Clemencia
El inicio del día fue perfecto. Kaira despertó antes para preparar el desayuno y una abundante taza de té. Axelia había dormido la noche completa, algo de lo que estaba orgullosa Kaira, pues no deseaba que la pequeña me despertara. Le había asegurado que no tenía ningún problema si eso pasaba, pero ella insistió en que era mejor así, una larga y extensa noche de sueño era no lo que necesitaba para enfrentar mis obligaciones hoy.
—Vaya, vaya, si la antigua Anteia te viera—bromeó Cyrenne al verme llegar con la misma ropa del día anterior.
—No empieces—protesté, pero ella solo me siguió hasta mi habitación y esperó paciente a que me cambiara de ropa.
—Claro que empiezo, vamos, dime como fue, quiero detalles—sonrió con picardía.
—No pasó nada, compartimos un rato, hablamos, ayudé a Demian con sus deberes y...
—Ugh, por eso debiste fijar tu mirada en alguna guerrera, eso de jugar a la familia feliz arruina la diversión.
—A veces te ayuda a comprender la vida, a darle un sentido—ajusté el peto y até el talabarte a mi cintura—. Si bien antes luchaba por la libertad de estas tierras, ahora lo hago por ellos.
Cyrenne fingió arcadas durante unos instantes, luego se acercó y palmeó mi hombro en un gesto fraternal.
—Me alegro por ti—sonrió con melancolía—. A mí nadie va a quererme así—señaló su rostro.
—Siempre habrá alguna desquiciada que busque una fuerte guerrera con cicatrices de guerra de la cual pavonearse. No pierdas las esperanzas.
—Bueno, dejémonos de estas conversaciones poco aguerridas y dediquemos tiempo al trabajo. Tienes los calabozos llenos y las guerreras dispuestas a testificar.
—Entonces salgamos de esos problemas de una vez por todas. Quiero que regresen los días donde solo nos dedicábamos a entrenar reclutas y a pasear por el bosque—acepté con un tono soñador y es que, por muy tedioso que fuera entrenar reclutas, era mejor que tratar de resolver intrigas y complots.
—¿Pasear? Tú quieres cazar un par de espías y dos o tres alborotadores.
—Es más simple que lidiar con esta basura—sentencié mientras salía de la habitación y me dirigía al despacho.
—En eso tienes mucha razón—admitió Cyrenne.
La mayor parte del día transcurrió en organizar a las guerreras que habían participado en las redadas y apresado algún insurgente o malhechor. Sus palabras fueron cuidadosamente documentadas y un análisis breve me permitió determinar las penas adecuadas. Por supuesto, no liberaría a nadie hasta después de las elecciones de senadoras. Por supuesto, había unas cuantas penas de muerte que llevar a cabo.
—No son profesionales, cantaron como pajaritos con un poco de persuasión—explicó Cyrenne mientras yo redactaba a toda prisa. Nos encontrábamos en mi despacho, a salvo del sol abrasador que dominaba la escena en el exterior—. En su mayoría, las mujeres que estaban en el bar eran las famosas extorsionadoras de granjeros.
Dejé caer la pluma y froté mis sienes. Las extorsionadoras, las mujeres que se encargaban de amenazar y comprar con oro la conciencia del pueblo. No había capturado solo un par de prostitutas, sino al mayor peligro que había amenazado al pueblo en años.
—No te di la orden de torturar a nadie—suspiré.
—Tú estabas ocupada con tu chica. Además, los interrogatorios son un procedimiento común luego de un arresto—subió los pies al escritorio y se repantigó en la silla—. Mi instinto me dijo que lo llevara más allá.
—Sabes que odio mentir en los informes—bufé. Tendría que colocar como mía la orden de torturar a las prisioneras.
—Solo es un pequeño maquillaje. Lo verdaderamente importante es que las capturamos, seis mujeres, se dividían las granjas y las visitaban cerciorándose que no vendieran mercancía a los campamentos.
—¿Te dijeron quién está detrás? —inquirí intuyendo la respuesta.
