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Traición y Muerte

Regresé del pueblo tras asegurarles a los habitantes que todo estaría bien y que caería antes de permitir que cualquier peste se acercara a sus hogares. Dejé la yegua de Cyrenne en el establo del pueblo, cuidarían bien de ella y seguramente la necesitaría para cuando regresara de su misión. No podía llevarla conmigo.

—Comandante. —Demian se acercó a mi caballo corriendo. Algunos pueblerinos que quedaban por ahí profirieron insultos por lo bajo, pero se alejaron en dirección contraria al ver que les dirigía una mirada de reproche.

—¿Ocurre algo, Demian? —inquirí desinteresada. No podía darme el lujo de demostrar emoción alguna hacia la granja de Kaira.

—Kaira le envía sus saludos, mi señora. —El jovencito sonrió. Aunque aún era muy pronto para notarlo, se le veía más sano, su rostro estaba sonrosado y la sombra del hambre había abandonado su mirada.

—Son bien recibidos.

—Me pidió que le entregara esto. —Sacó del bolsillo de su pantalón nuevo una sencilla pulsera tejida, el color negro y el rojo se mezclaban entre sí creando patrones zigzagueantes.

—¿No dijo nada más? —admiré la pulsera y la deslicé en el interior de mi peto. No era el mejor lugar para demostrar algún interés.

—No, solo que está muy agradecida por las tierras y por la ayuda —sonrió ampliamente—. Kaira es muy amable, señora. No me hace dormir en el establo o en el granero, preparó una habitación solo para mí. Incluso tengo una cama que no es de paja.

Tanta alegría me sorprendió y enterneció a partes iguales. Comprendía lo dura que había sido su vida y a pesar de ello, no había dejado de ser un dulce niño que buscaba un poco de afecto. Sin embargo, no era el mejor momento para ser un niño.

—Espero que hagan las mejoras correspondientes a la granja. Deben construir algún escondite seguro. El mejor lugar es el granero. Kaira no puede caer en manos enemigas, Demian. Airlia de seguro les ayudará con la tarea —susurré de manera apresurada.

—Construiremos algo —aseguró el jovencito—. Le enviaré sus saludos a Kaira —sonrió con picardía y se marchó corriendo, tropezando de vez en cuando debido al desequilibrio propio de su acelerado crecimiento.

Suspiré y di media vuelta a mi caballo. Sentía una insoportable compulsión por observar mejor el regalo, pero no podía hacerlo hasta encerrarme en la seguridad y privacidad de mi habitación.

El camino se me hizo eterno, el sol se había ocultado por completo y quedaba solo una pequeña franja morada en el horizonte. Probablemente llovería durante la noche. Apresuré el paso de Huracán hasta que se convirtió en toda una carrera. Estaba bien armada, pero no me apetecía ser capturada en la oscuridad, menos en luna nueva.

Alcancé el campamento cuando ya la oscuridad lo había devorado todo y el único punto cercano de luz en kilómetros eran las antorchas del campamento, brillando como un fiero bastión ante la terrible negrura que avecinaba.

—Comandante. —La guerrera de guardia cerró con firmeza la puerta a mis espaldas.

—¿Todo en orden? —inquirí mientras desmontaba. Otra guerrera tomó las riendas de Huracán y lo guio hacia las caballerizas.

—Nada que informar, comandante. No hay señal de fogatas en el bosque, ni antorchas. Parece que será una noche tranquila.

—No debemos confiarnos, probablemente no ataquen esta noche, es verdad, pero dar a conocer su posición no los detendrá. Debes permanecer atenta.

La joven guerrera saludó y regresó a su puesto, por mi parte, me dirigí a mi habitación con paso contenido. Deseaba admirar el regalo de Kaira en paz.

