38. Cupcakes 🔞
38. Cupcakes.
Aurora y Josephine se encontraban en la gran cocina del penthouse.
La rubia le había pedido a la cocinera vuelta repostera que le enseñase a hacer cupcakes que deseaba repartir en su estudio favorito al día siguiente. El del simpático y carismático científico.
Pero trabajando lado a lado de la regordeta y alegre morena, una idea se plantó en su mente. Desde hacía tres días que no veía a Andrew. Después de la situación que pareció estresarlo al punto de enfadarse con Aurora.
—Josephine...
—¿Sí señora Sharpe?
Se le escapó un resoplido que hizo reír a la empleada. Rodó sus ojos y una sonrisa de derrota se formó en sus labios.
—¿Has hablado con Andrew? —Los ojos marrones la observaron con confusión—. El viernes se molestó conmigo y hoy lunes no ha aparecido por aquí. Se limitó a esperar a Steve abajo para llevarlo al trabajo —susurró apenada.
—Señora... —apoyó una mano cálida en su hombro—. No está molesto con usted. Sólo se asustó. La aprecia mucho y se preocupa por usted.
—Conoces a Andrew desde hace mucho, ¿verdad?
—Así es. Fuimos a la preparatoria juntos.
—Eran novios.
—¡Oh no! —negó efusivamente—. Él estaba enamorado de mi mejor amiga.
Parpadeó sorprendida por tal información.
—Ah. ¿Y qué pasó con ella? ¿Dónde está?
—No creo que me corresponda a mí hablar sobre ello —evadió con un tono melancólico.
—¿Por qué?
La mujer se detuvo en su tarea y dirigió toda su atención a la muchacha que la contemplaba con los ojos de cachorra que podría convencerla de cualquier cosa, salvo de traicionar la confianza de su amigo.
—Mire señora Sharpe. Sé que usted es un ángel y ha hecho milagros desde que entró a la vida del señor Sharpe. Estoy segura de que sus intenciones son puras, y me alegro de que se preocupe por Andrew. Pero no me corresponde a mí dar luz a las tinieblas. Si usted puede ayudarlo, deberá esperar a que él mismo le abra su corazón.
—Pero... es que parece imposible. Como un cofre con un candado gigante cuya llave está perdida.
—No es imposible y no dudo de que pueda encontrar la forma de abrir la cerradura —su blanca dentadura se lució frente a la rubia—. Ya ha logrado más de lo que cree. Andrew había dejado de sonreír por años. Y puedo apostar que el motivo por el que lo volvió a hacer es usted.
—Creí que serías tú.
—¿Yo? —abrió grandes sus párpados—. ¿Por qué?
—Los vi a ustedes tan juntos... que pensé que...
—Oh, señora Sharpe. Andrew es como un hermano para mí. Y yo para él.
Aurora entrecerró sus párpados y frunció el ceño. La manera en la que Josephine parecía mirar a Andrew distaba de ser inocente. No sabría cómo se comportaban los hermanos, pero sí reconocía el brillo del deseo. Y la mujer cuarentona lo tenía.
Se encogió de hombros, simulando aceptar la respuesta, sabiendo que no obtendría nada más.
—Muy bien. Si tú lo dices... —regresó al trabajo de repostería—. ¿Qué más nos queda por hacer?
—La decoración. Es la mejor parte.
—Eso parece —respondió, viendo cómo la experta dejaba a la vista una gran variedad de mangas con cremas de colores que ya había preparado mientras la rubia se había encargado de los rellenos—. Vamos a divertirnos.
—Seremos como artistas.
—Me gusta pensar que hacemos arte.
Sonrió.
Arte. Sería una artista.
Una imagen del pasado apareció y desapareció a la velocidad de un parpadeo, comprimiéndole el corazón. La sacudió de su cabeza, negándose a entrar en esas remembranzas.
***
A la mañana siguiente, Aurora se removía nerviosa junto a Steve y Hunter mientras descendían en el elevador para alcanzar la acera donde el serio Andrew los esperaba para trasladarlos una vez más a Sharpe Media.
—Aurora, amor, estás poniendo nervioso a Hunter.
Bajó la mirada y confirmó lo dicho por el hombre.
El cachorro percibía su ansiedad y reaccionaba moviéndose de un lado al otro del cubículo metálico, rodeando a la joven.
—Lo siento, lo siento. Es que nunca nadie había estado enfadado conmigo... bueno, exceptuándote.
—Sí, sí, no hace falta mencionarlo —gruñó, haciendo una mueca de remordimiento—. Joder que me va a pesar por el resto de mi vida —farfulló para sí mismo.
Aurora rio entre dientes mientras se abrazaba de lado a la firme ancla de su esposo, que no dudó en rodearla con su brazo libre y besar su sien, aspirando la esencia a cerezos.
