
VIII
Los ánimos de Killian mejoraron, y regresó a la casa Fitkin en Windsor, donde Samantha lo recibió con los brazos abiertos. Conoció también a Hélène, la esposa de Eldad; una mujer elegante y hermosa que hacía una pareja perfecta con el médico, aunque le duplicara la estatura. Y también conoció al pequeño Thierry, su hijo de 6 años.
—Tal parece que ya eres parte de la familia —Samantha comentó con aquella levedad suya.
Estaban en la mesa, compartiendo la comida. Ahí también estaban Thibault, Eldad y Hélène. Killian casi se atraganta y echó un vistazo a Thibault, quien ni siquiera se inmutó. Ni siquiera lo volteó a ver.
—Me han recibido muy bien. Me pregunto si así reciben a todos los escritores que publican con ustedes.
—Oh no, cariño. Sólo a los que le caen bien a Thibault —Samantha respondió.
De nuevo, Killian echó un vistazo al aludido. ¿Acaso eso era común? ¿Que de entre el talento de Silver Deer, Thibault escogiera al amante en turno? Su mente, como era siempre, comenzó a crearse tragedias. Finalmente, el otro cruzó miradas con él, y hubo algo en aquel verde que fue tranquilizador.
—No es común —continuó Samantha.
—Es la primera vez que sucede, a decir verdad —agregó Eldad y todos rieron, hasta Thibault.
La conversación no pudo seguir, pues Thierry entró al comedor corriendo y emocionadísimo. Killian no pudo entenderle qué decía, aunque no hizo falta. Tras él ingresó un hombre enjuto, lucía fortísimo, a pesar de compartir los rasgos esmirriados de los Fitkin. No muy alto, pero de complexión fornida. No tuvieron que aclararle quién era: Thurston Atkins, estrella del Manchester City y la Selección Inglesa de Fútbol, primo de Thibault y Eldad.
—Llego justo a tiempo. —Sonrió como si fuera dueño del mundo. Sus ojos eran verdes, como los de sus primos.
—Thurston, hijo, no sabíamos que venías. —Samantha se puso de pie y con ello, un mayordomo preparó en un santiamén un lugar para el recién llegado.
Alegó ya haber comido, así que sólo se unió a la charla de su familia. Killian fue presentado oficialmente, y descubrió que Thurston no eran tan terrible como lo había imaginado. Tenía un ego gigantesco, era todo.
—Lo siento, pero no soy muy fanático del fútbol —Killian se disculpó cuando Thurston le dijo que podía firmarle algo, asumiendo en esa enorme arrogancia, que debía ser su fan. Seguro estaba acostumbrado a ello.
Habían pasado del comedor a una estancia.
—Ah, no importa. Parece que le caes muy bien a mi familia. —Thurston era difícil de leer. Parecía en exceso serio, pero era mucho más abierto que el propio Thibault.
—Y ustedes a mí —Killian respondió, aunque algo lo distrajo. Desde la ventana pudo ver a Thibault jugando con Thierry.
—Thibault —Thurston continuó y eso atrajo la atención de Killian—, sería un gran padre, ¿no lo crees? Tío Richard teme que el apellido Fitkin acabe con él. Ya sabes, considerando su vida personal. —No hubo escarnio, sólo fue un comentario.
—Sí, supongo. —Ahora entendía la aseveración de que Theda, a la larga, sería la heredera de los Fitkin.
Aunque Fitkin y Callahan eran apellidos con historia, bagaje e importancia en Inglaterra, diferían en lo importante. Los Callahan parecían dispersos por el mundo. No había un peso real sobre ellos, salvo el legado. En cambio, los Fitkin eran una familia muy compacta, y parecían pertenecer a la realeza, donde la sucesión era importante. Entendía la responsabilidad que Thibault debía cargar en su espalda. Poco a poco, dejaba de ser el robot sin emociones que Alicia había acusado. Se convertía en un hombre con muchas y muy diversas honduras. Alguien a quien simplemente era imposible terminar de conocer.
—En fin, creo que como sea, mi primo es un hombre que merece respeto —Thurston agregó—, yo se lo tengo. Y lo tendré por aquel que él elija para compartir su vida. Si lo ha escogido, será por algo. —Arqueó una ceja.
Killian se sintió aturdido. ¿Era una indirecta? Quiso decir algo, pero ya no pudo. Thierry regresó al interior de la casa, con la exigencia de jugar un poco de fútbol con su tío. Y el otro, encantado, se puso de pie para acompañarlo. Ese chiquillo era afortunado, pensó y los siguió con la mirada, hasta que se topó a Thibault, recargado en el arco que dividía la sala donde había estado platicando, de un rellano que daba pie a una salida más a los jardines.
