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Luz y sombras


El contacto de los brazos de Kaira al rodear mi cintura me distrajo de mis planes, venganzas y cavilaciones. Recordé de pronto que estaba en casa, con ella. Tomé aire y esbocé una débil sonrisa, mi interior era un torbellino de pensamientos y sentimientos, pero no tenía por qué dejarlo escapar en nuestro hogar.

—Me haré cargo de Axelia —intervino Demian. Tomó a la bebé y Kaira se despidió de ella con un gran beso en su frente—. Supongo que necesitan algo de tiempo para ustedes. —Antes que pudiéramos reaccionar a sus palabras desapareció por el pasillo.

—No sabía que venías, quiero decir... —Kaira dejó caer sus hombros —. Tenía miedo de perderte y solo me regocijaba en el hecho de que ninguna de tus guerreras había venido a traer malas noticias.

—Ey, no vas a perderme —levanté su barbilla con una de mis manos—. Tal vez deba ausentarme con frecuencia, quizás más de lo que sería lo mejor para ambas, pero dicen que el amor que se hace esperar es el más fuerte de todos.

—No permitas que te ocurra nada, por favor. —Kaira dejó escapar sus lágrimas y temores ahora que no debía guardar la compostura ante Demian y Axelia. Rodeé sus hombros con mis brazos y le permití encontrar sosiego en mi pecho.

—Lo prometo, no dejaré que nadie me aleje de ti. —Besé sus suaves cabellos y me perdí en un momento en el aroma a lirios y el dulce toque de miel que identificaba como Kaira, pura y delicada Kaira. Debí de perderme tanto en su calor que dejé caer mi peso sobre ella por un instante.

—¡Oh! Es verdad. —Sus ojos brillaron angustiados—. Debes de estar agotada, quizás deseas descansar toda la noche ¡Tonta de mí!

—Kaira, estoy bien, en serio. —Apreté su cuerpo contra el mío. Algo en su calor me devolvía las energías que creía perdidas. A su lado bien podía pasar cuarenta días y cuarenta noches sin dormir.

—Entiendo. —Sus ojos se fijaron en los míos con inusual firmeza—. Entonces, creo que, por los chicos, deberíamos llevar esto a la habitación.

Mi agotada mente pasó por alto sus palabras y en cambio, se mostró complacida cuando ingresamos a nuestra habitación. La cama lucía atractiva en extremo atractiva y por un instante el contacto de las suaves, pero firmes manos de Kaira contra las hebillas de mi peto se antojó una prisión insoportable ¿Qué más daba dormir con mi armadura?

—Lo había olvidado, supongo que aquí funciona igual. —Sonrió con cierto nerviosismo mientras dejaba mi peto en el suelo y liberaba mis manos del peso de los guantes—. Aunque. —Un delicado sonrojo cubrió sus mejillas—. Así lo prefiero más.

Sus manos terminaron de liberar las hebillas y seguros del talabarte. Depositó mi espada contra la mesita de noche y me ayudó a patear mis botas fuera de mis pies.

—Kaira, no es necesario —protesté—. Puedo desvestirme perfectamente bien sola. He pasado días con todo esto encima.

—Eso no importa —sus manos se deslizaron por la cinturilla de mi pantalón, liberó los cordones y pronto un enredo de tela se agolpaba a mis pies—. No cuando mereces una adecuada bienvenida a casa. —De nuevo sus labios formaron aquella extraña sonrisa llena de nervios y otros sentimientos que no podía identificar del todo en la suave penumbra de la habitación.

A mis pantalones siguió mi camisa de lino. Las manos de Kaira delinearon mis músculos, cicatrices y cortes con precisión, con cuidado, como si pudiera fracturarme en cualquier momento. Mi piel vibraba bajo su contacto, si seguía así, desaparecería de mi cuerpo cualquier trazo de agotamiento.

—Ve a la cama, ya regreso —dijo de pronto. Obedecí llevada por la sorpresa. Por supuesto, Kaira solo estaba preocupada por mí. Debía alejar de mi mente cualquier pensamiento lascivo que pudiera tener. No era como las demás, como mis guerreras, quienes de seguro estarían celebrando la vida en el campamento. Me estremecí de solo pensarlo.

Sin embargo, cualquier superioridad moral tras la cual me estuviera escondiendo desapareció con la imagen de Kaira vestida solo con una túnica ligera de tul que poco hacía para ocultar sus atributos. Mis ojos ardieron, mi cuerpo entero se consumió ante tal imagen digna solo del regalo más puro de la madre naturaleza.

—¿Kaira?

Una risita mezcla de suficiencia y pudor escapó de sus labios. En sus manos llevaba una gran jofaina llena de un líquido que despedía un aroma dulce y afrutado.

—Sé que no estarás cómoda hasta deshacerte de toda la suciedad, pero acudir al baño en tu estado tampoco es agradable, así que lo he traído hasta ti. —explicó— ¿Esta bien? —inquirió cuando las dudas dominaron su mente.

—Claro que lo está, huele delicioso. —Mi mente justo en ese momento había salido por la ventana a dar un paseo. Mis labios y mi cuerpo habían tomado el control ¿Dormir? Eso podía pasar a segundo plano.

Dejó la jofaina en la cama y sus delicadas manos sumergieron un pañuelo en el agua para acto seguido escurrirla y deslizarla con cuidado en mi rostro, dejando a su paso piel reluciente y limpia, o al menos lo suficiente como para sentirme cómoda.

—Perfecta —susurró cuando terminó de arrancar la sangre, el hollín y el barro que cubría cada centímetro de mi rostro, mi cuello y mis manos.

Acto seguido dejó a un lado el pañuelo, sus manos rodearon mis mejillas y con un ímpetu que jamás le habría atribuido acercó mi rostro al suyo. Sus labios reclamaron los míos con un suspiro agradecido. Un rugido en mi pecho fue su respuesta. Rodeé su cintura con mis brazos y la acerqué a mi cuerpo.

El contacto de sus curvas con las mías liberó las cadenas que había impuesto a mi mente. Era como si todas las emociones vividas en las últimas horas reclamaran su legítimo territorio y en él se vieran transformadas en incontenible ardor, deseo, entrega y pérdida de control. Ella estaba viva y yo lo estaba, estábamos juntas y era lo único que importaba. El resto del mundo podía irse al carajo, en ese momento no me importaba nada más que el latido de su corazón contra el mío.

Mis manos rodearon sus caderas y llevaron su peso bajo el mío con ímpetu. Ahogué su grito de sorpresa con mis labios. La pierna de alguna de las dos pateó la jofaina y el estruendo del bronce contra el suelo y el salpicar del agua nos arrancó risas cómplices.

—Vas a despertar a los chicos —bromeó Kaira con los ojos tan brillantes como los dos primeros luceros de la noche.

—Entonces no hagas ruido —susurré contra su cuello antes de reclamarlo como lo que era: mío.

Aquella ínfima pieza de tela tuvo una vida ridículamente corta sobre su piel. Su calidez me llamaba como un oasis a un viajero en el desierto y mi vida había sido el más ardiente y feroz de todos. El frío de inicios de invierno se colaba delicado y feroz a través de la ventana, pero poco podía hacer ante el fuego de nuestra piel, mis manos calentaban cada centímetro de su piel como si de brasas se tratara y las de ella no se quedaban atrás.

Piel contra piel, jadeos, más sonrisas cómplices y miradas cargadas de amor infinito fueron la antesala de ese momento único en el que por fin, luego de días de terrible espera pude volver a pertenecer a ella y ella fue mía. Su calidez parecía rodear cada parte de mi ser, anclándolo a la realidad y aún así, arrastrándolo hasta el paraíso. Sus gemidos eran el canto de la vida y sus dedos marcando mi piel eran las alas que necesitaba para volar hasta el amanecer y más allá, hacia donde se perdía el horizonte y acababa el mundo.

—No quiero perderte, no de nuevo —jadeó Kaira contra mi oreja antes de morderla con frenesí y bajar a mi cuello para marcar un camino de besos y mordidas que hablaban de desesperación, de deseo contenido y de miedo, como si mi cuerpo fuera a desaparecer bajo el suyo.

—No iré a ninguna parte. —clavé mis dedos en su espalda desnuda. El peso de su pierna contra mi centro amenazaba con enviarme a la gloria una vez más.

—Por favor, promételo. Júralo —exigió. Mi cuerpo se arqueó bajo el suyo. Tal vez porque en un instante se había adueñado de cada parte de mi interior, tal vez, porque nunca me había exigido nada con tal frenesí.

—Lo juro —jadeé. Sus ojos se clavaron en los míos y me dejé arrastrar por las verdes praderas que nacían en ellos, en los bosques y campos fértiles llenos de vida que eran para mí y solo para mí.

...

Demian llevó a Axelia a dar un paseo por los alrededores de la granja. Ambos caminaban en los límites del lugar, el joven tenía la estricta orden de no alejarse mucho más.

—Realizaré algunas averiguaciones y regresaré para cenar —aseguré a Kaira mientras subía a lomos de Huracán. Anthea lo había traído por órdenes de Cyrenne y esperaba por mí de pie junto a su corcel.

—Aquí esperaré —aceptó con una sonrisa. Se acercó a mi caballo, tiró de mi mano lo suficiente como para que mi rostro estuviera a su alcance y robó un beso de mis labios.

No pude evitar mirarla con cierta sorpresa. Desde la noche anterior Kaira no era Kaira. Al menos no aquella a la que me había acostumbrado, incluso había concedido a Demian y a Axelia una galleta extra antes de desayunar. Sus ojos no habían dejado de brillar y sus mejillas mantenían un sonrojo precioso y tierno que amenazaban con destruir mi autocontrol, si es que tenía alguno cuando ella estaba cerca de mí.

—No tardes.

—No lo haré. —hice girar a Huracán y lo espoleé con brío. No podía quedarme un segundo más, mis defensas perfectas habían sido aplastadas por aquel beso y solo deseaba subirla a mi caballo y llevarla a algún rincón abandonado del bosque.

Pronto Anthea me dio alcance.

—¿Una carrera, comandante? —invitó y agradecí la distracción.

—Sí, hasta el pueblo ¡Sígueme!

—No lo creo.

La energía de Huracán debajo de mí, su feroz galope, el sonido de sus cascos al golpear la tierra y mi cuerpo adaptándose a la velocidad fueron un alivio bienvenido. Libertad y contacto con la tierra.

Reducimos la velocidad al llegar al pueblo. Despeinadas y jadeantes aceptamos el empate. Anthea era una de las jinetes más veloces del campamento.

—¿Cuáles son sus órdenes comandante?

—Vamos a visitar la caballeriza. Tengo unas cuantas acusaciones de traición que hacer valer. Una cosa es dejarte llevar por el miedo y cazar a tus vecinos en el pueblo y otra es salir a caballo a cazar granjeros.

—No tenía idea —gruñó Anthea—. Tiene razón comandante y si me lo permite, creo que buscaban a Kaira. Estamos tratando con gente peligrosa, mentes que no dudan manipular para lograr sus objetivos.

—Eso me temo y quiero llegar al fondo de esto cuanto antes.

Alcanzamos la caballeriza y pagamos a la moza para que alimentara y cuidara de nuestros caballos. La observamos con fijeza y como dos halcones mientras lo hacía.

—¿Se les ofrece algo más? —inquirió nerviosa—. No suelo trabajar muy bien si los clientes me miran. Son caballos de guerra, los trataré como si estuvieran hechos de oro, señoras.

—En realidad sí. —Anthea y yo la rodeamos. Descansé mi mano izquierda sobre el mango de mi espada y la derecha sobre mi cadera. Anthea solo se cruzó de brazos—. Estamos interesadas en algo más.

—Oh. —La chica se sonrojó profusamente—. Bueno, no es algo que haga con frecuencia y espero que les sea suficiente el pajar. —Dejó su delantal sobre el muro del establo—. Si me dan un instante para prepararme estaré encantada de atenderlas ¿Las dos a la vez? Mi patrona llegará en un instante y le he prometido no traer más chicas al pajar.

—¿A cuántas has llevado? —La sonrisa de Anthea era cada vez más grande, parecía contenerse para no reír. Contuve un gesto de asco y sacudí la cabeza.

—No soy quien para juzgar tus métodos para ganar dinero. —Fingí pensarlo por un instante—. De hecho, si lo soy. Soy la comandante y si no me equivoco, no pagas impuestos por ejercer la prostitución y una caballeriza está fuera de los límites de su lugar de trabajo designado.

—Yo, yo, no pude contenerme, es difícil contenerse ante las guerreras que protegen nuestras vidas. No soy una prostituta, mi señora.

—No me digas así, no soy de una casa noble—espeté—. Vine aquí porque tienes algo que nos interesa.

—¿Qué podría ser?

—El registro de quiénes buscaron sus caballos durante el ataque.

—Yo, yo no llevo ese control, mi patrona si, ella, —miró por encima de mi hombro con nerviosismo—, ella estará aquí en cualquier instante.

—Tú entregas los caballos a sus dueños, conoces sus nombres. Llevas cuatro años trabajando aquí como aprendiz —presioné acercándome a ella. Anthea imitó mi acción, pronto ambas teníamos acorralada a la chica contra una de las esquinas del establo—. Algunos bestias vinieron a buscar sus caballos para cazar inocentes, quiero conocer sus nombres ¡Ya!

La chica brincó en el lugar, llevó las manos a su pecho y a su vientre, como si ocultara su desnudez y miró al suelo en sumisión.

—No sé de qué habla, comandante.

Había visto todo lo que tenía que ver. Compartí una mirada con Anthea, ella también lo había captado. Entre las dos sujetamos a la chica contra la esquina. Llevé mis manos dentro de su chaleco de cuero, rasgué la sencilla camisa de lino que otrora había sido blanca y tanteé entre sus senos. Anthea solo rasgó el cordón que sujetaba sus pantalones.

—Señoras, les dije que en el pajar...

—Calla—espeté. No quería pasar más tiempo del necesario con mis manos en ese comprometedor lugar. Por suerte di con lo que buscaba: Una bolsita de cuero tintineante, justo en el interior de las vendas de su pecho.

—He escuchado de prostitutas que lo tienen de oro, pero tú no tenías que llevarlo a la realidad, mocosa—la chica dio un grito a la par que Anthea extraía otra bolsa de cuero llena de monedas—. Supongo que es una nueva definición de dinero sucio.

—Tienes una oportunidad, una, —levanté un dedo para enfatizar mis palabras—, de salvar la vida. Si abro esta bolsa y encuentro una moneda de Luthier, da por perdida tu cabeza. Sabes qué quiero.

—Es la ganancia del mes, hay muchos ladrones en la zona, por favor, señora. —Los ojos de a chica estaban inundados en lágrimas de desesperación.

—Dime lo que quiero saber, eres demasiado joven para morir y necesitas años de vida para dejar de ser tan idiota.

—Encontrará monedas de Luthier, mi señora.

—¡Sandra! Creí haber dejado en claro que no aceptaría tus bajezas. —Interrumpió una voz de trueno—. Es evidente que tu mente olvida rápido y por eso pensé que tu espalda tendría una mejor memoria. —Una mano se cerró como garra sobre el hombro de Anthea y la arrojó de espaldas sobre un montón de heno—. Si quieres trabajar como una asquerosa prostituta ve a los bares, no a mi caballeriza. Ya veremos cómo te va cuando debas explicar el porqué de las marcas en tu espalda mocosa malagradecida.

Liberé a la chica, quien solo se encogió en el lugar, abrazó sus rodillas y empezó a llorar. Fijé mi mirada en su patrona. Era una mujer enorme, me sacaba al menos una cabeza y uno de sus brazos bien podía partirme en dos, casi nunca me topaba con ella en las caballerizas, pues estaba ocupada en su pequeña herrería forjando herraduras. Pese a las apariencias, era muy afable.

—¡Comandante! No la reconocí. Mis disculpas, pero esta mocosa me saca de mis casillas. —Dirigió una mirada confundida a Anthea y se apresuró a ayudarla—. Me sorprende encontrarlas aquí, no entiendo la situación...—añadió con diplomacia.

—Estamos interrogando a su aprendiz, es todo. —Empecé—. Tenemos ciertas sospechas y encontramos oro oculto en su cuerpo. —Le tendí la bolsa de cuero.

—Ella me entrega todos los registros y pagos al finalizar el día. Esta cantidad no tiene sentido. —Frunció el ceño al abrir la bolsa y ver su contenido. Su piel adquirió un tono rojizo, luego morado — ¡¿Qué significa esto, Sandra?! —Contrario a su feroz tono, depositó con suavidad una moneda de oro de Luthier en la palma de mi mano.

