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Oscuridad

A mi orden las guerreras sacaron algunas antorchas del campamento y las colocaron en las cuatro esquinas del cuadro que formaban los prisioneros. En sus rostros angustiados se reflejaban los cálidos colores del fuego, aunque dadas las circunstancias, lucían más como lúgubres sombras que como algo reconfortante.

El grupo de prisioneros estaba rodeado por mis guerreras, quienes mantenían a raya el grupo de familiares y curiosos que se había reunido para observar el destino de aquellos traidores. Por lo que pude escuchar, la mayoría opinaba que se trataba de la peor calaña y solo los familiares sollozaban por lo bajo, apartados para evitar malas miradas y desplantes.

Me dirigí hacia el frente del grupo luego de dejar a Kaira en la última fila, cerca de una antorcha para que se mantuviera caliente. Ella esquivaba mi mirada y ni siquiera respondió al leve apretón de manos que dejé escapar sobre las suyas. El nudo que llevaba en mi garganta solo se tensó más ante aquella respuesta, pero no podía echarme hacia atrás, aún faltaba lo peor.

¿Tendría que decapitar a toda la población adulta de Lerei? Necesitaba una salida. Alguna opción que me permitiera salvar al menos a las familias sin dejar de sentar un precedente sobre la lealtad en estas tierras.

Divisé a la guerrera que había enviado a repartir mis órdenes, llevaba el cabello despeinado y una expresión agotada en su faz, aun así, se las arreglaba para mirar a los prisioneros con un deje de desprecio. Me dirigí a ella y le susurré mis órdenes:

—Transmite todo lo que escuches aquí a los campamentos. Quiero que todo termine esta noche.

—Por supuesto, comandante.

—Lleva contigo a dos guerreras, estas tierras no son seguras de noche.

Un saludo fue la única respuesta a mis palabras. Jugueteé unos instantes con el mango de mi espada y tiré del borde de la camisa que llevaba bajo la armadura. Sobresalía por debajo del peto y era de tela fresca y delgada, adecuada para los últimos días de la primavera. Pronto el verano nos llevaría a utilizar túnicas sin mangas, faldas cortas, pantalones cortos o vestidos ligeros.

Sacudí mi cabeza, no era momento de pensar en el verano. Tenía una ejecución que ordenar.

Di media vuelta y caminé hasta ubicarme frente a los prisioneros. Todos me lanzaban miradas de profunda angustia, sabían que habían cometido traición y eran conscientes de la pena que debían pagar por ella.

—Durante años el ejército de la Frontera y la División de exploración se han asegurado de mantener a salvo este pequeño asentamiento —empecé. Miré al cielo unos instantes y continué—. Pero tal sacrificio aparentemente no fue suficiente para ustedes ¿De verdad su lealtad vale 40 monedas de Luthier?

Muchos bajaron la cabeza y otros miraron con odio las bolsas con monedas. Muy pocos arrojaron miradas de desafío en mi dirección.

—¿Alguien tiene algo para decir? —espeté al ver el silencio con el que respondían a mis acusaciones.

—Nunca nos hubieran protegido, antes hubieran ardido nuestras granjas —gruñó un hombre al final de la tercera fila.

—Si hubieras denunciado a tiempo habríamos capturado a los responsables —señalé—. Ninguna granja habría ardido.

—¡Nos pudieron matar en ese mismo instante! —chilló una mujer de la primera fila.

—Habría sido mucho mejor para ustedes que lo hubieran hecho. —Tomé uno de los sacos con monedas y vacié su contenido frente a ellos— ¿Qué ganaron con esto? ¿Un poco más de tiempo? Van a morir igual, como apestosas ratas traidoras, como cobardes.

Un jadeo colectivo se escapó del grupo de prisioneros. Algunos abrazaron sus piernas, como si convertirse en blancos más pequeños fuera a salvar sus cabezas de rodar a lo largo y ancho del suelo.

—¡No puedes matarnos a todos!

—Esto es una masacre, es opresión, violencia sin sentido.

