Soledad
La hierba crujía bajo mis pies a casa paso. Sentía mi cuerpo carente de peso, de forma, pero no en el buen sentido. Era como si todo lo que me conectara con la tierra hubiera desaparecido. En el centro de mi cuerpo se encontraba un agudo vacío, un espacio del cual nunca fui consciente hasta ese momento.
—Comandante, si me lo permite, quisiera disculparme—dediqué una mirada sorprendida a Airlia. Había olvidado por completo que Kaira también la había echado de la casa—. Juzgué sus planes con soberbia, pero las acciones que tomó hoy me demostraron que sirvo a una de las mejores comandantes que este reino podría tener.
—Airlia, eso no es cierto. Me limité a evitar una masacre sin precedentes, a dejar decenas de hogares sin familia—y, por si fuera poco, me las arreglé para perder la única luz que despertaba mi atención y mi amor en todo el ancho mundo, mascullé para mí.
—Y, sin embargo, se las arregló para hacer llegar una gran lección al pueblo. No debe juzgarse, ninguna otra comandante habría sido tan benevolente y a la vez, tan severa. Logró alcanzar un equilibrio nunca antes visto.
Sacudí la cabeza en negativa y continué caminando. Mi paso vigoroso provocaba algunas molestas punzadas en mis lesiones, aun no sanaban del todo, necesitaban más tiempo. Eran una verdadera molestia, pero por Kaira volvería a enfrentarme a ese monstruo mil veces.
Monstruo que ella no había tenido reparos en comparar conmigo ¿Acaso había levantado mi mano contra ella? Rechiné los dientes, lo que había hecho lo hice por ella y por Axelia, para que estuvieran a salvo, felices y seguras, lejos de cualquier peligro. Quizás, separadas de mi estarían aún mejor, tal vez mi plan había resultado mejor de lo esperado.
—Cuando terminé todo con Dasha pasé unos días terribles—dijo Airlia, quien al parecer no podía caminar en silencio—. No paraba de preguntarme si era lo mejor, aún lo dudo—sonrió—. Pero cuando la duda es parte de esas decisiones, quizás es porque debamos dar un paso atrás y juzgar los eventos.
—Yo no debo juzgar nada—mascullé.
—No, usted no, pero Kaira sí.
—Ese es un tema personal—gruñí. En alguna parte de mi cuerpo la sangre hervía, amenazando con salir despedida a través de mis oídos.
—Lo siento.
Por suerte alcanzamos el campamento antes que a Airlia se le ocurriera iniciar otra desafortunada conversación. La envié a dormir con las reclutas en su improvisado campamento. La joven volvía a ser de nuevo, una recluta de la frontera. Con un poco de suerte retomaríamos el ritmo normal, las guerreras experimentadas debíamos concentrarnos en entrenar a las novatas, debían estar preparadas para lo que enfrentarían al llegar el invierno y aunque para la fecha habían enfrentado más dificultades que otras cohortes de reclutas, aun les faltaba mucho camino por recorrer.
Mis pies me llevaron a la enfermería, donde Ileana y Korina estaban ocupadas seleccionando algunas hierbas secas en la mesa del fondo. Al verme llegar saludaron con solemnidad y regresaron a sus labores en silencio.
—Si no fuera porque estás caminando diría que te has decapitado a ti misma con el mandoble—bromeó Cyrenne desde su cama. Su semblante ya no era tan pálido, estaba sentada con ayuda de un par de almohadas extras y frente a ella una pequeña mesa de cama. Luchaba para comer por su cuenta. Sus brazos temblaban al sostener los cubiertos, pero ella se esforzaba sin tregua. Cortaba cada trozo de carne con alevosía y lo llevaba a su boca entre gruñidos.
—No deberías esforzarte tanto—susurré mientras tomaba asiento a su lado.
—Es lo único que esas dos ancianas me permiten hacer—bufó y apuntó a Ileana y a Korina con su cuchillo.
