Corrupción
Las guerreras que habían pasado la prueba se reunían en pequeños grupos y celebraban con jarras de vino en sus manos. Algunas aún estaban sumergidas en las aguas tibias del baño y otras apenas y abandonaban la enfermería. Por suerte este grupo no se había detenido a resistir demasiado, la gran mayoría había optado por acabar con todo antes de verse imposibilitadas de hacerlo. Cada cohorte era diferente y esta había internalizado muy bien una de las máximas de la frontera: Si te quedas atrás y eres capturada, no esperes un rescate.
Ninguna parecía echar en falta a Dasha o a Airlia. Todas estaban demasiado ocupadas en sus celebraciones personales, en comer y beber hasta que sus cuerpos cedieran ante el abuso.
Yo no podía hacerlo. Había confiado la vigilancia de Airlia a las guerreras más antiguas y fieles. Había dejado en el interior de la celda a dos guardias de diferentes cohortes que apenas y se conocían, así reduciría el riesgo de cualquier complot. Ambas tenían la orden de mantener con vida a nuestra prisionera, aunque no compartí con ellas la razón detrás de su condena y Airlia tampoco lo haría, estaba amordazada con firmeza.
—Debería celebrar, comandante —susurró Anthea en mi oído. Había abandonado mi despacho solo para regresar con dos jarras de vino, una bandeja con un muslo de cerdo asado y manzanas y tomó asiento a mi lado—. Al menos para no levantar sospechas.
—No puedo hacerlo, siento que dejé a mi familia en manos de una lunática. —Apreté mis dedos en torno al vaso—. Una salvaje que pudo hacerles cualquier cosa. —Tragué la bilis que subió a mi garganta con un largo trago de vino especiado.
—Pero no lo hizo. Justo ahora tiene al eslabón perdido, la mejor opción para descubrir a las traidoras y demostrarle a Appell que debe acabar con la nobleza de una vez por todas.
—Acabar con la nobleza —suspiré y miré el techo de mi despacho—. No lo hará, si, aunque apunten una daga al cuello de Senka. Son la base misma de nuestro reino.
—No entiendo por qué es tan complicado, quiero decir, es tan fácil como borrarlas del mapa y quedarte con sus riquezas. —Cortó un gran trozo de cerdo asado con su daga y lo llevó a su boca.
—No, porque en un par de años tendrías a una nueva generación clamando venganza. Además, la historia de Calixtho es motivo de alabanza para el pueblo, las casas nobles descienden de la sangre de las seis grandes. Eliminarlas sacudiría las bases de nuestra sociedad.
—Oh ¿Y qué hará la reina? —inquirió Anthea pinchando una manzana asada—. Porque yo no desearía tener tal gentuza en mi reino.
—Lo solucionará en privado. Quizás penas de prisión o exilio para las cabecillas. Si damos con ellas.
—Oh, es fácil dar con ellas, Athanasia, Iria y Dreama. Las capturas, las llevas a palacio y con ayuda de Airlia las haces confesar sus penas. Ugh, si hasta la casa de Cyrana está metida en esto. Y pensar que es considerada una casa bastarda. No entiendo porque cooperarían juntas.
—Viajaré antes. Me entrevistaré con la reina. Airlia firmará su confesión y usará su sello en ella. Así no tendré que llevarla conmigo.
—Oh vamos, un sello de una casa bastarda utilizado por una supuesta traidora. Cualquier abogada de Lykos derrumbará esa acusación antes que llegue a oídos de la reina.
—Y por eso pediré una audiencia privada. No permitiré intermediarios entre nosotras —sentencié con seguridad—. Luego presentaré la confesión en el Consejo de Comandantes, a partir de ahí será problema de Elena y la reina.
—Me parece bien, pero ¿Aun quieres que te siga un pequeño contingente?
—Hemos descubierto a la traidora entre nosotras, no sabemos si existen más y no podemos arriesgar nuestra ventaja con un plan para capturarlas. Saldré esta misma noche.
—En ese caso, debemos convencer a Airlia. —Anthea sonrió y limpió el filo de su daga con una servilleta—. Será divertido.
Aparté los restos de la cena y redacté a toda prisa la confesión de Airlia y una copia. En lo profundo de mi corazón sentía una especie de opresión, una advertencia que solo se alivió al escribir aquella copia.
—¿Por qué has redactado dos?