Me desvestí siguiendo mi rutina, pero me quedé en pantalones. No sería muy regio que, en caso de una emergencia, saliera en ropa interior y camisón al combate. Guardé dos dagas bajo la almohada y observé la pulsera a la luz de la vela. El tejido era suave, pero resistente. Se ataba a la muñeca con cuatro trenzas, de tal manera que era prácticamente imposible que se soltara, incluso en combate.

Até la pulsera firmemente a mi muñeca y permití que el frescor de la noche y el suave contacto de esta me arrullaran hasta un sueño reparador. Uno que necesitaría para lo que estaba por venir.

El día inició como cualquier otro. Cyrenne no había regresado en la noche, situación que causaba una muy desagradable sensación en lo más profundo de mi estómago. Sumado a eso, el día amenazaba a tormenta, lóbrego, gris, dispuesto a lamentar lo que pudiera ocurrir. No hacía nada por levantar mi estado de ánimo. Ni siquiera el entrenamiento de combate de las reclutas lo había logrado. Se notaban mucho más seguras ante las espadas reales y no salían corriendo ante la vista de sangre. Algo fundamental sí hablábamos de guerreras.

Incluso Dasha había hecho progresos, hoy había logrado derrotar a una de mis guerreras. No le diría que fue a causa de un tropezón de ella en el suelo cubierto de cáscaras de lodo, una victoria era una victoria.

Con la llegada del mediodía, las primeras gotas de lluvia se hicieron sentir. Una nube gigantesca, de profundo y omnipotente púrpura se había desplazado hacia nosotras. Pronto, el viento se levantó y los primeros rayos empezaron a caer.

—¡Todas a resguardarse! —ordené señalando el comedor. Era nuestro edificio más grande y resistente, además, era el más cercano a los terrenos de entrenamiento.

Debí escuchar mi intuición, o al menos, quedarme un instante en el exterior, vigilando dando un último vistazo al bosque. Si lo hubiera hecho, tal vez sus gritos sedientos de guerra, sangre y carne no nos habrían alertado demasiado tarde.

Las horas transcurrían entre el aroma a comida y bebida, el calor del comedor y el estruendo de los rayos. Las chicas conversaban entre sí, algunas, observábamos a través de las ventanas cómo el agua no dejaba de caer del cielo.

Tal y como sucedía en esos momentos, sin aviso y sin la mínima piedad, la vorágine dominó el lugar. El grito de alerta de la centinela de la puerta murió en sus labios, uno de sus ojos atravesado por una flecha enemiga.

Los cobardes no atacaron el campamento, se dirigieron en plena carrera, entre lluvia, relámpagos y centellas hacia el pueblo. Llevaban caballos, corrían a todo galope, sin notar el lodo que salpicaban entre sí.

Era una suerte que acabáramos de entrenar. Las reclutas temblaban en sus armaduras gastadas cuando me vieron subir a una de las mesas. Habían presenciado todo a través de las ventanas. Una muerte violenta hacía todo mucho más real.

—Todas las guerreras, conmigo —ordené—. Busquen sus caballos y prepárenlos, no hay tiempo que perder. —Las guerreras más experimentadas abandonaron sin titubear el comedor. Dirigí entonces mi mirada a las reclutas—. No hay caballos suficientes para ustedes. Quiero que esta mitad, —dividí el grupo con un gesto de mi brazo—, se quede a hacer guardia y defienda este puesto con su vida si es necesario. —Un coro de ponentes golpes contra sus petos respondió a mi orden—. La otra mitad nos seguirá a pie, corran si es necesario, resguárdense a la distancia y esperen el momento justo para atacar. Damaris, estás a cargo de este grupo —indiqué. Aquella chica pelinegra era la segunda más habilidosa después de Airlia en este nuevo grupo de reclutas.

Abandoné el comedor echando en falta la capta de malla y una ropa más abrigada. Solía entrenar a las reclutas con pantalones raídos y una camiseta vieja bajo mi armadura. Por suerte, tenía todas mis armas conmigo. Monté en Huracán y me dirigí a donde ya esperaba el ejército.

