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Capítulo 10 Parte 2

Mario le esperaba con un ramo de azucenas entre las manos. Caminaba de un lado a otro nervioso. Al verla realizó una reverencia y ñe entregó las flores.

—Gracias —le dijo al recibirlas, eran sus preferidas.

Alba estudió a Mario y, al verlo de frente, se dio cuenta que era más alto que ella. Compartía muchos rasgos en común con su hermana mayor, a excepción de sus ojos. Los Berg tenían los ojos marrones y el cabello negro.

Un mechón de cabello dorado se escapó del moño de Alba y le cubrió la frente. Mario lo devolvió a su posición. Alba se sonrojó con su delicado toque.

—¡Feliz cumpleaños, Alba! —sonrió Mario—. No sabes cuánto quería decírtelo en persona y no en un papel.

—Yo... yo también me siento igual.

¿Recibiste mi regalo?

Alba se llevó una mano al collar, sonriendo.

—¿Fuiste tú? —preguntó.

Mario asintió.

—Quería que tuvieras algo creado por mi, un recuerdo.

Alba obligó a su corazón a calmarse, sentía que podía morir ahí mismo de tanta emoción. Dio un paso hacia él, pero él se alejó.

Mario le pidió una disculpa silenciosa. Recordaba la última vez que sufrió por acercarse demasiado a ella. Aun conservaba las cicatrices de la brutal golpiza. Lo habían arrojado casi muerto a los pies de su madre. Desde ese día prometió trabajar hasta el cansancio para sacar a su familia de esa casa. Detestaba a los Vera, excepto a Alba. Ella era un rayo de sol entre tanta neblina. La amaba. Y ese sentimiento había crecido con los años. Pronto cumpliría los 18, y si ella así lo decidía, huirían juntos.

Alba estaba nerviosa, nunca había estado a solas con un hombre. Todo en él le atraía: su olor a almizcle y vainilla, el azul cielo de sus ojos y la curva de su cuello. Decidida a no retroceder, dio otro paso hacia él, esta vez Mario no se alejó.

—Alba, no debemos. Solo quería darte personalmente tu regalo. —dijo, mirándola a los ojos—. Odio verte por una ventana.

Tomó otro de los mechones dorados de Alba y lo colocó detrás de su oreja. El contacto envió ondas a través de su piel. "Contrólate, no es el momento", se dijo.

—Bésame —pidió Alba, sin temor alguno.

Mario miró sus labios y luego volvió a mirarla a los ojos. Deseaba más que nada perderse en ese mar verde para siempre.

—Alba, eres una dama y yo...—sacudió su cabeza—. Si alguien nos ve, tu reputación quedaría arruinada.

—Me casarán, Mario, lo sé —sollozó—. El alcaide se ha fijado en mí. Quiero experimentar la felicidad antes de... —se humedeció los labios—, antes de que eso suceda.

Mario se acercó a Alba, enfurecido por la situación. Trabajaría más duro, pero no dejaría a su amada en manos de ese abusador.

Trazó círculos con sus dedos por el borde de la mandíbula de Alba, luego bajo por su cuello hasta la curva de su clavícula. Sintió que ella se estremecía bajo su toque. Esto era amor, podía sentirlo. Le alegraba que ella sintiera lo mismo que él.

Ambos temblaron de anticipación. Él la acerco lentamente y la besó. Al principio suavemente, luego de manera más intensa, hasta que se separaron en busca de aire.

Alba lo miraba sonriente. "La felicidad sabe a pecado", pensó.

—Te amo —le susurró Mario en la oreja, y ella no podía ser más feliz.

Noche tras noche se vieron en el mismo lugar. Nadie sabía que, bajo el cristal templado del invernadero, la pareja sellaba su amor en secreto. En ese lugar, solo eran Mario y Alba, dos mitades de un todo.

—Alba, cásate conmigo — le pidió una noche.