—Una será para ti. Partirás una semana después y solicitarás audiencia con la reina. Tu nombramiento como segunda al mando aún no ha llegado a Ciudad Central, así que no sospecharán demasiado de ti y cuando lo hagan, estarás a salvo en la primera muralla. O eso espero. Si tienes sospechas, envía a una guerrera de tu extrema confianza, Anthea, esto es fundamental. —Agité el pergamino—. Esta copia debe llegar sea como sea.
—¿Asumes que algo puede ocurrirte en el camino? —inquirió con nerviosismo en la mirada.
—No lo asumo —doblé ambos pergaminos, tomé la cera para el sello y mi capa—. Sé que va a ocurrir algo.
—Entonces ¿Por qué partir en solitario? Lleva al ejército, Anteia —gimió Anthea con desesperación.
—Porque es la única manera de acabar con todo esto. Si llevo al ejército las arriesgaré a una emboscada o peor, dejaré desprotegidas estas tierras que juré defender. Esas traidoras tienen ojos y oídos en todas partes, Anthea. Justo ahora pueden estar esperando el pequeño contingente que va a seguirme. No, debo hacer esto sola, arriesgarme y esperar lo mejor. —Sacudí mi cabeza. Era la única manera y aunque mi corazón pesaba lleno de amargura y terror, no había otra manera de dar a conocer el complot de la aristocracia a la reina, a cuyos oídos toda información llegaba filtrada por el Senado y las nobles.
—Anteia, comandante, por favor, piénselo mejor —Anthea tomó mis manos y me miró con auténtico terror—. Lo que va a hacer es una misión suicida.
—Estarán entretenidas con un pez gordo. No desaproveches la oportunidad. —Tomé sus hombros con mis manos y los apreté con afección—. Anthea, así son las cosas en estas tierras.
Anteia asintió por fin y un velo de firmeza cubrió sus ojos. El deber era, después de todo, lo único importante en nuestras vidas.
Regresamos a los calabozos y ordenamos a las guardias que esperaran afuera. Airlia colgaba laxa de las cadenas, dormitaba y de vez en cuando mascullaba contra la mordaza. Anthea procedió a derretir la cera y yo desperté a nuestra prisionera con ayuda de un balde lleno de agua helada. Surtió efecto de inmediato. Airlia gruñó su protesta y balbuceó una serie de insultos y maldiciones al verse arrancada del apreciado alivio que brindaba el sueño en una mazmorra.
—Vas a firmar tu confesión, por tu honor y el de tu casa —susurré en su oído y deslicé fuera de su cuello la cadena donde llevaba colgado el anillo con el emblema de su casa: una serpiente rodeando con sus anillos un atado de armas diversas—. Lo harás con tus propias manos y tendremos en consideración algo de misericordia durante tu ejecución.
Anthea se acercó a nosotras con un pequeño cuenco lleno de cera líquida roja. Acercó ambos pergaminos a los ojos de Airlia y yo solo acerqué una antorcha a su rostro para que pudiera leer. Frunció el entrecejo y se negó con una sacudida de su cabeza.
—Esto las hundirá ¿No es eso lo que querías? —espeté— ¿No quieres enmendar tu error? ¿Hacer algo bueno por las tierras que defenderá Dasha?
Sus ojos se llenaron de lágrimas al escuchar el nombre de su ex novia. Sabía que Dasha ahora lucharía por la libertad de estas tierras que ella había querido entregar en manos enemigos y que posiblemente sería víctima de sus planes para acabar con la libertad y la paz, con el futuro del muro que año a año se acercaba metro a metro a su final.
—Si firmas tendrás mi palabra de que nada le ocurrirá. La enviaré a servir en la ciudad de Calix, estará a salvo detrás de la muralla y el único peligro al que podrá verse expuesta será a la batalla entre los terratenientes y capitanes de navíos que atracan en sus puertos.
La mirada de Airlia se dulcificó en un instante. En el fondo deseaba la seguridad y bienestar de Dasha. Su plan solo había traído desolación y violencia a estas tierras, una contradicción que debía estar corrompiendo sus entrañas. Finalmente, cedió y asintió con gesto derrotado.
Liberé una de sus manos para que pudiera tomar el anillo. Anthea dobló ambos pergaminos y vertió la cera roja. Con una mano temblorosa y manchada de sangre seca, Airlia estampó el sello de su casa y luego tendió su palma en nuestra dirección. Anthea realizó un pequeño corte con su daga, con la suficiente profundidad como para que la sangre manara libremente y Airlia dejó caer tres gotas sobre cada sobre, rodeando el sello. Volví a atarla y la dejamos en compañía de las guardias.
