10. Central Park
10. Central Park.
Faltando tan solo un minuto para la reunión de producción de uno de los canales con el jefe, el grupo de personas a cargo de la programación que ese día compartiría un video inédito esperaba a que el señor Sharpe apareciera. Jamás llegaba tarde. Era un obsesivo del orden y de la puntualidad y como siempre, llegó a la hora indicada. Sólo que por primera vez, no lo hacía solo. Ante la cara de sorpresa de los reunidos en la sala —y de resentimiento por parte de Crystal—, el dueño de Sharpe Media llegaba acompañado de su bellísima y joven esposa.
Steve, con su habitual gesto de imperturbabilidad, saludó a todos y se sentó en la cabecera de la larga mesa. No quedaba nada del hombre que acababa de hacerle el amor de forma posesiva a su mujer en su despacho. El que comandaba aquella reunión era frío y duro como un témpano.
Aurora, por el contrario, buscando compensar el escueto saludo de su marido, le dirigió una encantadora sonrisa a los asistentes, conquistando a algunos y acentuando odios en otras. Reconociendo entre los rostros a cada uno que había estudiado y dos que conocía personalmente desde antes. Crystal y Tony.
La primera, con el rojo pintando hasta sus orejas y el segundo, sonriendo con picardía y gracia.
Steve le indicó a su mujer que se sentara a su derecha y el resto se acomodó en sus respectivos asientos.
Ese día, un productor de uno de los tantos programas de la cadena, quería compartir un video desconocido de un testimonio japonés después del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. Una pieza de sumo valor. Algo inédito de un tiempo pasado, que serviría para presentar en la siguiente programación sobre la Segunda Guerra Mundial.
Sólo había un problema. Estaba en el idioma original. Sin embargo, hasta obtener la traducción, la reunión que tendrían sería para organizar la presentación y tener una idea de cómo se veía la grabación rescatada.
Después de que el productor diera la presentación oficial, la asistente de producción, Crystal, se puso en pie desde su lugar, en diagonal a Aurora y fue entregando a cada uno del personal un bosquejo de la idea que habían comenzado a desarrollar. Al entregar la carpeta a Steve, de forma descarada y provocativa, acercó su gran busto al alto hombre, que la ignoró por completo. Al pasar junto a Aurora, siguió de largo para entregar la información al hombre que se sentaba a su lado y terminar así de repartir las carpetas. Antes de retomar su puesto, se giró hacia la joven esposa, con una sonrisa de fingida disculpa.
—Lo siento Aurora, no sabía que estarías presente en nuestra reunión y no tengo una copia para ti.
—Señora Sharpe.
La grave y acerada voz de Steve silenció la sala. Todos miraron al hombre y luego a la empleada, para volver a fijarse en el atractivo dueño.
—¿Perdón? —Crystal preguntó con algo de incomodidad.
—Para ti, es la señora Sharpe. Tu jefa.
—¿Mi...? —No podía siquiera pronunciar esas palabras sin disimular su desagrado. No era su jefa. Era una insignificante muchacha. Una tonta.
—¿Algún problema?
La frialdad con la que se dirigía a la mujer se sintió en el ambiente. El color intenso del azul de sus ojos transmitía la misma calidez que el invierno polar.
Todos estaban helados, exceptuando a Antonio Silva que hacía un gran esfuerzo por contener su risa.
Sólo la suave y delicada voz de Aurora logró romper con la tensión del lugar, que llevó su mano sobre la de su esposo, que tenía apoyada sobre la mesa.
—Cariño, está bien. Prefiero Aurora. —Su sonrisa logró aflojar el duro semblante que había mostrado hasta el momento. Él cambió de posición su mano, colocándola por encima de la de ella y acarició el dorso con su pulgar. Aurora entonces, se dirigió a Crystal, con otra gran sonrisa—. Sólo Aurora, por favor. Y no te preocupes por la copia, Steve me prestará la suya, ¿verdad?
Sin emitir palabra, el aludido, con la mano libre, le entregó la pequeña carpeta arrastrándola sobre la mesa que ella recibió y abrió, pasando rápidamente cada hoja.
