33. Una buena alfombra 🔞
33. Una buena alfombra.
Cuando Steve y ella bajaron de su penthouse y llegaron a la acera esa mañana para dirigirse a las oficinas de la empresa, seguidos de Hunter, el cuerpo que vieron de pie junto al exclusivo coche no era el de su fiel acompañante, Andrew.
Por el contrario, era un hombre de piel muy blanca, de unos cuarenta años y vestido de elegante traje y corbata, que sonreía con cordialidad, esperando a la pareja con la puerta trasera ya abierta para ellos.
—¿Y Andrew? —preguntó preocupada la joven.
—Me pidió la mañana libre —respondió restándole importancia—. Hoy nos iremos con uno de los choferes de la empresa —pasó su brazo por la cintura y besó su sien antes de soltarla, aprovechando para rozar su trasero al bajar la mano y detenerse antes de ingresar al vehículo—. No te preocupes mi niña. Después de almorzar estará contigo para que te acompañe y comenzar a recorrer algunas propiedades para tu proyecto.
La muchacha asintió con una tenue sonrisa y luego dirigió su atención al chofer, que ofrecía sus manos para tomar el pequeño bolso con los implementos del cachorro que ella transportaba.
—Señora Sharpe, permítame. Lo colocaré en el asiento del copiloto.
—Muchas gracias Evans.
La sorpresa lució en los ojos marrones del hombre, haciendo reír a Aurora al entregar su carga.
—Sé de todos los que trabajan para mi esposo. Es un placer conocerlo personalmente. Pero soy Aurora —sonrió ampliamente, regalando su preciosa sonrisa a un nuevo conquistado.
—Un gusto ser su chofer el día de hoy, señora Aurora.
La sonrisa se borró por el título de señora. Rodó los ojos y bufando, entró a la máquina junto a su perro, seguida de Steve que reía entre dientes.
***
Después de una nueva noche de mierda, en la que no pudo escapar completamente de sus permanentes pesadillas llenas de gritos y reclamos, Peter despertó sudado y sobresaltado por el sonido que notificaba un mensaje en el móvil que le había entregado el agente el día anterior.
[11:00 am. Blackhole irá por ti. No habrá cámaras. Contacto: Oficial Palmer.]
No se dignó a responder el escueto aviso.
Resopló, todavía recostado, dejando que un antebrazo tatuado cubriera sus ojos. Las sábanas estaban revueltas entre sus desnudas piernas y su erección matutina se erguía descubierto ante él.
Pero la ignoraría. Como venía haciendo desde hacía mucho tiempo.
Era hora de comenzar su día. Uno largo y cargado de tareas, que iniciarían al menos, con una pequeña satisfacción.
Ver a Belmont Durand en prisión.
Cuando llegó al vestíbulo del imponente edificio donde se alojaba, se topó con la figura de Adam, que esperaba con una sonrisa de oreja a oreja, mordisqueando su piercing labial y jugueteando entre sus dedos con un cigarrillo sin encender.
—¿Qué haces aquí?
—Te acompañaré. Quiero ver al todopoderoso en su lindo traje naranja.
El pelinegro bufó.
—Tú no lo verás. Te quedarás en el vehículo.
La decepción se plasmó en el rostro de Adam, igual que un niño pequeño.
Peter estaba seguro de que no había sido idea del rubio que fuera su acompañante. No le importaba. Había aprendido a no confiar en nadie.
Seguido de su sombra, traspasó las puertas de vidrio, ignorando al encargado uniformado sentado tras el escritorio de la recepción. Con paso seguro, se dirigió hacia un gran coche negro, aparcado justo enfrente de ellos.
Se erguía al lado de la máquina un hombre afroamericano con la cabeza rapada por completo. Su altura sobrepasaba apenas la del pelinegro, pero su contextura era mucho más ancha. Lucía músculos de cemento debajo de un simple traje sin corbata.
Desde la distancia se podía percibir la dureza de sus rasgos, y aunque la miel de sus orbes podía conferirle una falsa suavidad a su mirada, no había que confiarse. Era un asesino despiadado.
—Jefe —saludó escuetamente, abriendo la puerta de atrás para cederle paso.
—Uh, jefe... eso no le gustará escuchar a Durand, hermano.
—Quién se lo dirá, ¿tú? Además, mientras él esté encerrado, yo estoy al mando, así que... sí, soy el jodido Jefe.