—Vamos por ellos, no quiero prisioneros —ordené a voz de cuello—. Casandra —llamé a una de mis guerreras—. Cabalga hasta el campamento de Eneth y solicita apoyo.

La aludida saludó y partió a toda velocidad en dirección contraria. Era una jinete veloz, pero en estas condiciones y con el anochecer acercándose, no podría darse prisa. Estaríamos solas en combate.

Espoleamos los caballos y partimos como una sola masa detrás de nuestros enemigos. Llevaban ventaja, muchísima, pero no conocían en el terreno y si no eran cuidadosos, podían toparse con muchos de los arroyos que nacían del río cuando la lluvia era tan torrencial. Invadían el terreno y lo hacían casi imposible de transitar. Podías creer que estabas llevando tu caballo por un charco, cuando era un arroyo profundo de fuerte corriente. La sorpresa del caballo y su brinco te tiraría de la silla en un santiamén.

A cada paso de Huracán el estruendo de gritos, jadeos, galopes y relinchos se dejaba de escuchar. Tal vez era mi imaginación, tal vez solo era el efecto de esperar una batalla, de su inminencia y la imposibilidad de evitarla. No podía dar media vuelta y huir, tenía cuatro falanges a mi cargo, cada una más veterana que la que le seguía. Éramos suficientes para aquella horda de saqueadores.

La lluvia golpeaba mi casco con fuerza, golpe a golpe de cada gota era un recuerdo de los segundos que probablemente me quedaban de vida. El anochecer llegó demasiado pronto y la oscuridad que nos rodeaba fue combatida con valentía por las antorchas que sostenían las guerreras que iban en primera fila. A pesar de ir a toda velocidad, sujetaban las riendas con una sola mano y mantenían un equilibrio perfecto. Algo que las reclutas aún no aprendían a hacer.

Frente a nosotras un rayo partió el cielo. Iluminando las espaldas de nuestros enemigos. Nos separaban unas pocas decenas de metros. Frente a ellos, se encontraba el pueblo, indefenso, dormido.

Nuestros caballos no podían ir más rápido, el estruendo de la lluvia hacía imposible gritar. Alcé una mano, indicando a quienes llevaban las antorchas que hicieran lo mismo. Era la señal de costumbre para las arqueras. Sabía que su puntería no sería muy efectiva bajo las cascadas que caían del cielo, pero un par de muertes alertarían a los cobardes de nuestra presencia.

Esperé unos segundos, escuchando cómo tensaban los arcos las guerreras que se encontraban detrás de mí, luego, bajé el brazo, ordenando el ataque.

Las flechas rompieron el aire y atravesaron el espacio que nos separaba. Gritos de sorpresa y dolor nos indicaron que dieron en el blanco. Tal vez, demasiado tarde.
Una llamarada cubrió la pared de una de las granjas que rodeaban el pueblo.

Gritos de mujeres y niños llenaron la pradera. Frente a nosotras, los guerreros de Luthier habían dado media vuelta y se preparaban para nuestra embestida. Sujeté el escudo con fuerza, solo los relámpagos, y ahora la gigantesca fogata en la que se había convertido aquella granja, nos iluminaban.

Con un grito al unísono espoleamos a nuestros caballos, debíamos romper sus filas. No eran simples saqueadores, se habían organizado demasiado rápido. Eran guerreros experimentados, tal vez de un campamento cercano a sus fronteras.

Los segundos antes del choque de dos ejércitos son los más estresantes. No sabes cómo será, aun si has vivido muchos, no sabes si una lanza se ensartará en tu estómago o si sobrevivirás lo suficiente para ver morir a tus guerreras. No sabes si tendrás la suerte de acabar con el enemigo y salir ilesa. Todos esos miedos desaparecen cuando tu escudo impacta el de tu enemigo y las espadas levantan chispas como gritos al chocar entre sí.