—¿Crees que le gustará mi cupcake de disculpas? —señaló elevando el pastelillo envuelto.
—Ni siquiera sé si le gustan los dulces —molestó.
—Pues Josephine dijo que sí —le sacó la lengua cual niña caprichosa, haciendo que Steve se abalanzara sobre ella para intentar atraparla entre sus dientes, pero ella la retiró a tiempo, riendo ante el intento fallido—. Lo que ocurre es que sigues molesto por que no te hice uno a ti.
Bufó una vez más, apretándola más contra su cuerpo y enterrando sus largos dedos en su cintura a modo de reprimenda.
—Soy tu esposo, y no te dignaste siquiera a darme uno para probarlo.
—No puedes quejarte cuando te di tu dulce favorito para compensar. Uno más... húmedo e íntimo —ronroneó, refregándose contra la anatomía elegantemente vestida y perfumada que enloquecía a Aurora.
Sintió un escalofrío recorrerla de norte a sur al notar el brillo del deseo en los zafiros frente a ella y el recuerdo de la noche anterior los asaltó como una oleada de lava ardiente.
<<—Entonces, ¿nada para mí?
Había preguntado arqueando una ceja, mientras se arremangaba la camisa y se quitaba la corbata después de haber colgado su saco apenas ingresó al penthouse tras su jornada laboral.
—Nop. A ti no te gustan los dulces. Pero si quieres y te portas bien, te haré una caja para ti solo. Aunque no creo que cupcakes amargos sean fáciles de hacer.
—Niña atrevida. Debería darte un escarmiento —su timbre era bajo y amenazante como el de una tormenta al acecho, haciendo maremotos en el pulso de Aurora—. Que no coma cualquier dulce no significa que no sepa apreciar algo delicioso cuando lo tengo delate de mí.
Su gran cuerpo se había cernido sobre ella, aprisionándola contra la gran isla de la cocina, presionando su ya evidente erección contra el cuerpo femenino.
—Pero no importa. Lo único dulce que deseo no está en una caja.
—¿Y dónde se encuentra? —tanteó.
—Entre las deliciosas piernas de mi esposa —gruñó en su oído—. Un vértice húmedo y cálido dispuesto sólo para mí. De sólo imaginarlo, se me hace agua la boca —lamió la extensión del largo y delicado cuello, dejando a su paso una piel erizada, hasta llegar al mentón, que castigó con un mordisco.
Un jadeo se había escapado cuando había querido infructuosamente hacerse la indiferente ante sus provocaciones. Pero era una batalla perdida. Frente a él, su cuerpo y alma siempre serían débiles, cediendo ante una simple palabra o un roce.
O por el embriagante perfume que nublaba su juicio.
La mano grande y poderosa se posesionó de uno de sus senos, magreándolo con erótica brusquedad.
—Aurora, mi niña —su voz ronca y sensual golpeaba su lóbulo, descargando en cada terminación nerviosa infinidad de rayos—. Tomaré todo lo dulce que tienes y te daré tan duro que verás hasta las estrellas —sus manos se perdieron con desesperación por debajo de la camisa masculina que usaba en ese momento como única indumentaria. Una de ellas buscó los carnosos pliegues del labio inferior. Una sonrisa lobuna se estiró en sus labios—. Ya estás tan mojada en tus jugos que me será demasiado fácil resbalarme por tu coño.
—Eso no vale —gimoteó—. Me tocas, me hablas, tú... sólo me miras y controlas mi cuerpo mejor de lo que yo lo hago.
—Porque te conozco. Cada rincón, cada gesto. No me porto bien, lo sabes. Todo vale cuando quiero obtener lo que me propongo —metió un dedo en su interior, recibiendo como premio un largo gemido. Aurora se arqueó, apoyando sus antebrazos en la superficie de mármol de manera de no perder su estabilidad, aferrándose a su vez del borde con sus manos—. No me interesan los cupcakes cuando puedo disfrutar manjares más sabrosos. —Dos dedos empapados entraban y salían con ritmo intenso. Más jadeos musicalizaban la cocina—. Voy a comerme ese coño hasta saciarme de ti. —Antes de que reaccionara, la mano la abandonaba para, junto a la otra, alzarla arriba de la isla—. Ábrete para mí. Déjame disfrutar mi regalo por ser un chico complaciente.
—Eres terrible. Todo un tramposo.
Pero sus piernas se abrieron obedientemente.
—Y eso te encanta.
—Me enloquece —lloriqueó cuando su pulgar jugó con su clítoris sensibilizado, estremeciéndola.
—Ábrete más. Completamente.
Comprendió cuánto más deseaba. Como una bailarina, abrió sus piernas llevándolas a un horizonte atrevido y lujurioso, apoyándolas con las rodillas extendidas sobre la mesa y su espalda completamente recostada.