Adam elevó ambas palmas en un gesto de fingida sumisión, sin dejar de reír a carcajada limpia. Disfrutaba alterar a cualquiera a su alrededor.
Mientras Peter se adueñaba del largo asiento, Adam se había acomodado en el lugar del copiloto, esperando por el moreno, que no demoró en tomar su puesto de conductor. Bajó la ventanilla y no dudó en encender el cilindro de tabaco, echando la primera bocanada hacia afuera.
—Tengo tu espalda, Jefe —continuo una vez el vehículo tomó rumbo a la prisión—. Tú y yo hemos estado en demasiadas situaciones de mierda juntos. Al señor Durand le debo el respeto por ser quien es, pero eres tú el que me sacó de las calles.
—Exacto. No lo olvides —amenazó con tono duro.
—Por cierto —se dirigió hacia el hombre a su lado, cambiando de tema y exhalando humo—. Blackhole, ¿cierto? ¿Por qué el sobrenombre? ¿Por qué eres negro y mandas a todos a un oscuro agujero?
—Cállate Adam. Déjalo en paz.
—Sólo preguntaba —rio, recibiendo un gruñido por parte del aludido.
Volvió a reír a boca cerrada al tener el cigarrillo medio colgado del labio, dando vida a la radio para terminar con el silencio en el habitáculo. Cuando encontró una canción con ritmo pegadizo, se recostó sobre su asiento, dejando perder su mirada en el trayecto, tarareando de forma horrible la poca letra en inglés que recordaba de la canción mientras intercalaba caladas.
Desde el espejo retrovisor, los ojos mieles y los bicolores del extranjero que se hallaba atrás se encontraron.
Un leve asentimiento por parte del americano hizo sonreír levemente al criminal, que, tras asegurarse de que Adam seguía distraído, rebuscó en un recoveco debajo del asiento lo que días atrás, antes de su arribo, había pactado con Blackhole.
No lo revisó, pero sabía lo que tenía en su mano.
Otro móvil.
Rápidamente, lo regresó a su escondite. Lo tomaría cuando regresaran de la reunión con Durand.
Ya estaba adentro del gélido e intimidante edificio de reclusión.
No había permitido que Adam lo escoltara cuando este había vuelto a insistir. Quería ver solo al hombre que por años lo había tenido sometido bajo sus caprichos y humillaciones.
Tras dejar en una caja de seguridad sus pocas pertenencia: llaves, celular —el que le había dado el agente bajo contrato—, y documentos junto a su billetera de cuero.
Siendo guiado por el oficial Palmer de la penitenciaría, fueron atravesando varias rejas, que golpeaban con estridente sonido metálico cuando volvían a cerrarse a sus espaldas.
Llegó minutos después a una pequeña sala privada, completamente desprovista de objetos, más allá de una mesa y dos sillas. Todo de metal.
Se sentó en una de ellas.
Acomodó su saco Armani y cruzó una pierna sobre la otra. Estaba relajado, regocijándose por dentro, a la espera.
Demoraron sólo un poco en traer al preso ante su nuevo abogado, al que, una vez acomodado frente al pelinegro, dejaron encerrado junto al segundo al mando de su organización.
Los orbes grises con toques turquesas detallaron el rostro deformado de su visitante.
Esbozó una sonrisa malévola.
—No me cansaré de disfrutar de tu obra de arte. Realmente, te luciste.
La mandíbula del joven se tensó de inmediato. Sus puños, escondidos por debajo de la mesa, se tornaron blancos al apretarlos con intensidad.
—Tú no te quedas atrás con el arreglo de nariz que tienes. Deberé darle mis felicitaciones al responsable. También me gusta cómo te sienta el naranja sobre tu piel pálida, grisácea, a juego con tus ojos. Muy... —movió una mano, haciendo círculo delante de su interlocutor, que había mudado su burlón gesto a uno rabioso—. Deprimente. Como esas horribles estatuas que coleccionas.
—¿A qué has venido? —sus dientes rechinaron y una mano subió inconcientemente hacia el tabique desviado de su nariz—. Pones es peligro todos mis planes, imbécil bastardo bueno para nada.
—No te alteres. Ya no estás tan vital. El encierro te ha quitado fuerzas.
—No estaré aquí por mucho tiempo más.
—Lo sé. Mientras tanto, me necesitas.
—No eres tan indispensable como piensas. Después de todo, no tienes los huevos que se requieren para tomar las riendas de uno de los productos que más ganancias nos dan.