Mi espada se clavó en el cuello del primer hombre que encontré, certera y mortal. El siguiente mandoble encontró el muslo de otro guerrero. El tercero si dio batalla. Su espada de gran tamaño era lenta, pero potente. Retumbaba en mi escudo y me hacía resbalar de la silla con cada impacto.

Finalmente, pude desviar su espada lo suficiente como para apuñarlo justo bajo la hombrera, tibia sangre manchó mi guantelete, colándose entre las costuras de cuero. No le di tiempo a reponerse, golpeé su rostro con el borde de mi escudo y lo observé caer al suelo enlodado.

En el oscuro desorden de la batalla era casi imposible ver algo. Habían incendiado otra granja y ahora se veían batallas a pie. Las dueñas de aquellas granjas y algunas de mis guerreras se esforzaban por defenderlas.

Continué eliminando enemigo tras enemigo, fiel a mis palabras. No quería prisioneros, quizás en el fondo sabía que no habría un Cyrenne para lidiar con ellos.

En algún punto se escucharon gritos provenientes del pueblo, habían encendido las primeras casas, eran demasiados y se nos habían escapado.

—Anthea, lleva una falange al pueblo, defiéndelo. Yo me encargaré de estos —grité a mi tercera al mando. Anthea solo asintió y reunió a la tercera falange.

Ordené a las demás guerreras que apartaran al enemigo del camino. Era necesario que Anthea alcanzara el pueblo, solo ella podría defenderlo.

—Comandante, está dividiendo nuestras fuerzas —jadeó una capitana.

—Las reclutas llegarán en cualquier momento.

—¡Son solo unas niñas sin experiencia!

—Tendrán que crecer —espeté.

Mi espada no se detuvo, durante horas se dedicó fielmente a eliminar asquerosos guerreros de Luthier. Al menos, eso hizo hasta que se encontró con un mandoble que venció su acero e hizo crujir mi escudo.

—Estás muerta —bufó aquel hombre blandiendo su espada. Dio un giro para imprimir mayor fuerza, iba a golpear directo a mi cabeza. Solo pude cubrirme de nuevo con mi escudo.

Pero era habilidoso, en el último segundo cambió la trayectoria de su espada, dirigiéndola a mi estómago. Era un corte en diagonal, difícilmente efectivo contra las placas, pero perfecto para derribarme de Huracán.

El golpe en mi espalda me dejó sin aliento. Giré sobre mí para evitar los pisotones de su caballo de guerra y aproveché la oportunidad para sacar el hacha de mi escudo. Me puse en pie y arremetí contra sus piernas. Un corte certero en su tobillo lo hizo encorvarse sobre su silla, desde ahí, pude tirar de él hacia el suelo y acabar con su vida en un santiamén.

Pese a nuestro esfuerzo, el pueblo parecía encenderse más y más en llamas. La noche era atravesada por los gritos de las mujeres y los hombres y el llanto de los bebés. Mi corazón dejaba de latir a cada segundo ¿Por qué no cedían? ¿Dónde estaba Eneth con sus guerreras?

Con el brazo agarrotado y el escudo dando sus últimos suspiros, regresé a la batalla. Si todo estaba perdido, prefería morir ahí que seguir adelante. Mejor una muerte honrosa que una vida llena de vergüenza ante mis continuos errores.

Un grito de guerra me sacó de mis cavilaciones. Justo detrás de nosotras llegaban las reclutas, jadeantes, temblorosas, pero dispuestas a luchar. Dieron un respiro a las guerreras veteranas, suficiente para que algunas se deslizaran hasta el pueblo para contener la masacre.

Lamentablemente, no eran suficientes, pronto la carga del enemigo se hacía excesiva, a mi lado no dejaban de caer guerreras. El suelo era una mezcla de lodo sanguinolento, extremidades y vísceras apestosas.

Deseé darme por vencida, permitir que alguna lanza me atravesara. Sería simple, mi escudo ya estaba hecho pedazos, solo debía dejar de esquivar y enredar espadas con mi hacha. Dejar de pelear era sencillo, solo debía cerrar mis ojos, dolería por unos instantes y todo acabaría.

