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Porque si te avala el gobierno, no es delito

Por @Aladeriva-


Cortito y a pedido. Porque yo quería hablar de la peluca de Sarmiento o la amante de San Martín que era un agente secreto, pero mientras más inverosímiles parezcan los datos, más información hay que buscar para demostrarlos y mi amor llega hasta acá.

Entonces hablemos de algo simple, factible y práctico. Un hombre cuya cara se encuentra en cualquier buscador de Google. Y antes de que el buscador existiera, hasta tenía su estampilla.

Hippolyte Bouchard, también conocido como Hipólito Buchardo, por la tendencia que tenemos de deformar cualquier idioma y fortalecer la confianza que nadie nos ofreció en ningún momento, era un marino de origen francés que llegó a Buenos Aires en 1809. Un año después terminó luchando con, nada más y nada menos, que Belgrano y San Martín. A quien todavía me indigna ver en el billete de cinco pesos, porque ni un paquete de chicles me compro con el Libertador.

Retomando, y con sponsor incluido, Buchardo se lanzó a la mar entre 1817 y 1819, sobre la fragata argentina, llamada La Argentina, y así fue como nuestro ego dio la vuelta al mundo. Nunca lo olviden.

Para ser más específicos, Buchardo zarpó el 9 de julio de 1817, rumbo a las Islas Filipinas, en busca de joder, sí, joder, el tráfico marítimo español. Porque con el aval del gobierno, Buchardo no era un mugroso pirata, ah, no, él era un «corsario». Estos tecnicismos me matan. La violencia nunca es la salida, pero si la Argentina no podía competir contra los españoles, lo mínimo que podíamos hacer era obstaculizarlos. Eso, claro, si los encontrábamos primero.

Sin un barco a la vista, Buchardo siguió navegando, tranqui, hasta el cabo de Buena Esperanza. Pasando por Tamatave (Madagascar) con más de la mitad de la tripulación enferma de escorbuto. Hecho que no lo detuvo en ningún momento. Si hasta ayudó a los marinos de guerra ingleses y franceses que se cruzaron en su camino y perseguían el tráfico de esclavos, prohibido hace un año en el Río de la Plata. O sea, por un lado dejó morir a gran parte de su tripulación y por el otro liberó a los esclavos. Nadie es tan bueno, ni tan malo.

Además mucho no había por hacer. Imaginate que los medios empleados en esa época no eran de fiar. El único cirujano a bordo tuvo la maravillosa idea de enterrar a los enfermos en agua fangosa, dejando sólo la cabeza afuera. ¿Para qué? No lo sé. Hay algo que se me escapa en este tratamiento que termina de liquidar a los que estaban enfermos y a su vez parece que «salva» a los que no estaban tan graves. Podría decir que esto es una barbaridad. Pero después recuerdo las perforaciones que los mayas hacían en los cráneos de sus habitantes vivos para curarles dolores de cabeza, y se me pasa.

El punto es que diezmada la tripulación, la fragata siguió su camino por el estrecho de Madagascar, infestado de piratas malayos, como si el viaje no pudiera ponerse peor. Sin embargo, Buchardo podría no tener Vitamina C, ni aspirinas, pero tenía cañones. Prioridades de la época. Así que la nave siguió a flote.

Recién a comienzos de 1818, Buchardo llegó frente a Manila, ciudad costera, y se enfrentó a los marinos españoles. Tanta búsqueda dio frutos y el tipo cebado, en sólo dos meses de merodeo, hundió a dieciséis navíos con sus cargas de arroz, cacao y especias. Lo cual dejó muy mal parada a Luzón, la mayor isla de Filipinas. Y aunque no lo estoy justificando, era predecible que empezaran los saqueos por parte de los habitantes a los buques que tenían la mala suerte de encontrarse justo en la bahía.

Tiempo más tarde, y ya sin barcos que desmantelar, Buchardo se trasladó al canal de los Galeones. Donde tampoco tuvo mucha suerte. Porque era obvio que ningún barco español quería pasar por ahí. No para que los bombardeen. Paso.

Aburrido, cansado y, quizás, sediento de sangre, Buchardo se lanzó rumbo al Pacífico, y lo que me cuesta ubicar todos estos lugares que menciono sin un mapa, es de no creer. El Pacífico es enorme, vamos. Por algo tardó tres meses en avisar una mísera isla. Una isla perteneciente al grupo de las Sandwich, en Hawai.