—Cometieron un delito, señoras y señores, traición al reino, a la corona. No es algo que podamos resolver con un par de azotes en la plaza ¿O sí? —A mi señal, Anthea se acercó con la vaina donde guardábamos el gran mandoble que destinábamos para las decapitaciones. Desenvainé la gran espada, siendo consciente de lo que significaba blandirla, en mis manos descansaba la vida de decenas de personas.

De nuevo el silencio dominó el espacio. Solo se escuchaba el lamento de las antorchas al crepitar la madera.

Apreté el mango entre mis dedos, no, no podía masacrar a tantas personas. Había llegado a una conclusión, a una solución para evitar destruir familias en un entorno tan duro como la frontera.

—Pero tienen razón en algo, sería una masacre, niños sin hogar, granjas desocupadas. —Observé el filo de la espada ante la luz de las antorchas—. En este lugar la atención a los niños huérfanos es pésima y en Erasti no atenderán bien a los hijos de unos traidores. Así que he llegado a una solución.

Varios pares de ojos me miraron con atención, parecían derretirse, como melaza en pleno verano. Sus dueños parecían dispuestos a todo con tal de permanecer junto a sus hijos.

—Aquellos que tengan hijos se salvarán, no puedo privar al reino de su futuro —empecé. Anthea desenrolló un pergamino, se apoyó en un tronco y empezó a escribir a la luz de las antorchas. Su deber como segunda era transcribir todas las sentencias—. Pero deberán pagar una multa equivalente al oro que aceptaron por vender su tierra, su reino. De no hacerlo, las tierras no serán heredadas por sus hijos —decidí agregar una advertencia para evitar la ola de violencia que sin duda experimentarían los sobrevivientes—. Esta será su pena, una vez empiecen a cumplirla, sus nombres quedarán limpios. Nadie, y repito ¡Nadie! Tendrá potestad para juzgarlos. —Dediqué una mirada intensa a los pobladores que se reunieron a observar—. Cualquier maltrato podrá ser comunicado al ejército y actuaré en consecuencia.

—¡Esto no es justo! Yo no tengo hijos y por eso ¿Moriré? —exclamó una mujer joven, no debía superar los 20 años.

—Has servido en el ejército, conoces las leyes —escupí—. La ley me ampara para separar todas sus cabezas de raíz.

—¡Fue solo un error!

—Fue una traición, una gravísima que cometieron todos. Vendieron sus tierras a Luthier, vendieron a las guerreras que los protegen al hambre y con ello, a las armas de sus enemigos. No importa si fue por miedo o por avaricia, la ley reclama justicia.

Las guerreras desenvainaron a la vez y apuntaron sus espadas al grupo. No había forma de escapar. Una segunda fila de guerreras se dispuso a espaldas de la primera, apuntando sus espadas a la multitud de curiosos que estaba reunida. Que muchos apoyaran la sentencia no significaba que algún familiar decidiera intervenir.

—Aquellos con hijos quiero que se coloquen detrás. No traten de engañarnos, porque serán escoltados a sus hogares. Si no tienen hijos, morirán frente a su casa y lo dejaré en manos de mis guerreras.

Observé que más de la mitad se retiró a la parte de atrás del grupo. Kaira y Airlia obedecieron. Suspiré, era la única solución y por suerte, había llegado a mi como un pequeño toque de inspiración. Deseaba que Kaira no tuviera que presenciar lo que ocurriría a continuación, pero si deseaba establecer un ejemplo, necesitaba tener testigos, no podía simplemente apartarla.

Por el rabillo del ojo vi como Aretha marchaba en dirección a los otros campamentos de la frontera para transmitir mi sentencia. Iba flanqueada por dos corpulentas guerreras.

—Hora de empezar —aseveré. Dos guerreras tomaron al primer prisionero y lo llevaron hasta el primer tronco, luego, otras dos tomaron al segundo. El proceso se repitió hasta que los seis troncos estuvieron ocupados por las cabezas de los traidores.

Con paso firme me dirigí hacia el primero. Con voz clara expresé su sentencia: Muerte por decapitación. Sus cargos: Traición a Calixtho.

