
Del otro lado
Fue por casualidad del destino que Hajime Saito se encontraba descansando en una pequeña aldea en la prefectura de Aomori cuando un joven policía tocó su puerta rogándole que lo acompañara. No era algo inusual, algunos oficiales pensaban que por trabajar en la capital podía arreglar los problemas como por arte de magia, o en todo caso poseer algún contacto que lo pudiera hacer.
En las afueras de la aldea pudo divisar a un grupo de asustados trabajadores que se mantenían a distancia prudencial de un viejo almacén dilapidado a media demolición. Susurraban entre ellos y lanzaban miradas temerosas a los restos de la construcción.
―¿Un cadáver? ―preguntó encendiendo un cigarrillo a la vez que se adentraba con cuidado dentro de la precaria edificación.
―¿Cómo lo sabe, Fujita-san? ―cuestionó perplejo el joven oficial, tratando de seguirle el paso.
―Experiencia.
―Aquí no solemos encontrar cosas así, estaba enterrado debajo de unas piedras ―comentó en un intento por mantener viva la conversación y que el lúgubre espacio no los envolviera por completo.
Saito no se compadeció del muchacho y decidió no responder. Podía jugar al oficial comprensivo si se lo proponía, pero las palabras del joven sólo lo irritaron por su ingenuidad. Él había vivido en la región por varios años luego que el gobierno Meiji se estableciera; e incluso sin facciones belicosas los cadáveres no habían sido una visión inusual. El norte de Japón podía ser un territorio hostil con sus duros inviernos y aunque las numerosas personas que caían ante el frío no acabaran ocultas adrede, no era inusual que sólo se les pudiera encontrar con la llegada de la primavera.
Entre la pesada oscuridad divisó un lamparín encendido colgando de forma precaria de una viga. La luz que emanaba no bastaba para iluminar el área, incluso con los múltiples espacios por donde el sol penetraba la construcción.
Se acercó hasta el lugar y sin inmutarse haló la tela blanca con la que alguien había cubierto los restos.
No recibió una bofetada a su sentido del olfato. No se trataba de un cuerpo fresco, llevaba años enterrado y siendo consumido, el leve olor a putrefacción que aún quedaba se veía incapaz de competir con la potencia de la humedad del ambiente.
―¿Cuánto lleva en desuso el almacén? ―preguntó Saito al darse cuenta de que, si bien tenía frente a él un cadáver, la descripción más adecuada era la de un esqueleto sucio con ropa.
―Unos cinco años.
―No hay mucho que hacer, quien haya hecho esto lleva ese tiempo de ventaja ―soltó, dejando que el humo de su cigarro batallara con los olores desagradables.
―¿Qué debemos hacer?
―Remover el cuerpo para que puedan seguir los trabajos y si deseas gastar los recursos del estado en una investigación, pueden comenzar por hablar con los dueños del terreno.
―Lo compraron hace poco y los dueños anteriores viven en Tokyo ―se lamentó el oficial―. ¿Quizás podría apoyarnos cuando regrese a la capital? La familia son los Takagi.
Saito observó con intensidad al joven policía, acababa de mencionar el apellido de soltera de su esposa. No tenía conocimiento que su familia política hubiera tenido propiedades en una región tan remota, pero recordaba que meses atrás su suegro se mostró sumamente irritable luego de verse obligado a vender un terreno para pagar una deuda. Por respeto y educación nunca ahondó en los pormenores del problema.
Dándole una calada profunda al cigarrillo, Saito devolvió la atención al cadáver. Se acercó con cuidado hasta quedar de cuclillas y observó con detenimiento el cuerpo, comenzando por el cráneo y deslizando con calma la mirada en búsqueda de alguna pista sobre su identidad.