—Puedes seguir, Crystal, gracias —indicó Aurora a la avergonzada mujer, sin dejar de leer. Enseguida, se la devolvió a Steve. Ya había memorizado cada palabra.
Herida en su orgullo y notando las risas en voz baja de todos los presentes ante tamaña humillación, Crystal se irguió sacando pecho y se sentó en silencio. Miraba a la pantalla del televisor para que no se vieran sus ojos cristalizados por las lágrimas de rabia que la colmaban. Mantenía el rostro rígido a pesar de sentir las miradas de los demás sobre ella. Sólo cuando se encendió el aparato que mostraba la reproducción y todos dirigieron su atención al hombre japonés que hablaba, se sintió libre de las mudas burlas.
Estaban todos callados. No porque comprendiesen lo que el entrevistado compartía, sino porque el tono que empleaba y la evidente emoción que lo desbordaba al hablar, conmovía el alma, atravesando barreras idiomáticas. Sólo una persona en aquella habitación sintió el golpe completo de la declaración, y sin control alguno, una solitaria lágrima rodó por su mejilla. Lágrima que fue rescatada con la caricia de la gran mano de Steve, que cada vez que tocaba a su mujer, esa misma fuerte y poderosa mano se volvía gentil y delicada. Ella se volteó a verlo y le agradeció con una simple sonrisa. Una que lo tenía atrapado.
Cuando el video finalizó y todos giraron a ver a Steve Sharpe, observaron que él y su esposa se miraban en un silencioso diálogo. Uno de los productores carraspeó para llamar sutilmente la atención del jefe, que enseguida fijó sus ojos sobre el hombre. En cuestión de un segundo, Steve mudaba el semblante como si de una máscara se tratara y volvía a ser la esfinge de siempre.
—Steve, obviamente, no comprendemos lo que dice. En un par de días tendremos la traducción, pero, no dudo que su declaración debe ser impactante.
—Lo es —acotó con voz conmocionada la joven esposa de Steve—. Nunca escuché a alguien describir con tanto dolor la pérdida de los seres amados. Cómo vio lentamente la forma en que se consumían su mujer y sus hijos. Todos sus conocidos.
Sujetaba con fuerza la mano de su marido, sin poder evitar que sus ojos se humedecieran.
La manera en que había hablado conmovió a todos los empleados. A casi todos. Una Crystal más molesta ante la evidente simpatía que despertaba en cada uno de sus compañeros, deseaba devolver la humillación sufrida momentos antes.
—¿Hablas japonés, acaso, Aurora? —preguntó socarronamente, haciendo hincapié en el nombre de la muchacha, con evidente desprecio.
Algunos, creyendo que Crystal había dejado al descubierto el ingenuo intento de Aurora por ganarse el lugar que ocupaba su marido, rieron por lo bajo. La señora Sharpe se sonrojó, mordiendo con timidez su labio inferior, lo que para su oponente era evidencia suficiente que la había sorprendido en su engaño. Pero una vez más, sería la voz profunda de Steve el que pondría en jaque a la vengativa mujer.
—Aurora habla perfecto japonés, a diferencia de mí, que estoy algo oxidado —miró a Aurora, que tenía su exquisito rostro encendido, e inquirió, con fingida incertidumbre—. ¿Y qué otros idiomas hablas, cariño?
Su esposa dudó, pero sabía del juego que su marido le proponía.
—Además de inglés, evidentemente, y japonés, hablo francés, español, italiano, alemán, holandés y griego. Por ahora. —Respondió con timidez, mordiéndose el labio inferior. Le incomodaba compartir sus habilidades y conocimientos con desconocidos. Más aún cuando lo sentía como una pulseada, pero sabía que era una necesaria.