—¿Así?
—Mierda Aurora. Tan abierta. Veo todo —lamió el interior de uno de sus muslos sin dejar de frotar su pulgar sobre su botón—. Toda para mí. Mi propio banquete.
—Toda para ti —dejó caer su cabeza hacia atrás, cerrando sus ojos para perderse en el placer de cada lamida—. Como tú eres para mí. Sólo mío.
—Todo tuyo. Ahora, dime qué quieres. ¿Qué órdenes le darás a tu esclavo?
—Que me comas. Que me bebas toda hasta vaciarme. Que no haya una gota desperdiciada ni un centímetro de mí sin poseer.
Su sonrisa, aunque la mujer no la viera, fue la de un animal hambriento a punto de engullir a su presa.
Atacó sin contemplación su objetivo.
Las manos de Aurora lo sujetaron del cabello, aferrándose con desesperación mientras más saboreada era.
La lengua larga y hacendosa de Steve se perdía en ella, absorbiendo sus jugos. Usaba sus dientes para capturar su clítoris y tirar de él. Ante el estímulo, Aurora se sacudió, gritando de doloroso placer por el ataque.
Su lengua regresaba a su faena, lamiéndola, follándola. Cambiaba el ritmo dependiendo de las respuestas de su mujer.
Escuchaba las succiones, lamidas y gruñidos contra su sexo y en cuestión de minutos el nudo en su vientre comenzó a formarse.
—Sssteveeee.
—¿Vas a correrte, mi niña?
—¡Sí!
—Hazlo. Quiero beberte toda. Aliméntame, que estoy famélico. Necesito de tu leche cremosa.
Metió más su lengua en su canal y su dedo se dedicó a darle placer frenético a su botón.
—AAAAAHHHHH.
Había estallado. Tocó el cielo sin salir de su cocina y aún vestida con la camisa que descansaba arremolinada sobre su duro vientre. Su respiración era agitada y sentía sus mejillas arreboladas y calientes.
Después de eso, lo siguiente había sido una noche de pasión brusca, ruda y salvaje. Para terminar como siempre, en la cama de ambos, con un ritmo diferente de baile. Uno de amor, cariño y más pausado, donde sin quitarse los ojos, habían vuelto a declararse su mutuo amor en lentas y profundas estocadas>>.
El suave timbre que indicó el arribo a la recepción del edificio la hizo regresar a la realidad, alejándola de sus recuerdos húmedos. Con algo de incomodidad, apretó sus piernas y trató de disimular el sonrojo de su rostro —sin éxito—, pues una corta y ronca risa baja de Steve le indicó que nada escapaba a su escrutinio.
—Vamos, pequeñas lujuriosa —palmeó su culo, empujándola fuera del elevador y arrancándole esas campanillas que era música celestial para el exsicario—. Hoy tenemos que cerrar lo del refugio, y después, te arrastraré de vuelta a nuestro hogar para follarte hasta el amanecer. Lo prometo.
—Espero con ansias que cumpla, señor Sharpe.
—Jamás incumplo mis promesas, señora Sharpe —respondió guiñándole un ojo—. Lo sabes muy bien.
Afuera, todo su valor volvió a evaporarse al tener en su línea de visión al regio hombre de piel como el carbón.
Con la timidez emergiendo por cada poro, se acercó con paso inseguro hasta posarse delante de Andrew, que mantenía una expresión imperturbable, a pesar de la curiosidad que lo carcomía.
Cuando los ojos negros chocaron con las piedras ambarinas, el rubor se afirmó sobre la suaves mejillas de Aurora, que extendió entre ambos su presente, envuelto en papel de color azul y un pequeño lazo negro.
Su labio inferior sufría la presión de sus dientes, demostrando sus nervios.
—Lamento haberte asustado Andrew. No fue mi intención hacerte enfadar.
Sus ojos se abrieron desmesuradamente para correr hacia los pozos azules de su jefe, que aguardaba atrás con una sutil mueca. Un leve asentimiento por parte del imponente hombre le confirmó que era real lo que presenciaba.
—Señora Sharpe. No entiendo. ¿Qué es esto? —preguntó en tanto recibía en sus manos el regalo.
—Un cupcake de disculpas. Lo hice yo —sus labios se curvaron en una sonrisa de orgullo—. Bueno, con la asistencia de Josephine.
Un nudo se formó en la garganta del asistente, que tuvo que apartar brevemente la mirada cuando esta se aguó.
—No debió molestarse.
—¿Acaso no te gusta? Josephine me dijo que era tu sabor favorito. Chocolate con crema de maní. ¿Acaso no es así?
—No es eso... yo... —sus ojos regresaron a la joven dorada y su pecho se hinchó de cariño—. Gracias Aurora, lo disfrutaré —susurró, dando lugar a una blanca sonrisa, obteniendo de regreso una más luminosa y de orbes resplandecientes—. Pero no vuelva a darme esos sustos.