—Si algo le ocurre, responderán ante el Consejo de Comandantes —advertí a las dos jóvenes guerreras.
—Sí, señora —aceptaron ellas.
Regresé al despacho y preparé mis armas y armadura, así como mis alforjas con algunos alimentos básicos para el viaje. Anthea observaba mis movimientos desde la puerta, con su pergamino oculto en el interior de su peto. Era el lugar más seguro, uno del cual nadie podría robar y que significaba que estaba dispuesta a dar su vida por él, lo sabía, porque el mío descansaba justo sobre mi corazón.
Al tomar mi espada la pulsera que alguna vez Kaira me regaló danzó ante mis ojos, sus colores estaban desgastados, pero no por ello había perdido belleza el tejido. Suspiré, no podía irme así como así. Sin explicaciones.
—Quédate en el despacho, si te ven siguiendo mis pasos sospecharán —susurré a Anthea antes de salir.
—Buena suerte, comandante —respondió ella por lo bajo, tomó mi antebrazo con firmeza, en un saludo que tenía sabor a amargura, a despedida y a duelo.
—No, buena suerte, comandante.
Antes de perderme en la oscuridad, visité la armería y me hice con un escudo y una espada extras. Huracán relinchó con entusiasmo al verme llegar a su lado cargada de alforjas.
—Oh no, viejo amigo, tu solo me acompañarás hasta el pueblo. Necesito un caballo de correos, uno rápido, no musculoso —expliqué mientras preparaba la montura en silencio. Todas estaban distraídas con el banquete, todas menos las guardias de las puertas y las torres de vigilancia, que no preguntaron nada al verme marchar. Estaban habituadas a hacerlo.
Solo cuando me sentí arropada por la noche me permití temblar. Mis ojos pesaban y mis manos se sentían agarrotadas ante el frío que se originaba en mi pecho. Como si tuvieran mente propia mis manos guiaron las riendas de Huracán hacia el este y en tan solo unos instantes me encontré frente a la granja de Kaira. No podía marcharme y dejarla desamparada, solo rogaba porque quien quiera que pudiera estar tras mi pista la dejara en paz.
—¿Anteia? —Kaira abrió la puerta y frunció el ceño al verme armada hasta los dientes— ¿Qué ocurre cariño? ¿Nos atacan? —Su faz palideció. Negué con la cabeza y di un paso al interior cálido de aquella vieja cabaña que amaba tanto como sus ocupantes.
Con delicadeza acuné las mejillas de Kaira entre mis manos y clavé mis ojos en los suyos, verde contra marrón, miedo contra decisión. Mis labios hablaron por mí, descendieron sobre los de ella en una danza suave y llena de necesidad. Sus manos rodearon mis caderas y con paso seguro la guie junto a la chimenea, atrapé su cuerpo con el mío, sacudí mis manos para liberarlas de los guanteletes y enterré mis dedos en su cabello.
Cada uno de sus suspiros era el aire que necesitaba para respirar y del cual me había sentido privada desde que había conocido la verdad. Sus labios eran todo lo que necesitaba para seguir viva, para sentir que mi corazón latía por algo más que frío y rígido deber. Apoyé mi frente en la suya y rocé nuestras narices con ternura, estaba por perder la lucha por contener el temblor de mis labios y no podía ceder, no quería quebrarme ante ella.
Busqué con mis labios su cuello, su dulce aroma a manzanas y menta se mezclaba con el de las especias que había usado para preparar la cena. Una que habría saboreado de no cargar con toda la frontera en mi espalda.
—Tócame —susurré contra su oído—. Por favor, Kaira.
—¿Anteia?
—No hay tiempo, no hay mucho tiempo, yo solo... —sacudí la cabeza. No estaba pensando con claridad—. Disculpa, no tienes que hacerlo. —Robé un beso a su mejilla y me aparté medio paso para no continuar aplastando su cuerpo contra la pared.
—¿Qué sucede? —Sus dedos acariciaron mi cabello despeinado—. Estás diferente, no sueles llegar a casa en esas condiciones. —Un tierno rubor cubrió sus mejillas—. Me sorprende y me agrada, pero no puedo evitar pensar que algo ocurre en esa cabeza tuya, mi amor. —Acarició mis sienes con ternura, provocando que un ligero cosquilleo reavivara el desesperado deseo por sentirme viva y junto a ella una vez más, una última vez.
