Cautividad
Advertencia: el siguiente es un capítulo extremo y violento, con menciones y descripciones de torturas. Puedes saltarlo si lo prefieres y leer el capítulo que subiré la semana que viene.
La sonrisa lobuna de Athanasia iluminaba la noche. Se le notaba confiada ¿y cómo no iba a estarlo? Me tenía prácticamente a su merced. El grupo de guerreros que la seguía nos rodeó. Aferré con fuerza mi espada, quizás podía con un guerrero más, pero no con tantos, y menos contra ella.
Avanzó sobre mí con paso firme y levantó su espada. Bloqueé con la mía y contraataqué, pero mis golpes eran débiles, mi espada resbalaba con cada bloqueo y mis ataques eran desviados como los de una novata.
—¿Por qué no te rindes? —inquirió de nuevo y sonrió con venenosa maldad—. Solo ríndete y acaba con todo de una maldita vez.
—Algo que aprendes en la frontera y que escapa a muchas de ustedes, mujeres de interior, es a pelear hasta la muerte. No existe otra opción, ni segundas oportunidades. —Giré la espada y volví a adoptar una posición defensiva. Me esforcé para no perder de vista a quienes me rodeaban, pero era evidente que preferían dejar esta lucha a su señora.
Ataqué. No iba a caer con tanta facilidad y menos antes Athanasia, quería que se llevara un muy buen recuerdo de mi. Que comprendiera, incluso por un segundo, que aquellas personas a las que ella despreciaba tanto podían ser incluso mejores que ella y aportar mucho más al reino que su apestosa familia vestida con el oro que había sido manchado con la sangre de las traiciones y luchas fratricidas del pasado.
—Por favor, no estamos en tus tierras, estás sola y te encuentras en mi territorio. Aquí soy ama y señora, basta una palabra mía para que me traigan tu cabeza en bandeja de plata.
—Y quienes lo hagan merecen perder las suyas. Ponen en riesgo la estabilidad de nuestro reino.
—Serás ilusa. Las cosas siempre se han manejado así y el reino continúa en pie gracias a ello. —Lanzó un golpe que no pude desviar y que cruzó mi peto de lado a lado dibujando una línea diagonal. Sentí el filo rozar la carne de mi pecho y la sangre fluyó con lentitud—. Por ejemplo, eso que llevas a buen recaudo, es muy peligroso. Puedes desequilibrar las bases de nuestra sociedad. El pueblo no entiende la sutilidad del mando, de la economía, ni de las responsabilidades de la sangre, solo verán una supuesta traición, así como la ves tú. Ni siquiera lo entienden esos mal llamados burgueses y terratenientes, para ellos todo es enriquecerse y considerarse importantes por ello. —Negó con la cabeza y levantó una mano en dirección a sus seguidores—. Antes las comandantes eran de sangre noble y nos entendíamos muy bien, bueno, —hizo una pausa para alejarse un par de pasos, aún con la espada levantada y manchada con mi sangre— a veces.
Bajó su mano y sus seguidores cayeron sobre mí. Me superaban en número, pero más importante aún, en fuerzas. Pronto manos y brazos sujetaron mis extremidades, mi espada fue pateada lejos de mi mano y dos patadas a la parte trasera de mis rodillas me obligaron a caer. Manos rudas sujetaron mis trenzas y desvelaron mi cuello para la afilada daga que Athanasia sujetaba en sus manos.
—Te llevaste a veinte de mis guerreros. —Apoyó el filo directamente sobre mi garganta—. No mereces irte tan pronto y con tanta facilidad.
—¿No será que temes dar el golpe final? —jadeé y me sacudí contra las manos que me sujetaban con fuerza.
—Soy muchas cosas, Anteia, pero no una cobarde. —Deslizó la daga sobre mi piel. Pronto una cascada carmesí bajó hasta perderse en el cuello de mi camisa y en los bordes superiores de mi capa—. Tú tienes muchas cosas para decirnos y no gano nada con tu muerte. —Clavó la punta de la daga en mi mentón, lo que me obligó a levantar la cabeza. Metió su mano en el agujero que había dejado en mi armadura y rebuscó entre la ropa hasta encontrar el pergamino envuelto en una bolsa de cuero y las bayas—. De esta no escaparás con tanta facilidad. —Arrojó las bayas a la oscuridad que reinaba fuera del círculo de luz que dibujaban las antorchas de mis atacantes. Mi estómago se contrajo, efectivamente, allí iba mi única oportunidad de escapar.