Su risa alegre los envolvió.
—Prometo intentar no darte más esos sustos.
Andrew cerró su sonrisa y rezongó. Sabía que era lo que obtendría de la escurridiza muchacha.
—Bueno, es hora de marcharnos —cortó Steve, aunque su tono era suave y sus ojos miraban embelesados a su esposa—. Y niños, no quiero más peleas.
Entregó la caja con los benditos postres a Aurora, que con nuevas risas se introdujo en el vehículo.
Al llegar al imponente edificio —fiel reflejo del propietario—, caminaron por la elegante y amplia recepción con aroma a rosas y jazmines, recibiendo los cordiales saludos de los empleados, aunque fuera Aurora la que respondía con una sonrisa.
—¡Steve! Ahí está el Dr. Howard. Vamos, quiero ir con él en el elevador, así le muestro lo que les traje y le devuelvo el libro que me prestó.
—Aurora, tenemos nuestro propio elevador —protestó. Tantos años evitando a la gente que imaginarse encerrado en un cubículo con otros le fastidiaba—. Iremos más cómodos. Además tenemos a Hunter. Seremos muchos.
Lo ignoró completamente entre risas bajas y, tomándolo de la mano, lo arrastró antes de que las puertas se cerrasen.
Los recibió el Profesor Eureka con ojos abiertos por la sorpresiva presencia del hombre que firmaba sus cheques y con el que jamás había cruzado palabra a pesar de pertenecer a la empresa por más de cuatro años.
—Señor Sharpe —saludó aún en shock. Enseguida llevó su visión a Aurora que sonreía como una niña—. Aurora. Hunter —añadió, acariciando el suave pelaje dorado—. Qué agradable sorpresa.
El gruñido de Steve llenó el espacio.
—Ignórelo, profesor —lo regañó con la mirada y regresó al hombre mayor—. Sólo quería entregarle estos cupcakes a usted y los demás —abrió la caja, enseñando su tesoro—. Si no le importa, lo acompañaré al estudio para dárselos a todos.
—Para nada. Sería todo un placer.
Se giró hacia Steve, atrapándolo en una sutil media sonrisa que ocultó de inmediato, aunque no escapó de Aurora, cuyo corazón se agitó al notar la ternura en su contemplación.
—No me demoraré mucho cariño.
—No hay problema mi niña. Harvey llegará en un rato. Te dará tiempo más que suficiente.
—¡Excelente! —se puso en puntas de pie para besar la mejilla afeitada y regresó su atención al Profesor Eureka—. Espero que a todos les gusten. Los decoré como corales, por el último programa que hizo sobre los misterios del mar.
—Qué detalle, bonita. Pero esto sólo va a agrandar más mi cintura —rio—. De verdad, no debiste molestarte.
—Es una muestra de agradecimiento por recibirme siempre en su estudio y por dejarme participar en algunos programas. Es muy divertido. ¡Ah! —volteó hacia su bolso que colgaba de su hombro y extrajo de su interior el enorme libro del Dr. Eastman—. También por prestarme este libro, que le devuelvo.
—Oh, vaya —el arrugado semblante decayó al recibir el grueso tomo que le había otorgado unos pocos días atrás—. Demasiado complejo, ¿no? Entiendo. No es una lectura ligera, ni mucho menos entretenida.
—No, nada de eso. Me fascinó. Las teorías sobre genética interespecies es asombrosa —miró de soslayo a Steve, compartiendo entre ambos una sonrisa discreta—. El Dr. Eastman tiene muy buenos fundamentos para creer que en un futuro cercano se podrían curar enfermedades.
El experimentado hombre parpadeó pasmado.
—¿Pudiste comprenderlo? Quiero decir, son temas muy complejos. Hasta a estudiantes avanzados se les escapa gran parte de la información, aunque el muchacho, digo, el Dr. Eastman es muy claro al desarrollar sus puntos.
—Sí, lo entendí por completo. Es un tema que me interesa muy íntimamente. Yo... me crié con un científico que me compartió su pasión. Y he estudiado desde que aprendí a leer.
Steve y ella intercambiaron miradas de muda complicidad.
—Eso es increíble. Ahora entiendo —sus ojos brillaron de errónea comprensión—. Debes de haber sido una estudiante sobresaliente. ¿A qué universidad fuiste? ¿Te especializaste en genética? Te ves muy joven para haber terminado una carrera de semejante envergadura.
—No, no fui a la universidad —contestó sonrojándose y mordiendo con apremio su labio inferior.
Steve tomó el relevo, sin ocultar el orgullo que lo desbordaba.
