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Confusión

Sentada en mi cama observé de nuevo el espacio abarrotado de mi habitación. Mi armadura nunca había pesado tanto. La presencia de Kaira en mi habitación me ponía extrañamente nerviosa.

—Espero no molestar—dijo abriendo la puerta con su codo. Me levanté a ayudarla, pues llevaba en sus manos a la pequeña Axelia, ya dormida—. No tienes que preocuparte por ella, casi duerme toda la noche.

—No es ningún problema, solo es una bebé—cerré la puerta y observé desde ahí como acostaba a Axelia en la cuna y la contemplaba con adoración. Tal vez, podría escurrirme y cumplir guardias nocturnas hasta que la situación se resolviera, si, no era necesario quedarme en este ambiente tan complejo.

Traté de separar mis labios para expresar mi excusa, pero un sonoro bostezo escapó de ellos. Kaira levantó la cabeza, la comisura de sus labios se alzó en una sonrisa silenciosa.

—No molestaremos, tienes que dormir—dijo con firmeza. Me encontré asintiendo a sus palabras y regresando a mi cama—. Dudo que quieras dormir con eso encima—señaló mi armadura en un ademán tan protector que me sentí repentinamente abrumada.

—Oh, no es problema, ya sabes, debemos estar preparadas en caso de una emergencia.

—No mientas—ordenó con firmeza y mis labios se sellaron. Se acercó a mí con los brazos en jarras y las manos en las caderas—. He visto muchísimas veces a Korina y a Ileana andar en pijama por la enfermería—se estremeció visiblemente, dándome a entender que incluso las había llegado a ver sin tan cómoda prenda de vestir—. Permíteme.

Antes que pudiera interceptar sus manos, estas hicieron contacto con las hebillas de la hombrera que protegía mi hombro izquierdo. Con dedos diligentes liberó mi brazo de aquella presión. Luego, bajó al peto, deshaciendo hebilla tras hebilla hasta separar uno de los extremos y sacarlo de mi cuerpo. Un extraño cosquilleo, mezcla de vergüenza y timidez paralizaba cada una de mis extremidades. Si alguien decidía matarme en ese momento, podría hacerlo y no me habría movido ni un milímetro.

Con cuidado liberó los brazales y luego, sacó mis manos de los guanteletes.

—Están heladas—murmuró sorprendida.

Tragué saliva. Los guantes eran cálidos, la razón detrás del frío en mis manos era puramente emocional. Seguramente la sangre estaría acumulada completamente en mis mejillas.

Tomó mis manos entre las suyas y las frotó con cierto brío para regresarles el calor. Luego, las acunó y sopló su cálido aliento sobre ellas. Una vez que estuvo satisfecha dejó mis manos y empezó a liberar la armadura que protegía mis muslos.

Para cuando iba a deshacerse de mis botas la detuve colocando una mano en su hombro. Aclaré mi garganta para ocultar el temblor en mi voz.

—Gracias, puedo continuar desde aquí.

—Por supuesto—asintió. Dio media vuelta y rellenó la jofaina de mi mesa de noche con agua caliente recién sacada del caldero ubicado cerca de la chimenea. Colocó un par de gotas de jabón líquido, una toalla limpia y se acercó a mí.

Agradecida arremangué mi camisa y hundí mis manos y hasta mis antebrazos en la jofaina. Luego, salpiqué mi rostro y me aseguré de lavar mi cuello y detrás de las orejas. Una risita detuvo mi ritual de limpieza.

—¿Qué? —a este paso mi rostro permanecería de un eterno color rojo.

—Su afán con la limpieza. En Luthier solo te bañas para eventos importantes, el resto del tiempo te conformas con un paño humedecido con agua tibia.

—Qué asco—fruncí mi labio ante la idea.

—Es algo sobre la vanidad, ya sabes. Es difícil adaptarme, aquí todas se bañan a diario e incluso se lavan cuidadosamente antes de dormir.

—Evita enfermedades. Y es mucho más cómodo—dejé a un lado la jofaina y sequé cada parte húmeda de mi piel.