La chica descansaba sobre su pecho desnudo mientras él acariciaba su espalda. Se habían enredado en un mar de caricias, demostrándose cuanto se querían.

Alba lo miró. Lo deseaba más que a nada en el mundo, pero para ambos era imposible; a menos que escaparan a un lugar donde nadie los conociera.

—Sí. Te amo, Mario. No importa donde estemos ni lo que suceda.

Mario tomó sus mejillas, besándola. Alba enredó sus dedos en su cabello y se sentó ahorcajas sobre él. La luz de la luna se reflejó en su piel, acentuando su desnudez. No tenía vergüenzay, todo lo contrario, Mario era una extensión de su cuerpo. Lo amaba y dejaría todo lo que conocía por él.

Al día siguiente, un empleado del lugar los encontró envueltos en un abrazo, sin nada más que piel. La pareja había cometido el error de quedarse dormidos y no marcharse antes del amanecer.

Cuando los padres de Alba se enteraron, la encerraron en una habitación. No tenía derecho a visitas, su único contacto con el mundoexterior era cuando una sirvienta le llevaba un plato de comida rancia en las tardes. Era su castigo por haber perdido la virginidad fuera del matrimonio con un simple cartero. Recordaba las palabras hirientes que su padre le había gritado después de golpearla y encerrarla:

—"Te has deshonrado a ti y a toda la familia, Alba. No eres más nuestra hija. Te casaremos con el primero que pagué cinco monedas de oro por ti, porque ya no vales nada."

Alba lloró ese día, y los siguientes. Y cuando vinieron una noche a arrebatarle su última esperanza, lloró más. No le importaba su castigo; le preocupaba su amante, encerrado a golpes en una prisión a manos del alcaide. Rezaba a los dioses porque no estuviera muerto y que sus padres se apiadaran de ella y la liberaran, para así poder liberarlo a él.

La puerta se abrió una sola vez para bañarla y vestirla con un ajustado vestido blanco de encaje. Iban a casarla esa misma tarde con Alonso. El alcaide había pagado una generosa suma por su mano. Los padres, agradecidos por salir del escándalo en que estaban envueltos, aceptaron con gusto.

El destino de Alba se sellaría para siempre esa noche.

Unas manos terminaron de colocarle una peineta dorada con perlas plateadas en el moño, mientras otras le ajustaba el corsé del vestido. Alba se miró en el espejo, sin reconocerse. Las lágrimas corrían solas por sus mejillas,  dejando una línea negra a su paso. Una de las sirvientas protestó al verla, le limpió el maquillaje deshecho y volvió a aplicar carbón en sus párpados.

—Las estan solicitando a ambas en la sala de abajo —dijo una voz conocida—. El prometido de la señorita ha llegado.

Alba se estremeció ante la mención del alcaide. Su vida quedaría en sus manos para siempre.

Las sirvientas asintieron y salieron de la habitación, dejando a la recién llegada y a Alba solas.

—Oh, Alba. ¿Qué te han hecho?

"Bertha". Era Bertha.

Alba se lanzó a sus brazos llorando de emoción. Desde lo sucedido con Mario, la habían enviado a atender otras casas sin descanso.

—Yo también me alegro de verte, amiga. —respondió, devolviendole el abrazo—. Debemos apurarnos, no hay tiempo.

—¿Está...? —No pudo terminar la oración.

—Vivo. No por mucho. —Se quitó su manto azul tejido y se lo pasó por los hombros desnudos de Alba, cubriéndola—. He logrado reunir mis ahorros con lo de mi hermano.

Sacó una bolsita de monedas y se la entregó a Alba.

—No es mucho, pero con eso podrás comprar su libertad.

Alba no podía creerlo, Bertha se había arriesgado para que ambos fueran felices.

—Ve, nos encontramos otra vez —apresuró Bertha.

—Debo ir por ella, no puedo abandonarla —sollozó.

—Yo la encontraré, no te preocupes. Volveremos a estar todos juntos otra vez, lo prometo.