—Y seguirás así por un buen tiempo—gruñeron al unísono.
No pude evitar sonreír al ver su interacción, esas tres tenían una relación algo tensa, especialmente por la terquedad innata de Cyrenne y la preocupación casi obsesiva de Ileana por mantener a salvo a sus pacientes. Korina por supuesto, apoyaba a su mujer.
—Y tú, tienes algo que contarme—acusó—. Esa cara me dice que pasa algo que va más allá de las cabezas que hiciste rodar—llenó su jarra con vino fresco y la tendió en mi dirección—. Recuerdas nuestro acuerdo ¿Verdad?
—Un vaso por cada decapitado—recité girando el líquido en el interior del jarro sin derramarlo. El oscuro color me recordó la sangre derramada y apuré el trago para ahogar las arcadas que amenazaban mi estómago vacío.
—Eso es—me animó Cyrenne, quien paciente esperó a que vaciara el vaso para servir un segundo—. Hazlo a la salud de esos asquerosos traidores y a la tuya, por su culpa has manchado tus manos de sangre.
Observé mis guantes manchados, un asco irreconciliable se apoderó de mí y tiré de ellos por los dedos. El broche que los ajustaba a mi muñeca me impedía liberar mis manos de la prueba de mi delito y la razón detrás del rechazo de Kaira. Había cumplido con mi deber y el precio había sido mi corazón y la paz de mi alma.
—Comandante, tómelo con calma—las firmes manos de Korina liberaron los broches de mis guanteletes. En un instante logré deshacerme de ellos y tirarlos hacia los pies de una cama.
—Toma un poco más—Ileana empujó el vaso de Cyrenne en mis manos. El vino salpicó mi peto y deslizó sobre la sangre seca que lo manchaba. Ignoré aquello mientras tomaba sin respirar, dispuesta a ver el fondo del vaso, a olvidar todo lo que había sentido y vivido en ese día.
Como si leyera mentes, Ileana empezó a liberar los broches que ataban mi peto. Antes que hubiera terminado el segundo vaso, me encontraba libre de esa presión de cuero y metal. La vi llevar el peto y los guantes a la guardia que vigilaba la entrada de la enfermería y entregárselos. De seguro, serían lavados y acondicionados y los encontraría en mi habitación como nuevos.
Korina me sirvió un tercer vaso y me pidió que lo bebiera con lentitud. Sus dedos sujetaban mi muñeca izquierda, sintiendo los ecos de mi corazón.
—Debe tomarlo con calma, comandante—indicó.
—Solo trae más vino—bufó Cyrenne empujando la botella vacía en manos de la joven doctora—. Es todo lo que necesita.
Korina frunció el entrecejo y compartió una mirada de duda con Ileana, sin embargo, esta solo se encogió de hombros y negó con la cabeza. Aquel gesto aceptaba sin chistar las órdenes de mi segunda.
Bebí aquel tercer vaso con lentitud, saboreando el dulce sabor de la uva y el enervante picor del alcohol. Sentía mi cabeza agradablemente adormilada, como si poco a poco dejara de sentir, de dar vueltas sobre algo que ya no tenía remedio.
—Me echó de su casa—dije por fin. Un cuarto vaso de vino descansaba sobre mi mano. Mi reflejo me regresaba la mirada y no podía creer que me viera tan derrotada y agotada. Era una suerte que a esa hora nadie ingresara a la enfermería. Ileana y Korina habían desaparecido rumbo a su habitación, la primera había tirado del brazo de su aprendiz, después de todo, ella tenía mucha más experiencia en este tipo de situaciones. Sabía que no había nada más que hacer. Una idea con la que yo misma debería hacer la paz.
—¿Kaira? ¿Hablamos de la misma Kaira? —Cyrenne inclinó un vaso de vino sobre sus labios. Su ojo brillaba curioso, pero su frente estaba arrugada a causa de la duda y la rabia que aquella noticia provocaba en ella.