—Lo encuentro, agradable—echó el contenido de la jofaina por la ventana—. Mi cabello nunca se había sentido tan suave.

Acarició su cabello con sus dedos, tenía razón, lucía mucho menos enmarañado y más sano. Aparté mi mirada y sin saber muy bien que hacer o qué responder busqué mi pijama en el armario. Arrojé la camisa usada hacia el cesto de la ropa sucia y me liberé de la prisión de las vendas que sujetaban mis pechos con firmeza. Deslizaba la camisa del pijama sobre mi cabeza cuando noté la penetrante mirada de Kaira sobre mí.

—¿Qué? —bajé la camisa sobre mi estómago.

Las mejillas de Kaira se colorearon y con prisas apartó la mirada. Luego, se metió a su cama y se cubrió con las sábanas. Sacudí la cabeza exasperada, era ella quien se había dedicado a quitarme la armadura con la delicadeza de una amante ¿Y ahora actuaba así ante mi semidesnudez?

Busqué unos pantalones sueltos, até la vaina de una daga sobre mi muslo y me deslicé bajo mis sábanas. La calidez y suavidad de la cama me dieron una agradable bienvenida. Si, necesitaba descansar. Solo debía apagar todas las velas que impedían mi reposo. No podía dormir en una habitación iluminada, así fuera por una mísera vela.

Me incliné sobre la mesa de noche para apagar las cuatro velas del candelabro que iluminaba la habitación.

—¡Espera! —su grito me sobresaltó y me llevó a sacar la daga que escondía bajo la almohada.

—¿Qué? —miré alrededor esperando encontrar un asesino en las sombras.

—¿Podrías dejar encendida una? —preguntó con tal vulnerabilidad en su voz que no pude negarme, aun cuando me sería imposible dormir con esa vela encendida.

Guardé la daga en la vaina y volví bajo las sábanas. Tal vez, si le daba la espalda a la vela, podría dormir en paz.

—¿Duermes armada? —su pregunta me distrajo de mi fiera lucha interna para dormir.

—Nunca sabes que puede pasar. Ser comandante en la frontera es un continuo peligro. La anterior comandante murió degollada en esta habitación. Es imposible conocer del todo no que puede estar tramando el ejército de Luthier.

Aquella respuesta debió de ser lo suficientemente firme y atroz como para mantenerla en silencio a causa del miedo. Estaba por disculparme y asegurarle que ahora estábamos a salvo cuando su voz alterada me hizo dar la vuelta y mirarla fijamente. Sus ojos miraban sin ver hacia el techo de la habitación, su expresión era indescifrable, una especie de terror y dolor vacíos que competían por un espacio en aquellos iris aceitunados.

—Luthier es un lugar desagradable—rompió el silencio por fin—. Mi padre me vendió por 30 monedas de oro y diez de plata a mi esposo—estrujó entre sus manos el material de las sábanas—. No paraba de decirme lo afortunada que era. Lo valiosa que era mi virtud—escupió con ira—. Desde ese día mi madre no volvió a sonreír. Lloraba cuando creía que no podía verla, se equivocaba en sus quehaceres. Por suerte, mi padre estaba muy ocupado utilizando el dinero en sus negocios como para notar la ropa demasiado almidonada o la comida quemada. No me habría perdonado si mi madre hubiera pagado por tales errores.

Me limité a mirar el techo de mi habitación ¿Qué podía decirle? La pena por su pasado de seguro no sería bien recibida.

—Ustedes no tienen ese problema, no saben lo que es vivir con un precio constante sobre sus cabezas, temiendo la noche en la que tu futuro marido espere encontrar sangre en su lecho, el temor de ser devueltas a casa aun cuando no faltaste a tu virtud—sorbió por la nariz—. Yo fui de las afortunadas. Mi amiga Agnes no tuvo tanta suerte ¿Sabes? La compró uno de esos hombres ricos, esos que compran chicas en matrimonio, las arruinan y las retornan a casa asegurando que no eran castas y que lo habían engañado. Exigía a la familia el regreso del pago o una retribución, un juicio a la chica por fraude. Como habías perdido tu virtud antes del matrimonio, el castigo era la muerte—bufó—. Lejos de defenderlas, preferían quedarse con el dinero. Después de todo, una hija casada ya no era necesaria en casa, no amortizaba la pérdida de ese dinero ni valía la deshonra.