Salvo los dos primeros idiomas que le había enseñado el Dr. T, y el francés, que lo había aprendido para entender lo que un perverso Belmont Durand le decía en una aventura que prefería no recordar, el resto de los idiomas los había aprendido durante su dulce luna de miel. En cada país que habían visitado, Aurora absorbía todo lo que le ofrecía. Sus costumbres, su idioma, su historia, como si fuera una esponja ávida por conocimiento. Era tan fácil para ella lograr comprender las palabras como respirar. Sólo escapaban a su entendimiento las religiones y las relaciones humanas. No creía algún día terminar de dilucidar cómo funcionan las emociones.
—Por ahora —repitió, con orgullo—. Ocho idiomas. ¿Cuántos de ustedes tienen una mente tan brillante para poder hacer una proeza como esa?
Los que habían acompañado a Crystal en su mofa, se revolvieron incómodos en sus sillas, sin poder levantar la mirada de la mesa. Otros, en cambio, habían sido completamente cautivados por la muchacha. Cada uno tendría un motivo diferente y un tiempo en el que se dieron cuenta que era una criatura fantástica. Algunos lo descubrieron cuando les sonrió por primera vez. Otros, cuando se sintieron tocados por sus palabras al hablar del japonés y comprobar su sensible alma. Y los últimos, ante la demostración de una capacidad más allá de la que imaginaban. No creían poder volver a usar la palabra tonta para describir a la señora Sharpe. Inocente, compasiva, encantadora, amable, culta y descubrirían que brillante. Sí. Todo eso, pero no tonta.
El principal productor, Leonard, un hombre de unos cuarenta años, que había quedado encandilado por la muchacha, fue el que tomó la palabra.
—Señora Sharpe, ¿cree que podría ayudarnos con la traducción? Podríamos terminar el trabajo mucho antes si lo hacemos ahora.
—Por supuesto Leonard —contestó. Sonrió satisfecha al ver la cara de sorpresa del hombre al escuchar que sabía su nombre, ya que no habían sido presentados con anterioridad—. Si me das papel y un bolígrafo, ya mismo te lo anoto mientras seguimos con la reunión. Y es Aurora, por favor.
—Aurora —murmuró. Enseguida sacudió la cabeza al comprender lo que le decía la joven—. Deberías ver otra vez el video. Necesitamos la traducción textual —le explicó mientras le entregaba la libreta que tenía consigo. Cuando le concedía su bolígrafo, Steve lo detuvo y sacó del interior de su chaqueta una elegante pluma que le dio a su mujer.
Agradecía la amabilidad de su empleado, pero prefería dejar en claro que era SU esposa.
—Y la tendrás. Sin necesidad de volver a pasar la grabación —contestó una vez más un orgulloso Steve, que no cabía en sí de felicidad, aunque su rostro no lo demostrara. Su Aurora había ganado su primer adepto en aquella sala—. Prosigamos —indicó con firmeza, pero enseguida, mirando de reojo a su esposa, añadió—. Por favor.
Aurora curvó sus labios sin quitar la vista del cuaderno al escuchar las últimas palabras de su marido. Ella había comenzado a redactar palabra por palabra lo que se había reproducido en el video sin perder la concentración a pesar de que la reunión continuó con voces animadas que iban compartiendo y volviendo a debatir sobre algunos puntos al respecto de cómo desarrollar el programa que giraría en torno al video.
Después de unos pocos minutos, Aurora, en silencio, le devolvió a Leonard su libreta. Nadie, salvo ellos dos y Steve, supieron de la tarea finalizada.
El productor se quedó perplejo al recibir los apuntes. Revisó las páginas. Eran muchas. Volvió a levantar la vista hacia la impresionante muchacha. No podía creer lo que veía. No sólo comprendía japonés —algo que mentalmente se decía, debería corroborar antes de aceptar esa traducción—, sino que, de ser correcta, la había hecho de memoria después de ver una sola vez la entrevista. Y la había transcripto en pocos minutos. No cabía en sí del asombro. Con los ojos abiertos de par en par, pasó de observar el rostro de la formidable mujer a mirar a Steve, que asentía con un leve movimiento de la cabeza.
Sabía lo que estaba pensando su empleado y le confirmaba que aquella mujer no era de este planeta.