—Aurora tiene una mente brillante. No necesita ir a la universidad. Y de hacerlo, podría terminar cualquier carrera en la mitad de tiempo, o menos.
La aludida contempló a su esposo, que, aunque sus palabras sonaron duras, habló con regocijo.
—¿No fuiste a la universidad? Bueno, eso es más impresionante, pero la formación académica nunca está demás. Si quieres ingresar, tengo contactos en la Universidad de...
La apertura de las puertas metálicas y el ingreso de nuevos empleados que se paralizaron al toparse con la estampa del majestuoso e intimidante Steve Sharpe acallaron la conversación.
El silencio tomó espacio entre los ocupantes, que no escatimaban miradas indiscretas al matrimonio. Poco a poco, los trabajadores fueron descendiendo en sus respectivos pisos, hasta que llegó el turno de Aurora y el profesor.
—No me extrañes mucho —susurró Aurora al oído de Steve.
—No me pidas imposibles. Cada minuto sin ti es una tortura —ronroneó mordisqueando el lóbulo decorado de delicados aretes.
Se contemplaron unos eternos segundos, sonriendo con los ojos antes de desprenderse del calor del otro.
***
Esa mañana de martes, fría y soleada, Peter recibía una nueva carga de arte en el callejón ubicado detrás de la galería. Un telón elegante y legal que ocultaba detrás el oscuro fin de su trabajo: la recepción desde Centroamérica de droga cruda empacada y hábilmente escondida en los gruesos y tallados marcos de los cuadros de todos los tamaños, engañando a las autoridades fronterizas —aunque tuvieran a sus bien pagados agentes—, para luego trasladar a los laboratorios, donde se terminaba de cocinar, racionar y distribuir a los vendedores.
Otra veces, la labor era en sentido inverso, derramando en el viejo continente el oro blanco ya pulido.
Tarea que había estado detenida por falta de liderazgo al estar Belmont Durand encarcelado por la trata de blanca.
Nunca descubrieron sus otras ramificaciones.
Evaluaba con ojo crítico cada pincelada que pasaba delante suyo. En otra vida, ese pudo haber sido su sustento de vida.
El arte.
Unas voces sonaron desde su derecha, interrumpiendo a tiempo cualquier idea de una vida alterna, y su instinto lo hizo enfocarse en ellos, reconociendo algo que su cerebro aún no captaba.
Al voltear, supo que había magia a su alrededor y sonrió de medio lado.
Habló a sus empleados sin mirarlos.
—Sigan ustedes. Saben qué hacer, sólo no dejen que algún cuadro se caiga. Volveré en unas horas, mientras terminan de recuperar los paquetes. Luego preparen el siguiente envío para Europa.
Escuchó confirmaciones que ignoró y acomodando su largo tapado gris, se encaminó hacia las figuras que se remarcaban con la luz del sol en el extremo final del pasillo callejero.
Con ligereza, se acercó a la madre acuclillada que parecía estar sobreabrigando a su hijo, que protestaba con graciosos resoplidos, pero que rápidamente eran vencidos por un cariñoso toque sobre la pequeña nariz, único vestigio visible entre tanta ropa, haciéndolo reír.
Peter se maravilló ante ese par de sonrisas de hoyuelos que se habían vuelto su obsesión sin siquiera percatarse. Especialmente porque esos minúsculos huecos de la madre parecían un animal en peligro de extinción que rara vez se hacía ver.
—¿No crees que Noah está demasiado abrigado? Casi no puede moverse con tanta ropa.
Quiso reír ante la sorpresa del par, especialmente de la muchacha que había llevado su mano al pecho y reprimía lo que parecía ser una sarta de improperios.
Lucía su cabellera ondulada totalmente salvaje, confirmando que cargaba un castaño cobrizo. Algo opaco y descuidado, pero que se le antojó hermoso.
—¡Petel, Petel! Mami, es Petel. ¡Hola Petel!
El entusiasmo de Noah agitó su corazón.
—Sí, cariño. Lo sé —murmuró.
La joven se puso de pie, frunciendo su ceño y borrando su sonrisa, causando en Peter una ligera decepción. No le gustaba que le negara ese regalo al verlo. No cuando esos hoyuelos empezaban a ocupar demasiado espacio en su hipocampo.
Sin embargo, el sonrojo en sus blancas mejillas y la mirada esquiva fue la señal que necesitaba para saber que su presencia no era rechazada.
—No quiero que se enferme —respondió con timidez, aunque lo suficientemente alto para impactar en el hombre—. ¿Sabes lo caro que son los medicamentos? ¿O la niñera para que lo cuide mientras trabajo?
Su respuesta la hizo enfrentar a Peter, que parecía conmocionado. Eso la molestó. Lo último que quería era causar lástima.
Rehuyendo de su mirada, prefirió apreciarlo completamente.