De nuevo, mis pensamientos se vieron interrumpidos por el bramido de un cuerno. Tres toques, era Eneth y sus guerreras, se unía a la batalla. Eran guerreras experimentadas, dos falanges, cien guerreras frescas. El enemigo se vio obligado a romper sus filas y replegarse hacia el pueblo, donde las demás guerreras y las mujeres del lugar habían acabado con sus desgraciados compañeros uno a uno, gracias a las estrechas calles.

—Malditos —espetó Eneth llevando a Huracán de las riendas. Lo sujetó con paciencia mientras yo resbalaba una y otra vez en los estribos al tratar de subir—. Calma, los muy cobardes se están replegando. —Tomó mi brazo derecho y tiró de mí hasta que pude sostenerme sobre la silla.

—Ellos, solo cruzaron en plena tormenta —balbuceé.

—Sus tretas cada vez sorprenden más —gruñó la guerrera antes de escupir sobre un cadáver.

—Debemos evaluar los daños —susurré observando como las guerreras de Eneth pasaban a cuchillo a sus enemigos sin importarles que se encontraran de rodillas. Tal vez, Casandra había repetido mi orden a Eneth. Bien, porque en ese momento no me importaba la misericordia.

Avanzamos hasta el pueblo. La lluvia había amainado y las brasas crepitaban tristemente contra las gotas de agua que las apagaban. Los idiotas de Luthier habían tratado de incendiar el pueblo en plena tormenta. Observé algunas manchas de aceite en los charcos de agua. Había que reconocer que al menos lo habían intentado. El aceite podía mantener las llamas, pero poco podía hacer contra una tormenta.

—Apenas nos avisó ayer —escuché decir a una anciana decrépita quien, con el delantal manchado de innumerables sustancias, venía corriendo hacia mí alzando un dedo acusador. Pronto, los demás sobrevivientes del pueblo me señalaban y acusaban.

—¿Acaso son idiotas? —rugió Eneth—. La reina murió hace dos semanas. Nos enteramos el día de ayer, Luthier solo fue más rápido preparando su ataque que ustedes manteniendo sus defensas. No culpen al ejército de su propia imbecilidad.

—Eneth —susurré—. Está bien, solo están desesperados.

No deseaba enemistarme con el pueblo, su ayuda y apoyo era fundamental. Las granjas ya no nos apoyaban con suministros y aunque nadie se atrevía a explicar por qué, en el pueblo no se negaban a vender aquello que necesitáramos.

—No puedes permitir que te insulten así. Da la orden y capturaré a tres para dar un ejemplo aquí mismo —rugió aferrando el látigo que colgaba de la silla de su caballo.

Clavé la mirada en la multitud. Habían guardado silencio y se miraban entre sí con una mezcla de pena y terror ¿Sería justo exigir el respeto de esa forma? Ya habían perdido demasiado hoy.

—No, Eneth. Que esto sea una lección. No esperen a que el ejército de la voz de alerta para prepararse. Viven en una frontera ¡Con el enemigo! Estar preparados es su responsabilidad —declaré con firmeza. Mis palabras eran la verdad, pero en mi corazón aún pesaban las acusaciones. En el fondo, sabía que debíamos ser capaces de defenderlos por completo, evitar que perdieran familiares entre la primavera y el otoño.

—¡La tuya es protegernos!

El látigo de Eneth restalló en el aire y se enredó en el cuello del hombre que había hablado. De un tirón lo llevó de rodillas al suelo. Suspiré y asentí, en ocasiones, las masas no entendían las ideas de otra forma. Eneth sonrió con sadismo y de un brinco bajó de su caballo. Podía jurar que aquel hombre se había hecho encima del terror.