El resto de la reunión prosiguió con el habitual dinamismo enérgico de los que saben lo que hacen. Una vez puestos de acuerdo en los siguientes pasos, dieron por concluido el encuentro y cada uno fue a continuar con su trabajo.
Leonard, antes de irse le había pedido a Aurora que lo asistiera en cuanto trabajara sobre el testimonio, para colocar los subtítulos en las tomas adecuadas y ella le había respondido que estaba a su entera disposición.
Una vez solos, Aurora se sentó de costado en el regazo de Steve y pasó sus brazos por su cuello. Se perdía en sus ojos oscuros, que siempre la trasladaban a su cielo japonés, donde por dos semanas, había sido ella sola con las estrellas y se había sentido libre. Sólo junto al hombre que la contemplaba con total devoción se sentía igual, aun cuando estaban entre cuatro paredes.
Libre y amada.
Steve acariciaba el suave rostro de su mujer. Por fin estaban comenzando a ver a Aurora más que como a su hermosa esposa. Los estaba hechizando y pronto los tendría comiendo de la palma de su mano. Se hundió en sus ojos de oro y se perdió en el recuerdo de la primera vez que la había visto. Su dorada brisa se había vuelto un vendaval que arremetía con todo a su paso.
—Lo lograste.
—No, lo logramos. Somos un equipo, Steve, amor mío. No lo hubiera podido hacer sin ti. —Con una media sonrisa y entrecerrando los ojos, cuestionó a su esposo—. ¿Cómo sabías que iban a pasar una entrevista en japonés?
—Es mi trabajo saber de antemano lo que trataremos en las reuniones. No me gustan las sorpresas.
—Pues a mí me encantan —lo miró con una sonrisa traviesa—. Y a ti también te han gustado algunas sorpresas.
—Sí, sólo algunas. Si vienen de mi persona favorita en todo el mundo —confirmó con cierta lujuria, aunque no olvidaba que también le daba algunas que le hacían espantar, como cuando la vio en la cornisa en la azotea del edificio, o cuando le confesó lo que era en realidad.
Definitivamente, no siempre reaccionaba bien ante las sorpresas. No quería pensar en ello y barrió con su cabeza esas imágenes. En cambio, sujetó con fuerza a su preciada presa, con una mano en la nuca y otra en la espalda, y devoró el motivo de su locura.
—Buen cierre de reunión —jadeó la joven una vez liberada su boca—. Creo que me va a gustar trabajar contigo.
—Por mi lado, puedo asegurarte que nunca había disfrutado tanto estar encerrado en mi despacho.
—¿Tenemos algo más pendiente hoy?
—No. Soy todo tuyo.
Los ojos quiméricos se encendieron y Aurora saltó del regazo de Steve.
—¿Todo mío? —Asintió lentamente—. ¿Y haremos lo que quiera?
—Nada que implique sentarse en el borde de la azotea.
Fueron fuertes y claras las campanillas que sonaron desde la garganta de la dorada mujer, lo que encendió el corazón de su compañero.
—Tu integridad física no peligrará. Pero deberás aguardarme a que prepare todo.
—Confío en ti, mi niña.
Y vaya que lo hacía.
Media hora después, Aurora lo abordaba en su puesto de trabajo, con una enorme canasta colgada de un brazo. Hunter, que había estado junto a Steve, trotó hasta la dama que le lanzó besos volados.
—¿Y eso?
—Mi sorpresa —sonreía mostrando su blanca dentadura en su máxima expresión—. No he ido a Central Park y pensé que como el sol todavía no se ocultó, podríamos pasar el resto de la tarde allí.
El hombre no decía nada. Su semblante era imposible de traducir para Aurora, que sintió un nudo en el estómago ante el frío silencio.
—Cr-creí que sería un romántico detalle —balbuceó. Sus pestañas se batían para evitar la humedad en sus ojos y su labio inferior era apretado con fuerza. Realmente había pensado que ella podía ser romántica y que un picnic era un ejemplo perfecto. Pero al parecer, era algo ridículo—. ¿Mucha exposición? Sí, es cierto —se respondía sola—. Fue una idea tonta.