—Eres un remedo de hombre que sólo humillando a mujeres y sometiéndolas cree que tiene poder.
—No lo creo. Tengo poder. Que no te engañe mi actual residencia. Estando aquí sólo tomo un respiro. Cuando regrese, recuperaré todo lo que me pertenece.
<<Entre ello, la musa que se me escapó>>.
—Podrías haber elegido otro destino para tu respiro. No sé, la Polinesia Francesa. En realidad, lo que quiero saber, ya que pondré mucho en riesgo, es por qué ese objetivo. ¿Qué te ha hecho ese hombre? No me estás pidiendo que limpie a cualquiera.
—Tú obedece. Obtén toda la información sobre ese jodido blanco. Quiero conocerlo todo. Tenerlo controlado. Nuestro contacto luego te dirá cómo proceder y cuándo acabarlo usando el arma que te entregó.
—Lo haré a mi manera. E informaré cuando lo crea conveniente.
Peter fijó sus ojos en aquellos que lo contemplaban con furia y arrogancia deseando penetrarlos y sacar la verdad tras ellos. Pero no había caso.
Dándose cuenta de que no obtendría más respuestas se puso de pie. Estirando su costoso traje caminó hasta la puerta y antes de golpear, se volteó hacia Durand.
—Fue una pérdida de tiempo venir hasta aquí.
—Una pérdida de tiempo muy imprudente. Pudiste hacer que nos descubrieran. Que te descubrieran.
—No si tus hombres son eficientes.
—Me aseguraré de que no vuelvas aquí si yo no lo deseo. Y limítate a cumplir con mis órdenes. No me desafíes. No te conviene.
—No me amenaces.
—Maldito bastardo. Parece que estás olvidándote de dónde te saqué y todo lo que hice por ti.
—Tranquilo. No olvido nada.
—Entonces no seas un desagradecido.
—Sé muy bien todo lo que te debo.
—Entonces, págame cumpliendo con tu misión.
—Como siempre —guiñó uno de sus coloridos ojos.
<<Pero no creas que no me cobraré lo que tú me debes a mí>>.
Y esa cuenta parecía mucho más extensa para Peter.
Dio dos golpes a la puerta que hicieron que se abriera, mostrando del otro lado, al mismo oficial Palmer.
No esperó un último saludo y regresó por donde vino.
Al salir, entrecerró los ojos al chocar con la claridad solar del mediodía. Cuando su vista se acondicionó, caminó hacia Adam, que se encontraba de pie apoyado contra el auto, fumando otra vez.
A paso firme, llegó y capturó el cigarrillo a mitad de camino, robándoselo para darle una calada profunda que lo calmase. Sostuvo el humo unos segundos y luego lo exhaló estirando su cuello hacia atrás.
—¿Tan jodido fue?
—Jodido, sí —esbozó una sonrisa torcida con un leve resplandor de perversa satisfacción—. El naranja le queda muy bien.
—Cabrón —rio el rubio.
Peter, terminó el cigarro e ignorando la protesta de su joven compañero, tiró la colilla y la aplastó con la punta de su elegante zapato.
Una vez en el coche, en el viaje de regreso, se aisló mentalmente, ignorando la insistencia de Adam por conocer los detalles de la conversación.
Conversación que repetía en su cabeza. No le gustaba nada que le hubieran endosado un agente federal. ¿Por qué a él? Tenían hombres en Norteamérica perfectamente capaces de cumplir con el trabajo.
Salvo que lo que buscaran fuera condenarlo. Una trampa.
¿Y si lo que el capo buscaba era eliminar de una sola vez a dos estorbos? El agente y él mismo.
Pues mancharse con la sangre de un oficial de la ley era ponerse una sentencia sobre la cabeza. En su mente se plantaba cada vez más fuerte la idea de que en el fondo Durand estaba esperando que él se convirtiera en la presa. Y como tal, terminase comido por las balas.
Posiblemente escaparía. Se aseguraría de hacerlo.
La ronca voz de Kenneth —alías Blackhole—, lo arrancó de sus teorías.
—¿A dónde jefe?
—Vamos a conocer el club. Es hora de empezar a trabajar.
***
Lo estaba torturando. Y lo peor, es que estaba convencido de que no tenía idea de lo que estaba causando en el hombre que la devoraba con la mirada como un león hambriento. El culo cubierto por la delicada tela del pantalón apuntaba hacia él, balanceándose cada vez que se movía, arrodillada en el suelo con las hojas desperdigadas sobre el mullido tapete.