—Eso es terrible—gruñí girando para descansar sobre mi hombro.

—La apedrearon hasta morir—hipó—. No utilizaron piedras tan grandes, prolongaron su agonía y—rompió en llanto, sollozos desgarradores que me partían el alma y me recordaban que solo a unos kilómetros se vivía un auténtico infierno.

Mi cuerpo actuó por cuenta propia, me deslicé fuera de mi cama y con cautela tomé asiento a su lado. En un instante sus brazos rodearon mi cuello y su rostro se enterró en mi pecho con tal ímpetu que terminé con la espalda sobre el colchón. Sus lágrimas empapaban el borde gastado de mi pijama, pero no importó ¿Cómo puede importar tal tontería cuando su corazón había sobrevivido a tantos demonios?

—No puedo asegurarte que todo estará bien—susurré contra su cabello. El suave aroma de un gel de baño mentolado y el delicado aroma a miel que desprendía su piel entrecortó mi lengua. No pude sino detenerme y abrazarla aún más ¿Por qué no dejaba de llorar? Mi corazón no podía lidiar con esta situación —. Kaira, estás a salvo ahora.

—No me dejes. No me dejes sola—gimió.

—No lo haré. No voy a ir a ningún lado.

—No permitas que me regresen a ese horrible lugar. No permitas que Axelia sea capturada—apartó su rostro de mi pecho y clavé sus ojos en los míos, la decisión y la firmeza brillaban con fuerza en ellos—. Por favor, prométeme que, si es inevitable, acabarás con su vida—rozó con los dedos mi cadera y mi muslo izquierdo hasta detenerse en la daga que llevaba atada en ese lugar—. Has un buen uso de tus armas y no prolongues su sufrimiento.

Un nudo se instaló en mi garganta. Aquella era la fiereza de una madre, dispuesta a proteger a su hija aún a costa de acabar con su vida si era necesario. No me veía en la capacidad de terminar con la vida de un ser inocente. Lamentablemente, si era capturada la vida que le esperaba era mucho peor que la muerte, por eso utilizábamos nuestras bayas. Una bebé o una niña jamás podría tomar esa decisión.

—Lo prometo—susurré, no podía alzar la voz, la solemnidad del momento se vería destruida, no tendría honor al cual aferrarme y me convertiría en una joven asustada de sus responsabilidades.

Kaira continuó aferrando mi cuerpo con fuerza, sus amargos sollozos fueron reduciéndose hasta convertirse en pequeños jadeos y sorbidos de su nariz. Luego de un momento, dejé de escuchar y mi cuerpo tomó el control del momento, no pude evitar caer dormida y sol fui medianamente consciente del instante en el que Kaira maniobró un poco para cubrirnos a ambas con las sábanas.

Un suave llanto me despertó justo al alba. En mi cuerpo aún se sentía la calidez dejada atrás por Kaira y su suave aroma, muy similar a la canela. Me desperecé bajo unas sábanas que no eran las mías y mi mente poco a poco recordó la noche anterior.

Esto no podía estar pasando. Bufé, era la comandante, no podía simplemente terminar en la cama de alguien más, menos cuando era una mujer vulnerable recién rescatada de Luthier. Enterré mis manos entre mis cabellos, esto solo podía complicarlo todo.

—Lo siento, es como un pequeño gallo, canta al ver salir el sol—se excusó Kaira malinterpretando mi gesto.

—No es un problema—negué, aunque deseaba en el fondo que aquella frase fuera verdad—. Me despierto a esta hora todos los días.

Tras un incómodo momento en el cual Kaira clavó la mirada en Axelia y se negó a levantarla mientras me vestía, salí al campamento. El fresco aire de la mañana llenó mis pulmones y animó mi espíritu. Tenía por delante un día muy complicado, debía organizar los equipos que empezarían las redadas y exigirían los cambios legales pertinentes en cada propiedad.