—No—el semblante de Cyrenne se oscureció—. Al parecer, la mente maestra esta oculta tras numerosos círculos. Solo se conocían entre ellas porque eran simples peones. Tampoco recuerdo sus voces, cuando estuve cautiva eran otros las que hablaban—negó con la cabeza—. Aunque bien podían estar jugando con sus voces a propósito.
—No lo creo. Si están organizadas en círculos—dibujé varios círculos concéntricos en un pergamino viejo—. Nadie de un círculo exterior conocerá a los miembros del superior y así hasta llegar a la mente maestra detrás. Quizás los que te capturaron solo sean el circulo siguiente.
—Y lo que es peor es que soy incapaz de reconocer sus voces, podría estar algún miembro de ese círculo aquí y yo no puedo señalarlo—protestó Cyrenne apuñalando con su daga el reposabrazos de la silla.
—Sobreviviste, esa es una gran hazaña. No creo que los miembros de un círculo superior se reúnan en un mar de mala muerte.
—Ellas estaban reunidas celebrando, les habían quedado unas cuantas monedas de Luthier y Leitha no tiene escrúpulos a la hora de aceptar oro.
—¿Todas reunidas a la vez? Podrían estar esperando a un mensajero, aunque sería ilógico que hablara con todas a la vez.
—Eso mismo pensé. Los círculos deben comunicarse por medio de un mensajero—afirmó Cyrenne—. Fui muy enfática en ese punto, les aseguré que salvarían la vida si hablaban, incluso las puse unas contra otras y ninguna cambió su versión. Solo bebían.
—Maldita sea, si conociéramos el mensajero podríamos atrapar a los desgraciados que te hirieron y estaríamos más cerca de capturar al verdadero responsable.
—Ten por seguro que con las redadas se ocultó muy bien—Cyrenne dejó de apuñalar la silla—. Pero saldrá, Anteia, tarde o temprano lo tendremos en nuestro poder.
—Esto solo lo hablaremos tu y yo, Cyrenne—tomé el pergamino donde había dibujado los círculos y lo rompí en pedazos—. No quiero involucrar a las guerreras más de lo necesario.
—¿Sospechas de ellas? —Cyrenne me miró con verdadera curiosidad, no había reproche en su expresión. La confianza ciega entre las guerreras era muy común, tanto que podía convertirse en una verdadera debilidad. Nadie pensaba nunca en su compañera como una traidora.
—Justo ahora sospecho de todo el mundo—suspiré—. Vamos afuera, quiero visitar a esas prisioneras, supervisar a las guerreras y organizarlo todo.
—Un par de estacas en el suelo, un tronco pesado con una argolla. No hay mucho que supervisar—protestó Cyrenne antes de seguirme al exterior.
—Quiero terminar con todo esto—señalé los pergaminos con las pruebas, nombres y sentencias organizado en mi escritorio—. Pide a una recluta que lleve eso a la tarima.
Nada más salir, una guerrera joven se acercó a mi con el mandoble sobre los hombros. Era tan bajita que no podía llevarlo a la cadera o lo arrastraría por el suelo pedregoso.
—Está afilado, comandante—informó.
—¿Segura que deseas hacer esto ahora? —inquirió Cyrenne desde la sombra que ofrecía el portal de mi cabaña—. Deberías esperar al atardecer, hace demasiado calor.
—Quiero acabar con esto hoy mismo—espeté. El ardor del sol en mi nuca estaba acabando con mi paciencia y el recuerdo de la gran pila de pergaminos con sentencias y las implicaciones de lo descubierto por Cyrenne solo añadían más hastío a mi ánimo.
—Como ordenes.
Me dirigí hacia el calabozo. La guardia de turno saludó y recibió mis órdenes, prepararía a los prisioneros en cuanto terminara de hablar con las seis mujeres acusadas de traición.
Los calabozos estaban abarrotados y todos los prisioneros hablaban a gritos entre sí. Muchos lloraron y patearon las pesadas puertas de acero cuando escucharon nuestros pasos y observaron la luz colarse por el pequeño espacio entre el suelo y las puertas. La guardia me dio acceso a una de las celdas más silenciosas e iluminó su interior con la antorcha.
Seis figuras demacradas descansaban en el suelo. Algunas abrazaron sus rodillas y trataron de introducirse en las paredes al escuchar el estruendo de la puerta al ser abierta. Era evidente el trabajo de Cyrenne.