—Alto. Ven aquí. —Volvía a ser la niña recién llegada a la mansión Sharpe, y como tal, avanzó hasta el imponente escritorio. Steve pasó sus dedos por su cabellera con fijador—. Tu cabeza tiene que dejar de sobre analizar las cosas. Sólo quedé sorprendido. Y sí, es cierto, pensé en la exposición. ¡Pero qué diablos! Eres mi mujer y me parece una excelente idea para pasar el resto del día así.
Un nuevo brillo eclipsó la luz del sol que entraba por la ventana. Ni el astro rey podía competir con el dorado que desprendía su niña.
Poniéndose de pie, recogió su valioso tesoro, capturándola de una mano y con la otra, se hizo cargo del paquete. Hunter los siguió y juntos emprendieron el camino a su escapada.
***
Se sentía orgullosa. Pocas veces planeaba sorpresas románticas. Era más bien espontánea, alternando entre lo erótico y lo inocente. Steve era el que siempre la colmaba de todo tipo de momentos para atesorar. Pero había tomado sus palabras sobre no inhibirse ante él y todo su ser había deseado correr a la luz, al aire libre, a los árboles que perdían sus hojas en el otoño, abandonando el duro hormigón y las estructuras sin vida que sentía acorralarla.
Y su amado esposo, su compañero, su mundo la había seguido.
Se encontraban sentados en la manta que había conseguido Beatrice de alguna vestuarista, con Hunter acompañándolos a un lado. Steve recostaba su espalda contra el tronco de un árbol y Aurora se había acomodado contra su pecho, entre sus piernas. Sus manos se mantenían entrelazadas cuando no robaban la comida de la canasta. Le gustaba la visión de sus anillos rozándose.
Besos interrumpían constantemente su conversación. Acariciaban sus narices aspirando el aroma del otro.
—¿Se puede vivir eternamente aquí? ¿Así? —preguntó con los ojos perdidos en el cielo.
Mantenía su cabeza apoyada debajo del viril mentón, siendo rodeada por los fuertes brazos de Steve. Dibujaba círculos con sus dedos por encima de la tela que cubría sus antebrazos, en un movimiento relajante.
—Si hiciéramos eso, nos perderíamos de tantas otras cosas que aguardan por ser descubiertas, vividas por ti. Por los dos.
—Tienes razón —giró para encontrar el azul que sólo ante ella perdía su frialdad para entregarle la calma noche que tanto amaba—. Quiero todo eso y más contigo.
Sintió que ese más tenía un límite imposible de sortear y una nota melancólica se posó en su corazón. No hablaban de hijos, pero en esa tarde de octubre, deseó poder llegar a ser más. Ser uno más.
Desechó esa idea de inmediato. Aunque pudiera procrear, ¿qué tipo de vida le daría a un mutante? No sabía tampoco sobre ser madre. Y Steve había decido no ser padre. ¿Por qué sintió de repente ese anhelo?
—¿Aurora? —Un suave beso cosquilleó desde su frente por todo su cuerpo, haciéndola removerse contra el pecho de Steve—. Es hora de irnos, mi niña.
—¿Podremos repetir esto?
—Cuando quieras.
***
El penthouse quedaba a pocas calles de Central Park, por lo que no le extrañó a Aurora que Andrew hubiera sido desligado de cualquier otra tarea hasta el día siguiente, y así la vuelta a casa la hicieron Steve y ella solos, abrazados, con su cachorro caminando junto a ellos.
Pero al abrir la puerta de su hogar, la gran figura del asistente los recibió con una la blancura de sus dientes en un gesto cómplice que dirigió a su jefe.
—¿Andrew? Creí que no nos veríamos hasta mañana.
—Buenas tardes, señora Sharpe —le guiñó el ojo—. Quedaba un encargo por cumplir.