—Eso puedo hacerlo mientras desayuno—me dije al recibir el suave aroma de los huevos fritos y el tocino que provenía del comedor.

—Una noche de actividad siempre deja mucho apetito—bromeó Cyrenne colgándose de mis hombros de manera repentina con su brazo sano. De seguro había escapado de la enfermería—. Nunca te había visto ir directo al comedor sin pasar antes por la oficina.

—Primero, no tengo idea de que actividad te refieres y segundo, puedo hacer el trabajo mientras desayuno porque mi fiel segunda va a buscar pergamino y pluma.

Cyrenne frunció el entrecejo y murmuró un insulto por lo bajo. Liberó mis hombros y se marchó en dirección a la oficina. Bien, eso me daría unos segundos de paz.

—¿Pasó una buena noche, comandante? —bromeó la guerrera encargada de servir el desayuno mientras atiborraba mi plato de huevos, pan y tocino.

—Como todas, Gina, como todas—mascullé ¿Qué demonios pasaba con los chismes en este campamento?

Estaba por devorar ni desayuno cuando Cyrenne dejó caer su plato junto al mío y me acercó el pergamino, la pluma y el tintero. Le sonreí en agradecimiento y preparé todo para empezar a escribir.

—Mmm, estás dejando que Dasha y Airlia estén muy juntas—apuntó Cyrenne mientras mordisqueaba un trocito de tocino.

—Es el único arreglo que funciona, no puedo enviarlas a la zona más conflictiva del poblado. En los límites del mercado estarán bien.

—¿Segura que no deseas que las vigile?

—No, necesito una oficial con experiencia cerca de las posadas y en pleno mercado. Además, con un brazo herido no puedes hacer algo más que dar órdenes.

La advertencia de Cyrenne me dejó pensando mientras terminaba de desayunar. Dasha y Airlia juntas podría ser un peligro, pero debían aprender a trabajar juntas sin preocuparse en extremo por la otra.

Un revuelo en la puerta me sacó de mis cavilaciones. Giré en el banco y me topé con la afable sonrisa del anciano granjero Flavian, uno de los pocos hombres que podía entrar al campamento. Era de confianza, pero, aun así, mis guerreras tendían a seguirlo.

—¡Comandante! Un gusto encontrarla por aquí—dejó en el suelo los sacos que transportaba sobre su hombro—. Trigo y avena—señaló los sacos—. Hay más en la carreta. No es mucho, tal vez deba hacer otro viaje.

—No tiene nada de qué preocuparse, Flavian—me acerqué y lo ayudé a llevar los sacos al almacén mientras mis guerreras se encargaban de vaciar la carreta— ¿No viene contigo tu hijo? Ya es mayorcito para empezar a ayudar a su padre. Así podrá ganarse la confianza del campamento.

—Ese muchacho—sus ojos se iluminaron con una mezcla de amor y exasperación—. Tiene quince años, ya sabes, está en esa edad donde se cree un adulto, pero no asume sus responsabilidades—negó con la cabeza—. Dijo que iba al pueblo, que tenía algo muy importante que hacer. Le dije que no se metiera en problemas ¿Sabe? —acomodó un par de sacos de avena sobre unos estantes—. Está angustiado por la nueva ley, odia perder la granja. Ya sabe, él era el heredero legal por pertenecer a la tercera generación.

—No la perderá, solo debe casarse. Además, siempre se puede hacer una excepción. Podemos llegar a algún acuerdo mientras alcanza la madurez suficiente—mi mente funcionaba a mil por hora—. Tal vez podamos traspasar los terrenos de la granja al ejército de manera temporal. Es lo menos que merece la memoria de su esposa.

La esposa de Flavian había sido una importante guerrera en el campamento. De maneras suaves y muy perspicaz, lograba adelantarse siempre a los ataques de Luthier y reducir las bajas. Siempre investigaba antes de actuar y llegó a ser conocida por su imparcialidad a la hora de juzgar a hombres y mujeres por igual. Había conocido a Flavian de esa manera, lo había salvado de un juicio injusto sobre el robo de unas tierras.