—Deben saber que todas ustedes están acusadas de traición. Son enemigas del reino y por eso pagarán—empecé. Un jadeo colectivo se dejó escuchar—. Ya no hay nada que puedan hacer para reducir su pena, pero si alguna decide ayudarnos podemos hacer su muerte menos terrible. Podrán optar por el veneno, serán decapitadas al morir, por supuesto. Pero se evitarán el horror de este tipo de muerte.
Todas guardaron silencio y algunas continuaron presionando sus espaldas contra la pared.
—Si sus familias están bajo amenaza, podemos brindarle protección, solo tienen que hablar.
—Ya contamos lo que sabemos—susurró una—. No estábamos haciendo nada en el bar, nuestro único error fue reunirnos para beber. Nos creíamos libres de este maldito trabajo. Ahora debemos enfrentar esta pesadilla. Todo por el sucio oro—masculló.
—¿Oro? Todas ustedes tienen pequeñas parcelas de tierra para mantenerse y muchas conocen un oficio válido ¿Por qué necesitan oro?
—Porque somos ambiciosas, queríamos mucho más que la existencia humilde que nos puede ofrecer nuestro trabajo—respondió otra cabizbaja—. Nos prometieron el oro suficiente para establecer negocios prósperos en el interior del reino. Por fin podríamos dejar atrás estas aciagas tierras.
—Si comparten conmigo los nombres que necesito, ninguna tendrá que sufrir innecesariamente—repetí la oferta—. Incluso puedo conmutar la pena de muerte—sujeté el mando de mi espada con fuerza. Ofrecer aquel arreglo era superior a mi moral.
El silencio se hizo en la celda. Sentí mi sangre hervir como aceite antes de un ataque. Bien, si no querían salvar su honor, era problema de ellas.
—Muy bien, han firmado su destino.
Abandoné los calabozos y me dispuse a organizar a las guerreras. Si antes deseaba acabar con todo antes del atardecer, ahora mis energías se veían renovadas por mi furia.
Cyrenne se unió a mí y solo suspiró al ver mi expresión. No dijo nada. Ella sabía cuándo debía hablarme y cuando guardar silencio.
Organizamos a las guerreras que debían dar testimonio frente a la tarima y aquellas que no tenían deberes de vigilancia en el campamento les ordenamos que trajeran y vigilaran a los prisioneros mientras se realizaban los juicios. La situación podría ponerse muy tensa cuando el momento de administrar justicia llegara.
—Déjame encargarme de Cybran—gruñó Cyrenne mientras las guerreras obedecían las órdenes—. Ese maldito tiene que pagar.
—¿Fingirás fallar el golpe para decapitarlo con dos? —repuse con una sonrisa. Esa era su forma de decirme que lamentaba lo ocurrido, sin juzgarme, sin palabras vacías o carentes de sentido.
—Por eso eres mi amiga, lees mi mente—bromeó—. No, lo digo porque fuiste su víctima, sería como tomar justicia por mano propia. No es lo más recomendable.
—Cyrenne, aún estás recuperándote, no sabemos si tus brazos gozan de la misma fuerza de antaño—indiqué con suavidad—. Si la justicia y la imagen son las razones de tu preocupación, pediré a Anthea que ejecute la orden.
—Me parece razonable—desenvainó su espada—. Tengo que ponerme al día.
—Hasta que tu pie no se recupere del todo tendrás que tomarlo todo con suma calma.
—Sí, mamá.
Un bullicio rompió nuestra agradable charla. Las guerreras traían a empujones y tirones a los prisioneros. Le habían atado manos y pies a cada uno y los habían atado entre sí para dificultar su posible huida. Si alguien trataba de correr, la cuerda en sus tobillos dificultaría la tarea y si lograba hacerlo, el peso de los demás lo detendría.
Me dirigí a la tarima y tomé el primer pergamino. El silencio se adueñó del lugar, como si un gran manto de solemnidad nos hubiera cubierto a todas.
—Empezaremos por los crímenes menos violentos y peligrosos para la corona—inicié—. Para aquellos acusados de conspiración y reunión para delinquir se ha establecido la pena de cuatro docenas y el exilio de Calixtho. Nunca podrán regresar a estas tierras so pena de ser considerados traidores y, por lo tanto, cualquier ciudadana libre y mayor de edad podrá impartir justicia sobre ustedes—extendí uno de los pergaminos y leí el listado de nombres. A cada nombre, una guerrera o dos se pronunciaban y expresaban con claridad los hechos que habían presenciado.
Ninguno trató de apelar o comentar algo así que ordené que se los llevaran para impartir justicia inmediatamente.
—Los siguientes hombres son responsables de levantar armas contra una guerrera del reino durante su aprehensión. La pena por tal crimen es la pérdida de la extremidad que han utilizado para atacar—volví a listar algunos nombres. Esta vez, las protestas se elevaron contra mí y contra las guerreras que ofrecieron su testimonio.
—No es justo, estas tierras son demasiado peligrosas para andar desarmado.
—Estaba borracho y una bandada de arpías me ataca ¿Qué esperan que haga?
—Tengo derecho a defender mi vida, es natural.
—Señores, muchos de sus compañeros se rindieron limpiamente, sin ofrecer resistencia, sus excusas no son válidas—desenvainé mi espada—. La ley es la ley.
Cortar una mano es bastante sencillo. Lo difícil es olvidarse de los gritos de horror. Respiré un par de veces para prepararme, no era tan sencillo impartir justicia. Mi estómago se revolvía ante la idea de lo que estaba a punto de ocurrir.
Cyrenne llevaba un tiempo preparando fierros al rojo para cauterizar las heridas. Las guerreras separaron el grupo de hombres acusados de tal delito y los organizaron en fila india frente al tronco que utilizábamos como base para tales menesteres. El primero en la fila temblaba incontrolablemente, su cuerpo parecía descomponerse con cada tiritar, aferraba sus manos entre sí a tal punto que no las separó cuando la guerrera encargada del grupo las liberó y lo separó del grupo. La fornida guerrera lo obligó a arrodillarse frente al tronco y separó sus manos con una firme amenaza:
—Si no las separas las colocaré juntas, tú decides.
El hombre negó con la cabeza y separó sus manos. De buena gana aceptó un trozo de madera para morder y evitar que se arrancara su propia lengua. Su mano fue atada con firmeza a la base del tronco, hacía mucho que nadie sostenía miembros a ser cortados, era una actividad riesgosa e innecesaria.
Sin alargar más el momento levanté mi espada y la dejé caer. Un golpe limpio, justo sobre la soga que daba vuelta a su muñeca. La mano cayó al suelo y el hombre solo se tiró a un lado gimiendo y gritando a través de la mordaza. Cyrenne no perdió tiempo y cauterizó la herida. Dos guerreras lo arrastraron fuera de la tarima. Esa noche, él y los otros culpables, dormirían en la enfermería al cuidado de Ileana y Korina.
Dejé para el final a las mujeres y a Cybran. Todas sabían que las mujeres acusadas de traición morirían decapitadas. No beberían veneno para aliviar su pena. Ninguna era noble y ninguna había revelado información útil, solo chismes sobre quién posiblemente podía estar detrás del oro de las granjas. Cyrenne había sido especialmente brutal con ellas, algunas aún llevaban heridas sangrantes, muchas parecían aliviadas de ver tan cerca su final.
—La traición de una mujer hacia sus congéneres es el peor crimen—anuncié. Ellas habían confesado su crimen. De sus propios labios había escapado la verdad.
Como dictaba la tradición, levanté mi mandoble sobre la nuca de la primera culpable. Su tez tenía un color pálido verdoso, los nervios ante la muerte inminente y el asco de tener la mejilla recostada contra la sangre de otras personas debía de tenerla al límite. Dejé caer el mandoble con fuerza, no iba a prolongar su agonía.
Anthea se encargó de la segunda culpable. De las demás se encargaron las capitanas. Era lo correcto, la traición muriendo de manos de la autoridad, o al menos, eso nos gustaba creer. Cyrenne y yo conocíamos la verdad y la guerra interna apenas acababa de iniciar.
Cybran estaba escoltado por dos guerreras, una a cada lado. Ya no quedaban otros prisioneros que lo ralentizaran si decidía que podía escapar a pesar de sus ataduras. El hombre no podía apartar la mirada del tronco ensangrentado y lleno de líneas profundas, producidas por mi espada o el mandoble, donde se formaban pozos del vital líquido.
—Intento de asalto sexual a la comandante de la frontera—leyó Cyrenne. El silencio en el campo se hizo más acusado para luego estallar como in cristal, gritos de furia y terrones de arena y roca impactaron a Cybran—. Nuestra comandante ha brindado su testimonio jurado.
—Lo hizo, trató de asaltarme cuando me encontraba tan malherida que no podía defenderme. Él y su amigo intentaron violarme, sin éxito—expliqué ante todas. Mis mejillas ardían y sentía las manos crispadas. Admitirlo solo había traído hiel a mi boca y malos recuerdos a mi mente.
No deseaba admitirlo frente a todas de nuevo, especialmente frente a las reclutas. Dasha me miraba boquiabierta, como si fuera imposible que eso me ocurriera a mí y Airlia solo tenía fuego en los ojos, parecía dispuesta a decapitar ella misma a Cybran.
El mundo se llenó de puntos oscuros y supe que estaba conteniendo la respiración. Liberé el aire y respiré un par de veces. No iba a desmayarme, no iba a permitirle tener ese control sobre mi cuando ya todo estaba a punto de acabar.
—Como pueden ver, este hombre ha estado a punto de cometer uno de los actos más deleznables en nuestro reino. Su castigo es la muerte.
Anthea se acercó y tomó el mandoble, su expresión brillaba de orgullo, sería ella la que acabaría con la vida de aquella despreciable criatura.
—Esperen—dijo Cybran antes que Cyrenne lo obligara a arrodillarse frente al tronco—. Yo, yo puedo ser de utilidad—gritó a viva voz. Un nudo se formó en mi estómago, no quería hacer partícipes a las guerreras de nada y si creía a este hombre y le perdonaba la vida, empezarían a correr los chismes y se nos escaparía nuestra potencial presa.
—Tu solo quieres salvar la vida—siseó Cyrenne.
—Déjalo hablar—indiqué—. Dime que es lo que sabes—. Me acerqué a él y susurré—: Y más te vale que sólo lo digas para mí.
—Lykos, las responsables que tanto buscan se refugian bajo el emblema de la casa de Lykos. Yo fui su mensajero, las mujeres estaban reunidas conmigo, esperaban nuevas órdenes.
—Blasfemo—escupió Anthea—. Acusas a una de las casas más nobles de este reino y las rebajas a la mierda que cubre la traición.
—Si eso es verdad, dime donde se reúnen—presioné. No iba a creerle de buenas a primeras y ya las guerreras empezaban a cuchichear a mis espaldas. Nunca las últimas palabras de un condenado habían durado tanto.
—Yo solo recibía los pergaminos con las órdenes en casa. Siempre los encontraba cuando llegaba de trabajar.
—¿Eso es todo? —inquirí.
—Lo es—bajó la mirada, consciente de que los segundos de vida que había ganado habían llegado a su fin.
—Entonces procederemos—indiqué. Cyrenne sonrió y empujó a Cybran contra el tronco y ató su cuello a la argolla con firmeza. Anthea se colocó a una distancia adecuada y levantó el mandoble.
Di un par de pasos hacia atrás para dejarle espacio para maniobrar. El acero ensangrentado brilló ante el sol del verano y limpiamente cayó sobre el cuello de nuestro último informante. Su cabeza rodó limpiamente sobre la tarima. Ya no sería de utilidad y solo el cielo sabía si conocía algo más. Suspiré, no podía retrasar su pena, habría llamado la atención de las reclutas y las guerreras. Compartí una mirada con Cyrenne, ella se sentía igual o peor, habíamos perdido a un eslabón importante y ahora Anthea se había unido a nuestra cacería.
Solo esperaba que fuera de fiar. Era una excelente y diligente guerrera y teniente, pero tal y como estaban las cosas, bien podía desconfiar hasta de mi propia sombra.
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