Diciembre 2022: Luz Errante
Diciembre, época de luces en medio de las largas noches de invierno...
Cualquiera podría pensar que todas las luces son buenas.
Bueno... pues estamos equivocados.
★★★★★
Vaya donde vaya, me siguen. Rojas viandas flotantes de exquisitos cítricos. Azules arándanos incandescentes, crepitando en la galante ambrosía nocturna. Blancas almas cuya fosforescencia inflama la oscuridad. Verdes guindas almibaradas de esperanza que conforman mi bello manto, el fútil rastro de un lucero errante que tan sólo pisa la tierra una vez al año.
Hay quien me llama estrella de la mañana, astro del alba. Para otros, soy un meteoro fugaz, cuyo divagar destella y enseguida perece. Algunos me buscan porque soy un buen presagio. Otros, temen perseguir mi rumbo... y me llaman el ángel negro, porque cuanto más brillo porto, menos vida queda a mi paso.
No soy uno ni otro. Soy el principio y el final de los tiempos, sempiterna peregrina de la bóveda celeste. Por mi culpa, aceleráis cada grano de arena vertido en vuestra contra, en ese invisible reloj que ni siquiera yo misma puedo detener. Los colores que amáis, los sabores que os colman la boca, las caricias que os erizan el vello... Vuestras vivencias, desavenencias, vuestros miedos. Todos forman parte de mí, de la túnica de colores que arrastro a través del firmamento, aunque los humanos sólo me véis como una única luz, tan insignificante, tan efímera... tan bella que no teméis ser embelesados por la muerte.
Pero aquí, en medio de ninguna parte, vuelvo a casa una vez más. Cada año, el veinticuatro de diciembre. En la completa oscuridad, mi fulgor los reúne. Dos milenios después, para recordar el alumbramiento del Señor, compartiendo una misma mesa, con un árbol engalanado en el centro. Aquí, en la negrura más absoluta, llegan los anfitriones del humilde convite, seguidos por su rebaño. Pobres inocentes que nos ven con buenos ojos. Pobres almas, ajenas a la verdad, ajenas a verse en su última cena, con los parientes que ya no están. Pobres ilusos sentados a la mesa, sin percatarse de que tan sólo somos vestigios de los que en su día fuimos, esqueletos incompletos, engalanados con sudarios raídos y un fuerte hedor a mirra. Cándidas almas, que temen a la arcaica figura del Cristo crucificado que preside la mesa, sin saber que será el más compasivo.
Toman los cubiertos de plata, prueban del veneno de sus copas. Sus corazones latentes, sus mejillas sonrosadas y sus afectuosas sonrisas son víctimas del engaño y la fantasía. Doce velas se encienden mientras degustan los manjares preparados. El primero en relamerse es el santo de la barba blanca, cuando deposita su mugriento saco sobre la mesa y, generosamente, reparte sus entrañas, casquería y sesos en los platos.
"Comed, corderos, comed. Olvidaos de vuestros pastores y probad la sangre que hoy se verterá por vosotros. Comed y bebed sin temor, hasta que vuestras almas se purifiquen cuan eucaristía dominical. Probad de nuestros restos, y vuestros templos en la tierra serán los nuestros".
Obedecen. Comen y beben y vuelven a comer. Nosotros también nos servimos de las tripas que ya no necesitamos. Las masticamos, engullimos, y de regreso, ensucian la mesa. No hay buche que pueda retenerlas, no hay estómago que pueda digerirlas. Pero comemos, bebemos y volvemos a comer. Como los peces beben en el río por ver a Dios nacer.
Y como cada año, el arbolito de la mesa, se despereza y estira sus ramitas, afiladas como cuchillos. Presume de numerosos adornos y collares brillantes, y se zarandea con gracia antes de cumplir con su labor. Cree que por verse bonito, ignoramos que está muerto. Pero ni siquiera los incautos se lo creen. Y las lacerantes caricias del tronquito, desatan el caos.
La sangre caliente empapa los asientos, gotea sobre los platos, rocía la mesa. Cada vela que se apaga, torna a mi luminosa vestimenta como una voluta de colores, que me calienta el pecho, mientras mis hermanos, este variopinto grupo de espantajos, se sirven de la desdicha. Lamen los platos irrigados aquellos que aún tienen lengua; los demás, se sacian conforme a sus posibilidades, aprovechando al máximo la sanguinolenta opulencia, sabedores de lo que significa un año de ayuno.
Hasta apagarse la última vela.
Cuando el Santo termine de recoger sus intestinos, partirá hacia el norte, en busca de un frío que les impida descomponerse. El buey y la mula esparcirán sus huesos por la llanura, sin que nadie sospeche de la carnicería, como reciente alimento de gusanos y alimañas. El arbolito se despojará de sus adornos para unirse a las trizas pútridas del desierto. Y la inerte estatua, estoica desde su crucifijo, se arrancará los clavos y bajará para sorber las últimas gotas de sangre, cuando ninguno pueda verle.
Y yo regreso a mi viaje, con los pies fríos y una cola en mi traje más brillante que nunca, admirando el cielo estrellado y toda la paz que puede brindarme.
Ya es Navidad. Noche de paz, noche de amor... Y todo duerme en derredor...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro