Muerte
Notificamos a todas las comandantes del ejército del sensible fallecimiento de nuestra soberana, la Reina Katiana La Pacífica.
Desde el Senado y la Casa Real solicitamos su apoyo y lealtad absoluta a la Reina Appell, quien asumirá el cargo hasta el momento en el cual la princesa Senka despose a una mujer libre y sea coronada como soberana de estas tierras.
Les rogamos al ejército interno, al ejército de la frontera y a la división de exploración que protejan nuestras tierras de los despiadados ataques del traicionero enemigo interno. Estén atentas ante el filoso cuchillo que espera la espalda desprevenida.
Desde el Senado se despide Kriska, Senadora Principal y Guardiana del Compendio.
Leí aquel pergamino junto a la mensajera y Dasha. Las tres compartimos miradas cenicientas y rostros pálidos. La muerte de la reina siempre provocaba desestabilización en el reino. Casi siempre podías esperar un levantamiento, por regla general, auspiciado por una casa que se negaba a aceptar a la nueva reina.
Sin embargo, ese no era el verdadero peligro. La amenaza se ocultaba en los bosques, frente a nosotras. Luthier siempre enviaba saqueadores en estas fechas, a veces un pequeño ejército, pero sus ataques eran mucho más viles cuando sabían que estábamos debilitadas y heridas en nuestro corazón.
Amarga bilis subió por mi pecho. La reina Katiana era una mujer perfectamente saludable. No había razones de peso para que muriera más que la absoluta pena que sintió al perder a una de sus hijas.
Sí, todo lo que ocurrió y ocurrirá a causa del secuestro de Zirani solo sería mi culpa.
—Comandante, debemos regresar al campamento —susurró Dasha aterrada sin dejar de mirar a su alrededor. Ella conocía tan bien como yo los peligros que esta noticia podía atraer, especialmente en la frontera.
—Tienes razón, no sabemos quién se ha enterado ya de esto.
La mensajera saludó y se alejó a todo galope, seguramente a ponerse a salvo antes que los caminos se hicieran demasiado peligrosos. Yo espoleé mi caballo, obligando a Ezio a seguirnos casi corriendo como un desgraciado.
—¿Ha muerto? —lanzó una carcajada al aire—. Solo un evento así las aterraría. Se acabó su reino del terror en estas tierras.
La ira burbujeó en mi interior, era un veneno ácido que amenazaba con destrozar poco a poco las paredes de mi autocontrol. Sin poderlo evitar, salté de mi caballo y sujeté el grasiento rostro de Ezio con ambas manos.
—Vuelve a hablar y lo haré aquí mismo, dejaremos un bonito rastro de sangre hasta el campamento —amenacé.
Tal vez fue la expresión enloquecida de mi mirada o mi mano en el mango de la daga que llevaba al cinto, pero Ezio cerró la mandíbula con fuerza y se limitó a mirarme con furia.
Regresé a mi caballo y partimos a un galope algo más acelerado. Detrás de nosotras, Ezio no dejaba de resoplar, pero no se atrevía a quejarse en voz alta, ni siquiera un murmullo malintencionado salía de sus labios.
Alcanzamos el campamento y mis eficientes guerreras nos rodearon para encargarse de llevar a Ezio a los calabozos, las detuve y les ordené atarlo a uno de los postes que se encontraban junto a la tarima. Dasha fue a reunir a las reclutas, sabía que tenía anuncios que hacer frente a todas.
—Anthea, reúne a las guerreras, estén o no de guardia, tengo graves noticias que informar —ordené a la tercera en el mando, pues Cyrenne no se veía en los alrededores.
Paseé sobre la tarima mientras las guerreras y las reclutas se reunían. Ambos grupos se encontraban separados por un amplio pasillo, la diferencia de rango en este lugar se grababa a fuego de ser necesario, éramos la primera defensa del reino, no podían existir errores.
Cuando la última de las guerreras, Cyrenne, se unió al grupo, detuve mis paseos. Con una mano en mi espada y otra sobre mi daga di la peor noticia que se podía recibir en este lugar:
—La reina ha muerto. —Prefería ser directa y ahorrarme títulos y ceremonias innecesarias—. Como sabrán, Luthier se enterará y como es su costumbre, pondrán a prueba el acero de nuestra nueva reina en funciones—los rostros de las reclutas reflejaron miedo, el de las guerreras más experimentadas, firme resolución—. Duplicaremos las guardias—todas asintieron—. Nadie saldrá del campamento desarmada, pero no deberá vestir su uniforme, no quiero que las identifiquen con facilidad, las puertas se cierran al atardecer, aquella guerrera que permanezca fuera, deberá responder ante mí.
Un estremecimiento recorrió a las guerreras. Sabían que tratar conmigo era tratar con Cyrenne, cuyas manos eran legendarias en dos mundos tan dispares, y a la vez tan relacionados, como lo eran el dolor y el placer.
—En cuanto a las reclutas. —Fijé mi mirada en ellas—. Voy a tener que pedirles que maduren antes de lo previsto, el entrenamiento se intensificará, las prepararemos para el combate con rapidez y eficiencia. Su bautizo será un baño de sangre y su recompensa, salir con vida de este año.
Las más experimentadas saludaron, firmes, valientes en sus acciones, pero aterradas como niñas ante lo desconocido que aguardaba la oscuridad. Aquellas que solían recibir entrenamiento extra parecían indecisas, cuchicheaban entre sí. No, no podía permitirlo.
—Por supuesto. Esto es una cárcel. Aquella que no se considere apta para hacer frente al enemigo de su reino, puede empacar sus cosas y marcharse. —Señalé la puerta—. Estoy segura de que será aceptada en cualquier cuerpo del ejército.
Las filas no se movieron, solo Dasha miraba hacia los lados, como si esperara algún movimiento desertor para unirse a él. No lo hubo, así que saludé a las reclutas en señal de respeto ante el valor que habían demostrado.
—Por último, hoy capturamos a un infractor de la ley. —Hice un gesto hacia un par de guerreras. Desataron a Ezio del poste y lo obligaron a subir las escaleras a trompicones—. Cyrenne, si eres tan amable, este sujeto creyó que podía irrespetar a la comandante de la frontera. —La aludida sonrió con malignidad y se retiró a buscar lo que había solicitado. Era tan obvio que unas guerreras se burlaron y otras, solo lo miraron con cierto grado de desagrado y firme alivio ante la justicia que estaba por impartirse.
Cyrenne regresó de inmediato. Llevaba en sus manos enguantadas un caldero a rebosar de brazas. Del borde sobresalía el mango de una daga. Lo dejó a unos pasos de Ezio, quien solo pudo tratar de alejarse dando pasos desesperados con las rodillas.
—Este hombre, llamado Ezio, agredía a su esposa —empecé—. No solo eso, la mantenía extorsionada, abusando de su poder y de su estancia en la frontera. En sus propias palabras "Vino a ganar oro y a vivir como en Luthier", —los rostros de repulsión en el ejército no se hicieron esperar—, si se hubiera entregado, la ley hubiera sido benevolente con él. Un divorcio, flagelación y expulsión del reino, habría podido seguir con su vida, pero optó por la agresión y la resistencia al arresto.
Algunas risas de burda satisfacción se dejaron escuchar. Las reclutas que provenían de la ciudad central se notaban pálidas, poco habituadas a estas situaciones, quizás lo único que habían presenciado en sus vidas había sido una pelea callejera. Las reclutas de Erasti y Lerei la tenían mucho más fácil, habían presenciado este tipo de situaciones con regularidad.
—Como corresponde a la ley, debe ser sometido a la sentencia anterior más la pena por su agresión contra una guerrera. —Tragué, usualmente en estas circunstancias ya se habría formado un nudo en mi garganta. Pero la furia y la desesperación campaban a sus anchas en mi corazón, no había espacio en mi mente para la piedad o el asco que solía sentir ante esta parte del "deber"—. Su lengua será cortada desde su base, pues la utilizó para proferir injurias y sabotear su arresto.
Anthea subió a la tarima y sujetó al hombre por la cabeza. Cyrenne sacó el cuchillo al rojo vivo de las brasas y una tenaza de su cinto, era una herramienta vil, de punta gruesa y superficie dentada, ideal para la tarea.
—¿Quién es el valiente ahora, Ezio? —bromeó Cyrenne para levantar el humor entre las espectadoras.
Pese a las burlas, Ezio se negaba a abrir la boca y Cyrenne empezó a perder la poca paciencia que tenía. Dio una veloz patada a su entrepierna y aprovechó el grito del reo para sujetar su lengua con las tenazas. Con una expresión despiadada, sin un gramo de asco o duda alguna, acercó el cuchillo ardiente a la boca de Ezio, con manos firmes evitó sus labios
El siseo y el pataleo desesperado de Ezio dieron a entender que había alcanzado su objetivo. Centímetro a centímetro el acero separó aquella parte de su cuerpo. Cyrenne lo hizo rápido, aunque dio tiempo al cuchillo para evitar el sangrado excesivo al cauterizar la herida.
Pronto, todo lo que quedaba de Ezio era un hombre sollozante que balbuceaba incoherencias y se ahogaba en su propia saliva y sangre. Observé al ejército, solo algunas reclutas habían apartado el rostro, Dasha parecía tener la mirada perdida.
—Así se hacen las cosas en Calixtho —empecé—. Algunas de ustedes no alcanzaron a ser conscientes de esta realidad. Puede decirse que vivieron en camas de plumas toda su vida. Mañana, Ezio recibirá el castigo que merece y será exiliado. Dos guerreras lo llevarán a los límites con Luthier, lo suficientemente cerca como para que pueda llegar por su cuenta a las cabañas de granjeros que quedan en las afueras.
Con aquellas últimas palabras bajé de la tarima, el sol estaba por ponerse, tendría tiempo suficiente para informar a Kaira y a los demás habitantes de lo sucedido, necesitaban reforzar sus granjas y hogares. Luthier nunca había alcanzado la ciudad, pero nunca se podía ser demasiado precavida.
—Anthea, toca el cuerno, cita a todos los habitantes a la ciudad, necesito que acudan cuanto antes. —El cuerno no era más que un instrumento de viento bastante ruidoso, al escucharlo, los habitantes sabrían que debían reunirse cerca del mercado.
Anthea saludó con firmeza y largo a correr hacia los establos. Montó de un salto en su caballo y partió a toda velocidad. Solo quedó una gran polvareda a su espalda.
—La Pacífica muerta, no quiero sonar irrespetuosa, pero me parece un muy mal augurio —dijo Cyrenne uniéndose a mí en mi camino hacia la armería. Necesitaría algo más que la simple coraza que llevaba y tal vez, algunas armas extras.
—Por esta vez, amiga mía, coincido contigo. —Sujeté su hombro con una de mis manos y lo apreté en un gesto fraternal—. Tendremos que hacer frente al enemigo juntas. Y morir por nuestras tierras si es necesario.
—Ugh, siempre arruinas los momentos tiernos con una buena pizca de oscuridad. No me sorprende que huyan de tu lado —espetó con su socarronería usual. Sabía que bromeaba, pero sus palabras pincharon en algún lugar en lo profundo de mi pecho.
Por suerte, habíamos llegado a la armería y el tiempo transcurrió en un torbellino de cotas de malla apestosas a metal, hachas, dagas y espadas. Opté por llevar una daga extra en mi bota, una cota de malla que caía hasta mis muslos y que sujeté con ayuda de un fajín para liberar mis hombros del peso excesivo.
El atuendo lo completaba un peto con dos hombreras algo más elaboradas, placa sobre placa de metal, permitían el movimiento sin ser demasiado aparatosas. En el cuello había una extensión, no lo protegería del golpe de un mandoble, pero cualquier protección extra era bienvenida.
Escogí un nuevo escudo, en su parte interna permitía ocultar un hacha, algo que agradecí, pues nunca se sabía cuándo podías necesitar una.
—Vaya, dices que soy una sádica, pero a ti te gusta abrir cráneos con esa cosa —bromeó Cyrenne al verme girar y blandir el hacha para juzgar su balance.
—No eres quién para decirme eso, señorita bola de pinchos.
—Oh, una comandante que no sabe que esto se llama mazo de pinchos. —Hizo girar la bola de acero rodeada de picos alrededor de su empuñadura. La cadena la silbaba con cada vuelta. Un desagradable sentimiento dominó mi estómago al verla jugar con aquella arma.
—Debemos informar al pueblo. Deja de jugar con eso —ordené.
—¿Te asusta? —inquirió en voz baja para no alertar a la armera, pero no dejó de dar vueltas a aquella arma infernal.
—No me asusta —mentí. Traté de evitar levantar el escudo al verla acercarse, un brillo salvaje iluminaba su mirada.
—Miente muy mal, comandante —bufoneó dejando de girar por fin aquella maldita arma—. No dejas que vean tus miedos, sabes que los explotarán.
—Es un desgraciado mazo con pinchos —protesté abandonando la armería.
—No mata a nadie a menos que aciertes muy bien en la cabeza. Su efecto es más, mental, como un hechizo —explicó con un tonito sabiondo. Ajustó el mazo en su cinto y me siguió hasta las caballerías. Ya para ese momento el pueblo estaría reunido.
Eneth y las demás capitanas se encargarían de sus respectivas poblaciones.
—Ya, si no mata, ¿para qué sirve? —inquirí una vez que abandonamos el campamento.
—Es una herramienta muy útil para hacer prisioneros. Quieres información sobre Gaseli ¿No? Esta es una gran oportunidad. Atraparé un par de asquerosas ratas de Luthier —juró y luego agregó con tono seductor—. Solo para ti, comandante.
—No juegues con eso —mascullé.
—Sabes lo que se viene ¿No? Nuestro gran Banquete y luego efusivas demostraciones de amor y entrega, pues no sabes si vivirás para ver el siguiente atardecer —continuó con ademanes poéticos.
Gruñí, adoraba los banquetes por la comida y la música, pero cuando mis guerreras empezaban a desaparecer en las esquinas, o peor, a acercarse demasiado, era mi señal para retirarme pacíficamente a mis aposentos.
Cyrenne continuó con sus bromas y chistes hasta que llegamos al pueblo. Sabía que lo hacía para distraernos a ambas de los pensamientos oscuros que amenazaban con invadirnos. Se acercaban tiempos difíciles y teníamos sobre nuestros hombros una carga muy pesada.
El pueblo se encontraba reunido frente a la posada de Denise. Podía divisar su castaña cabellera bailando entre la multitud, sirviendo vino especiado y queso entre los asistentes. No tenía por qué hacerlo, pero era un gesto que agradecía.
El bullicio se detuvo en el momento que escucharon el paso de nuestros caballos. Algunos rezagados se apartaron del camino y otros tomaron las riendas para guiarlos hasta el cerco que rodeaba la pequeña terraza de la posada, un lugar atiborrado de mesas para aquellos comensales e inquilinos que desearan disfrutar del buen clima.
Agradecí la ayuda y bajé de un salto de Huracán. Cyrenne me imitó, bajó con absoluta gracia de su yegua negra, Tormenta. Ambos caballos juntaron sus morros y relincharon por lo bajo.
—Si tu caballo se acerca a mi yegua, lo lamentarás —espetó medio en broma medio en serio.
—Está en la edad perfecta, Cyrenne y se acerca el celo de Tormenta, solo piénsalo, de ambos podemos obtener un buen potro.
—Dejarás a Tormenta inútil para el combate. Ambos son caballos de guerra y lo sabes.
Asentí, Cyrenne tenía razón. Debería buscar alguna yegua de transporte para Huracán. Si teníamos suerte nacería un potro fuerte. Sacudí la cabeza, estaba dando largas a hablar con el pueblo. Era ahora o nunca, no podía tenerlos esperando hasta que se ocultara el sol.
Con paso firme subimos los cinco escalones que llevaban a la terraza de la posada. Cyrenne se mantenía a mi lado y un paso por detrás. Era una posición que le permitía vigilar al pueblo sin descuidarme o sin dar a entender su rango.
—Gente de Erasti —empecé—. Ante todo, quiero extender mis saludos a este pueblo de valientes y pioneros, pocos pueden reunir el coraje de abandonar la seguridad de las murallas para venir a vivir en estas desoladas tierras sin mayor protección que un ejército. Espero ser digna de tal confianza. —Incliné levemente la cabeza—. Lamentablemente, lo que me trae ante ustedes son malas noticias. —Un murmullo colectivo se levantó, primero pequeño y luego más grande, en un crescendo incontrolable—. La reina Katiana ha muerto.
Un grito de horror se dejó escuchar, el murmullo dejó de parecer una pequeña ola contra la playa para convertirse en un volcán en plena erupción. Levanté una mano para acallar la multitud, pero era casi imposible.
—El ejército de la frontera y las partidas de exploración harán todo lo posible por protegerlos, ese es nuestro trabajo —aseguré—. Pero deben tomar precauciones. Sé que las armas son costosas, pero deberán hacerse con al menos dos por familia, pueden completar con cualquier herramienta de granja, una hoz, un rastrillo, cuchillos, una pala afilada, todo vale. Manténgalo a mano. Designen un lugar seguro para esconderse, un sótano o un ático, si saben disimular las entradas, son excelentes escondrijos. Enseñen a sus niños a guardar silencio y a ocultarse sin chistar.
Mientras me explicaba y miraba cómo el pueblo se agitaba cada vez más, pude divisarla. Se encontraba en las últimas filas, con Axelia en brazos, Demian y Airlia la flanqueaban, sus posturas eran desenfadadas, sus expresiones alertas y preocupadas, destacaban como dos lobos entre un rebaño de ovejas aterradas.
Nuestras miradas conectaron por unos instantes, unos que parecían hechizados por el embrujo de una poderosa maga. Que mis piernas temblaran no era culpa de la cercanía del mazo de Cyrenne y que mis labios hubieran perdido toda retórica no lo provocaba la expresión de decepción y miedo en el pueblo.
Comprendí entonces que aquella ensoñación podía ponerla en peligro. Me obligué a romper la conexión y enfoqué mi mirada sobre la multitud. Debía calmar sus miedos, asegurarles que todo estaría bien y que tomar precauciones no era fatalista, sino una medida lógica en caso de problemas.
Quizás fue el momento de ensoñación, o la presión de controlar a un pueblo, pero casi se me escapó del rango de visión un grupo de cuatro personas, no podía decir si eran mujeres u hombres, llevaban capas y aunque trataban de no ir juntos, era evidente que tenían un destino similar. No había tantas calles en este pequeño pueblo como para separarse.
—Cyrenne, ese grupo —susurré a mi segunda. Ella, en un alarde de gran disimulo evitó mirarlos directamente—. Síguelos, algo traman y quiero saber qué.
Sin saludar y tras esperar unos instantes a mi lado fingiendo escuchar lo que decían los pobladores, bajó del improvisado estrado y se perdió entre la multitud.
—Luthier nunca pierde el tiempo, les encanta tropezar con la misma piedra, atacarnos cuando muere una reina. Pero como en el pasado, les demostraremos lo equivocados que están —animé al pueblo y observé con satisfacción como los gritos aguerridos se levantaban, combatiendo el miedo y la desesperación, después de todo, solo tenían la oportunidad de luchar por lo que tenían.
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