—La entiendo, yo tampoco desearía que mi novia me apresara y obligara a observar varias decapitaciones durante la noche. Maldita sea—jadeé sintiendo una punzada amarga en mi garganta—. Vaya espectáculo, ni siquiera la había invitado a pasear a la luz de la luna, pero ¡Oh sí! ¿A ver rodar cabezas? ¡Sin problema!
Sentí como el peso aumentaba en mi vaso vacío, Cyrenne servía el vino con un brillo pícaro en su faz.
—Vamos, te ayudará a olvidar todo esto—animó.
Di un sorbo y permití que apagara el ardor insoportable de mi garganta. Era a lo único que podía aspirar, porque el agujero en mi pecho era imposible de llenar.
—Kaira comprenderá con el tiempo—empezó Cyrenne—. Lo hiciste para protegerla y tiene que entenderlo—sentenció—. Justo ahora debe estar sorprendida, agobiada. La conoces mejor que nadie y deberías saberlo—entrelazó sus dedos con los míos y dio un suave apretón.
—Lo dudo, me comparó con Eudor—escupí.
—Eso fue bajo—admitió Cyrenne—. De seguro Eudor pasaba el rato decapitando sirvientes.
—Sí, lo hacía. Impuestos, robos pequeños, cosas que aquí no pasarían de una multa.
—O de azotes en el centro del pueblo—comentó Cyrenne—. La violencia está presente en todos lados, Kaira no puede aspirar a encontrar un lugar perfectamente pacífico, así no funciona la vida.
—Se suponía que podía encontrarlo en su hogar y le fallé.
—Has salvado su vida, eso es un gran regalo a mi parecer—Cyrenne sirvió un nuevo vaso para sí y lo vació de un trago—. Vamos, debes olvidar todo esto. Sácala de tu mente, tienes otras responsabilidades y hay muchas otras chicas en este lugar que estarían encantadas de ir colgadas de tu brazo.
—No quiero a nadie más—bufé exasperada.
—Entonces iré a hablar con ella cuando mi estúpido pie se recupere—señaló su pie vendado—. Y tendrá que escucharme.
Muy a mi pensar, una pequeña risa escapó a mi control. El apoyo de Cyrenne se sentía genuino, sincero. Ella estaba dispuesta a todo por verme feliz y ese sentimiento era reconfortante, llenaba de calidez mi pecho y llevaba mi cabeza a dar vueltas.
O tal vez era el vino que no paraba de servir en mi jarra.
No importaba cual fuera la razón, me sentía mejor y aunque el agujero en mi pecho no había desaparecido y me sentía como un cascarón vacío, podía sonreír levemente, quizás con amargura, quizás impulsada por el alcohol en mis venas, pero una sonrisa era una sonrisa. Una pequeña luz en toda la oscuridad.
Desperté al día siguiente en la cama contigua a la de Cyrenne. No sabía cómo había llegado hasta ahí, solo sentía el viento fresco agitar mi cabello contra mi frente, aliviando el sopor que provocaba en mí el alcohol que supuraban mis poros.
—No estoy segura de apoyar esa tradición que comparten ustedes dos—dijo Ileana en un susurro. Le agradecí el tacto, incluso el sonido más suave destrozaba mi cabeza. Solo quería quedarme en cama y no levantarme durante toda la eternidad—. Pero entiendo lo difícil que es llevar a cabo lo que hizo—tomó mi mano y dejó en ella un vaso, que, por el peso, seguramente estaba lleno de uno de sus potingues—. Bébalo, se sentirá mejor.
Me incorporé lentamente, quien quiera que hubiera preparado ese vino, seguro lo había envenenado. No recordaba haberme sentido tan mal luego de tomar con Cyrenne. Oh, como la envidiaba, dormía a pierna suelta y en sus facciones no se reflejaba ningún malestar.