Buchardo nunca abandonó la búsqueda insaciable de navíos españoles y en ese momento eran todos sospechosos. Ante la presencia de una corbeta cualquiera, se seguía el procedimiento típico. Es decir, bombardear primero y preguntar después. Así Bouchard abordó, registró y comprobó, sorprendido, que se trataba de una embarcación argentina, que por su cuenta (lease: motín) se había dado a la actividad corsaria. Porque el capitán no estaba solo en medio de la nada, sino que había otros como él que también se dedicaban a sabotear el tráfico marítimo. Con el pequeño detalle de que en ese momento la corbeta no era autónoma, sino que estaba en manos de Pedro el Grande del Sur, rey de Kamehameha. Posta, se llama así, como en Dragon Ball. Me sorprendió más que las islas con nombre de tentempié.

Sabiendo esto, y como buen compañero, Bouchard fue hasta el palacio real y compró la corbeta por seiscientos quintales de madera de sándalo. No sabría decir quién estafó a quién o si todos salieron ganando. Lo único que tengo claro es que Bouchard se aseguró de que el culpable del primer motín, Enrique Gribbin, fuera condenado a pena capital. Aunque esta no llegó a cumplirse, porque a último momento alguien lo ayudó a escapar.

Recordemos que la violencia no era un impedimento para Bouchard (más bien todo lo contrario) y ya tenía experiencia bombardeando navíos. Conociéndolo como lo conozco, por una página de Internet que me pasó Denise, amenazó con destruir toda la isla y arrasar el fuerte, si no le devolvían al reo. El rey Kamehameha, todavía no me creo el nombre, es buenísimo, terminó cediendo y uno de sus emisarios le entregó al condenado. Quien está vez sí fue ejecutado.

Mediante tanta violencia y amenazas, no es de extrañar que el rey terminara firmando un pacto con Bouchard, donde reconocía la soberanía argentina sobre su territorio. De esta manera Kamehameha fue el primer extranjero (a la fuerza) que reconoció la obra de la revolución. La cual llevaba ocho años imponiendo en América los postulados de la libertad y la independencia. La verdad es la realidad de quién la dice.

El episodio se cerró, pero Bouchard no se detuvo acá. Fiscalizó las costas de California y acá era dónde queríamos llegar: la bandera celeste y blanca ondeando en el Primer Mundo. Nada más y nada menos que en el Imperio Capitalista por excelencia que nos ha sometido a todos desde tiempos inmemoriales, naturalizando e invisibilizando el poder, al punto tal de que hay que estarles agradecidos por imponer su idioma y su moneda, como si el resto de nosotros no VALIÉRAMOS NADA.

Y México.

En fin. Buchardo para los amigos siguió haciendo lo que hacía mejor. Fue arrasando plazas fuertes realistas, hundiendo buques españoles, tomando presas y ondeando la bandera argentina como loco. Tomó Monterrey y la saqueó. Después, rumbo al sur, fue víctima del comodoro Thomas Cochrane. Quien lo acusó de haber apresado naves no españolas. Es decir, bombardea todo lo que quieras, pero no a los tuyos. Por eso le quitaron La Argentina, junto a otros barcos que había expropiado y ya formaban parte de su botín. En síntesis, se le acabó la joda.

Hasta que vino al rescate Tomás Guido, el representante argentino en Chile, quien lo defendió a muerte. Sólo así pudo recobrar Bouchard su libertad y su navío. De nuevo en el ruedo, transportó las tropas de José de San Martín hasta el Perú. Como les dije en un principio, se codeó con el Libertador.

Pero después de todo esto, no regresó nunca más a su patria adoptiva que le había dado su bandera, patente de corso (acto de saquear y romper todo) y oportunidad de conseguir gloria y riqueza. Sus biógrafos afirman que murió en 1843, pero el acta de defunción tiene fecha del 6 de enero de 1837, o sea, ni cerca. Nada nos queda claro y según se dice «fue muerto por sus propios esclavos».

¿Nivel de sorpresa? Cero.

Moriste como viviste Buchardo: de forma violenta.

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