Siete
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Me vi divagando en mi mente con todas las cosas que podría hacer con Astrid; besarla, acariciarla, amarla... Quería tenerla cerca y nunca dejar que se fuera, que fuera mía de las múltiples maneras que nadie se pudiera imaginar. La quería a ella.
Para mí, el término gris había cambiado una vez más. El color gris ya no representaba obsesión, sino que ahora era un nombre propio; su nombre, Astrid.
Mi vida había sufrido una metamorfosis a raíz de que la conocí. Comprendí que cada uno tiene esa pequeña gota que color que determina su personalidad. Cada uno se ensucia con el color que le apetece. No había podido comprender a mi madre por mucho tiempo, pero ahora ya lo hago, y entiendo su forma de ver la vida. Entiendo que una vez que te ensucias, por más que te limpias, no vuelves a estar pulcro. Ahora entiendo a mi abuela Miranda, cuando decía que sólo hay dos formas de vivir la vida: Blanco y negro. Y por desgracia, yo ya estaba en la oscuridad.
¡Miguel, controla esto! ¡Deja de mirar tan descaradamente a Astrid! ¡Deja de...! Y esos ojos azules que embriagan y te hunden en ellos me regresaban la mirada, me guiñaba el ojo y me sonríe... Había llegado a pensar que Astrid en realidad estaba coqueteando conmigo, ¡pero vamos! Ella no puede sospechar que esté babeando por ella, ¿o sí?
—Astrid, amor —dijo Charlie—, ¿podrías llevar a Miguel a su casa?
—¡Seguro! Vamos Migue, ¡sino tu madre nos matará!
Una vez que estábamos en el carro, lo único en lo que pensaba era en abalanzarme a ella y llenarla de besos, acariciarla y nunca llegar a mi casa. NUNCA. ¡Oh Astrid..! ¿Por qué no eres mía?
—¿Y te está gustando lo que hacemos? —preguntó Astrid, con un tono animado.
La miré, y me encontré con que ella estaba haciendo lo mismo conmigo. Se ruborizó y volvió la mirada al frente. La había puesto nerviosa y ni siquiera supe cómo lo había hecho. Quería que se repitiera la ocasión, y con urgencia. Estaba brotando una chispa de colores en mi interior, queriendo esparcirse por todo mi ser y hacerme feliz, mucho más de lo que estaba en ese momento.
Azul y negro. Esos eran mis colores favoritos, los que podía amar y ensuciarme el resto de mis días.
—Sí —contesté después de un corto periodo de tiempo—. ¡Ya quiero saber qué es lo que dice el juzgado!
—Bueno pues... si estudias derecho y te titulas, no dudes en llamarme —la miré por el rabillo del ojo. Al parecer había pensado en voz alta. ¡Gracias Dios!—. Es decir, ya sabes... a tu primo. ¿Quieres escuchar música?
—Seguro.
Lleve con urgencia mi mano al radio para encenderlo, y así hacer que Astrid se sintiera menos incómoda, y que la música me dejara ponerme amarillo de alegría. Nuestras manos chocaron, se tocaron y nos dieron una carga de electricidad diferente a la que estamos acostumbrados. Teníamos esa chispa colorida. Teníamos la chispa que mi mamá nunca pudo tener con Daniel. Ahí estaba todo. El roce que tuvieron nuestras manos lo habían sido todo... Había química, y ahora nunca se iría.
Astrid retiró la mano después de algunos segundos.
—Perdón, en estas últimas semanas he estado muy distraída —detuvo el carro al tocarnos la luz roja del semáforo. Volteó a mirarme, y con una sonrisa nerviosa me dejó saber que ella también se estaba hundiendo en el barco de la grisácea obsesión. Se pasó un mechón de cabello atrás de la oreja y siguió sonriéndome.
Por un instante pensé que Astrid se atrevería a decir que me encontraba atractivo, pero los clac-son empezaron a sonar como locos al ver que la luz verde del semáforo se había puesto verde, explotando y dejando en el olvido nuestro momento.
Al escuchar el motor apagarse, y ver mi casa en la otra acera, supe que el sueño se había esfumado como las nubes en un día soleado. Quería decirle algo, pero en realidad no sabía qué... Me encontraba atónito, con un nudo en la garganta por todas las palabras incoherentes que querían salir de prisa de mi boca.
Y justo cuando había encontrado lo indicado para la ocasión..., fue Astrid la que habló primero:
—Bueno, creo que ya te están esperando... —al principio no había entendido a qué se refería, pero al verla mirar en dirección a mi casa la imité, y me vi que la puerta de la casa estaba abierta y mi mamá y Sofía estaban esperándome.
—Ah sí claro... —me desabroché el cinturón de seguridad, con lentitud, queriendo que ella arrancara el automóvil de nuevo—. Entonces espero verte pr...
—Yo creo que lo mejor para nosotros ahora —me interrumpió— es no vernos pronto. Lo siento, pero... —tomó aire lentamente— Tengo que irme, ya sabes que...
—No, no me des explicaciones Astrid, ¡es tu vida! —le sonreí, a pesar de que en mis adentros no estaba para sonreírle a nadie—. Adiós —me salí del carro de inmediato.