Esa mañana, Steve había recibido de su abogado por vía mail opciones de posibles locaciones para el proyecto en marcha. Esas opciones eran las que estaban regadas por la alfombra del despacho y que tenían toda la atención de Aurora, que prefería trabajar desde el suelo en vez de aprovechar una mesa.
A Steve no le importaba, salvo que con una visión así, no podía concentrarse.
Rindiéndose ante sus impulsos y la dolorosa erección que ya apretaba su pantalón, se levantó de su asiento en el amplio sofá y caminó hasta la puerta, donde pasó el pestillo.
Volteó hacia su próximo objetivo, que mantenía su atención en la tarea impuesta.
Sus pasos elegantes se transformaron en movimientos sigilosos, llegando hasta pararse detrás de Aurora, que se mantenía en cuatro.
La muchacha procesaba la información que captaban sus sentidos ignorando todo a su alrededor. Ordenaba cada opción según las descripciones, ubicación, dimensiones y cualquier otra característica en su prodigiosa mente. Una vez las tuviera resguardadas, procedería a descartar algunas y recorrer personalmente aquellas posibles hasta hallar el lugar más propicio para iniciar su proyecto del centro de asistencia.
Mantenía su labio aprisionado cuando sus ojos se abrieron con estupefacción al sentir cómo su sexo era atrapado. Sintió la dura mano tomarla desde atrás por entre sus piernas, cubriéndola con posesividad. La rudeza inicial fue alternándose con el baile de uno de sus dedos sobre su centro escondido bajo las prendas, que no demoraron en empaparse por el estímulo manual. Mientras, el gran pulgar ganaba terreno entre sus nalgas.
La sorpresa inicial fue rápidamente suplantada por placer y se dejó arrastrar por las sensaciones que avanzaban en su sistema como un torbellino.
Su cuerpo reaccionó arqueándose con atrevimiento, elevando más su trasero, instando al hombre a avanzar más en su exploración.
Un jadeo vibró con fuerza cuando la mano cambió su posición, aproximándose a su intimidad por delante.
—Steve —lloriqueó.
—Mereces un castigo por estar provocándome.
—Yo no hice nada.
Sus palabras salieron ahogadas.
—Sí mi niña, lo hiciste. Tu sola presencia me calienta, y encima me pavoneas tu culo al ponerte en cuatro frente a mí —rozaba uno de sus dedos sobre la fina tela de su tanga al haberse hecho lugar por debajo del pantalón, delineando sus ya húmedos pliegues, provocándola—. Puedo sentirte toda mojada a través de tus bragas.
Otro gemido más intenso se hizo música cuando movió a un lado la pequeña prenda y su largo dedo separó sus labios vaginales, abriéndose paso al interior. Hacía círculos tortuosos con intenciones perversas.
Dos dedos la penetraron cuanto más mojada se ponía.
Percibió el calor del gran cuerpo cuando se recostó sobre su espalda arqueada. El largo brazo la cubría por un lado de su cabeza al apoyar su otra mano en la alfombra, marcando la tensión de los músculos del antebrazo descubierto al tener las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo. Los suaves y provocativos labios de su esposo barrieron con la piel de su mejilla hasta rozar su oreja opuesta.
—Joder mi niña —mordió el lóbulo y siguió con su tono profundo dedicándole atención al hinchado clítoris—, tu culo me grita que quiere que lo parta, pero tu coño se siente tan ansioso bajo mi mano, que no puedo esperar a que me empape la polla cuando te vengas a mi alrededor.
Esa voz ronca susurrada con lujuria sumado a la presencia del varonil aroma que la envolvió la llevaron a la velocidad de la luz al espacio y se imaginó siendo embestida con la rudeza característica de sus pasiones. Sus pezones emergieron como balas ardientes disparadas desde abajo de su blusa sin sujetador.
—Lo dices como si hubiera algún impedimento para dejarte llevar y que me arrastres contigo a lo que sea que tu sucia mente tenga pensando —respondió con la voz cargada de deseo.
Un gruñido detrás de ella la estremeció, regalándole cosquillas en su vientre. La mano que estaba en el mullido suelo la encuelló con fiereza, irguiendo ambos cuerpos sobre sus rodillas. Con los dedos en su garganta, guio la cabeza de bucles dorados hasta chocar sus miradas encendidas.
—Qué puta suerte tengo de que mi esposa sea tan sucia como yo.