Hice la pregunta de rigor al reo: ¿Tienes unas últimas palabras? E hice oídos sordos a sus sollozos desesperados. No podía, simplemente no podía escucharlo.

Tomé la pesada espada y ajusté mis manos en su mango. Necesitaba dar un golpe certero, fuerte y rápido, sin titubear. El filo de la espada y su peso eran perfectos para la tarea. Una guerrera sujetaba los hombros del prisionero. La cabeza de este colgaba del borde del tronco, despejando su nuca perlada por el sudor frío.

Recordé entonces mi primera ejecución, acababa de ser nombrada comandante y una guerrera había discutido con una noble, asuntos de cama, algo bastante común. Todo habría terminado en un pequeño castigo si no hubiera sido porque la guerrera decidió desenvainar para intimidar a la noble y como suele pasar cuando el vino sustituye la sangre en las venas, el filo indomable atravesó el corazón de la noble, acabando con su vida. Esa noche tuve que levantar el mismo mandoble sobre la nuca de una compañera de armas. Lo demandaba la ley. El mismo destino habría experimentado la noble, ninguna había accedido a un duelo, por lo tanto, era un asesinato y el asesinato se pagaba con la propia sangre.

Cyrenne se acercó a mí en ese momento y susurró un:

"Hazlo rápido, con fuerza, balancea el mandoble en tus manos, deja que el peso trabaje con tus músculos y los más importante: No titubees. Porque necesitarás más cortes y nadie quiere ver eso. Ella no merece la humillación de morir gritando."

Como ese golpe, este fue limpio. El crujido de los huesos y la densidad de la carne se transportaron a mis brazos. La asquerosa sensación se vio exacerbada por el correr de la sangre sobre la hierba. Por suerte la cabeza cayó dentro de un cesto convenientemente dispuesto. Una guerrera joven dispuso de aquella y entre dos guerreras apartaron el cuerpo para colocarlo en un saco. Si tenía familia, esta se encargaría del cuerpo, si no, las reclutas lo quemarían en una pira y enterrarían las cenizas. No íbamos a negarles un funeral justo. No éramos salvajes.

Con el primero listo, quedaban cinco, tres mujeres y dos hombres. Aquellos, forcejeaban y maldecían, las mujeres parecían haber aceptado su destino. El servicio en el ejército no solo era para contar con una espada y un escudo dispuestos a defender y luchar, sino para educar a la población, o al menos, parte de ella, en sus deberes respecto al reino que les ofrecía tanta libertad.

Me dirigí a la segunda prisionera y revisé el filo de la espada. Estaba intacto. Llené mis pulmones de aire, realicé la pregunta y volví a ignorar la respuesta. Después de todo, eran palabras que correspondían a sus familiares, no a quien blandía el mandoble que acabaría con su vida.

Y así fue como superé cuatro condenados más en lo que parecía un ciclo sin fin de crujidos y sonidos húmedos contra el césped, de presión sobre mis muñecas y de manos sudorosas demasiado tensas sobre el mango de una espada. Todo lo que me rodeaba se había teñido de un asqueroso color carmesí. El olor de la sangre, la orina y las heces de los condenados impregnaba el ambiente creando una atmósfera aún más insoportable. Por suerte, la siguiente ronda de prisioneros correspondía a Anthea. Se hizo una pausa para evaluar la espada y afilarla de nuevo. Los condenados ocultaron sus rostros y taparon sus oídos ante el chirrido de la piedra de amolar, como si así pudieran escapar del destino que les esperaba.

Anthea y dos capitanas más se encargaron del resto de los condenados. La luna nueva brillaba sobre el horizonte cuando estábamos por terminar, no habían pasado más de dos horas desde que habíamos iniciado. Las antorchas tenían una luz mortecina en comparación con las piras de aquellos condenados que no fueron reclamados por sus familias, bien porque no tenían bien porque querían evitar la vergüenza de aceptar que en su familia existía la tara de la traición.