Peter llevaba su cabello negro y ondulado en un pequeño recogido y su barba de días prolijamente recortada.
Ella, sin sus tacones, era tan baja que se sentía intimidada por lo que debería ser más de un metro ochenta y cinco de una anatomía esbelta y fibrosa. No demasiado ancho, pero lo suficiente para saber que ese cuerpo recibía una dosis de entrenamiento a diario.
Escaneó rápidamente al hombre que no alcanzaría los treinta años y que vestía con el sueldo de todo un mes de servir mesas. Un sobretodo gris abierto, unos pantalones que afirmaban sus largas piernas de color negro, un sweater igual de negro y una bufanda que se notaba a leguas suave y cálida; y no rasposa como la que envolvía su delgado cuello.
—Claro que no tienes idea cuánto salen los medicamente. O no te importa, en todo caso —masculló.
—No te dejes engañar por lo que visto, Daphne. No tienes idea de cuánto puedo entenderte.
Gigi abrió grande sus ojos ante la revelación. Pero quedó muda cuando notó la manera en que la admiraba, como si fuera una obra de arte. El calor invadió su rostro, como cada parte de su inexperto cuerpo.
Peter deslizaba sus ojos por las líneas delicadas del juvenil rostro, imaginando cómo sería retratarla. A cada centímetro de piel para inmortalizar en un lienzo. Quería detenerse en esa rosada y carnosa boca y memorizarla a besos. Su atención regresó cuando sintió que tironeaban de su abrigo.
—¿Palque con nosotlos?
<<Joder, ¿dónde está ese traductor de niños?>>.
—Oh, no, cariño. Peter debe de estar muy ocupado, no debemos molestarlo —atajó la madre, acariciando la cabeza cubierta por un gorro.
El niño no parecía aceptar su respuesta, porque hizo un puchero y se aferró con fuerza a una pierna del extranjero.
—¿Qué fue lo que dijo? —indagó, llevando inconscientemente su mano, una asesina, a la cabeza de Noah, imitando el gesto anterior de la madre.
—Te estaba invitando a ir al parque con nosotros —explicó con evidente incomodidad.
El ardor en sus mejillas iba en aumento y no podía disimularlo. Se avergonzaba de tener la piel tan blanca que de seguro en ese instante podría detener el tránsito con el intenso rojo que adquirió. Ese hombre la ponía en un estado desconocido.
—Me encantaría.
—No tienes que hacerlo.
—Pero quiero. No es de buena educación rechazar una invitación.
Esbozó una larga sonrisa que desequilibró a la muchacha al punto de tambalearse, por lo que Peter, en un rápido accionar, la sostuvo de la cintura. Sus cuerpos ignoraron las capas de ropa y se estremecieron como si sólo vistieran piel.
Una pausa que duró una eternidad los envolvió cuando se perdieron en los ojos del otro.
A la luz del día, tan ajeno al mundo que solían compartir en el club, pudieron contemplar con plenitud el color que pintaban sus iris.
Por fin conocían esa parte tan personal del otro.
Por un lado, un hermoso y cálido avellana —con toques castaños, verdes y miel—, repetido en el pequeño que estaba todavía abrazado a Peter.
Del otro lado, un misterioso y frío turquesa y gris, que parecía suplicar por ser descongelado.
—Mamo. Mamo Petel. Mami —interrumpió el infante, tomando entre sus manitas una mano de cada adulto—. Mamo al palque.
En un silencio cómplice Peter y Gigi sonrieron y se dejaron arrastrar.
Los tres se convirtieron por un breve trayecto, en la imagen de una perfecta y feliz familia, en la cual, un entusiasmado Noah saltaba entre ellos, balanceándose cuando lo sostenían en el aire y lanzaba pequeños gritos de alegría.
—¿Dónde está el padre de Noah? —preguntó después de un largo mutismo.
Desde que llegaron a la plaza, no habían hablado, vigilando de lejos al niño que se aventuraba en los juegos infantiles, entablando inmediatas y efímeras amistades.
Dudaba en responder, pero al final se limitó a unas escuetas y ambiguas palabras.
—No está. Lo perdí.
¿Qué significaba eso?
¿Que se había ido cuando supo del embarazo, abandonándola?; ¿Que se murió?; O simplemente, ¿no quisieron saber del otro?
Sea como fuere, Peter podía comprender lo que era quedar solo.
Por reflejo, frotó su mano decorada con un par de anillos contra su pecho, del lado del corazón.
—Entiendo. Sé lo que es perder a alguien importante.
—¿Tú...?
—¿Y qué hay del resto de tu familia? —la interrumpió—. ¿No tienes a nadie más que te ayude con Noah?
—Prefiero no hablar de eso. Después de todo, no sé quién eres... podrías ser un asesino serial con hermosa sonrisa.