No quise mirar atrás, saber si Astrid quería retractarse de lo que me había dicho. En ese momento me sentía un accesorio que le gustaba ponerse a Astrid seguido, y al ver que ya lo ha usado lo desecha; Ya no es de su agrado.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó mi mamá.
¡No! ¡No estoy bien Romina! ¡Tú maldición he heredado! Me enamoré de alguien mayor, alguien a quien no puedo tener y aún así me adentré en ella como nunca antes. Estoy muriendo, soy color negro en este momento; Estoy pecando y sin vida como el negro.
—Seguro —contesté, tajante.
—Vine a tu casa después de lo de la escuela —explicó Sofía—. Suponía que sólo te habían recogido para luego estar aquí... En fin —suspiró—, a lo largo de nuestra relación me di cuenta que siempre estás al pendiente de cualquier cosa para retratar, y te disgusta que se mueva, o que pierda su esencia..., cualquier cosa, así que —recogió un paquete que se encontraba deteniendo la puerta— decidí darte esto antes de tu cumpleaños, para saber si te gusta —me lo entregó—. También espero te sirva para que captures todo lo que quieras pintar después.
Lo abrí con impaciencia, importándome menos cuánto había tardado Sofía en ponerle el moño y el papel al paquete. Rasgué el envoltorio, y me encontré con una caja de cámara. Mi primer instinto fue ver a mi madre. Romina se hundió de hombros, queriéndose librar de la culpa, y a la vez abriendo los ojos lo más que podía para que no se me ocurriera hacer lo mismo que ella.
—Por ahora sólo te pude comprar una cámara usada, pero no dudo que te sirva. Tiene un rollo, y espero con el tiempo...
—¡Gracias Sofi! —dije, interrumpiéndola, con amabilidad.
No la usaría. La cámara no solo avivaría mi necesidad de querer volver ver a Astrid y tomarle una foto, sino que estaría repitiendo la historia de mi madre. ¿Por qué cámaras? ¿Me convertiré en un acosador? ¿Por qué no me pueden regalar un libro acerca de llevar una vida amena?
En cuanto mi madre regresó de llevar a Sofía a su casa, le di la caja con la cámara adentro.
—No la usaré. No quiero convertirme en ti. No quiero ser tú nunca.
—Pero cariño... ¡Tú ya eres cómo yo! —dijo mi madre, Romina, con un tono de decepción jamás usado en su voz—. Desde el momento en el que sentiste esa atracción, esa necesidad de permanecer al lado de una persona mayor que tú, y la que jamás se fijaría en ti... Desde entonces ya has cometido pecado, mi pequeño...
Negué con la cabeza. No quería admitir que era verdad lo que Romina me decía, pero era cierto. Entonces recordé lo que me había dicho la abuela sobre mi madre, sobre el dolor que le causó a la familia sus decisiones. El precio que tenía ser inmoral era algo que no quería pagar él. A mi cabeza llegaron escenas que me había formulado sobre mi madre siendo gris, impura y detestable a los ojos de mi abuela Miranda.
Me imaginaba a mi madre, Romina, con la cámara apuntando a su blanco. Imaginé a Gabriel sonriendo al pensar que a él lo fotografiaba mi madre, al enterarse de que no le gustaba él sino su padre. Me pude empatizar por primera vez con mi madre de manera verosímil. Ahora yo era ella a su edad, Gabriel era Sofía, y Daniel era Astrid...
Tenía que alejarme de toda esta locura antes de que no quisiera salir de ella.
No dije nada más, sólo encendí el carro y conduje a toda velocidad. Al detener el auto me vi empapado en un sudor. No seré un pecador, no pecaré en gris... No pecaré en ningún otro color. No lo haré.
Toqué a la puerta que tenía enfrente. Se habían tardado un poco en bajar a abrirme, pero cuando lo hicieron, y vi la cara arrugada y mallugada de mi abuela Miranda, entonces comprendí que no había escapatoria.
—Mi vida... ¿qué haces aquí tan noche? —me preguntó Miranda, tapándose con su bata de dormir—. ¿Mañana no tienes que ir a la escuela?
—Abuela... Abuela, soy gris. ¡Me convertí en gris! —me abalancé en ella, en busca de un abrazo—. ¡Ayúdame abuela! ¡No quiero ser gris! ¡No quiero ser mi mamá! ¡NO QUIERO!
Miranda me abrazó, pero al estar entre sus brazos me hizo saber que estaba decepcionada de mí y del camino por el que llevé mi vida. Mi abuela estaba sosteniendo entre sus brazos de nuevo el pasado que tanto la había herido.
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Y como han visto... Miguel se ha arrepentido de todo. ¿Podrá evitar ser gris?
¡Perdónnnnnn! en serio. Actualizo cada año(? pero en realidad la universidad me está consumiendo, y la semana del 24 de octubre entro en examenes, entonces ya saben la presión que tengo por tener notas excelentes...
No prometo actualizar pronto, porque ahora no tengo tiempo ni de estar en Facebook, pero trataré de escribir por ratitos, ¿les parece? De todas formas pueden encontrar adelantos en mi página oficial de facebook | Iquebooks Wattpad | así que ya saben... Denle like (:
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Amo leer sus comentarios, aún cuando me regañan por no actualizar xDxdXD.
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