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Responsabilidades

En ese momento el campamento no era un hogar para mí. Sabía que me aguardaba un informe detallado de las confesiones de Adrastos y que probablemente debería encargarme de su muerte, o en el caso de que hubiera sobrevivido a las manos de Cyrenne, su entrega a Luthier.

Hice crujir mi espalda al bajar de mi caballo y ordené a la guardia del establo que le brindara atenciones extras. Huracán había soportado junto a mí, una noche terrible. Merecía descansar y ser tratado con mimo.

—Ha hablado—informó Cyrenne nada más verme llegar. Su paso rápido y ansioso y las manos llenas de sangre me revelaron que apenas había terminado con Adrastos.

—Sabía que podía contar contigo—admití con un tono sombrío. No detuve mi caminar, necesitaba llegar a la oficina en el centro del campamento, estar lejos de ojos curiosos cuando me dieran la noticia.

Cerré la puerta a mis espaldas y el calor de la estancia me robó la poca energía que me quedaba. Tuve que sostenerme del respaldo de una de las sillas que rodeaban la gran mesa de reuniones.

—Un día de estos caerás así sobre la punta de una espada—bufó Cyrenne.

—Solo confirma mis temores ¿Quieres? —espeté apoyándome en el escritorio. Cyrenne torció el gesto ante mi tono, sabía que mi temperamento era corto cuando la situación era extremadamente grave.

—Lo siento, comandante—adoptó una postura firme, sabía que lo hacía para molestarme, que odiaba las formalidades de mi cargo cuando venían de ella. Sin embargo, no tenía energías para recordárselo—. El prisionero habló. Confirmó la traición de Nurses y su relación con el secuestro de Gaseli. Lamentablemente desconoce los nombres de aquellos implicados en sacarla del reino—apretó los puños con fuerza—. Hice mi mejor esfuerzo para sacarle información, pero parece que de verdad desconoce los nombres de quienes apoyaron este atentado.

—Entonces, ¿Esta fuera del reino? —presioné con mis manos la madera de la mesa hasta que sentí mis nudillos crujir. No deseaba escuchar la verdad, comprender que había fallado estrepitosamente en mi puesto como comandante.

—Lo confirmó, al parecer Luthier esperaba desestabilizar nuestro reino al eliminar a las herederas. Planeaban asesinar a Senka, pero por gracia del destino y sus impulsos juveniles, solo lograron acuchillar su almohada. El secuestrador no era un guerrero—Cyrenne abandonó su expresión formal y serena y dio un par de pasos en mi dirección—. Anteia, esto no es tu culpa. Solo el cielo sabe lo mucho que te esforzaste vigilando el territorio que nos separa de Luthier.

—Cyrenne, basta—pedí con firmeza—. Es mi responsabilidad y no puedo escapar de ella. Por favor, ordena que preparen un caballo para el mediodía, partiré a palacio, nuestras reinas merecen conocer la verdad. Solo yo puedo confesar mi culpa.

Cyrenne asintió, sabía que no era sabio decir nada más. Su mirada encendida habló por ella. Me transmitió su apoyo y lo mucho que creía en mi inocencia y mi capacidad como comandante. Sin embargo, yo no me dejaría engañar. Había fallado estrepitosamente y lo menos que podía hacer era confesar mi culpa ante las reinas.

Me dirigí a mi habitación y empaqué algunas pertenencias, particularmente ropa de invierno. No era sensato viajar en esta época del año, pero la urgencia del caso lo ameritaba. Me permití tomar asiento en mi cama por unos instantes, mis ojos se cerraban por su cuenta debido al cansancio, a pesar de ello, mi alma se negaba a descansar.

Monté sobre el caballo sintiendo la preocupada mirada de mis guerreras sobre mi espalda. Suspiré, ese era uno de los aspectos negativos de ser comandante, la constante preocupación de los subordinados.

—Todo está en orden—anuncié, aunque pocas me creyeron—. Cyrenne queda a cargo, obedézcanla en todo.

Murmullos de aceptación llegaron a mis oídos y fueron suficientemente convincentes como para impulsarme a espolear el caballo y partir a todo galope. Si me daba prisa, alcanzaría la tercera muralla al anochecer. No era sabio acampar en estos parajes solitarios en la oscuridad de una noche de invierno.

Lo que vaticinaba como un viaje solitario y de auto contemplación, se convirtió en una travesía llena de compañía. Particularmente algunas jinetes del servicio de correos, quienes, aliviadas de verse acompañada por la comandante misma, se atrevían a realizar un viaje en invierno. Si tan solo conocieran mis errores, mi ignorancia y mis debilidades, ni siquiera pensarían en viajar a mi lado.