—No me considero serial. —Ella rio, tomándolo como broma—. Así que... ¿hermosa sonrisa?
—¿Qué? —calló de golpe y el calor se apoderó de ella al darse cuenta de su error—. No. No quise decir... —Peter tenía sus labios curvados con burla. Definitivamente, cualquiera de sus sonrisas la debilitaban. Y su extensa cicatriz no hacía mella en su belleza—. Imbécil. Como si no supieras lo atractivo que eres.
Sintió un revoltijo en su estómago. No se sentía atractivo. No desde hacía tiempo. No cuando lo que veía en ojos ajenos era el desagrado. En especial, en las mujeres, quienes habían sido su debilidad.
Aunque ahora le importara una mierda.
Sin darse cuenta, se habían acercado lo suficiente para que sus cuerpos sintieran el magnetismo del otro. Sus miradas estaban ancladas, regocijándose en esos colores recién descubiertos.
—Atractivo —saboreó, fingiendo orgullo y estirando sus labios—. ¿No te desagrado? —preguntó con voz profunda y esperanzada, marcando más su sensual acento.
—¿Lo dices por tus cicatrices?
Fue su mano la que respondió en su lugar, que ascendió hasta las superficies rugosas. Se detuvo en el aire, cerca de la cercenada piel cuando notó la tensión en los rasgos pálidos de Peter. Pidió permiso con la mirada y cuando la recibió, se apropió de ese trozo de carne. Percibió el vello facial y siguió los relieves, que en lugar de provocarle rechazo, deseó poder borrar.
El mimo que le prodigaba atravesaba la crudeza de sus marcas, alojándose bajo la dermis. La delicadeza y fría sensación de su tacto, paradójicamente, le calentó más allá del rostro. Llegó a un lugar de su oscura alma que había creído despedazada, como su mejilla.
Sólo con esa muchacha casi desconocida no se sentía una bestia horrenda.
<<Una bestia>>.
Lo era, y no por las cicatrices. ¿Pero acaso podría ser algo más?
La tenue voz lo arrancó de sus meditaciones.
—No me asustan. Son horribles, mas no me asustan.
—Oh, gracias. Qué dulce.
—Por favor, aun así, sabes que estás de infarto.
Una risita nerviosa se le escapó al darse cuenta de su acto fallido.
—¿Acaso te gusto, Daphne?
La aludida calló.
—Georgia.
—¿Cómo?
—Me llamo Georgia. Sólo soy Daphne dentro del club. Mis amigos me dicen Gigi.
Una nueva sonrisa, esta vez de alegría, se plantó en su facciones.
—Si me aclaras eso, significa que puedo decirte Gigi.
—Yo... sí. Es que no me gusta que me digan Georgia.
—¿Por qué?
<<Porque me recuerda una vida muy lejana>>.
—Sólo, dime Gigi.
—Gigi será.
Peter no pudo reprimir sus impulsos y decidió retribuir el contacto. Un dedo descarado delineó la nariz, y deseó quedarse el día entero contando las minúsculas pecas que decoraban la zona, mostrándose sin maquillaje alguno.
La receptora de tan etérea caricia no sabía cómo reaccionar. Nadie jamás la había tocado así. Adorado así. Hecho sentir con algo de valor. O al menos, no desde hacía mucho tiempo.
Descolocada y nerviosa, desvió sus orbes, encontrándose con las marcas en los nudillos masculinos.
—Tus manos.
De inmediato, rompió la ilusión creada, apartándose de Peter, que, confundido, siguió los movimientos de la castaña cuando tomó su bolso —de tamaño considerable—, y rebuscó en él.
—No es nada, sólo choqué con algo estúpido.
—Ajá —respondió ella, con un dejo de desconfianza—. Espero que ese algo estúpido se lo mereciera.
—Lo merecía —arrugó su frente, desconcertado—. No parece importarte lo que hice. Cualquier persona se escandalizaría al suponer lo que pude haber hecho.
—No soy una ignorante. He vivido bastante y visto mucho a pesar de mi corta vida, y no —cortó cualquier intento de pregunta—, no te contaré nada, como tampoco necesitas hacerlo tú. No me lo debes. Lo que hagas con tu vida es sólo problema tuyo.
Peter reprimió cualquier protesta. Porque su boca quería hablar. Sus oídos, prestarse para escuchar lo que imaginaba sería un ejemplo de valor en un mundo de mierda. Y sus brazos...
Detuvo sus pensamientos cuando Gigi se irguió enseñando un pequeño envase que abrió, usando un dedo para recargar un poco de una crema blanquecina. Capturó una de las grandes manos y la apoyó sobre su regazo, sin percatarse de que eso revolucionó las hormonas del hombre.
—Joder, Gigi, me estás provocando.
Apretó el muslo que lo sostenía.
