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II

Pasaron dos semanas en que la llamaba cada dos o tres días para que supiera que estaba interesado en ella pero no creyera que quería apresurarme. Nos vimos solo dos veces durante ese tiempo y le di un lirio cada vez solo para poder observar su sonrisa. A la tercera semana me decidí finalmente a proponerle una cita oficial.

Tras vacilar y decirme que lo iba a pensar —acción que duró toda una tarde—, aceptó.

Ver sus ojos era una invitación a quedarme con ella el resto de mi vida y aunque sé que para ella los sentimientos tardaron más en florecer, no me rendí.

Salimos en varias citas luego de esa primera; el brillo de sus ojos esmeralda empezó a iluminar nuestras charlas, cada vez estaba menos asolada por el recuerdo de su amigo y me agradaba ser una parte importante de aquello que de una u otra manera la ayudó a curar.

Con más frecuencia su alegría aparecía cuando la llevaba al cine y a cenar y una vez a teatro y a conocer un pueblo aledaño a la ciudad...

Llegó el día, tras varios meses, en que absolutamente todo en su mirada era cariño y felicidad, la tristeza se había ido y yo la había reemplazado con alegría.

Amaba su empeño en su pasión en la pastelería; yo siempre le daba lirios pues sentía que esa flor representaba nuestro primer encuentro, era muy simbólico, y ella, a cambio, me daba con frecuencia alguno de los cupcakes que preparaba en su trabajo, a veces galletas, a veces postres de natas. La enamoré con flores y ella me enamoró con dulzura, no solo la de su alma sino la de las creaciones que hacía con azúcar.

Estar con ella era sentir que todo lo correcto y bueno me iba a pasar a su lado; sonreír de solo pensarla, imaginar un futuro juntos y quererla con locura, se volvieron mi diario vivir.

Ocasionalmente amanecía en mi casa y esa visión de ella, dormida, desnuda y apenas cubierta por las sábanas de mi cama me encandilaban cada parte del ser.

Es falso que para amar se requieren muchos años, el tiempo es relativo a la persona con quien se comparte y sabía, aun con solo ocho meses de salir con ella y nueve de conocerla, que el resto de su vida iba a ser compartido conmigo.

Combatiendo la prudencia y el supuesto tiempo que por norma se debe esperar para dar el siguiente paso, le pedí matrimonio. Con lágrimas de felicidad en sus ojos, aceptó y me dije que ese era el comienzo y el primer paso de muchos de nuestra vida juntos.

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