Un maldito día, sin embargo, una flecha envenenada atravesó su armadura, dejando viudo y con un bebé al noble Flavian.

—Eso sería de gran ayuda—aceptó Flavian alborotándose el cabello ya cenizo en las sienes—. Colin estará encantado con la idea.

Sonreí ante la mención de su nombre. Apenas recordaba el aspecto de su hijo. Hacía muchos años que no me daba una vuelta por el pueblo solo por ocio. Mis primeros años como guerrera eran mucho más relajados que los de ahora. Podía ir y venir del pueblo, perseguir a Colin entre los puestos cuando se dedicaba a robar las muñecas de sus amigas y regresarlo a brazos de su madre, sano y salvo de las terribles venganzas que ideaban las niñas.

Luego llegó la capitanía y después la comandancia, hacía ya siete años que no iba por el mercado. Colin debía de ser todo un jovencito. Una punzada aguda en mi intuición me animó a ir al pueblo. Si Flavian estaba preocupado por Colin, no estaba de más buscar al chico y regresarlo con su padre.

Flavian se despidió con una sonrisa, prometió volver con la siguiente carga de cereales antes del mediodía. Cyrenne preparaba los equipos de reclutas y guerreras, cada uno con instrucciones específicas para evitar violencia innecesaria. Quería ir con ellas, pero debía resolver un pequeño asunto con el papeleo del campamento. No podía retrasarlo más, pues de ello dependían los suministros necesarios para mantener bien surtido el ejército.

Terminé cuando el sol ya brillaba en ángulo sobre el suelo. Debía de ser media mañana. Un buen momento para supervisar que todo estuviera en orden en el pueblo.

Monté en mi caballo y partí a todo galope. En el camino me encontré con el puesto de mensajería. Dejé allí las cartas con el presupuesto y los requerimientos de este nuevo año y continué mi camino.

A unos pocos kilómetros noté que algo iba mal. Las granjas que rodeaban el camino se encontraban desoladas, solo en alguna podía ver a mujeres y jovencitas trabajar. El humo que se alzaba taciturno por encima de los tejados del poblado terminó por alertarme. Si estábamos ante una revuelta, todo podría salirse de control. Aceleré la carrera de Huracán, era un caballo de guerra, adecuado para cargar y mantener la calma en el caos, pero también veloz y resistente cuando debía serlo.

Las patas de Huracán levantaban el lodo del camino y salpicaban en los charcos manchando mis botas y las perneras de mi pantalón. Por primera vez me fijé en el camino y noté las decenas de huellas que se dirigían al pueblo. La mayoría no eran provocadas por las botas que portaban las guerreras y las reclutas, sino por botas y sandalias de los campesinos y ganaderos.

—Esto va muy mal—gruñí al cruzar la frontera del poblado y encontrarme cegada por el humo agrio.

El tejado de algunas casas ardía y los pobladores se esforzaban por apagar los pequeños incendios antes que se salieran de control.

Recorrí las calles encontrándome con escenarios similares. En algunas pude encontrar heridos en los portales, sujetaban vendajes mugrientos contra heridas sangrantes mientras que otros, miraban con pavor desde el interior de sus casas, incluso cerraban las ventanas al verme pasar, como si fuera a encarcelarlos o castigarlos por su curiosidad.

Bajé de mi caballo y lo dejé a buen resguardo en una caballeriza. Podía escuchar el rumor de gritos desde la calle contigua y era mucho más sabio irrumpir a pie.

Con paso trémulo y seguro, para no resbalar en el lodo, me acerqué a la esquina. Con la espalda contra la pared me asomé levemente para observar la situación.

Debí de haber corrido directamente para evitar lo que ocurrió. Tal vez, habría podido detenerlo.

Un gran grupo de hombres protestaba y gritaba al final de la calle. Eran contenidos por algunas guerreras y reclutas. Justo al frente se encontraba un joven, se las había arreglado para escapar del cerco de escudos y gritaba a Dasha algo que no llegaba a entender por encima del clamor de la multitud.