Tenía que admitir que junto a ellas el viaje era más llevadero. Entre cuentos de camino y dudas sobre el servicio en la frontera, algunas querían animar a sus hijas a convertirse en heroínas reconocidas en el reino, el tiempo pasó volando, inexorable e indetenible. Pronto me encontré frente a la primera muralla y cruzando las calles adoquinadas de la ciudad central. Aquí, las comodidades brillaban en cada esquina, no como en mi tierra natal, asediada por los ataques de Luthier hasta que la cuarta muralla inició su construcción.

No tenía acceso a baños públicos, el agua caliente era un gran lujo y si teníamos reservas para el invierno, podíamos considerarnos afortunadas. Las reinas siempre eran consideradas y proveían para el pueblo, pero en ocasiones, no era suficiente. El hambre era un sentimiento común en los meses más fríos del año.

Aquella dura vida nos dio una gran ventaja a la hora de servir en el ejército. El odio hacia los guerreros de Luthier, la zozobra que causaba su presencia y la vida al aire libre nos habían endurecido y preparado para el arduo entrenamiento que debía soportar toda mujer que deseara considerarse digna de portar el uniforme de la frontera.

Acaricié mi capa oscura al llegar al palacio. Mi viaje tal vez terminaría aquí. Con mi cabeza rodando por las escalinatas que llevaban a la entrada principal. No podía quejarme, si ese iba a ser mi castigo, era bien merecido. Había perdido a la heredera de Calixtho.

Una guardia del palacio solicitó los motivos de mi visita y una segunda se hizo cargo de mi caballo. Pronto, fui escoltada al interior del magnífico edificio, en cualquiera otra circunstancia, lo habría detallado mejor.

Me hicieron detener frente a las puertas del gran salón del palacio y me dejaron sola ante ellas, contemplando su rico grabado.

A pesar del paso de los minutos, las increíbles puertas de roble permanecían cerradas ante mí. El nerviosismo se instaló por primera vez en mi estómago. A ambos lados dos guardianas me miraban con severidad, analizando cada uno de mis movimientos. No se veían impresionadas por mi uniforme ni por mi broche de comandante. Ellas solo tenían un deber y era proteger a la reina y a la princesa a cualquier costo. Casi nada podía asustar a esas fieles guerreras.

—Déjenla pasar—ordenó Appell desde el interior del salón. Mi estómago dio un vuelco al escucharla, era hora de enfrentar mi destino.

Las guerreras abrieron las puertas del salón, dándome paso a un espacio finamente decorado en mármol y oro, con hermosos frescos decorando las paredes.

—Sus majestades—saludé con una reverencia, antes de inclinarme, me permití observar la escena frente a mí.

La reina consorte, Appell, se encontraba a la izquierda de la reina Katiana. Junto a su madre de sangre, se encontraba Senka, pálida, ojerosa y con un brillo asesino en la mirada que ninguna joven de su edad debería lucir. Junto a la reina Appell se encontraba la mejor amiga de Senka, Vanja, una chica muy particular.

—No tenemos tiempo para formalidades, Anteia ¿Qué te ha traído hasta aquí? —espetó Appell desde su trono— ¿Qué es tan importante como para traerte hasta aquí y dejar tu puesto en la frontera?

—Sus majestades, lo que vengo a comunicar no puede ser confiado a alguna mensajera o a mi segunda. No cuando es mi entera responsabilidad y debo dar la cara a mi destino—respondí con entereza.

—Oh por todos los cielos, habla—espetó Senka visiblemente estresada e ignorando oportunamente las miradas de reproche de sus madres— ¿Has descubierto algo sobre mi hermana? —inquirió.

—¡Senka! Muestra algo de respeto. Ella es una superior—exclamó Katiana con un tono de reproche tan poderoso que incluso yo me sentí cohibida.

—Y yo soy la princesa—canturreó la joven con altivez. Decidí intervenir antes que las cosas se salieran de control.

—Me temo, mis reinas, que las noticias que traigo no son alentadoras—inspiré profundamente, esquivé la mirada de la reina Katiana y me concentré en Appell. De no hacerlo, sería incapaz de dar una noticia tan terrible—. Hace dos semanas capturamos a un soldado enemigo, Adrastos era su nombre. Lo obligamos a hablar.

—¿Qué dijo? —inquirió Appell con premura, lista para dar las órdenes necesarias e ir en busca de su hija.

—Lo siento mucho, majestades, pero Gaseli se encuentra en tierras enemigas—me dejé caer de rodillas frente a ellas e incliné la cabeza. Poco podía hacer ahora, mi destino estaba en sus manos—. Adrastos confirmó que Gaseli está en tierras de Luthier, que llegó a ellas bajo nuestra guardia.

