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Capítulo 13

—Quédate con esto. —Le pido al guardia, quien ha vuelto a encontrarme. Le entrego los macutos salvo varias cosas de ellos que he cogido y metido en una tela anudada.
—No voy a ayudarte. —Anuncia. Pongo los ojos en blanco.
—No te estoy pidiendo ayuda, sólo que te quedes con esto.

Se lo estampo en el pecho sin mucho cuidado y paso de largo.
Pero se interpone en mi camino.
—No puedo dejar que vayas.
—Doy un paso hasta él y le miro a los ojos. Pero eso sólo es un juego de distracción al que estoy recurriendo. Porque cuando está concentrado en mirarme, levanto mi rodilla y la estrello contra su entrepierna. Se dobla por el dolor.

—¡Y yo no puedo abandonar a Ariel! —Me adentro en el mercado, mezclándome con toda la gente y volviéndome invisible a sus ojos. Entonces, como caído del cielo, veo a un hombre al que reconozco en seguida. Me dirijo a él.

—¿Te acuerdas de mí? Intentaste matar a Ariel y yo te detuve. —El grandullón traga en seco y me mira de arriba a abajo, sorprendido porque una chica de mi tamaño pudiera dejarle fuera de combate.
—¡Yo no quería matar a ese crío! Sólo cobrar una deuda. —Espeta.

—¿Qué deuda? —Sus labios se convierten en una fina línea.
—Le dí un lugar donde dormir a ese muchacho a cambio de algo de comida pero no me pagó.
—Relamo mi boca, calculando lo que puedo hacer con esta información.

—Si yo pago la deuda de Ariel...
¿Me dirá donde encontrar el lugar al que los cazadores llevan a sus víctimas? —Nuevamente, me mira con sorpresa.
—¿Estás loca? Ese lugar es el mismo infierno. Ir allí es prácticamente un suicidio. —De la bolsa de tela que he cogido, saco otra de plástico con varios pedazos de carne dentro.

Los agito delante de su cara y cuando lo hago, no tarda en decir; —Trato hecho.
Voy a entregárselo pero dentro de mi cabeza puedo oír la voz de Ariel diciéndome no confíes en nadie.
—Primero la información. —Suspira.

—Tienes que adentrarte en el bosque y dirigirte al oeste.
Después, cruzas el río y sigues en la misma dirección hasta llegar a un terreno llano. No tardarás en verlo, es el único edificio que se mantiene en pie. —Estiro mi mano con la comida, se la entrego.
—Gracias, adiós.

Pero antes de que pueda marcharme, me grita.
—¡Niña! —Doy media vuelta y algo vuela hasta mí. Lo alcanzo en el aire y cuando abro mi puño, es una brújula. Sonrío. El hombre me mira con una expresión que grita estás loca pero eso no provoca nada en mí.

Últimamente, estar loca es lo único que me ha mantenido viva. Tal y como me ha dicho, me meto en el bosque. La bolsa que llevo no es tan pesada como los macutos y caminar me resulta más fácil. Además, planeo deshacerme de más cosas en el camino. No tardo en llegar al río, está a un par de kilómetros de distancia.

Miro de un lugar a otro, cerciorándome de que estoy sola. Abro la tela y de dentro de ella, saco la ropa que he cogido. Va siendo hora de deshacerme de este asqueroso pijama. Me quito las zapatillas y las lanzo al otro lado del río. Me desvisto, quedando completamente desnuda y me meto en el río.
Éste cubre por encima de mi cintura pero el agua está en calma.

Meto todo mi cuerpo, restregando mi suciedad con mis manos. También meto mi cabeza, lavando mi cara y pelo. Y como de costumbre, ahora más que nunca, agradezco tener el pelo corto. Salgo, me seco con otra tela que tenía guardada y la vuelvo a meter, siendo consciente de que puedo necesitarla más adelante.

La ropa basa en un pantalón negro y una camiseta igual.
Me calzo las deportivas, cojo la bolsa y sigo avanzando. El atardecer cae, deben ser las siete u ocho de la tarde. No he visto un reloj en semanas y dudo que vuelva a ver uno en mucho tiempo.

Camino y camino, la noche cae y finalmente, mis ojos ven la explanada de tierra. Como me dijo el hombre, el edificio es lo único que hay en pie y a su alrededor, todo es tierra seca y ruinas. Dos cazadores custodian la puerta. De la tela saco el arma, el spray y la daga. Rompo un pedazo de tela y ato todo en mi cintura.