Alba abrazó a Bertha, nunca olvidaría su gesto. Sin perder el tiempo, agarró la bolsa después de darle mil gracias a su amiga y corrió en busca de su amado.

Al enterarse de la huida de su prometida, el alcaide mandó a sus hombres detrás de ella. Alba no pudo siquiera acercarse a la delegación, los hombres pagados por Alonso Hayes la perseguían sin descanso.

Alba encontró una cabaña abandonada cerca del lago. Tenía el vestido de novia sucio y hecho jirones, tampoco había comido ni bebido en días. En la cabaña estaría a salvo mientras ideaba un plan para sacar a Mario de la cárcel. Agotada, se quedó dormida recordando los momentos felices que vivió con su amado.

El sonido del galope de los caballos la despertó. Los hombres se acercaban.

Alba se escondió detrás de un desgastado sofá, rogando para que ellos continuaran buscándola en otro lugar y no parasen allí.

Un disparo retumbó a través de la madera, luego otro. La habían encontrado.

—Sabemos que está ahí, señorita Alba. ¿Por qué no sales y hablamos? —gritó unos de los hombres.

Asustada, huyo por la puerta de la cocina mientras continuaban disparando detrás de ella. La persiguieron hasta el lago.

Alba vio con temor cómo los hombres la rodeaban.

—Por favor —rogó—. No me hagan daño.

Le sonrieron con malicia. No saldría viva de allí.

Retrocedió hasta que sus pies tocaron el agua.

—Mira, Miguel —dijo uno de los hombres. Tenía una pronunciada cicatriz que bajaba desde su ceja hasta su boca. Señaló la bolsa de monedas que Alba sostenía—. Parece que hemos encontrado un pequeño botín.

—Tienes razón, Jaime. Con la paga del alcaide y esa bolsa —respondió el otro, de cabello rubio a diferencia de los demás—, seremos ricos.

El tercero, que estaba más atrás, asintió en confirmación. Llevaba una boina azul que cubría su cabeza rapada.

—Por favor, no. Lo necesitado. Mario, él...

El de la cicatriz, que parecía ser el jefe, le arrebató la bolsa mientras los otros dos la retenían.

—¿Que tenemos aquí? —Revisó la bolsa, sacando las monedas y mostrándoselas a los demás. Se detuvo en una con una marca de cruz en el escudo, que arrojó al agua con desprecio—. Están dañadas, pero funcionan. Seremos ricos.

—Por favor, devuélvemelas —suplicó Alba, intentando liberarse de los agresores.

—¡Calla! —gritó el de la boina, dándole una cachetada.

La sangre brotó de su labio partido.

—Debemos deshacernos de ella. Le dirá al alcalde —aconsejó Jaime.

—¿Y si nos divertimos un poco antes con ella? —preguntó el de la cicatriz, pasando una mano por debajo de su vestido. Alba le dio una patada en la entrepierna, defendiéndose. El hombre gritó de dolor.

—Michel, cálmate —regañó Jaime.

—¿Qué hacemos con ella? —preguntó el que la sujetaba.

—Lánzala al lago —gritó el aún adolorido hombre.

—¡Ayuda! —pidió Alba a todo pulmón—. Por favor, alguien que me ayude.

Los otros dos la agarraron y la arrojaron al agua mientras el rubio sonreía.

—Ayuda, por favor, no sé nadar —gritó Alba, tratando de salir a flote.

El agua la cubrió lentamente, atrayéndola hacia el fondo. En sus últimos momentos, no permitió que el miedo la invadiera. Una intensa ira ocupó el espacio de cualquier otro sentimiento. Moriría hoy, pero se vengaría de todos lo que la hicieron sufrir.

—Te amo Mario —fueron sus últimas palabras.

El lago la acogió en su seno, transformándola. Ya no era Alba, la joven intrépida y soñadora, ahora, era La Dama Azul, la vengadora.

Cerré el libro, enfurecida.

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