Incliné, con aprehensión, el vaso sobre mis labios. Para mi sorpresa, solo era jugo de limón y naranja, muy dulce y fresco. Lo bebí a tragos, como si mi cuerpo fuera el más árido de los desiertos.
—Traeré un poco más—dijo Ileana cuando le devolví el vaso—. No puede estar en cama a causa de una resaca, comandante.
Y tras dos vasos más de jugo, pude por fin abandonar la cama. Mi cuerpo aún estaba pesado y un dolor sordo en el pecho me recordaba constantemente el rechazo de Kaira. No había nada que pudiera hacer para remediarlo, tendría que vivir con él hasta que no fuera más que un recuerdo, débil, con poder sobre mí solo en mis horas más oscuras.
Huracán me esperaba ensillado en el establo. A su lado Anthea se distraía mirando entre el cielo de un imposible azul y los esfuerzos de las reclutas que apenas aprendían a andar a caballo. Muchas ni siquiera habían tocado uno, era un animal muy costoso que solo podían permitirse las nobles, algunos comerciantes y el ejército; pero en la frontera, era absolutamente necesario que todas pudieran montar. Todas debían poder formar parte de la caballería si era necesario.
—Comandante—saludó Anthea—. He terminado todas las actas de defunción y las copias de las sentencias para las familias de los reos—me tendió un atado de pergaminos—. No sabía si enviarlos con alguna chica de correos o si usted prefería entregarlo casa por casa. También me tomé la libertad de redactar un informe a la reina y adjuntar copias de las actas, están sobre su escritorio, tan pronto los firme y selle serán enviados a palacio.
—Muchas gracias, Anthea, me temo que he sido una carga para ti. Ese es mi trabajo.
—Para nada, comandante—sonrió de tal manera que la cicatriz que cruzaba su ojo se arrugó de forma curiosa—. Entiendo lo difícil que fue para usted diezmar al pueblo de esa forma.
—Los llevaré yo misma—tomé los pergaminos y los organicé en las alforjas de Huracán. Luego, le ofrecí un par de puñados de avena. Comió gustoso de mi mano y dio un suave golpe con su morro a mi hombro. Tenía su manera particular de animarme.
Sin meditarlo mucho, subí a Huracán y ajusté mis pies en los estribos. Se sentía bien tener el control de algo en mis manos. Aun si era un animal.
—Comandante No pensará ir así, ¿verdad? —Anthea señaló mi camiseta arrugada y manchada de vino. Negué con la cabeza ante mi idiotez y busqué en las alforjas una camisa limpia, siempre llevaba una conmigo, al menos, cuando recordaba organizar las alforjas.
Cambié mi camiseta, me sentía mejor, sin el tufo a alcohol y sudor que desprendía la primera. Era como si la frescura de la primavera se hubiera adherido a mi piel.
—Comandante ¿No llevará su armadura? —esta vez Anthea terminó de expresar sus dudas con valor. Al parecer creía que indagar sobre mis ropajes era alguna falta a mi autoridad—. Ni siquiera lleva escolta. Si me espera, puedo organizar un grupo.
—Todo está bien, Anthea, una armadura o un séquito no me salvarán de mi destino—palmeé mi espada—. Si algo ocurre, me aseguraré de llevarme a unos cuantos conmigo.
Tiré de las riendas de Huracán y lo hice girar a la derecha, abandoné el establo y me dirigí a las puertas cerradas del campamento. Al verme cabalgar a toda velocidad, las guardias no tuvieron otra opción más que abrir las puertas y dejarme marchar. Nadie quería llevar sobre sus hombros el accidente de una comandante, ni siquiera una tan odiada como yo.
El viento fresco golpeaba contra mi rostro y se colaba por el cuello y mangas de mi camina, haciéndola ondear con fuerza. Aún era temprano y se podía sentir el frescor de la mañana, pero pronto, el verano golpearía con fuerza, y el calor se haría insoportable. Acuchillaría la piel al cabalgar, al entrenar e incluso, al descansar por las noches.