Se trataba de una mujer vistiendo un kimono decolorado y raído, pero fuera de eso poco podía decir. Se atrevió a rebuscar entre la tela de las viejas mangas, pero no encontró ninguna posesión en los bolsillos. Sin embargo, el ligero movimiento ocasionó que algo metálico sonara. Entre los dobleces del kimono y el obi encontró un tanto. Lo tomó de inmediato, desenfundándolo, dejando que la afilada hoja respirara luego de años bajo la tierra.
―¿Es el arma homicida? ―preguntó el joven oficial casi con fascinación al ver a un policía mucho más experimentado trabajar.
―No.
La respuesta fue seca y cortante. No quería hablar, necesitaba estar a solas. Reconocía ese tanto, él años atrás había arreglado la empuñadura. Shinoda Yaso, su primera esposa había sido la dueña del cuchillo, una herencia común para una mujer perteneciente a una casta samurai.
. .
Saito avanzó por las calles de Tokyo con dirección a su casa, era de noche, pero no tan tarde como para tener que esperar a la mañana siguiente para tener una conversación seria con su suegro. Los días desde que tomó posesión del tanto de su exmujer le sirvieron para meditar el pasado, en especial lo distante e impersonal que fue la separación con Yaso.
Ella le escribió, diciéndole que ya no deseaba ser su esposa, pidiéndole que la dejara ir.
Él recién había comenzado a trabajar para la policía y aunque el pedido le dolió comprendió la razón. Su esposa provenía de una familia de samurai, era una mujer orgullosa que nunca pudo superar la idea de que se encontraba viviendo bajo la imposición del bando que borró su mundo en buena medida. Estar unida a un hombre que aceptó trabajar para el gobierno Meiji debía haber sido demasiado para ella, o al menos eso pensó por los últimos años.
Su unión con Takagi Tokio se concretó poco después. Sin embargo, su suegro llevaba meses intentando que pasara tiempo con su hija, siempre buscando alguna excusa para que se vieran, algo que podía hacer con relativa facilidad debido a sus conocidos en común. Pensar que sería capaz de orquestar la muerte de alguien sólo para sumarlo a la familia era un pensamiento que jamás hubiera cruzado por su mente, al menos no hasta que reconoció el tanto entre los restos en Aomori.
No tenía pruebas de nada, todo era circunstancial, pero necesitaba indagar más. Conseguiría que su suegro hablara lo suficiente como para condenarse con la verdad o quizás salvarse de poder probar que todo era un conjunto de eventos sin relación pese a las apariencias.
Llegó al portón de la residencia de los Takagi. Pero al sopesarlo por unos momentos, el arreglo de vivienda que había tenido por años le causó incomodidad. No era extraño que viviera con la familia de su esposa, más con las asignaciones que lo obligaban a viajar por semanas, era una forma de que no quedara sola, pero el padre de ella fue especialmente insistente con que se quedaran en la capital. Cualquier mención hacia los territorios más al norte del país generaban una gran incomodidad entre varios miembros de su familia política y siempre le insistían en que hiciera todo lo posible para que Tokio no acabara bajo la inclemencia de vivir tan cerca de Hokkaido.
Dio el primer paso dentro de la propiedad y se percató de la oscuridad que envolvía la vivienda principal y las edificaciones anexas. Se extrañó ante el silencio absoluto. A esas horas la cocina solía estar llena de vida entre las voces de su mujer y suegra charlando mientras lavaban los trastes o Eiji entrenando en el patio bajo las constantes frases de aliento de alguno de sus cuñados.
No intentó elevar la voz para llamar la atención de alguno de los habitantes, no pensaba delatar su presencia. Con rapidez se desplazó a través del jardín, sin emitir sonido alguno, hasta llegar a una de las puertas shoji que se encontraba abierta, donde sujetó la empuñadura de su katana al momento de adentrarse.
Afinó la mirada y permitió que sus ojos se tomaran unos instantes para acostumbrarse al ambiente, aún más oscuro ahora que la luz de la luna ya no estaba a su disponibilidad. Todo parecía en orden, si dejaba de lado la total ausencia de sus familiares. Trazando un mapa mental de la vivienda decidió la ruta que tomaría para investigar, habitación por habitación, hasta que alguien o algo le brindara respuestas.
