sobre la herida la hizo reaccionar, gimiendo de dolor y abriendo sus ojos.
Peter se detuvo, pero sólo para mirarla con profundidad. En esos mágicos ojos oscurecidos por el deseo no pudo reconocer qué más albergaban y eso la asustó.
—Lo siento, petit chat. Seré más cuidadoso. Es que no te das una idea de cuánto fantaseé con esto. Cuánto me esforcé por evitarlo.
Cuando el joven se disponía a regresar a su adoración, Gigi bajó sus manos al fuerte pecho.
—Detente.
El susurro fue tan bajo que no lo creyó real.
—Detente —repitió Gigi más fuerte—. No, no puedo Peter. Vete. Por favor. Vete ya.
La sorpresa golpeó a Peter. Y la vergüenza al sentir que se había aprovechado de una situación de vulnerabilidad. No era la manera en que debería haber hecho las cosas.
Mejor dicho, no debería haber hecho nada.
Sólo se estaba condenando.
Los estaba condenando.
—Perdón. No sé qué me pasó —pasó su mano por su cara. Se puso de pie enseguida, acomodándose sus prendas y recuperando las que se había quitado. Sus facciones volvieron a tomar la forma impersonal que ella le había impuesto—. Fue un...
—Error —completó Gigi, con mordacidad, creyendo anticipar sus palabras—. Nuevamente, estoy de acuerdo contigo.
Ninguno de los dos podía evitar actuar como imbéciles.
Herido y molesto, el extranjero endureció su tono.
—Descansa. Mañana no vengas al trabajo.
—¿Estás loco? Necesito trabajar.
—Lo que necesitas es reponerte. Es mejor que no te esfuerces. Además, asustarás a los clientes con tu rostro así.
—Miren quién lo dice.
Se arrepintió de inmediato al soltar esas palabras y abrió sus ojos en una disculpa.
Pero no creía que funcionara por cómo se había ensombrecido el semblante de Peter.
—No quise decir eso. No lo dije por eso. Sólo... sólo quise devolverte la pulla. Tú sabes que no me importa tu cicatriz.
—No necesitas aclarar algo. Igualmente, mañana tómate el día.
—No lo haré —también se puso de pie, envalentonada—. No puedes prohibirme ganarme el sueldo para darle de comer a mi hijo.
—Sí puedo. Soy tu jefe.
—En estos momentos, eres un cabrón.
—Me vale una mierda lo que creas que soy. Mañana no te quiero ver en el club.
—¡Te odio! —bufó.
Y aunque Peter ya estaba de salida, lo terminó de empujar al pasillo antes de cerrar la puerta y pasar los cuatro seguros de la puerta.
—¿Qué me estás haciendo Peter? —susurró una vez sola.
Sin comprender qué ocurría, comenzó a llorar, dejándose caer en su sofá, sin prepararlo como su cama.
N/A:
Este Peter tiene un embrollo en la cabeza, pobre. Empieza a vacilar entre su mundo mafioso y aquel que puede girar alrededor de una joven madre soltera.
¿Qué pasará entre ellos? ¿Qué lado de Peter ganará?
No te olvides de alegrarnos el día con tus votos y comentarios.
Gracias por leer, Demonios!
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