Capítulo 8
Cuando vuelvo a tener el control sobre mi cuerpo, también tengo un horroroso dolor de cabeza.
No sé donde estoy, en algún punto del camino cerré los ojos y me quedé dormida. Estamos debajo de algo, parece una cueva pero puedo ver el exterior y es de noche.
A pocos metros de distancia, observo la luz que desprende un candelabro. Frunzo el ceño, estiro el brazo y lo toco. Nunca antes había visto uno tan cerca de mí, siempre imaginé que sólo se usaban para hacer películas.
Pero veo que he estado equivocada en muchas cosas durante demasiado tiempo.
Ariel está dando vueltas frente a mí, no me mira ni a ningún lugar fijo, sólo alterna su vista sobre la pared.
—¿Ariel? —Me da un vistazo rápido, no parece querer entablar una conversación.
—Gracias. —Uso la voz de interiores y no sé si me ha oído.
Pero sé que si lo ha hecho, no le ha importado de todas formas.
Está molesto, mucho más que eso. Está furioso aunque se ahorre decirlo. Es culpa mía.
—Sé que no debí confiar en esa mujer pero yo... en Binhtown...
—No sé que decir, no tengo excusas.
—¡Ya no estás en Binhtown, Laurie! ¡Despierta! —grita.
Por inercia, me llevo las manos a mis orejas.
No puedo responder, no tengo respuesta. El rubio se sienta, adoptando mi misma postura.
Suspira y frota sus ojos antes de hablar de nuevo.
—¿Quieres un consejo?
—Parece más tranquilo. Sólo confirmo con mi cabeza.
—Suicidate —lo dice con tanta naturalidad que parece una broma.
—Ve a alguna de las grietas y lanzate a ella. Cortate el cuello con un cristal. —No puede estar hablando en serio.
—¿Qué? —musito.
—No puedes sobrevivir, Laurie.
Será lo mejor para ti. Más rápido y si quienes te matan son los cazadores, también mucho menos doloroso. —Entreabro la boca pero no encuentro palabras.
—Puedes quedarte aquí hasta que te mueras de hambre, hasta que te encuentren o puedes seguir mi consejo.
—Limpia la arena de sus pantalones y sale. Pero yo no me quedo ahí, salgo tras él. Ninguna de sus opciones me sirve y mucho menos su consejo pero tampoco sé que voy a hacer.
Salimos y como pensaba, es de noche. Oigo un trueno, las nubes de un gris oscuro van cargadas de agua dispuesta a caer en cualquier momento. La primera gota cae cerca de mí, choca contra una raíz que emerge de una grieta. Y en cuanto entra en contacto con la hierba, ésta se derrite. Mierda.
Ariel también se da cuenta de lo que sucede y no duda en gritar.
—¡Lluvia ácida! —Una estampida se produce después. Todos corren buscando un lugar en el que esconderse, algo con lo que poder refugiarse pero no yo. Porque yo ya he fijado mi objetivo en algo.
Corro y en mi camino, tiro de la ropa del muchacho. No tardamos en llegar al borde del acantilado y sin medir mis actos, respiro profundo y salto. El golpe contra el agua es tan brutal que es casi igual a golpear cemento. No dudo que algunos de mis huesos hayan podido quebrarse. Abro los ojos bajo el agua y diviso una parte cubierta.
Nado y nado tan deprisa como mi cuerpo me permite, estoy a punto de quedarme sin oxígeno.
Salgo a la superficie, inhalo de manera exagerada y toso.
—¿Ariel? —El rubio aparece junto a mí, dos de sus dedos están tapando su nariz.
Sacude su cabeza y tose también.
—¿Cómo sabias lo que hacer?
—interroga.
—Lo ví en una película. —Sonríe con burla.
—¿Y cómo sabias que no te matarías en la caída?
—Hace unos minutos me has pedido que me suicide. —Me defiendo.
—Que te suicides no me incluye, pequeña. —Mira hacia fuera, la lluvia ácida sigue cayendo.
—No soy una niña, sólo soy tres años más pequeña que tú
—refuto.
—¿Por qué no desapareces de una vez, Laurie? —Y de nuevo esa actitud estúpida.
—Acabo de salvar tu vida. —Le recuerdo.
—Pues ya estamos en paz. Otra vez. —Nada lejos de mí.
Por dios, ¿por qué es tan terco?
No puedo seguir de esta manera, necesito encontrar a mis padres. Los reales, quiero decir. Supongo que son las personas de mis sueños y que si logro llegar a ellos, me ayudarán. Pero primero tengo que saber quienes son y para ello, necesito recordar. Y es posible que sepa como hacerlo.
—Si haces una última cosa por mí, prometo no volver a molestarte. —Tengo que hablar muy alto para que llegue hasta él.
—Si te mato aquí mismo, no volverás a molestarme. —Nado en su dirección.
—Pues mátame o ayúdame.
Pero decide rápido porque ha dejado de llover. —Señalo hacia fuera.
—¿Qué quieres? —Celebro interiormente mi victoria.
—¿Conoces un lugar donde hay grandes rocas negras? —Arquea sus cejas, como si estuviera pidiendo demasiado.
—Hablas de los alrededores del muro. —Me encojo de hombros, mostrando mi total desconocimiento.
—Veo ese lugar en mis sueños... creo que si voy hasta allí, recordaré más. Tal vez recuerde a mis padres y logre encontrarlos.
—¿Y si tus padres ya están muertos? —Nos dirigimos fuera de la cueva.
—No lo sabré hasta que logre recordarlos. —Libera su rostro de su pelo mientras mantiene sus ojos cerrados, como si estuviera meditando mi oferta.
—Si te llevo allí, ¿me libraré de ti? —Del agua, saco mi mano convertida en un puño. Me mira extrañado.
—Así es como mi hermano y yo sellamos nuestros acuerdos —le explico. Aunque todavía mirándome raro, choca mi puño con el suyo.
—¿Qué edad tiene? —Hablar de Shaun provoca una sonrisa involuntaria en mi rostro.
—Siete años. Es un enano maldito —bromeo. Nadamos hasta llegar a la costa, salimos y noto un intenso frío.
—Te llevaré allí y luego, no quiero volver a verte —reitera.
—No soy estúpida, Ariel. Lo he entendido la primera vez que lo has dicho. —Tiro de la tela de mi pijama, lo escurro tratando de quitar tanta agua como sea posible.
—Vamos a secarnos y en cuanto amanezca, saldremos.
—Regresamos a la cueva en la que desperté tras el incidente con la anciana y el hombre.
—¿Está muy lejos de aquí?
—Responde con un básico "sí".
—Voy a traer algo para prender fuego. —Se marcha.
Pasa cerca de una hora antes de que regrese. Trae troncos y ramas con las que hace una hoguera. Me mantengo cerca de ella y mi estómago ruge al hacerlo.
Ariel me mira, sonrío con algo de vergüenza.
—No he comido en días. —Con pesadez, bufa y vuelve a marcharse. Cuando regresa, trae un pez mediano entre sus manos y un cuchillo. Lo destripa delante de mí y siento náuseas.
Cojo un par de ramas y con mucho asco, pongo algunos pedazos sobre éstas. Se cocinan en el fuego y los como despacio, intentando que no se note mi atroz hambre.
—Duerme. —Se recuesta cerca del fuego y yo hago lo mismo.
El sol no parece existir en este lugar así que cuando está más despejado y parece ser de día, salimos.
—Prepara las piernas, pequeña. Es un largo camino.
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