Con sólo avanzar un poco comenzó a sentir bajo sus pies un líquido pegajoso trazando un camino ominoso desde varias recámaras con destino a la sala de estar. Reconocía la sensación sin necesidad de detenerse a investigar, era sangre y en gran cantidad, bastante fresca, ya que aún no había llenado con su olor metálico la vivienda.
Sin vacilar, abrió la puerta con cuidado y encontró dispersos sobre el tatami los cuerpos sin vida de diez de los habitantes de la casa: sus suegros, dos cuñados, sus esposas, tres sobrinos y su hijo adoptivo, Eiji. Dio un paso en la habitación, sintiendo como su peso provocaba que el material del suelo soltara la sangre absorbida como si estuviera apretando una esponja.
No trató de cerciorarse de forma individual si todos habían fallecido. Por lo que podía ver el atacante se aseguró de no dejar una gota de vida dentro de sus víctimas. Con ese pensamiento clavó la mirada sobre el cuerpo corpulento de su suegro; lo que debía ser el rostro de un hombre mayor quedó reducido a una masa de carne molida irreconocible. Sus brazos y piernas casi habían sido separadas del torso, como si un animal salvaje hubiera tratado de arrancarlas pedazo a pedazo por el atrevimiento de intentar defenderse.
En un instante caminó fuera de la habitación en dirección a la puerta que daba a su dormitorio, aún faltaba que encontrara a uno de los habitantes de la casa: Tokio. El sonido rasposo de alguien tratando de respirar provocó que dejara la sutilidad y abriera la puerta de golpe, desencajándola, listo para enfrentarse al terror que se ocultaba ahí.
Vio a su esposa casi sin vida, con la mirada perdida y una gran herida abierta en su garganta. Cada intento por tomar aire se perdía entre un sinfín de pequeñas burbujas rojas reventando sobre su cuello. Hubiera corrido a socorrerla de no ser por la persona, una mujer, de aspecto demacrado que se encontraba sujetándola por los hombros contra la pared.
Desenvainó la katana y con un corte preciso cercenó los brazos de la atacante, liberando el cuerpo de Tokio. No tuvo oportunidad de dirigirse a su esposa o ver el estado real de sus heridas, la mujer que tenía al frente dejó escapar un aullido antes de abalanzarse contra él con tal fuerza que la madera de la pared cedió ante el impacto, abriendo una brecha hacia el exterior de la casa.
Saito pudo notar como la acción también arrastró a Tokio al exterior. No era una caída considerable, sólo el par de escalones que elevaban la vivienda, pero en su delicado estado no fue capaz de amortiguarse.
El tiempo apremiaba, por lo que arremetió al instante con su katana, provocando un corte profundo en el abdomen de la mujer. Fue al mirarla bajo la luz de la luna que pudo distinguir ciertas características a través de la apariencia monstruosa que portaba. No parecía humana; la piel podrida y dos filas de dientes afilados con restos de carne humana lo dejaban claro, pero incluso así pudo reconocer de manera sutil las facciones de su primera esposa.
―Yaso ―llamó, provocando que retrocediera unos pasos sollozando de forma lastimera.
Por un instante pensó que el que pudiera reconocer su nombre significaba que algo de ella quedaba presente, que dejaría de atacar, pero en ese instante Tokio emitió un débil sonido que destruyó cualquier esperanza. Con un gemido grotesco, cargó cegada por el odio contra el cuerpo casi sin vida de su actual esposa, pasando a su lado como si no estuviera presente.