Se miraron, y luego, Thibault dio media vuelta y se marchó.
Killian entendió. Se puso de pie y fue tras él. Lo encontró en la escalera tipo imperial que parecía el corazón de la residencia. En cuanto lo vio, continuó su camino. Sintió que estaba persiguiendo a un fantasma. Thibault avanzó con paso austero, y Killian supo que era para que no lo perdiera de vista. Al fin pudo alcanzarlo al final de un corredor, donde una puerta de caoba doble anunciaba el final, y la entrada a un sitio que Killian todavía desconocía. Quiso decir algo, pero con un gesto de la mano, Thibault lo hizo callar, e ingresaron.
En cuanto abrió la puerta, Killian se sintió sobrecogido por la luz. Era mucha, demasiada, como si se tratara de algo escrito por el propio Dante. En cuando se acostumbró, vio donde estaba, era una biblioteca enorme. De dos pisos y techos altos.
Dejando por un breve momento la timidez, Killian entró y se maravilló con el lugar, para luego girarse hacia Thibault.
—Quiero que veas algo —le dijo, y una vez más, comenzó a caminar esperando ser seguido.
Aunque Killian se sintió fácilmente distraído por todo, no le perdió la pista a su guía y lo siguió de cerca. Pasaron pasillos enteros de estantes repletos de libros, hasta que se detuvieron frente a un muro sin ventanas. Killian miró a Thibault, y luego a aquella pared. Arriba y al centro, un ciervo rampante de plata sobre campo de gules lo coronaba todo. No era un estandarte colgando, estaba directamente urdido al tapiz. De ahí, cayendo en cascada, los nombres de todos los Fitkin desde hacía muchas, muchas generaciones. Se sintió fascinado, leyó varios nombres repetidos, leyó fechas también. Hombres y mujeres que, en sus respectivas épocas y áreas, hicieron grandes cosas por Inglaterra. Notó también ciertas constantes: nombres con R y T, Eldad era de las poquísimas excepciones.
Volvió la cabeza, preguntándole con la mirada a Thibault, a qué venía todo esto.
—Espero que entiendas el deber que tengo para con mi familia.
Desde la noche en la que hablaron y durmieron juntos, no habían tenido mucha oportunidad de estar solos, ¿y esto era lo primero que le decía?
—¿Me quieres decir que buscarás con quién engendrar un heredero? —La voz de Killian sonó inusualmente áspera.
—Sería lo correcto. —Thibault tenía su atención concentrada en el tapiz de su familia—. Hace mucho que acepté que no voy a hacer felices a mis padres en ese aspecto —entonces soslayó a su acompañante.
Killian se quedó en blanco, sin expresión.
—Ven. —Thibault era mercurial. No se sabía nunca qué esperar de él, como en ese momento, que lo tomó de la mano.
No unió sus dedos en un acto de intimidad. Sostuvo su muñeca con fuerza, casi tanta como la primera vez que se vieron y le dijo que no lo tocara. Lo jaló suavemente de regreso al pasillo, y continuó hasta el otro extremo, donde abrió una habitación.
Era un lugar sumamente ordenado, aún así, podía notar cierto aire juvenil en ella. Un banderín del Manchester City, un póster de Naranja Mecánica, y otro de David Bowie, en su época del Thin White Duke. Thibault lo soltó e ingresó. Se sentó en la cama.
—Esta era mi habitación. Mis padres le han hecho muy pocos cambios desde que marché. Pasa, y cierra por favor —de manera ostensible, Thibault ordenó, haciendo una seña vaga.
—¿Por qué me traes a tu antigua habitación? —Killian cerró, y se quedó de pie, recargado en la puerta.
—No lo sé. —Thibault alzó el rostro—. Killian, quiero que entiendas que yo... —Negó con la cabeza, parecía que estaba buscando las palabras adecuadas—. Mi familia te tiene una gran fe. Pero yo no soy hombre de fe. —Fue un acertijo.
Se puso de pie, alto, elegante, como un hidalgo. Avanzó hasta él, colocó ambas manos por sobre los hombros de Killian y recargadas en la puerta, como impidiéndole huir. Y lo besó. Killian tomó a Thibault por el rostro, y correspondió el beso. Aún cuando las palabras del otro reverberaron en su interior, iban y venían como olas que traían a la orilla incertidumbre y desasosiego. Hicieron eco en su pecho. Se clavaron como espinas.
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