Una gruesa bolsa de lona fue colocada sobre mi cabeza y fue cerrada con un nudo corredizo. La fuerza contra mi cuello era tal que apenas y podía respirar.
—Ablándenla un poco, señores. Ya saben, como se ablanda la carne.
Risas acompañaron su orden y pronto a la oscuridad de aquel saco se le sumaron golpes y patadas que no podía esquivar. Caí al suelo y traté de cubrir mi cabeza, el cuero y el relleno de mi armadura absorbían lo mejor que podían los impactos, pero poco podía hacer por las partes descubiertas. Un pisotón cayó sobre mi oreja y me aturdió durante un instante, el suficiente como para que otra o atada se colara entre mis brazos e impactara mi frente.
Giré sobre mí, los golpes y patadas caían sobre mi desde cualquier dirección, arrancaban gemidos y gritos ahogados de mi boca, no parecían tener fin ni origen alguno ¿acaso Athanasia buscaba matarme a golpes? Una segunda patada a mi oreja me sacó de mi postura defensiva y me dejó extendida sobre el suelo, como un sacrificio listo para ser ejecutado. Una muerte lenta y terrible, peor que morir lapidada.
Alguien decidió apiadarse de mí, o era un novato en potencia, porque un puntapié a mi nuca terminó por acabar su diversión y brindar un escape bienvenido a mi tormento.
...
La cruda mordedura del agua me regresó a la realidad. Colgaba de un par de cadenas que estaban fijas a una argolla fijada a una viga en el techo, al menos habían tenido la decencia de dejarme descansar sobre mis rodillas. Estaba en una habitación en penumbra, frente a mí se encontraba una puerta que se caía a pedazos por la humedad. Respiré con dificultad, el ambiente era húmedo y frío y mis costillas protestaban con cada inspiración. Temblé, los recuerdos de mi prueba en la frontera me asaltaron. Esta vez no estaba en manos de mi comandante o mis superiores, sino en manos de verdaderas desquiciadas sedientas de poder.
—No te esfuerces demasiado, no conoces este lugar ni obtendrás beneficio alguno al reconocerlo. —La fría voz de Athanasia surgió de entre las sombras. Junto a ella se encontraba una guerrera con el rostro oculto detrás de una conveniente capucha de lona negra, el cubo de agua aún descansaba en su mano y goteaba sobre el suelo.
—Ni tu obtendrás algo a cambio de mi —mascullé.
—Por el contrario. Te conozco, Anteia. Sé que te gustan las estrategias y confundir al enemigo. Llevar tu misma esta confesión fue una absurda estupidez. Un engaño muy claro, pero no puedo atacar a cada mensajero y guerrera que viaje por estas tierras, eso sería, —dio un par de pasos en mi dirección y apoyó una afilada daga en mi frente— contraproducente para mis planes.
—Tienes tan infiltrado el ejército que no podía confiar en nadie —dije por lo bajo—. Debo admitir que hiciste un gran trabajo comprando consciencias baratas.
Mi declaración no debió de agradarle, la daga dibujó una línea recta de sien a sien en mi frente. No era una herida profunda, pero picaba y la sangre que caía sobre mis ojos dificultaba mi visión.
—Cuidado con esa boca, o podrías perder la lengua —amenazó—. O un par de dientes.
—Creí que querías información.
Escuché sus pasos alejarse y la pesada y húmeda puerta rechinar.
—La quiero, y por eso mi pequeña experta está aquí, ella te ayudará a recordar —dijo a modo de despedida para luego cerrar la puerta con fuerza. Las paredes no retumbaron demasiado, ello sumado a la humedad y el frío del lugar terminaron por confirmarme una realidad: estaba en un sótano.
Parpadeé con furia para apartar la sangre de mis ojos, pero era inútil, lo único que lograba era aclarar lo suficiente como para ver sombras rojizas aquí y allá.
—Supongo que no necesitarás esto —dijo la interrogadora a la par que liberaba los broches de mi armadura. Eché en falta el peso de mi peto y luego el calor de mis guantes de cuero.