También cojo una granada.
Pienso en usarla como un método de distracción para poder entrar ahí. Le quito la argolla y la lanzo a unos cuantos metros de mí, en dirección opuesta. Me agacho y tapo mis oídos para protegerme de la explosión.

Los hombres no tardan en reaccionar al ruido, ponen sus armas en alto y corren en esa dirección. Yo, por mi parte, salgo de mi escondite y corriendo agachada, llego hasta el edificio.
Hay un ventanal, me paro en uno de sus laterales para no ser vista.

Me asomo y su interior hace que mi estómago se revuelva. El suelo tiene grandes manchas de sangre y restos de algo que no quiero saber que es. Hay dos personas de pie y en el suelo, un hombre muerto. Sé que está muerto porque puedo observar las moscas a su alrededor y los gusanos sobre él.

La comida sube desde mi estómago y me contengo para no vomitar aquí mismo. Soy como un flan incapaz de parar sus temblores y su pavor. Vuelvo a mirar y ésta vez, mis ojos visionan a Ariel. Está en el suelo, sentado con sus piernas abiertas y con las manos también abiertas en cruz, encadenadas a la pared.

De su boca sale un pequeño hilo de sangre... ¡Está sangrando! ¡Está vivo! Tapo mi boca para evitar un sollozo.

Uno de los hombres va a salir, de mi cintura cojo el spray y en cuanto le tengo a mi alcance, le rocío con él y cae al suelo.
Tiro de su ropa, arrastrándolo hasta quitarlo de la vista. Ahora sí, entro. Me escondo tras unos barriles llenos de algo que no quiero mirar. El olor es tan fuerte y nauseabundo que subo mi camiseta hasta mi nariz para intentar neutralizarlo.

Es el olor de la mismísima muerte colándose por mis fosas nasales. Miro en un pequeño hueco entre los barriles, voy a coger el arma pero entonces recuerdo que no sé como usarla y ni siquiera estoy segura de haber metido las balas de forma correcta.

El spray vuelve a ser mi aliado.
Corro hasta el hombre y le rocío pero nada sale de éste. Mierda, estoy jodida. El hombre me golpea y me lanza contra el suelo. Oigo como camina hasta mí, de mi cintura tomo la daga justo a tiempo cuando él agarra con fuerza mi hombro y me gira.

Mis manos temblorosas le clavan la daga de un lado a otro de la garganta. De ésta sale un chorro de sangre que me salpica la cara mientras el hombre sufre un ataque antes de morir. Cuando cae a mi lado, todo mi rostro está ensangrentado y algo dentro de mí ha muerto con él.

—¿Pequeña? —no respondo al rubio. No reacciono, ni siquiera lloro. No puedo hacerlo.
En el traje del hombro busco las llaves de las cadenas. Ando hasta Ariel, libero sus dos manos.
Voy a incorporarme pero sus dedos se cierran sobre mi muñeca.

Con su sudadera, limpia mi rostro, llenándola de sangre.
—Vamos. —Caminamos hasta la salida pero los hombres a los que distraje con la granada, regresan. Y yo me quedo ahí, no sé esperando a qué. Pero Ariel sí reacciona, toma mi pistola y les dispara sin pestañear.

Al parecer sí que puse las balas de forma correcta. El rubio tira de mí y me habla pero yo no le estoy escuchando. Aunque sus palabras llegan a mis oídos, no las proceso.
—¿Trajiste esa ropa contigo?
—Le entrego la bolsa de tela.

Entonces su dedo índice sube mi barbilla para que le mire.
—No mires. —Me guiña un ojo.
Se quita la ropa y hace lo mismo que yo hice antes, se lava en el río y se pone algo idéntico a lo que llevo yo. Pantalones y camiseta negra. Mientras él se viste, yo cruzo el río por la parte que cubre menos.

Ariel encuentra un lugar donde pasar la noche y sigue hablando pero yo sigo en algún lugar que no es ese. Abrazo mis propias rodillas y presiono mi cabeza contra ellas, de repente, las lágrimas fluyen.

—¿Laurie? —Levanto mi vista hasta él. Y no sé porqué pero en ese momento, siento la necesidad de hacer una confesión.

—Tengo miedo, Ariel.

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