—Guerreras, escolten a los prisioneros restantes a sus hogares —ordené. Necesité de todas mis fuerzas para hacer sonar mi voz firme y severa—. Tienen sus órdenes, quienes hayan mentido sobre tener hijos, pasarán por sus espadas.

Un coro de saludos fue la respuesta a mi orden. Levanté la mirada y me encontré con la de Kaira. Dos guerreras se disponían a escoltarla, pero el temblor de sus piernas y la expresión perdida y vacía de su rostro fueron suficiente aliciente como para tirar de mis pies hasta donde ella se encontraba.

—Las acompañaré —indiqué. Las guerreras solo asintieron y con paso lento acompañamos a Kaira y a Airlia hasta la granja. Todas estamos agotadas por las actividades del día, ni siquiera nos habíamos detenido para comer -tampoco es que pudiéramos- quizás, una cama cálida era todo lo que necesitábamos.

Y un largo sueño para olvidar toda la sangre derramada.

Llegamos a la granja y aún no me había inventado una excusa para quedarme allí. No podía simplemente echar todo por la borda y mientras las guerreras comprobaban que efectivamente Anteia y Airlia tenían una bebé y un niño de 12 años en la granja, yo me esforzaba por buscar la mínima razón para quedarme.

Por suerte, Kaira se adelantó a todos mis planes.

—Comandante. —Su voz fría y carente de sentimiento alguno me hirió mucho más que mi rango en sus labios—. Quisiera hablar con usted a solas, por favor.

Las guerreras me observaron con atención, una de ellas llevó la mano a su espada, como si estuviera dispuesta a reducir a Kaira por atreverse a realizar tal petición, después de todo, había sido tachada como traidora.

—Está bien, podemos hablar —acepté—. Regresen al campamento—ordené. Ambas guerreras obedecieron sin chistar, pero pude ver como compartieron una mirada llena de significado, lamentablemente, la sospecha siempre existiría, aun cuando había sometido a Kaira a todo ese infierno.

Airlia rodeó los hombros de Demian con un brazo y lo escoltó fuera de la sala. Antes de desaparecer por completo al final del pasillo, dedicó una mirada preocupada en mi dirección. Me encogí de hombros para darle a entender que todo estaría bien, aunque ni yo misma lo creía. Kaira solo miraba a través de la ventana como las guerreras se marchaban. Parecía tan dispuesta a evitar todo esto como yo lo estaba de olvidarlo y ocultarlo bajo la alfombra, como el recuerdo basura que era.

—¿Qué hice para merecer esto, Anteia? —inquirió luego de un rato.

—No hiciste nada, Kaira, solo fue estrategia —comprendí que aquellas no eran las mejores palabras cuando la expresión de Kaira se ensombreció.

—¿Todo esto fue una estrategia? ¿Soy un peón para ti? ¿Algo para usar?

—¡No! Kaira, no es así. Lo hice para protegerte. Algo terrible estaba pasando aquí, todos estaban traicionando al reino y debía poner fin a esta revuelta.

—Si traicionan por algo será —espetó desesperada— ¿Tienes idea de lo terrible que fue verte cercenar cabezas como si de trozos de queso se tratase? —Sus manos empezaron a temblar descontroladas y no pude evitar el tratar de tomarlas, pero al sentir el contacto del cuero de mis guantes ella solo se alejó a toda prisa.

—Lo siento —susurré—. No quería asustarte, Kaira.

—Ver cómo, cómo simplemente podías atarme sin, sin sentir pena. ¿Cómo pudiste decapitarlos tan fácilmente? ¿Qué te diferencia de Eudor? —gimoteó—. Mírate, estás, aún estás manchada de sangre y no te importa.

—Porque me importa mucho más solucionar esto —exclamé. Aquella comparación con su ex esposo abrió una brecha amarga en mi pecho, un lugar del cual escapaban mis entrañas y eran retorcidas en el suelo.

—Eudor decapitó a todos sus siervos una vez, cuando descubrió que le ocultaron seis sacos de grano del conteo para los impuestos —empezó Kaira—. Seis sacos valían más que la vida de sus protegidos ¿Esas monedas valían más que la vida de esas personas?