—Eso estaba por contarnos —dije con desenfado—. Habíamos negociado su vida y su libertad.

—No te quedará mucho de ambas cuando acabe contigo —rugió la feroz mujer. La chica solo se encogió aún más sobre si y sollozó.

—No es necesario ser violentos. No habrá ninguna pena para ti, Sandra. Solo tienes que hablar y estar dispuesta a testificar. —Apoyé una mano en su hombro con afabilidad.

—Discúlpeme, comandante, pero Sandra es mi aprendiz y tengo poder sobre ella.

—Lo sé, pero este es un caso que corresponde al reino —dije con firmeza—. Le agradecería que nos dejara a solas. Lo que ella pueda contarnos es información confidencial.

La dueña de la caballeriza asintió, regaló una mirada furiosa a Sandra y marchó en dirección a la herrería.

—Moriré si hablo. —balbuceó la chica.

—No, viajarás con nosotras al campamento y allí te protegeremos hasta que todo esto termine. Solo necesito nombres, Sandra.

Dirigió en mi dirección una mirada esperanzada. Anthea se acercó para escuchar, sacudía con sus manos los restos de heno que permanecían pegados a su pantalón.

—Fueron las senadoras—susurró.

—Eso es todo lo que necesitaba escuchar. —gruñí. Extendí un brazo en dirección a su otro hombro para confortarla— ¿Zilia y Dorea?

La chica asintió.

—Anteayer, fue cuando empezó el ataque. Llegaron las senadoras, con un grupo de cinco comerciantes. Exigieron sus caballos y marcharon a todo galope.

—Bien, levántate. Vendrás con nosotras y...

El zumbido de una flecha alertó mis oídos, mi antebrazo ardió como el sol. Un gemido ronco llevó mi mirada a la de Sandra. De su boca salía sangre, de la base de su cuello nacía el astil de una flecha que se extendía hasta mi antebrazo y lo coronaba un emplumado de ganso, el mismo que solíamos utilizar en el ejército.

—Maldita—rugió Anthea. Seguí la dirección de su mirada. El techo de la herrería. Solo alcancé a ver el revoloteo de una capa marrón.

—¡Ve!

Por suerte su caballo aún estaba ensillado. Anthea montó a toda prisa y partió en busca de nuestra misteriosa tiradora. Yo no podía moverme, cada leve movimiento de mi brazo arrancaba gemidos guturales a Sandra.

—Ey, vas a estar bien, tranquila—susurré. Sus ojos aterrados estaban empapados en lágrimas desesperadas. Su respiración era cada vez más rasposa. El astil no era tan grueso como para bloquear por completo su respiración.

Con mi mano libre tanteé su nuca y no pude evitar maldecir por lo bajo. Si lo que sentía era verdad, aquella jovencita estaba condenada.

—El... el... oro...

—No trates de hablar, concéntrate en respirar—susurré.

La desesperación en sus ojos me lo dijo todo. Cada vez le era más difícil respirar.

—No, el oro—la sangre de su boca borboteó—. Fúndalo y asegúrese que le llegue a mi madre, Silvia. Todos la conocen.

Silvia era una veterana del ejército. Sus viejas heridas le habían impedido cultivar la tierra o hacer algo de provecho con su vida. Y sobrevivía a la ceguera de la mano de su esposa y de su hija.

—Así lo haré, el oro llegará a tu madre—prometí.

Al parecer eso era todo lo que necesitaba Sandra para dejar de luchar y dejarse ir con la sencillez y suavidad de una pluma. Había visto mucha gente morir en mis brazos o a mis pies, pero la sensación de sobrecogimiento que me invadía al ver la luz desaparecer de sus ojos se repetía con la misma fuerza de la primera vez.

Cerré sus parpados y como ya no tenía temor a lastimarla, concentré mis fuerzas en partir el astil de la flecha. Era un infierno hacerlo en la posición en la que me encontraba, pero no era momento de ser vulnerable. Tenía que atrapar a la asesina y desvelar todo de una vez por todas.

La vida de Kaira y de todas las refugiadas dependía de ello. 

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