Estrelló su boca contra la de su ángel vuelta pecado, iniciando la cuenta regresiva de su próximo estallido.
El culo de Aurora se comprimió contra la crecida verga que se empalmaba más a cada roce.
Otra vez, la enorme mano de Steve accionó, esta vez, contra todo lo que había sobre la mesa baja frente a ellos, desperdigando papeles que volaron directo al suelo. Sin más orden que la de su palma sobre la mitad de la espalda de Aurora, ocupando casi toda su superficie, la empujó contra la madera.
No le tomó más de dos segundos sacarle el pantalón junto con los zapatos.
Su dorada piel contrastaba con la blanca prenda de delicado encaje. Su color predilecto.
—Voy a follarte con esa minúscula lencería —advirtió al tiempo que sus dedos la deslizaban a un lado—. Y quiero escucharte gemir mi nombre como si fuera un jodido concierto.
La afinación de los instrumentos para el erótico concierto fue el sonido del cinto y la bragueta dando espacio al miembro que saltó feliz apuntando a su destino. Cada prenda se amontó en el suelo hasta que ambos quedaron desnudos.
—Levanta tu pierna y apóyala sobre la mesa —demandó enronquecido.
Obedeció.
Aurora le obsequió el primer gemido cuando la larga lengua masculina bebió de su fuente al pasarse por toda la longitud de su chorreante y sobreexpuesta intimidad, parcialmente cubierta.
Se enderezó, fijando sus oscurecidos ojos en la redonda carne que lucía delante suyo y sus labios hicieron una breve mueca ladina.
—Cambié de opinión.
Antes de que Aurora lo cuestionara, sintió el escozor —por tan sólo un instante—, cuando el animal que tenía detrás suyo destrozó de un movimiento la tela.
—Prefiero ver tu culo al desnudo.
Bajó llevando su boca a su orificio trasero, delineando su circunferencia con la punta húmeda de la lengua.
Pegó un pequeño chillido cuando Steve mordió una de sus mejillas traseras pero enseguida fue reemplazado por un jadeo cuando con brusquedad fue empalada por el ancho y largo apéndice que no tardó en ocupar cada rincón de su cavidad vaginal, llenándola por completo.
El empuje de la pelvis, que a ratos se volvían círculos obscenos, la tenía enloquecida. Sus dedos, que habían estado apretando la pequeña cintura, bajaron hasta las redondas nalgas, encajando sus pulgares entre su redondez para abrirla.
La embestía con maestría, separando sus glúteos para contemplarse con perverso orgullo en cada entrada y salida del estrecho y lubricado coño abierto por él. Estaba hipnotizado por el movimiento de su polla empapada. Daba todo de sí, desaforado, salvaje y primitivo. Chocando como un energúmeno su cadera contra el culo de su mujer, que se sacudía con cada estocada. Tan profundas que sentía el golpe hasta la empuñadura.
Una nalgada resonó con erotismo entre las paredes del despacho, obteniendo en respuesta un gritito de placer doloroso. Desde la noche en Dulces Pecados, las nalgadas solían ser invitadas en las fiestas apasionadas del matrimonio.
Otra nalgada la encharcó más, sintiéndose desfallecer por el breve ardor en su piel.
—Joder, mi niña, la vista que tengo desde aquí... —resopló—. Si supieras lo caliente que me pones.
—Te siento, mi amor. Puedo sentirte hasta lo más hondo de mi seeeeerr... —la dura embestida la abrumó, haciéndola aullar.
—Y todavía no me sientes en tu otro agujero.
Para aclarar sus intenciones, su largo índice tomó parte del líquido chorreante y remarcó su próximo destino.
—Sí, Steve, te lo suplico, sigue.
—Como ordene mi sucia diosa.
La invadió con sensual lentitud que pronto se volvió un intenso metesaca.
Su rostro de mejillas afeitadas descendió sin disminuir el ritmo hasta alcanzar la espalda que se mecía con cada envión, apretando cada vez más sus senos sobre la mesita, temiendo que esta terminara destruida por su brusquedad. Adoró su suave y caliente piel a lametazos, mordidas, succiones y besos devoradores.
La quería marcar de tantas formas posibles.
Amarla a abrazos, empellones, besos, gemidos y palabras para que no tuviera nunca más dudas de que ella era la única.
La mujer por la que daría su vida.