—No puede ser—susurró Katiana casi al borde de la angustia—. Tiene que estar mintiendo.

—Tenemos nuestros métodos, no podría mentirnos sin que lo sepamos.

—Se llevaron a mi hermana. Se la llevaron bajo tu guardia—chilló Senka. Sus palabras penetraron en mi pecho con la fuerza de una lanza.

—Asumo toda la responsabilidad. Era mi deber patrullar nuestra frontera con Luthier y fallé.

Un fuerte impacto me hizo girar el rostro y caer de lleno sobre el suelo. En instantes, una patada cayó sobre mi estómago, certera y feroz.

—¡Solo tenías que impedir que mi hermana fuera sacada del reino!

La joven princesa cayó sobre mí, con toda la fuerza de su furia y su juventud. Pude haberme defendido fácilmente de su ataque lleno de desesperación y dolor, pero no habría sido justo, ni para ella, ni para mi conciencia.

Dos pares de manos apartaron a Senka de mi cuerpo. Pude reconocer el rostro entristecido de Appell, quien, a pesar de haber perdido a una hija, tenía la entereza suficiente para mantener el control de Senka.

—Suéltame, madre. Quiero su cabeza ¡Quiero la cabeza de quien perdió a mi hermana! —exigió con el tono petulante de un niño y la gravedad de una orden real.

—Si eso disponen las reinas, la tendrás—acepté regresando a mi posición anterior.

—Mi hija, mi pobre pequeña—sollozaba Katiana desde el trono. La pena había provocado que se deslizara hasta el suelo, donde abrazaba sus piernas y escondía el rostro sobre ellas, balanceándose al ritmo de su llanto.

Appell suspiró y se acercó a su esposa. La envolvió en sus brazos y susurró en su oído algunas palabras. Las manos de Katiana liberaron sus piernas y pasaron a aferrar, como si fueran garras, los brazos de Appell. Senka crispaba los puños a unos pocos metros de mí, como si se debatiera entre obedecer a su madre o desobedecerla y arrancarme la cabeza con sus propios dientes.

Cerré los ojos y dejé caer la cabeza. Lo habría permitido. Si con ello aliviaba la pena de la familia real y lavaba mis errores, entonces aceptaría el destino que dispusieran para mí.

Los sollozos de la reina eran insoportables, me recordaban a cada instante mi error, mi gran falla. Habían escapado a través de mis bosques sin que yo lo hubiera notado. No habrían podido escapar por otro lugar.

—Anteia—llamó Appell luego de lo que pareció una eternidad.

—¿Si, su majestad? —inquirí alzando la mirada.

—Vas a perder la cabeza, tienes que perderla—masculló Senka con satisfacción. Abrazaba a Katiana y limpiaba sus lágrimas con ayuda de un pañuelo.

—¡Senka, ya basta! No es esta la forma en la que te hemos educado—reprochó Katiana.

—Un error es algo muy común, más aún en un territorio tan amplio y peligroso como la frontera—continuó Appell.

—¡No pensarán perdonarle la vida! ¡Madres! ¡Ella perdió a mi hermana! ¡A la heredera!

—Nussus secuestró a tu hermana y trató de asesinarte, no te equivoques—siseó Appell—. Anteia cumplió con su deber.

—¡Falló!

—Basta, Senka, ve a tu habitación. Hablaremos luego—ordenó Appell con un tono helado. La joven princesa palideció, para luego enrojecer de rabia. La reina suspiró e hizo un gesto en dirección a las guardias de la sala. Ambas se miraron entre sí, luego una se decidió a obedecer, posó una mano en los hombros de Senka y la escoltó fuera del salón.

—Como te decía, Anteia, no consideramos que esto haya sido tu culpa. Al contrario, valoramos tu coraje y determinación. Decidiste venir aquí en pleno invierno a contarnos la verdad.

—Mi reina yo...

—No te consideramos culpable, Anteia—repitió Katiana con la voz afectada—. No podemos prescindir de ti como comandante, menos por un atentado tan cobarde.

—Tampoco estamos seguras de sí escaparon por tu lado de la frontera, pudieron escapar por mar—apuntó Appell.

—Con todo respeto, el mar en esta época es casi imposible de navegar. Todo apunta a que escaparon por mi lado—dije con firmeza, necesitaba que comprendieran la terrible equivocación que cometían al permitirme mantener el mando. Ya había fallado ¿Qué impedía que fallara de nuevo?

—Gaseli lleva perdida desde el otoño y lo sabes bien. Pudieron escapar mucho antes. A través de las ciudades y entre los muros. Puede haber traidores en las ciudades—apuntó Appell.

—Si eso es así, la situación es crítica—admití—. Aunque cualquier traidor pudo llevarla a mi lado del muro, de la misma forma que otros pudieron colarla en el puerto.