—Solo es el deber —admití—. No puedo decirte mucho más. —Silencié sus labios con uno de mis dedos—. No sin ponerte en riesgo a ti y a los niños.
—Entonces no lo hagas —jadeó. Sus manos encontraron las mías y nuestros dedos se entrelazaron. Suavidad contra rudeza, delicadeza contra firmeza, éramos tan diferentes y, sin embargo, éramos dos piezas destinadas a estar juntas.
—Mi soledad cayó frente a tu amor —murmuré a la par que me dejaba caer de rodillas frente a ella—. Pero nuestro amor cae ante mi deber, Kaira y no quiero que eso sea así. Quiero que seas mi deber y mi futuro, que seas mucho más que un simple amor de la frontera, una amante o una novia. —Liberé del talabarte la segunda espada y desabroché el escudo. Coloqué la espada entre las dos cintas del escudo y así se los entregué en sus manos—. Deberían ser míos o al menos, comprados por mí. Son de la armería del campamento y soy la comandante así que, técnicamente son míos. —Una risa nerviosa escapó de mi garganta—. Lo que quiero decir es... Kaira ¿Te casarías conmigo cuando regrese de esta misión?
Tuve que apartar mi cabeza y atrapar el escudo antes que diera contra el suelo. Los dejé a un lado solo para sentir el peso de Kaira caer sobre mí y sus labios reclamar los míos con renovado brío.
—Sí, sí y si —suspiró entre besos—. Oh, no tenías por qué estar nerviosa por eso. Sabías que mi respuesta siempre es y será sí.
—No soy una bruja —bromeo y le regreso el beso rodeando su cintura con mis brazos para acercarla aún más a mí— ¿Dónde están los niños? —inquirí. No quería que nos encontraran en una posición tan comprometedora.
—Están durmiendo, es bastante tarde ya. Por eso me sorprendió verte. —Acunó mi rostro solo para volver a besarme.
—Eso basta para mí —suspiré y me dejé llevar. Justo sobre las pieles que hacían del suelo cerca de la alfombra el lugar más cómodo de la casa, o tal vez era la presencia de Kaira a mi lado, el calor de su piel, su sabor, sus besos y la oscuridad de su mirada perdida en el deseo y la entrega.
Piezas de armadura, cada arma que escondía en mi cuerpo, cada broche, correa, cadena y seguro cedió a sus dedos habilidosos. Su vestido de estar por casa no sobrevivió al ardor y al deseo de mis dedos. Quería redescubrir su piel y se encontraba en mi camino, le compraría mil más solo para romperlos mil y una veces.
Rodamos en una lucha silenciosa y apasionada por el control de aquel momento, le permití tomar el control de mi cuerpo, de mis sentimientos, de mis gemidos y jadeos, del ritmo de mi corazón. Ella a cambio me dejó perderme en la seguridad de su calidez, en la dulzura de su cuerpo, en la deliciosa sensación de su interior dándome la bienvenida una y otra vez. No sabía si volvería a sentirla así, mía, única y totalmente mía. Ella era la única persona que deseaba tocar en este mundo, la única que era capaz de hacerme perder el control, sincerar mis sentimientos y dejar de lado todo tipo de barreras.
—¿No te quedarás? —murmuró contra mi pecho.
—No puedo —respondí y tragué el nudo en mi garganta. La dura comandante regresaba de nuevo a mí—. Pero regresaré, me espera una boda —besé su coronilla.
—Más te vale hacerlo —balbuceó ella entre bostezos.
—Duerme mi amor.
Kaira cayó enseguida en un sueño tranquilo y sosegado. Me levanté solo cuando estuve segura que no iba a despertar. En silencio y con suma cautela volví a vestir mi armadura. Estaba por colocar mi capa sobre mis hombros cuando me detuve a mirarla por un instante más. Su cabello despeinado, sus ojos tranquilos y serenos, el suave subir y bajar de su pecho. Cerré las ventanas y la cubrí con mi capa. Mis dedos temblaron y tuve que cerrarlos en puño para detenerlos. Sí, podía ser una misión suicida, pero no iba a manchar su recuerdo con tan agrios pensamientos.