—¡No son las monedas, Kaira! Es el reino, el reino vale más que sus vidas, que mi vida, estamos hablando de millones de personas cuya libertad depende de esta pequeña región de tierra que llamamos Lerei —exclamé perdiendo los estribos. ¿Qué demonios le pasaba por la cabeza para hacer tales comparaciones? Luthier era un reino feudal, allá poco importaba la vida de un granjero.

—¿Es más importante que yo? —inquirió con temblor en la voz— ¿Es este reino más importante y por eso me apresaste y acusaste de traición?

—Solo hay algo más importante en mi vida que el reino y esas son tú y Axelia —respondí con sinceridad.

—No te creo —sacudió la cabeza y se dejó caer al suelo—. No puedo creerte, no puedo.

—Hice esto porque de no hacerlo habrían terminado como blanco de quienes buscan la caída de este reino. Dejarte en casa con Axelia sin acusarte como a los demás, aun cuando las monedas llegaron a tu casa, era una acción que no dejarían escapar.

—¿Parte de un plan? —balbuceó con pena—. Un peón más, una pieza en un tablero, un objeto que usar a gusto —tartamudeó—. Matas sin remordimiento, por unas monedas, no eres diferente a él, no lo eres —aquella retahíla se repetía en sus labios una y otra vez, pero incluso cuando guardó silencio, se mantuvo en el aire como una cuchilla a punto de caer sobre mi cuello.

—Nunca te lastimaría, ni a ti ni a Axelia, deja de compararme con esa bestia —mascullé entre dientes. Su ceguera estaba derrumbando ladrillo a ladrillo mi control.

—Pensé que en este lugar Axelia crecería libre y feliz, con una mujer fuerte a la cual imitar, una imagen a la cual aspirar, porque yo soy nadie al menos eso creía —sorbió por la nariz—. Entonces, por un momento, solo por estar a tu lado, me sentí alguien, sentí que ella podría tomarnos como ejemplo.

Cerré mis manos en puños apretados, había un "pero" en aquella declaración que estaba empezando a herir mi corazón.

—Pero no quiero que Axelia crezca como una persona sin corazón.

—Kaira, estás malinterpretando todo.

—No insultes mi inteligencia, se lo permití a él, pero no te lo permitiré a ti, no cuando mi hija está en peligro —gruñó, aquella era una actitud que jamás había visto en Kaira, había fuego en su mirada, aun cuando sus ojos se derretían como el hielo en invierno.

—No estoy insultándote, Kaira, solo, solo escúchame —rogué. Necesitaba que entendiera la razón detrás de mis planes, la protección que les brindaría aquel sufrimiento.

—No quiero que vuelvas a pisar esta casa, no quiero volverte a ver, Anteia. Y llévate a Airlia contigo, no necesito más espadas en esta casa —pese a lo esperado de su resolución, no pude evitar que mi corazón diera un salto. Aquella era una petición que iba en contra de todo lo que yo deseaba hacer. Quería despojarme de mi armadura, lavar la sangre que manchaba mi cuerpo, quería abrazarla, besarla, disculparme por aquellas lágrimas que manchaban sus mejillas, pero no podía. Ella no lo deseaba, yo le causaba repulsión y me deseaba lejos de su vida.

Jamás iría en contra de su voluntad, sus decisiones eran sagradas para mí, incluso, si mi pecho parecía resquebrajarse ante cada nueva bocanada de aire envenenado que entraba segundo a segundo, acompañando la pérdida de la única persona que había llegado a mi corazón.

—Jamás serías un ejemplo débil para Axelia —dije a modo de despedida. Eran las únicas palabras que podía emitir, pues para ellas me había alcanzado la fortaleza que había podido reunir.

Di media vuelta y marché en dirección a la puerta. Airlia llegó a mi lado en segundos y compartió conmigo una mirada interrogante.

—Nos vamos —le dije—. Te espero afuera.

No quería permanecer más tiempo del necesario en la casa, no podía seguir en aquel lugar impregnado del dulce aroma de Kaira, era un absurdo recordatorio de lo que tuve y ahora había perdido.

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