—¿Qué tipo de encargo? —Dirigió su atención a su esposo, que la tomó con fuerza de la mano, dejando la canasta en el suelo, y la llevó sin responder a sus cuestionamientos hasta un aislado rincón, separado por una media pared del resto de la enorme y amplia sala. Los rápidos pasos de Hunter los acompañaron—. ¿Steve qué...? —Su pregunta quedó en el aire al ver una mesa nueva de características desconocidas para ella, con bolas de colores formando un triángulo en un extremo—. ¿Qué es esto?
—Esto, mi niña, es una mesa de billar. Para ti, un premio por tan buen trabajo hecho hoy.
—¿Billar? ¿Para mí? —Sus ojos brillaron de diversión. Sabía lo que era y veía un nuevo desafío en puerta. Se colgó del cuello del hombre besándolo hasta cubrir cada centímetro de su rostro. Se detuvo contemplándolo con devoción—. Enséñame, por favor.
—Por supuesto, mi niña.
***
Escuchó unos lentos golpes en la puerta de la suite. Vestido con pantalón de traje y la camisa abierta hasta la mitad de su pecho, Edward abrió sin necesidad de preguntar quién estaba del otro lado.
—Espero que esta noche no me plantes otra vez.
—Lindura, la que me abandonó ayer fuiste tú.
—Sólo porque perdí toda tu atención.
La recién llegada avanzó hacia el interior, posando su mano en el desnudo y musculoso pecho del hombre que se vislumbraba debajo de la camisa abierta, que caminando hacia atrás, se dejó arrastrar por la platinada.
—Espero que ahora termines lo que iniciaste. Realmente necesito un buen polvo que me descomprima.
—¿Mala jornada laboral? ¿Problemas con el jefe? —ironizó.
—Con la mujercita —escupió, recibiendo de Edward un trago de brandy que no había visto ser servido. Lo bebió de una sola vez, contorsionando su rostro por el ardor.
—Oh, la dulce Aurora —cerró sus ojos, rememorando el perfume que desprendía la muchacha y la suave piel que había asaltado como un vil ladrón—. Sí. Encantadora.
—¿Qué, otra vez te hiciste la paja con su recuerdo?
—No hizo falta. Anoche pude probar el calor de sus pechos.
—¿Qué? —Sonrió con maldad—. ¿Le fue infiel a Steve contigo?
—Ojalá. No —rio ante la cara de decepción de Crystal—. Anoche me aparecí en su penthouse y ella me recibió con los brazos abiertos cuando creyó que necesitaba consuelo femenino.
—Sigo sin entender.
—Estaba ebrio como una cuba —guiñó un ojo—. Se preocupó y me dejó dormir en su regazo, después de haberle robado algún roce a sus senos.
—Eres un perro baboso.
—Sí, en perpetuo celo —dejó su copa vacía sobre la cómoda y comenzó a quitarse la camisa, mientras caminaba hacia la habitación—. ¿Vienes a arreglar el problema que tengo en mis pantalones?
—Bueno, no puedo decir que no vine para eso —respondió dejando su propio rastro de prendas en el suelo alfombrado.
—Exacto. ¿Te sigues cuidando?
—Lo siento querido. Pero acabo de cambiar de método y hasta que me adapte, deberás usar globito si quieres fiesta.
El inglés hizo un gesto de decepción. Prefería disfrutar plenamente sin látex de por medio.
—Bueno, deberé conformarme por ahora. Al menos, prométeme que usaremos varios.
—Hasta que se te vacíen los testículos —provocó, obteniendo una risa ronca que la humedeció instantáneamente.
Sin ninguna delicadeza, Edward lanzó a la mujer ya desnuda sobre la cama, cerniéndose sobre ella con rudeza y brusquedad. Tal como les gustaba a los dos.
Sin demora y con experiencia, se calzó el preservativo y sin demora, sus cuerpos se amalgamaron, combinando sus jadeos y transpiración, friccionando sus pieles con vehemencia por largo tiempo, pasando por varias posiciones, lugares y descargas gritadas entre maldiciones e improperios.
Ya en el último round de regreso a la cama, Edward se balanceaba con desenfreno, profundizando con cada estocada, haciendo gritar a Crystal hasta que los dos se tensionaron en su liberación final, uno después del otro, para enseguida dejar caer sus cuerpos laxos sobre la cama.