—No te consideramos responsable, Anteia y esa es nuestra palabra final—dijo Appell con severidad en su voz—. Ahora, levántate del suelo, escoge una habitación, descansa y regresa a la frontera cuando te sientas recuperada—tendió una mano para ayudarme a levantar y me pareció una grosería negarme, por lo que la tomé y le permití tirar levemente de mí.

—No las defraudaré de nuevo—juré antes de dar un par de pasos hacia atrás. Era considerado un irrespeto el darles la espalda a las reinas en el salón.

—Nunca nos has defraudado—admitió Katiana con la voz temblorosa.

Asentí por cortesía, di media vuelta y crucé las puertas del gran salón. Mi corazón latía agradecido por la nueva oportunidad de vivir, pero mi alma se encontraba herida en su honor, debía pagar mi crimen, mi fallo. No merecía seguir al mando de mi ejército. Ya había demostrado que era una incapaz.

Me decidí a seguir el consejo de la reina Appell y busqué una habitación. Pronto, las sirvientas del palacio adecuaron el lugar llevando comida y una tina con agua caliente. Las despaché con un gesto y ellas se alejaron con una reverencia. No deseaba atenciones ni lujos, no después de todo lo que había ocurrido.

Tomé un baño más por higiene que por desearlo, y picoteé la comida con los dedos antes de comerla. No me apetecía, pero piaba desperdiciar comida, por lo que engullí el plato de pan y pavo y dejé las fresas para después del baño.

Mi cuerpo aliviado de sus tensiones me guio a trompicones a la cama. A pesar del agotamiento, dejé una daga bajo la almohada y mi espada junto a la mesa de noche. Era un ritual que mantenía desde que había llegado a la frontera como una simple recluta.

Desperté sobresaltada en las horas más oscuras de la noche, había escuchado el crujido del suelo, era un sonido que no provocaba el frio sobre la madera, sino el peso de una persona. Tanteé debajo de mi almohada y saqué la daga. Me quedé inmóvil bajo las sábanas, esperando el siguiente movimiento de mi atacante.

Pronto lo sentí, un peso repentino cayó sobre mí y el filo se una daga se apoyó en mi cuello. Casi a la vez apoyé el filo de la mía en el de mi atacante. Si acababa conmigo, lo llevaría conmigo.

—Adelante, mátame como lo hiciste con mi hermana—reconocí la voz de Senka y dejé caer mi arma inmediatamente. Así que la joven había regresado a buscar su legítima venganza. No podía hacer nada contra ella, ni tampoco lo deseaba. Era justicia lo que buscaba.

—Hazlo rápido—suspiré, permitiendo que mi cuerpo se relajara.

—Debería hacerlo lentamente, como seguramente ellos lo hicieron con mi hermana—amenazó con veneno en su voz.

—Entonces hazlo como lo desees. Tienes quince años, sabes cómo matar.

En la penumbra de la habitación pude ver sus ojos dudar. Nunca había matado a nadie, sus palabras y amenazas no eran más que la bravuconería de una adolescente, no las palabras de una guerrera. Senka aún tenía mucho que aprender.

Mi rostro debía de tener una expresión aburrida, porque Senka presionó la daga contra mi cuello, cortando levemente la piel. Al ver la sangre correr, sus ojos se agrandaron casi hasta el límite de lo imposible. Su pulsó tembló y se debilitó.

—Yo, yo no puedo hacerlo.

—Es fácil, ¿Yugular o carótida? Señalé ambos conductos vitales en mi cuello. La primera es mucho más lenta que la segunda, pero puedo asegurarte que moriré de todas formas.

—¡Cállate! Puedo matarte y lo haré—dijo más para sí misma que para asustarme. No lo habría logrado, ni aunque lo hubiera intentado con todas sus fuerzas.

Mis párpados amenazaron con cerrarse. La calidez de la cama y la suavidad de las sábanas me invitaban a regresar al muy necesitado sueño. Senka tomó aquello como una afrenta a su orgullo y clavó aún más la daga en mi cuello.

—Avísame cuando termines—invité y cerré los ojos. Sabía que estaba siendo grosera con la heredera al trono, pero ya daba igual si se decidía a matarme en sueños o despierta. Entre ambos casos, prefería el primero.

El calor del sol y su luz me despertaron al día siguiente. Sobre mi almohada brillaban un par de gotas de sangre, únicas pruebas de los eventos ocurridos durante la noche. La princesa debía de encontrarse en su habitación, rumiando su orgullo herido. Por mi parte, no tenía nada más que ofrecerle que aquella lección. Me vestí en silencio y partí antes que sirvieran el desayuno. Tenía un trabajo que cumplir en la frontera.

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