—Tú servirás para explicar una idea muy sencilla —bramó Eneth—. Si, el ejército los protege, pero ustedes deben hacer nuestra tarea más fácil, no entregarse como blancos absurdos.
Eneth hizo justicia con eficiente y cruel rapidez. Aquel hombre se sumaría a la lista de heridos que había dejado la noche.

—Traeremos a los heridos a la posada, por favor, Denise, retira las mesas y las sillas —ordené a enjuta y temblorosa mujer—. Es el único lugar para resguardarlos a todos.

Denise asintió y se dirigió a su posada seguida de dos guerreras. Ellas la ayudarían a organizarlo todo. Sabía que Ileana y Korina ya se encontraban en el campo de batalla, ellas nunca esperaban a que terminara el combate para actuar y gracias a su valentía, salvaban muchas vidas.

Permanecí en el pueblo hasta que la última de las heridas fue trasladada a la posada. Eneth y sus guerreras realizaban rondas y ayudaban a controlar los incendios que aún no habían sido sofocados. Nos encontrábamos en el momento más agotador de una batalla, su final.

—Deberías ir a descansar —aconsejó Anthea al verme cabecear sobre Huracán.

—No podré dormir, Anthea. —Solté las riendas y observé mis manos temblar. En ese estado y pese al agotamiento, no podría pegar ojo.

—Pide algo a las curanderas.

—Iré a dar un paseo, dile a Eneth que se queda a cargo, pero que tú darás las órdenes a mi ejército.

Anthea se irguió en su asiento y aceptó, aquellas eran tareas de una subcomandante, puesto que algún día desempeñaría.

Dirigí a Huracán hacia las granjas exteriores. Aquí y allá se apagaban incendios y se hacían reparaciones rápidas. La granja de Kaira por suerte, se encontraba alejada de la ciudad y del camino del ejército.

Pero nunca se podía estar demasiado segura.

Espoleé mi caballo y lo dirigí hacia la granja. En la distancia y bajo la suave luz grisácea del amanecer, se veía intacta. El alivio casi me tiró del caballo. Recorrí los últimos metros con un trote suave, como si nos atrajera un misterioso imán.

Bajé de Huracán y trastabillé. Debía llamar y comprobar que todo estuviera bien. Con una mano en el mango de mi hacha, toqué suavemente. Escuché suaves ruidos en el interior y una cortina revoloteó detrás de las rendijas de las ventanas.

—¿Anteia? —Airlia abrió la puerta con cautela. En su diestra portaba su espada. Detrás de ella se encontraba Demian, con los ojos desorbitados, tal vez mi aspecto no era el mejor.

—¿Están todos bien? —inquirí sujetándome del dintel.

—Claro, apagamos todas las luces al escuchar la conmoción y ver el fuego. Nos encerramos en la habitación trasera y escondimos a Axelia en el armario —explicó Airlia de carrerilla.

—Señorita, llevaré a Huracán al establo. Estará seco y cálido —intervino Demian apartando a Airlia de la puerta por sus prisas para atender a mi corcel.

—¿Airlia? ¿Quién llama a estas horas? —y ahí estaba, su voz, como un bálsamo para mi atribulada alma. Airlia debió interpretar algo en mi mirada, pues se apartó de la puerta y permitió que pudiera ver hacia el interior.

Kaira se encontraba al final del pasillo. Vestía un par de pantalones y una camiseta holgada. En su cinto llevaba una sencilla daga. Su expresión pasó de fiereza y curiosidad a una de sorpresa y horror al verme.

—¡Anteia! Por todos los cielos —apartó a Airlia de un empujón y tiró de mí hacia el interior de la casa— ¿Cómo es que no la hiciste pasar? Se estaba empapando con la lluvia —reprochó a una sonriente Airlia.

—No molesta, no quería manchar tu hogar de sangre —expliqué tratando de no perderme en sus ojos.

—¡Sangre! —exclamó como si no lo hubiera notado. Con dedos frenéticos tiró de mí hacia el cálido interior y palpó mi armadura, buscando algún resquicio, alguna indicación que le revelara mi estado.