Recorrí la casa hasta llegar a la habitación de Demian. Dormía profundamente. Alboroté su cabello y terminé por cubrirlo con las sábanas que de seguro había pateado en sueños.
—Cuida de Kaira, Demian.
Axelia dormía completamente abierta como una pequeña estrella, sus pequeñas manos en puños y sus labios fruncidos en un puchero. Su cabello empezaba a llegarle ya hasta los hombros y amenazaba con ser tan desordenado como el de su madre.
—Vas a estar bien, Axelia, me aseguraré de eso —prometí mientras apoyaba mi mano en su pequeño pecho—. Solo, no vuelvas loca a tu madre ¿Si? Y no des problemas a la guardia, no sé quién quedará por comandante, pero espero tenga paciencia con las pequeñas como tú.
Cada paso fuera de aquella granja se sentía más difícil que el anterior. Necesité de cada gramo de fuerza para apartar mis manos del rostro de Kaira y no despertarla con mis caricias.
—Te amo, no lo olvides, por favor.
Ya fuera de la granja busqué una capa cualquiera en las alforjas de Huracán y la ajusté sobre mis hombros antes de subir a la silla y espolearlo para que iniciara un trote suave. Necesitaba parar en el pueblo para pedir un caballo al servicio de correos. En las caballerizas cuidarían de Huracán hasta que el campamento lo reclamara.
—Estas no son horas de pedir un caballo veloz, comandante —protestó la dueña del lugar mientras tendía en mi dirección un pergamino para que lo firmara. Debía entregarlo en el siguiente puesto para pedir el siguiente caballo y dejar este a su cuidado.
—Asuntos urgentes, me temo —me excusé antes de tomar las riendas del estilizado y fuerte caballo negro que había rentado.
—Siempre lo son en la frontera —masculló la mujer antes de cerrar la puerta casi en mi nariz.
—Que amable.
Cabalgué durante toda la noche y parte del día siguiente, ya la muralla de Erasti se alzaba ante mí, imponente, cuando decidí detenerme un instante para comer y descansar. No había ocurrido nada, aún, pero lo cierto es que me quedaban dos semanas de viaje en las cuales cualquier cosa podía pasar.
Crucé a Erasti en tiempo record y cambié de caballo en su puesto de correos. Ahora un corcel marrón con manchas blancas era el responsable de llevarme a toda velocidad a través del poblado de Kit y hasta la ciudad de Casiopea. No hacía tanto frío, así que no necesitaba desviarme hacia las montañas para cortar el feroz viento invernal.
Cerca de los límites de la muralla de Casiopea decidí descansar. Era noche cerrada, el caballo resoplaba agotado y yo ya sentía los músculos y los huesos rígidos debido al viaje. Eran tierras seguras, aunque había pocas granjas a mi alrededor, el lugar se notaba bastante más activo y menos solitario que las tierras de Lerei.
Supe que algo iba mal cuando escuché el indiscutible sisear del metal cuando una espada es desenvainada y el relincho aterrado del caballo. Me levanté de un salto y los vi, eran al menos una decena, todos cubiertos por capas, con los rostros ocultos detrás de capuchas y pañuelos.
—Vaya, tardaron en llegar —dije al desenvainar y mis atacantes compartieron una mirada—. Si, los estaba esperando, vamos, hagan su trabajo y terminen pronto. Solo tengo una petición, si van a hacer algo, háganlo rápido.
Espada contra espada, dagas contra mi escudo y flechas que salían de la oscuridad. La frontera me había acostumbrado a las luchas desiguales, a las armas que pasaban rozando tu cabeza o se clavaban con violencia en la madera de tu escudo, a sentir la muerte en cada latido y a burlarte de ella con cada bloqueo. Sin embargo, todos tenemos un límite y cuando los cadáveres ya se acumulaban a mi alrededor, mi sangre corría fuera de mi cuerpo de heridas que era incapaz de contar y mi escudo había cedido ante los impactos, una última figura se acercó a mí, le seguían cinco más.
—Una buena batalla, comandante Anteia, pero es hora de rendirse y acabar con todo esto. —Una gran espada salió de su vaina y brilló peligrosa y letal ante la luz de la luna.
—Me temo que tu casa no lo sabe, Athanasia, pero en la frontera no nos rendimos.
—Entonces deberé llevarte conmigo en partes —amenazó.
—Tal vez necesite una demostración para creertus palabras.
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