La tela de mis pantalones también aleteaba al contacto con el viento. El sonido rítmico que provocaba ensordecía mis pensamientos, los cuales ya estaban embotados a causa de la velocidad que llevaba. Huracán era un poderoso corcel de guerra, fuerte, habituado a morder, patear y no temer a las espadas, era grande y musculoso, pero no por ello era lento. Su carrera era firme, segura, el ritmo de sus patas fuerte y certero. Acompañar sus movimientos con mi cuerpo era natural y, sin embargo, representaba un alivio al agujero de mi alma.
Las primeras granjas recibieron los pergaminos sin problemas, muchos tenían los ojos llorosos o inyectados en sangre. Otras, estaban completamente vacías, pues ambos dueños habían sido decapitados como reos de traición. Debía asignarlas pronto a alguna refugiada o algún valiente de Erasti que decidiera acudir a buscar fama y fortuna en la frontera.
Nadie se atrevía a mirarme de forma hostil. Ni siquiera los familiares de los reos. Habían aceptado que era el destino merecido por aquellos que se atrevían a vender su tierra por oro de Luthier. Era una deshonra a la familia y difícilmente protestarían.
Si, llevar mi armadura solo habría sido incómodo y nada útil. Los días que seguían a una decapitación, eran los más tranquilos, como si todos fueran conscientes de su humanidad, de sus errores y de la mortalidad de sus cuerpos.
También se incrementaba la fe de quienes en el año ni siquiera habían acudido con las sacerdotisas a entregar su aporte para la Madre Tierra. Nuestra religión era muy liberal, pues solo existían ritos para los pasajes importantes de la vida.
Sin embargo, aún existían prácticas arcaicas, muchas solo practicadas por las sacerdotisas.
Por eso no me sorprendí al ver a algunos pueblerinos regando el árbol de su hogar, todos tenían uno y si el espacio no era suficiente, echaban mano del árbol más cercano. Era una práctica para pedir favores a la tierra, vida, salud. Suspiré, el río pronto estaría concurrido, no solo por el calor, sino por aquellos que desearían purificarse en sus aguas. Tendría que esperar para bañarme al aire libre en paz, probablemente, a inicios del otoño estarían disponibles y solitarias sus aguas, quizás no tan cálidas, pero igual de relajantes.
Sonreí, según las sacerdotisas aquellas prácticas veraniegas carecían de sentido. El ritual no era efectivo si no lo hacías en pleno invierno. No por algún sádico afán de la naturaleza o nuestras creencias, sino porque tenía más sentido lavar los errores de todo el año el último mes de este y porque el agua fría era un recordatorio fúnebre de los brazos de la muerte, aquellos que te rodearían para jamás soltarte si no llevabas tu vida en paz, honor y virtud.
Observé el río serpentear detrás de unos árboles frondosos. Ya se escuchaban algunas risas y chapoteos, seguro eran los niños del pueblo, aquellos que aún tenían padres, y que disfrutaban con dulce inocencia, de las delicias del agua. Su único error era faltar a la escuela ese día, era lo único que debían lavar, un pecado sin importancia. Observé mis manos, los míos eran más graves, tendría que esperar al invierno para lavar mis pecados, las manchas de sangre que como lepra cubrían mi piel sin importar cuanto la lavara.
Di la vuelta a mi caballo y me alejé del río, hacia el este. La casa de Kaira resaltaba sobre el horizonte, justo a mi izquierda. Un leve tirón de las riendas y Huracán me llevaría hasta ella. En algún rincón apartado de mi mente sabía que sus manos serían las únicas capaces de borrar la sangre que marcaba mi alma, que sus besos borrarían las heridas que los errores habían dejado en mi piel, pero ya eso no era posible y la carga debía ser únicamente mía.
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