Su corazón se contrajo entre sus arremetidas y sintió la urgencia de atravesar la piel que los separaba. Desesperado y ardiendo, capturó a su esposa por la cintura, rodeándole con su poderoso brazo por delante del firme vientre para arrastrarla sobre su regazo cuando él se sentó sobre sus talones, donde ambos continuaron en su intensa bruma de placer, en un ritmo acompasado, moviéndose en la armonía de los amantes que se pertenecen y conectan en cuerpo y alma.
—Mía —le susurró contra la mejilla.
Subió la otra áspera palma para cubrir y magrear una de sus tetas, pellizcando la sensibilizada carne de su pezón y ahogando el gemido que obtuvo a cambio con un beso sediento.
—Tuya —respondió sin despegar sus labios—. Y tú mío.
Se detuvieron un instante con sabor a infinito y unieron sus orbes para hundirse en la profundidad del otro.
—Te amo, Aurora Sharpe, como no te das una idea.
Respondió con una lenta caricia, pasando su pulgar por el contorno de los labios masculinos.
—Claro que sí, tanto como yo te amo a ti.
Steve sonrió. Completamente, como pocas veces lo hacía. Sólo para ella.
Y en un mudo acuerdo, retomaron con frenesí las arremetidas desbocadas, sacudiéndose uno contra el otro. Con Steve mordiendo el cuello de Aurora en tanto esta lloriqueaba su nombre y echaba su cabeza hacia atrás, recayendo sobre el musculoso y sudado hombro.
El mundo volvió a acelerarse mientras el orgasmo se conformó como una supernova hasta que estalló iluminando ambas entidades unidas.
Tras un largo gemido gutural que recorrió los cuerpos tensados como cuerdas, ambos se dejaron caer sobre la mullida alfombra. Agotados y satisfechos.
La furia de su arrebato fue cediendo lugar a la ternura de sus caricias. Sus piernas estaban enredadas y sus manos descubrían una vez más cada relieve que los hechizaba. Sus respiraciones, poco a poco fueron retornando a su cauce, manteniendo enlazados sus colores azul y ámbar, haciendo aparecer en cada rostro una lenta y esplendorosa sonrisa.
—Esta es una muy buena alfombra —murmuró Aurora, perfilando con su largo dedo y su prolija y recortada uña los músculos del lampiño pecho.
—Lo es.
—Suave y tupida. Espero que no la hayamos arruinado.
—Compraré otra. Y si esa también se arruina, volveré a comprar una nueva. Especialmente, si eso conlleva tener que estrenarlas de esta manera.
—Estás loco.
—Por ti. Tú das vuelta mi mundo. Me liberas. Liberas mis impulsos, rompes mis límites Aurora. Me gusta eso.
Aurora negó suavemente, con el rubor poblando su piel.
—Tú eres el que me enseña cada día y yo...
—Llenas mi vida de luz y alegría.
El timbre del intercomunicador rompió su perfecta burbuja, haciendo rezongar a Sharpe, que no apartaba sus caricias de la suave piel de la espalda de su mujer.
—No tengo ganas de cumplir con mis obligaciones, prefiero seguir así, contigo —se quejó el empresario.
—Yo también. Pero debes hacerlas. Además, me permitirá salir a iniciar la búsqueda —cambió su semblante por uno más serio—. Después de lo que me contaste sobre las sospechas de Chris, nos urge dar protección a las víctimas que vuelven a ser presas. Tenemos que acabar con eso y averiguar lo que está ocurriendo y cómo detenerlo.
Una nueva protesta por parte del aparato exigió la atención del hombre.
Desnudo y sin un ápice de pudor, Steve se levantó y avanzó hasta responder la interrupción.
—Beatrice...
—Señor Sharpe, le recuerdo que en veinte minutos tiene reunión con algunos directores.
—Muy bien —giró hacia su esposa, que se había sentado y lo contemplaba con una ceja arqueada. Steve rodó sus ojos al captar el mensaje.
—Gracias Beatrice.
—De nada señor.
Aurora sonrió, iluminando la estancia, y el hombre no pudo más que maravillarse por ese simple gesto.
—Vamos mi niña traviesa —estiró su mano hacia la joven, que se levantó de un brinco y corrió hasta él, saltando sobre su torso, envolviéndolo con brazos y piernas—. Mierda Aurora —jadeó al sentir su sexo húmedo por sus esencias embadurnarse sobre él. Sus grandes manos bajaron para sujetar su culo y su boca conectó con la de su perdición—. Así no podré aplacar mis ansias de ti.