Yaso estaba muerta, eso lo sabía. Lo que tenía frente a él no era su primera mujer, era un Onryo, un espíritu vengativo tratando de acabar con su cometido. ¿Por qué había atacado luego de tanto? Quizás el lugar en que la enterraron sirvió de prisión. De repente, el policía local había provocado algo funesto por su insistencia en llevar un sacerdote para realizar los ritos fúnebres previo a enterrarla nuevamente, pero la verdad es que en ese momento ya no importaba.
Sin un atisbo de dudas, aprovechó el momento para esgrimir otro ataque, uno con el que acabaría con la batalla. Con un tajo limpio, blandió la katana por la espalda de la criatura antes que llegara al cuerpo de Tokio, cortándola en dos.
Observó impávido como los trozos de carne cayeron al suelo.
Se acercó a su esposa, pero no guardó esperanza que siguiera con vida, lo que escuchó instantes previos debió haber sido su último momento en este mundo. Se acercó junto a ella y notó que su garganta estaba deshecha, Yaso le había arrancado un pedazo de un mordisco.
Estuvo a punto de tomar el cuerpo de su mujer para llevarla al interior de la casa, cuando sintió una leve presión en el aire y logró a duras penas voltearse a tiempo para interceptar al Onryo atacándolo pese a que su cuerpo estaba en pedazos. La katana quedó prisionera de los dientes de la criatura, había tratado de decapitarla al momento que giró para encararla, pero el ángulo no le permitió generar la fuerza suficiente.
Estaba atrapado entre el suelo y un pedazo del cuerpo demacrado de Yaso, que lo presionaba con una fuerza sobrehumana. La katana le era inservible en tal posición, pero no era la única arma que cargaba con él. Pensó en la ironía del destino, al menos si las leyendas eran ciertas y la decapitación solía ser una forma eficiente para deshacerse de buena parte de criaturas no naturales.
Con su mano libre accedió al tanto que había encontrado en el cadáver de su exmujer y con un corte preciso hizo que la hoja atravesara de lado a lado todo el cuello del Onryo. A diferencia de la katana, la hoja que usó para finalizar la lucha había sido un objeto personal y querido de Yaso, algo que la siguió acompañando incluso mientras su cuerpo se descomponía bajo el almacén.
Se sintió liberado al instante, viendo como la tierra reclamaba la carne putrefacta del espíritu vengativo.
Posó la mirada sobre los ojos llenos de furia de la criatura que se desvanecía, en su mente aún no terminaba su trabajo. Él seguía vivo, el hombre que, aunque no confabuló en su contra, no pudo darse cuenta de lo ocurrido y terminó uniéndose a los que le quitaron la vida.
Saito no se disculpó o rogó perdón. Nada le devolvería la vida a Yaso o a los numerosos cuerpos que se encontraban en la casa, varios completamente inocentes de la injusticia perpetrada contra la mujer. Había cometido un error que costó muchísimo y cargaría con eso hasta el final de sus días, no pensaba buscar una forma de librarse de la culpa.
Notas: No sé si alguno sea capaz de reconocer de forma muy sutil algunos elementos de una leyenda japonesa bastante conocida que es con la que me inspiré para esto: "La venganza de Oiwa" si es que les interesa.
Por otro lado, hay algunos términos que hubiera preferido usar en lo referente a la casa, pero que creo confundirían a varios, así que, pese a que es casa tradicional japonesa, para este fic tiene habitaciones como en casas occidentales. De forma similar he preferido occidentalizar temas como propiedad de terrenos, dónde vive la gente al casarse y relaciones con la familia política, son cosas que yo misma no manejo super bien y como no son importantes para el oneshot es mejor simplificarlo.
Históricamente, Saito tuvo dos esposas. Sobre Yaso hay bastante misterio, un día simplemente desapareció. El Saito de Rurouni Kenshin no necesariamente tiene el mismo historial, pero me servía para escribir esto. En cuanto a técnicas de espada, he preferido dejarlo simple y sin describir al nivel del canon, porque no es el punto de la historia y en este caso el enemigo no es muy humano.
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