—¿Mejor? —Recuperado el ritmo, se quitó la funda de su miembro descargado y tras hacerle un nudo, lo desechó a un lado.
Se recostó sobre su espalda, llevando una mano detrás de su cabeza.
—Relajada. Pero todavía quiero joderle la vida a la pendeja. ¿Puedes creer que Steve me dijo que es mi jefa?
—¡Qué locura! ¿La esposa de tu jefe es tu jefa?
—No te burles —copió la posición del castaño. Ninguno apreciaba los arrumacos ni dormir abrazado al otro—. Hoy hasta la hizo participar de una reunión de mi programa.
—¿Ah sí? ¿Para qué?
—Al parecer, habla japonés y estamos trabajando con una entrevista japonesa. Un testimonio de la Segunda Guerra Mundial. "Habla ocho idiomas" —imitó con odiosa burla la voz de Steve.
—Vaya la pequeña niña. Toda una genio.
—Oh, por favor. No tú también. Todos quedaron prendados de ella.
—No entiendo cuál es tu problema, aparte de que se casó con un hombre que jamás te prestó demasiada atención.
—La odio —se sentó llevando las sábanas hasta la altura de sus pechos, cubriéndoselos. Su mirada estaba encendida—. Ayúdame.
—¿A qué? —bostezó, aburrido y agotado. Al día siguiente tenía un compromiso que requeriría de de gran esfuerzo físico y quería descansar.
—A separarlos.
—¿Por qué?
—Porque merece a una mujer.
—No te garantiza que luego corra a tus brazos.
—Eso no lo sabes. Puedo estar en el lugar adecuado, en el momento que me necesite.
—¿Cómo quieres hacer eso? —La escuchaba con los ojos cerrados. Le interesaba saber qué propondría la serpiente junto a él.
—Si él la encuentra engañándolo, por ejemplo... —clavó su dedo en el duro pecho ensombrecido por una capa de vello negro—, con su mejor amigo, puede desear vengarse con alguien.
—Y ese alguien serías tú —abrió sus ojos y una sonrisa ladina se dibujó en sus labios—. No sé si funcionaría.
—O, vamos. No me digas que te germinó conciencia.
—Para nada. —Si supiera que él mismo planeaba cogerse a la tentadora esposa que su amigo había conseguido—. ¿Crees que sería tan fácil?
—No puede amarla. Apenas la conoce. Debe ser calentura. Si su orgullo se ve herido, querrá retribución.
—Hay un pequeño problema.
—¿Cuál?
—En menos de tres días nos marchamos a Londres. Haremos un evento por el aniversario de mi agencia.
—Llévame.
—¿En carácter de qué?
—Estás aquí porque necesitas usar Sharpe Media para difundir a tus nuevos talentos en América. Y aprovechar los medios de comunicación que Steve tiene en Inglaterra. Por mi parte, quiero cambiar de aire. Dejar el programa de cultura general y enfocarme en celebridades.
—Entonces tú serías la que produciría los programas que mostraría a mis representados.
—Así es. Sólo tendrías que pedirle a Steve que te permita tomar una asistente.
—Eres una verdadera perra —la vio sonreír en las penumbras de la habitación—. Me gusta tu idea. Londres atestiguará el fin del matrimonio Sharpe. Mañana seguramente los veré y confirmaré cuán débil es la unión entre ellos.
—Trabajo de inteligencia.
Volvió a cerrar sus ojos cuando sintió que la mujer se dejaba caer nuevamente. No pudo evitar que sus comisuras se ensancharas al máximo.
El juego iniciaba. El mejor se llevaría un premio de oro. Oro que decoraba un par de ojos en un rostro celestial.
N/A:
Qué puedo decir... este par están hechos el uno para el otro... oh, momento.. ¿qué par?
Jajajaja... Aurora y Steve. Crystal y Edward.
Chan! Bueno, ya saben... comenten y vote...
Gracias por leer, Mis Demonios!
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