Ella rio seductoramente contra sus labios, sin dejar de refregarse.
—Puedo sentir que no fue suficiente.
El miembro de Steve se volvía a alzar con orgullo y potencia.
—Nunca lo es —sus dientes pellizcaron la piel de su hombro y luego su lengua saboreó el largo de su cuello alcanzando su quijada—. Quiero seguir saboreándote, pero me quedan menos de quince minutos para ducharme y cambiarme antes de la reunión —explicó mientras se desplazaba con su carga hacia el baño privado.
—Te ayudaré a enjabonarte y enjuagarte.
—Lo último que lograré contigo es mantenerme limpio —la depositó sobre la tapa del retrete, riendo por lo bajo al verla hacer un puchero—. Te quedarás aquí hasta que termine. Luego podrás lavarte tú.
—¿No quieres mi ayuda?
—Sí, y justamente por eso necesito que te quedes ahí —apuntó con su índice hacia ella cuando ingresó a la regadera. Desde allí inició su lavado sin quitar la vista de su mujer.
Se mantuvo en su lugar, pero una idea surcó su mente. Una sonrisa maliciosa dividió su rostro y sus ojos dorados se encendieron. Se relamió los labios y separó sus largas piernas enseñando su deseo.
Se regocijó cuando notó la mirada oscurecida de Steve, que se había detenido en su tarea para admirarla. Sabía que comprendía lo que ella pretendía. Sus noches hechos ojos se posaron en su sexo cuando este quedó descubierto y sus dedos traviesos se deslizaron hacia su erótico sur, que todavía brillaba de néctar, hasta que se hundió en su cavidad más íntima, encorvando su columna y gimiendo sin pudor.
—Debes dejar de hacer eso —siseó con voz ronca.
—¿Qué cosa? —provocó respondiendo con el mismo tono y mirada dilatada—. ¿Esto?
Su mano inició su propia penetración y el ruido de sus fluidos la excitaron más, haciendo saltar sus pezones y gimotear con necesidad. Su cuerpo se balanceaba con sus embistes manuales.
—No me provoques —su miembro le dolía por no ser el dueño de esos gemidos. Vuelto a convertirse en piedra y llenarse sus huevos una vez más, como si no tuviera límite, bajó su mano para completar el cuadro lascivo ante la atenta mirada de Aurora—. Joder, mi niña. Me pones como un tren —jadeó, apretando la mandíbula, en tanto su mano enjabonada se bombeaba con más ímpetu, arriba y abajo.
Aurora, convertida en la protagonista de sus fantasías, sacó sus falanges empapadas.
Agitada y encendida, desplazó en ascenso sus dedos desde su centro. Dibujó alrededor de su ombligo con el rastro blanquecino, pasando por el valle de sus senos hasta capturar uno de sus pezones, que apretó y tiró, gimiendo con placer tortuoso.
Llevó sus dedos a su boca para succionarlos, probando la esencia de ambos, mezclada en ella.
—Ahora, no te detengas —ordenó, perdido en cada maniobra perversa—. Sigue así hasta el final. Ambos lo haremos.
Sonrieron traviesos y deseosos de más.
Y como la chica obediente que era, regresó a su coño para introducirse en ella misma otra vez.
Los gemidos rebotaban en los azulejos, aplacados por el ruido del agua caer.
La rubia se retorcía en su asiento con cada penetración de su mano, alcanzando el punto que la elevaba a las estrellas. Bailaba en su interior, atormentándose con las maniobras aprendidas del hombre de los dedos de oro.
Imaginando que era su mano la que le deba placer, cerró los ojos y echó su cabeza hacia atrás.
Steve tenía todos sus perfectos y esculpidos músculos tensionados. Gruñía y jadeaba como un animal poseso viendo a su mujer revolviéndose en su frenesí.
—Mi niña, mírame. No me quites los ojos de encima y sé testigo de lo que provocas en mí.
Los dorados iris enfocaron su objetivo y su temperatura escaló al nivel del sol. Era indescriptible ver cada relieve de sus músculos moviéndose en su masturbación, con sus ojos oscuros clavados en ella con deseo y adoración. Contemplar a ese monumento de belleza, majestuosidad y poder, enloquecido por ella, la hacía sentir empoderada. Hermosa, sexy y feliz.
Muy feliz.
—Voy... a... correrme.
—Vente conmigo Aurora. Di mi nombre cuando te corras —su mano aceleró en picada para su recta final.