—Kaira —sujeté sus manos antes que terminara manchada—. No es mía, es de ellos. Estoy bien. Solo vine para saber si estabas bien y ahora que lo sé, por fin siento que todo está en orden otra vez —confesé rodeándola con mis brazos.

—Tenía mucho miedo, Anteia —admitió—. Te juro que pude escucharlo, sobre el viento y la lluvia. Gritaba por mí, amenazando —dijo entre sollozos

—Yo no escuché nada, comandante —se apresuró a explicar Airlia.

—¡No estoy loca! Lo escuché, paseando fuera, gritando entre esta granja y la otra. Repiqueteado su espada en las rocas. —Tembló en mis brazos.

—No permitiré que se acerque a ti de nuevo —susurré contra su cabello—. Si Eudor estuvo aquí, lo pagará con su vida, Kaira.

No podía creer lo que estaba escuchando. mientras combatía a uno de los ejércitos más numerosos que habían cruzado la frontera, Eudor se las había arreglado para ir de granja en granja gritando amenazas ¿podía ser acaso más inútil?

—Anteia, ¿qué sucede?

No me di cuenta de mis sollozos o del temblor de mi cuerpo. Solo de la repentina debilidad que invadió mis huesos y obligó a Kaira a sujetar mi peso por completo.

—Lamento haber permitido que se acercara tanto a ti, Kaira —susurré completamente derrotada.

—Tenías una ciudad que defender.

—Ni eso pude hacer bien —admití.

—Comandante, yo no escuché nada —repitió Airlia, quizás con el afán de quitar peso de mis hombros—. Demian tampoco.

—Juro que estaba ahí, con su voz profunda y rasposa, gritando y golpeando ventanas —tartamudeó Kaira.

—Aunque suene dramático, es mejor asumir que estuvo aquí, así podremos tomar las medidas necesarias para protegerte —acepté. Acuné su rostro entre mis manos y aparté las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—¿Tú tampoco me crees? —inquirió con pena.

—Claro que sí —afirmé sin soltar mis brazos de su cuerpo. Era como hubieran estado esperando este momento desde el inicio de los tiempos. La pena que ahogaba mi pecho se hacía minúscula a su lado.

—Eso, eso me alegra, aunque suene extraño —sonrió levemente y bajó la mirada, luego frunció el ceño y clavó sus ojos en los míos— ¿Qué es esto?

Sus dedos se deslizaron por la parte inferior de mi armadura, deteniéndose en una abolladura particularmente violenta, en ciertas partes, los bordes se encontraban rotos. Estuve tentada advertirle que tuviera cuidado, pues podía cortarse.

—Hay sangre —señaló.

—Estoy cubierta en ella, ya te dije que no es mía —me aparté levemente para no ensuciarla, aunque dada nuestra cercanía anterior, era un movimiento infructuoso. Sus dedos, sin embargo, se las arreglaron para continuar explorando, rozando piel y carne, carne viva.

No pude contener un quejido y aparté su mano de un tirón ¿Cuándo había ocurrido eso?

—Es tuya, oh, es tuya —jadeó tratando de contenerse. En sus ojos podía ver la lucha interna que libraba y eso solo partía mi corazón.

—Un rasguño, no lo sentía hasta que lo tocaste —tropecé sobre mis pies. El mundo empezó a girar y una molestia sorda se dejó sentir en mi cuerpo.

—Comandante, no se preocupe, estará bien. —Airlia se acercó y con presteza empezó a liberar mi armadura. Sus manos habituadas a mantener la calma en este tipo de situaciones me guiaron hacia una habitación.

—¿Kaira? —llamé, no sabía muy bien que decir. No quería provocar problemas en su casa.

—Está en la sala, Demian se encargará de ella. No se preocupe. —Las manos presurosas de Airlia trabajaban rápido, retirando la camisa empapada y tanteando la piel aquí y allá.

No preocuparse, era más fácil decirlo que hacerlo.

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