CAPÍTULO 58
Domingo 6:45 pm
Esa es la hora exacta en la que la vida de Aleeza quedó a manos de un doctor.
Ni siquiera estaba seguro de haber cerrado bien la cabaña, sólo recuerdo haber corrido lo más rápido posible a la camioneta, dejar a Aleeza mientras buscaba las llaves y dirigirnos lo más rápido posible al hospital.
Durante el trayecto, hablé con Aldair.
—¡¿No podía respirar?!.
—¡Sí!, ya voy en camino al hospital.
—No te detengas, apúrate. Le avisaré a su padre y estaremos allá cuanto antes.
El cuerpo de Aleeza era sumamente ligero, gracias a eso no me costó llevarla en brazos hasta adentro del hospital. Llegando, imploré a todo el personal que estaba ahí que por favor, alguien me ayudara. Aleeza no despertaba pero aún respiraba.
Aquella noche no pude dormir.
¿Cómo se supone que alguien duerma bien sabiendo que la única parte que complementa tu alma se está debatiendo entre la vida y la muerte?
Al día siguiente desperté debido a que alguien me agitaba en el lugar donde me encontraba sentado.
—Gian, despierta. Tus padres están aquí, ve a descansar.
Entre abriendo los ojos y tratando de adaptarme a la luz vi a Pamela.
—¿Pame?.
—Me avisó Aldair esta mañana. Acabo de llegar.
—¿Y dónde están todos?.
—Están hablando con el doctor.
—¡¿Y por qué no me dijeron?!
—Estabas sumamente dormido y, yo sé que te preocupa Aleeza, pero hay situaciones que solamente se ve con la familia.
A pesar de que me sentía enojado, no protesté. Pamela tenía razón.
—Tus padres están esperándote afuera.
—No me quiero ir.
—Tienes qué. Toda la noche te quedaste aquí. Aldair dice que no pegaste el ojo hasta apenas—miró el reloj de su muñeca—unos veinte minutos.
Seguía aturdido pero intenté despavilarme.
—¿Y si Aleeza me necesita?.
—Vendrás pronto. Pero para que le des fuerzas, tú también necesitas. Ve a descansar ya. Edwin no tarda en llegar, cualquier cosa que se necesite, te hablaremos.
No muy convencido dejé que Pamela me llevara con mis padres, quienes me abrazaron y me prometieron que todo estaría bien.
—Ella es muy fuerte—dijo mi mamá.
—Si pudo contra el preinfarto, por supuesto que podrá contra lo que sea.
Sus palabras más que ánimo me hundían más. Me hundía recordar cada momento en que pasamos, en que no sabía si volveríamos a pasar.
Llegando a mi cassa ni siquiera comí, me invadían más las ganas de dormir y llorar.
En la habitación se encontraba Alexis quien me saludó pero ignoré. Sólo llegué directamente a tirarme en la cama y llorar como si fuera un niño al cual le quitaron su dulce favorito
Mis gritos se ahogaban en la almohada, la cual ya estaba totalmente empapada.
Sentí una mano sobre mi espalds.
—Es mi culpa—dije finalmente hablando tratando de controlarme—si no le hubiera hecho caso, si la hubiera traído a tiempo...
—¡Cálmate, Gian!, ¡Aleeza no está muerta!—prosiguió Alexis—está grave, sí, pero no muerta. Y mucho menos fue tu culpa. Llegaste justo a tiempo.
—¿Y tú cómo sabes?.
—Mis papás me dijeron lo que les dijo el papá de Aleeza.
—¿Osea que nuestros padres ya se conocen?.
—Sí, ¡vaya circunstancia!, ¿no?.
Nos quedamos en silencio un rato, había logrado tranquilizar mi llanto, mientras Alexis seguía al lado mío.
Podríamos llevarnos de lo peor, estar en desacuerdo en muchas cosas pero la compañía del uno hacia el otro siempre nos reconfortaba y nos hacía sentir mejor.
—Tranquilo, ¿sí?. Tarde o temprano, todo pasará.
Habían pasado tres días desde que Aleeza había entrado al hospital y yo había estado yendo todos y cada uno de ellos. Sin embargo, siempre obtenía la misma respuesta: sin visitas a menos que fueras un familiar.
Jueves por la tarde me encontraba en mi cuarto poniéndome al corriente con los trabajos y tareas que se me habían acumulado todos estos días.
Sin embargo, era inútil. La concentración sólo tenía un tema y no era la escuela.
Una llamada entró.
—Gian.
—¿Qué sucede, Pame?.
—Es importante que vengas.
—¿Por qué?, ¿qué ha sucedido?—pregunté mientras me levantaba y buscaba las llaves de mi coche.
—Te esperamos en el hospital. Por favor apúrate.
No me lo pidió dos veces. Bajé lo más rápido que pude las escaleras.
Escuché a mi madre gritarme pero me limité a contestarle que iría al hospital.