—STEEEEEVEEEEEE —aulló, en un largo alarido junto al del hombre, cuando sus cuerpos estallaron manifestando esa felicidad, derramándose hasta vaciarse, manchando sus manos.
Sus cuerpos lánguidos palpitaron con los rescoldos de su fuego hasta que lentamente, recuperaron sus sentidos y sus labios se estiraron en sonrisas satisfechas, sin dejar de mirarse con amor.
—Ahora sí me tendrás que hacer un lugar contigo en la ducha.
—Ven, ayúdame a limpiar lo que has provocado.
***
Su rostro era la viva imagen de la satisfacción y felicidad. Su caminar emanaba sensualidad y alegría, perdida en los últimos momentos antes de salir del edificio de Sharpe Media.
Hunter, trotando a su lado, parecía sonreír igual que ella.
Y Andrew, siempre fiel a sus costumbres, la seguía como un peregrino, sin ser ajeno a la dicha que irradiaba la esposa de su jefe, haciéndolo sonreír con discreción.
La atención del guardaespaldas se encendió con alarma cuando vio a tres muchachas interceptar a Aurora, quien se detuvo confundida ante el obstáculo humano.
—¡Eres Aurora Sharpe! —gritó una.
—Sí, lo soy —susurró con timidez, encendiendo sus mejillas. Pero sus sentidos estaban alerta.
Andrew se posicionó a su lado, con su instinto de protección —a la par del canino—, a flor de piel, siguiendo cada movimiento con recelo, como si las jóvenes que no tendrían más de diecinueve años pudieran atentar contra la seguridad de la rubia quimérica.
—Eres increíblemente hermosa —elogió otra.
—¿Podemos sacarnos una foto contigo? —suplicó la tercera, sacando su móvil—. Por favooooooor.
No lo podía creer. No entendía nada. Haberse casado con Steve no ameritaba llamar la atención. Aunque, pensándolo bien, él siempre era admirado y seguido por interesados, por lo que no era descabellado que ella ahora sufriera de manera similar. Al menos, esas tres jóvenes eran afables en su petición.
—¿Por qué quieren una foto conmigo? —detuvo con una mano al asistente cuando este parecía a punto de apartar a las chicas.
—Porque eres bella y una inspiración para nosotras. Conquistaste al hombre más sexy del mundo siendo dulce y amable, y no una arpía engreída y artificial. Eso es lo que dicen los medios.
—Y porque eres la Aur de Aurve.
—¿Aurve? ¿Qué es eso?
—El shippeo de Aurora y Steve. Aurve.
¿Shippeo? Desconocía ese concepto. Lo preguntaría después a Steve, aunque estaba segura de que se burlaría de ella ante su ingenuidad. No importaba. Le gustaba verlo sonreír y explicarle cosas de la vida cotidiana.
—Entonces... ¿nos darías una foto?
—Muy bien —sonrió con cortesía—. Podemos pedirle a Andrew que nos la saque.
El aludido abrió sus ojos en extremo y envió una muda protesta a la rubia, que ignoró con una risa entre dientes.
—¡Sí! ¡Gracias Andrew! —exclamó la dueña del aparato con total confianza cuando se lo entregó.
Con un gruñido, capturó la imagen de las cuatro junto al cachorro.
Segundos después, continuaban su trayecto hacia el primer edificio en su búsqueda de un centro de asistencia.
Una tarea sencilla, se volvió una odisea cuando la escena de la fotografía se repitió varias veces más, estresando al hombre de piel oscura, que cada vez se volvía más protector sobre su prioridad.
Al regreso a la empresa, sólo habían podido avanzar en una cuarta parte de lo que había planeado Aurora.
Cuando se lo compartió a Steve, quien rio escuetamente, sólo llegaron a una conclusión.
—Deberás ocultar tus rasgos al salir a la calle. Al menos hasta que la curiosidad y la emoción de la gente se apacigüe. Verás que sólo es cuestión de tiempo.
—Eso espero. Lo último que quiero es estar en el foco de interés de otros.
Nunca sabría quién podría estar siguiendo con obsesión todo lo que se publicase sobre ella y su matrimonio.
N/A:
El shippeo es mérito de holyMalave que lo propuso en los Extras de Steve Sharpe. Gracias! Porque yo apesto para los shippeos, jejeje... de paso, pásense por su perfil y conozcan sus historias... ;)
No se olviden de votar y comentar.
Gracias por leer, Demonios!
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