Dasha le respondía agitada, indicándole con su espada que se alejara de ahí, pero el chico no obedecía. Airlia se acercó desde una calle secundaria y Dasha se distrajo solo por un instante. Mismo que aprovechó aquel chico para lanzarse sobre ella.

Todo ocurrió en un instante. Airlia gritó y desenvainó su espada, el joven empujó a Dasha al verse amenazado, sus ojos desorbitados por el miedo. Ambas chicas no dudaron y en fracciones de segundo lo atravesaron con sus espadas. Una reacción imperdonable ante un joven desarmado y aterrado de sus propias acciones. Solo 20 pasos me separaban de ellas en ese momento, la garganta me ardía, comprendí entonces que había estado gritando órdenes.

—¿Qué demonios hicieron? —grité con voz de cuello a Airlia y a Dasha, quienes espantadas no dejaban de mirar entre sus espadas manchadas de sangre y el chico que se desangraba sobre el lodo. Aquella mata de cabello rubio, ahora marrón a causa del barro, era inconfundible, era el hijo del granjero Flavian.

Ahora no corría en círculos alrededor del puesto de frutas y vegetales de su padre, con el cabello rubio al viento y las mejillas manchadas de sudor, espantando a las cabras y niños traviesos que deseaban robar la mercancía o escondiendo las muñecas de sus amigas.

—Nos atacó, nosotras, no quisimos, no pudimos—Dasha tartamudeaba, pálida como el yeso.

—Fue un simple empujón de un niño—ladré

Lentamente la multitud se dispersaba y regresaba a sus hogares, demasiado temerosos para hacer algo o intervenir. Toda revuelta inocente, nacida del más puro sentimiento de defensa hacia la propiedad solía terminar así. Con una muerte que acobardaba el corazón y señalaba a los tiranos. Una muerte que alimentaría el fuego de movimientos mucho más extremistas.

—Señorita, Anteia—jadeó aquel chico. No superaba los 15 años, su voz apenas se dejaba de escuchar aguda e inevitablemente recordé cuando protestaba al verse alzado en mis brazos—. Por favor, mi padre, él, él solo quería defender mi derecho, yo iba a heredar sus tierras. No quería perderlas y permití que me convencieran.

—¿Por qué lo hiciste, Colin? —inquirí arrodillándome a su lado, así podría susurrar y no gastar su aliento—. Tu padre estaba en el campamento, planeamos llegar a un acuerdo.

—Soy un idiota—gimió—. Me desesperé porque íbamos a perder la granja, mi padre estaba destrozado. No tengo hermanas, señorita, mi padre nunca se volvió a casar y ya es demasiado mayor. Fui un estúpido, tal vez solo debía casarme—sonrió débilmente— ¿Ahora quién lo ayudará en la granja?

—Nadie a tu edad piensa en casarse—me quité el guantelete con una sacudida y tomé su helada mano con la mía—. Puedes estar tranquilo, nadie tocará las tierras de tu padre. Me aseguraré de eso.

—Comandante—dijo Airlia escandalizada ante mi decreto—. Las ordenes de la corona fueron específicas.

Ante aquella declaración el chico comenzó a toser sangre. A jadear desesperado, arañando el aire en busca de las palabras que ya no podían formar sus labios.

—Siempre hay una manera, encontraremos la manera, Colin. Tu padre no va a perder su sustento.

Un brillo de alivio inundó sus ojos apagados y vidriosos. Con un último suspiro doloroso dejó este mundo, su cuerpo quedó laxo sobre el lodo, agotado por una lucha que jamás tuvo que ser suya.

Dejé ir su mano y la coloqué sobre su pecho. Con mis dedos cerré sus párpados. Airlia y Dasha miraban la escena confundidas y sorprendidas a partes iguales.

—Busquen una carreta, iremos a la granja de su padre—ordené derrotada—. Vamos a explicarle exactamente lo que ocurrió.

No podía dejar que Airlia y Dasha asumieran la culpa. Solo eran unas reclutas asustadas. Yo había firmado la orden para enviarlas al pueblo, la muerte de Colin pesaba en gran medida sobre mi espalda. Dasha y Airlia aprenderían una valiosa lección, lamentablemente a costa de la vida de un inocente.

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