El trayecto fue lo más difícil para mí. Los minutos se me hacían eternos. Los 'altos' en los semáforos parecían nunca terminar.
Me mordía mis labios, me pasaba las manos por el cabello frustrado, y le rogaba a quien sea, que por favor, ella no estuviera muerta.
Al llegar lo primero que hice fue buscar a Pamela, en el pasillo estaban todos. Su familia, nuestros amigos.
Mi corazón latía fuerte y rápido al ver a todos ellos hablando, pero más, al ver a su mamá llorar.
—¿Qué ha sucedido?—dije finalmente estando cerca de ellos. Todos voltearon a verme y su papá fue quien se acercó.
—Ella quiere verte.
Un suspiro invadió mi cuerpo. Ella estaba bien, ¡ella quería verme!.
El señor Alejandro me hizo seña con su cabeza de que lo siguiera y así lo hice, me dedicó una corta sonrisa y se volvió a los demás.
Miré a Alda a Pame y a Edwin, ellos sonrieron de la misma manera.
Las piernas me temblaban mientras trotaba hacia su habitación. Aunque había sido poco tiempo sin verla, para mí había sido un siglo. Incluso, más que la primera vez.
Al llegar a su puerta, abrí lentamente y sin hacer ruido temiendo a que ella estuviera durmiendo.
Cuando mi vista chocó con la suya no pude evitar cerrar de un portazo y correr hacia ella.
Me incliné en la orilla de la cama, mientras miraba sus ojos, tomé su mano y lloré. Llore demostrándole cuánto me dolía verla ahí. Lloré recordando todos aquellos momentos que vivimos y que ahora parecían muy lejanos. Lloré por aquella sonrisa que en este momento había desaparecido y lloré para curar mi corazón, pero, ¿cómo curas algo que depende de alguien más?.
—Está bien, Gian. Está bien. Mírame... estoy...aquí.
El aire que tenía conectado la hacía hablar pausadamente.
—Aleeza, ha sido mi culpa. Yo debí haberte traído a tiempo, es más nunca debimos...
—Alto...Gian—tomó una gran bocanada de aire—este fin de semana... ha sido...el mejor de mi vida. Jamás me había... sentido tan viva, gracias...en verdad gracias.
Sus ojos me miraban tristes. Una sonrisa se asomó y me acarició la mejilla, cerré los ojos ante su débil y frágil tacto.
Después de un largo silencio ella habló.
—Los doctores dicen que...los bolos...la medicina...ya no me están haciendo bien. El tratamiento ha dejado de funcionar...y nuevamente mi corazón... se ha llenado de agua, pero esta vez...es más de lo que pueden controlar.
Aquellas palabras hicieron que mi mirada chocara rápidamente con la suya. Su cara estaba empapada.
—Sé que no me queda mucho tiempo, Gian. Realmente... me siento mal y no hemos conseguido a alguien que pueda donar un corazón... nadie lo hará.
Un nudo en mi garganta se había hecho mientras que mi corazón se había perdido en un inmenso vacío.
—No me dijo nada tu papá.
—Le pedí que no lo hiciera.
—Pero, ¿por—
—Porque estoy bien—me interrumpió—a veces creo que es lo mejor.
Su llanto se agudizó pero trató de controlarse. Realmente le costaba respirar.
—Esto no es vida, Gian. Vivir con dolor, depender de pastillas...estoy muerta en vida—suspiró—Si existe un infierno, sé que estoy en él.
Mordí el interior de mis mejillas, me acerqué y besé su frente.
—Saldrás de esto, encontraremos un donador—susurré en su oído.
—Escuché que...el límite era hoy—tosió—No sé... si... Pase la noche.
Entonces mi beso contra su frente se hizo más fuerte y mis lágrimas salieron sin control.
Si realmente existía un Dios, ¿por qué permitía todo esto?.
¿Por qué darle la vida a alguien que sólo vendrá a sufrir?, ¿por qué no acabar su sufrimiento de otra manera?.
Pero a veces, no siempre tenemos la oportunidad de vivir realmente, aunque estemos respirando y nos palpite el corazón.
—Gian...—su voz se escuchaba en un suspiro—no puedo respirar...
Me alejé rápidamente, aquella máquina que mostraba sus signos vitales comenzaba a sonar de una manera extraña, una manera más lenta.
Salí corriendo y empecé a gritar que por favor la ayudaran. El doctor junto con unas enfermeras estaban cerca y rápidamente entraron, cerraron la puerta y no supe más.
Me derrumbé en el suelo y comencé a llorar, no podía creer que había perdido a Aleeza. Ella tenía razón, si existía infierno, estábamos ardiendo en él.
Unos brazos me levantaron y me atrajeron hacia esa persona.
—Lo siento—susurró Aldair—no sabes cómo lo siento—dijo mientras su voz se quebraba cada vez más.
Una hora después el doctor salió.
—Es mejor que se despidan de una vez.
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