—¡Quédate quieto! —reprendió.
<<Vamos, que nos gustó. Ya quisiéramos que nos apretara otras partes, haciendo otras cosas>>.
<<Maldita consciencia, ¿no se supone que deberías darme cordura, no corromperme?>>.
—¿Estás bien?
—Claro. Sólo... no hagas eso otra vez.
—Lo intentaré —respondió con coquetería.
Ahora era ella la que tenía sus hormonas saltando como granos de maíz calentándose en un microondas.
Mientras Gigi luchaba por su control, sin dejar de esparcir la crema en las zonas heridas, Peter no podía dejar de contemplarla arrugando su naricita, concentrada en su tarea, de la misma manera que imaginaba lo haría con su hijo.
No perdía un gesto de su sanadora, y —aunque un resquicio de su pasado quiso colarse para interrumpir ese momento de conexión—, no pudo evitar llevar su pulgar hasta la boca que lo provocaba, recorriéndolo como desearía hacerlo con su lengua.
—Peter —jadeó—. Por favor. No lo hagas.
Peter reaccionó, pero no quitó su tacto. En cambio, deslizó su mano hasta acunar la mejilla. Su palma estaba fría, contrastando con las brasas en las que se había convertido el rostro de la madre.
—Perdóname —suplicó muy cerca de sus labios.
—Está bien. Simplemente, detente. Olvidémoslo.
—No te pido perdón por eso —Gigi arrugó su nariz con confusión—. No deseo detenerme. De hecho, sólo quiero avanzar.
—Estás loco —susurró sintiendo el aire escapar de sus pulmones y a su corazón galopar—. Eso no va a pasar jamás. Es mejor que quites tu mano.
No se apartó. Ninguno lo hizo.
¿Quería realmente que abandonara su roce sobre ella?
No. Se sentía... anhelado. Como si hubiera esperado por él.
Se petrificaron en una mirada intensa. Veían sus propios reflejos mientras se hundían en el color ajeno, buscando desentrañar el alma tras esos orbes.
Estaban a un beso de distancia, compartiendo el calor de sus alientos.
—Mami, teno hambe.
Gigi se sobresaltó al escuchar el reclamo infantil, y el abismo se formó entre ellos al alejarse como si hubieran recibido una onda expansiva. Parpadeó para limpiar la nebulosa que se le había formado.
—Claro cariño. Tengo algo por aquí —revisó otra vez su bolso y sacó una bolsa de maní, de esas que Peter había visto en la cocina del club y que eran utilizadas para acompañar los tragos de los clientes. Ella lo miró de reojo, tratando de ocultar el robo, pero su acompañante lo captó—. Aquí tienes.
Sonrió con fingida comodidad hacia el joven que parecía estar leyendo a través de ella.
—En casa almorzaremos. Esto es para que no llegue con tanta hambre.
—¿Comedé más en casa? ¡Yupi!
Los labios le temblaron a la muchacha y pestañeó varias veces para secar sus ojos.
Nada escapaba a la mirada de Peter, que sintió un nudo en el estómago, recordando sus propios pesares siendo niño.
—¿Sabes Noah? Yo también tengo hambre. ¿Por qué no me acompañan a comer? ¿Les gustan las hamburguesas?
—¡Shiiiii!
—¡No! No podemos ir contigo.
—¿Por qué no?
Peter, que ya se había puesto de pie, la miró con el ceño fruncido.
—Shi, mami. ¿Po qué no? Yo quelo.
No supo qué decir y en su lugar comenzó a boquear.
—No hay discusión. No me gusta comer solo y ustedes serán mi compañía hoy.
—¿Asaco somos tu entretenimiento privado? —refunfuñó, cruzándose de brazos y arqueando una ceja.
Ahí estaba la niña berrinchuda que siempre buscaba pelea.
—Contigo haría muchas otras cosas en privado no aptas para menores —provocó—. Así que, no me desafíes, porque no me importará demostrarte lo que soy capaz de hacer con las muchachas descaradas.
Disfrutó la forma en que la mandíbula de la muchacha se descolocó y cómo de inmediato su blanca piel se tornó roja en sus mejillas. Una vez más.
Algo que le pareció extraño para una mujer que trabajaba en un club de hombres y que seguramente le habrían dicho cosas mucho peores. O que le habrían hecho... no quiso seguir indagar eso.
—Vamos. No acepto un no por respuesta. Así que, tendremos una cita inesperada.
La tomó de la mano antes de que reaccionara y cargó al niño que festejaba feliz.
N/A:
Bueno, bueno... Steve y Aurora le sacan provecho a la cocina.
Mientras que Peter y Gigi... qué pasará con ellos?
Hay más cosas por venir.
Espero que les haya gustado. Si es así, no te olvides de darnos tu estrellita.
Gracias por leer, Demonios!
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