—No, supongo que no —respondí. Me enervaba mantener el silencio mientras ella luchaba contra mis botas. Pronto tendría que mantenerlo y hablar era una distracción bienvenida ante el peso del terror que se acumulaba en mi vientre.
—Deberías hablar y ahorrarte todo lo que está por venir —ofreció mientras rasgaba mi camisa con ayuda del corte de Athanasia. Controlé mi respiración y apreté la mandíbula, no, no iba a permitirle ver mi respiración acelerada y temblorosa—. No tienes bayas para suicidarte y puedo mantenerte viva por mucho tiempo, ahogada en tu sangre, sumergida en el dolor a tal punto que tu único deseo sea morir —susurró en mi oído. Su mano se coló en mis pantalones.
—Con tu mano ahí dudo que quiera morir —gruñí.
—Es usual que los lugares que más placer nos provocan se conviertan en la mayor fuente de dolor. —Sentí un tirón en mis caderas y pronto la costura de mis pantalones cedió. Mi traicionero cuerpo tembló debido al frío del lugar, pero mi torturadora personal lo malinterpretó—. No te preocupes, lo dejaremos para el final. Por supuesto, si no decides hablar.
De Cyrenne aprendí mucho. Sabía que la intimidación y el juego previo eran fundamentales para doblegar la mente. Muchas personas podían ser fuertes en cuerpo, pero con un par de amenazas y movimientos básicos podías reducirlas a las lágrimas, doblegar su voluntad y obtener lo que deseabas. Aquella chica lo sabía, se dedicó durante horas a amenazarme y a golpear puntos no vitales de mi cuerpo hasta que cada centímetro de mi piel palpitaba y protestaba al mínimo movimiento, pero no había avanzado a lo peor. No, pasaría días así. Si Athanasia estaba desesperada, quizás pasara a la siguiente fase en poco tiempo, sino, debería prepararme para pasar hambre, sed y frío.
—Es demasiado fuerte —informó la chica a Athanasia.
—Por supuesto que lo es, viene de la frontera, tonta —rugió la noble—. No ceden con facilidad al dolor. Con ellas debes ser más sutil.
Como lo predije, los siguientes dos días los dedicaron a privarme de comida y agua y a golpear mi cuerpo con sus látigos hasta que no quedaba nada sano en mi piel. Athanasia gritaba y maldecía, pero ni siquiera ella podía acelerar la perdida de mi fortaleza mental.
—Mi señora está furiosa, no puede vigilar los caminos todo el tiempo. Habla y ahórrate todo esto. —Una mano se cerró sobre mi cuello. La amenaza de asfixia era clara, pero no era esa su estrategia. Sus dedos encontraron dos puntos a cada lado de mi cuello, puntos que al presionar llevaban consigo un dolor insoportable.
La pérdida de conciencia era el escape al que siempre daba la bienvenida. No solo me ayudaba a descansar unos instantes, sino que traía para mí un baño de agua que, aunque fría, servía para mojar mis labios y beber unos sorbos.
Aquella tarde la estrategia cambió. Athanasia dejó en la celda una de sus guerreras con la firme orden de no dejarme dormir. La chica cumplió a cabalidad. Cuando la pesadez de mis parpados y el cansancio obnubilaban mis sentidos ella se encargaba de despertarme ¿Los métodos? En absoluto amables. Empezó por sonar una campana tan aguda que me taladraba los oídos y el cerebro, cuando incluso ella falló, iniciaron los métodos físicos, pero incluso ella terminó por no encontrar zona que pudiera golpear sin provocar una lesión que me llevara a la muerte, incluso pateó mi entrepierna en una ocasión. Oh, de seguro nunca había escuchado los insultos que proferí. Maldita desgraciada.
¿Cuántos días habían transcurrido? ¿Estaba de pie o aún permanecía de rodillas sobre la fría roca? Oh si, descansaba sobre un costado, con las manos y pies atados juntos a mi espalda. Me habían despertado los calambres que recorrían mis músculos ¿acaso planeaban aplicar en mí todos los trucos conocidos?
—Esto es imposible —rugió Athanasia— ¿Cuánto tiempo lleva atada así?
—Oh, más del que te gustaría probar alguna vez, malnacida —respondí por mi torturadora. Como deseaba cerrar mis manos en su cuello y acabar con su maldita vida, destruir su estúpida casa y desaparecer hasta la última heredera.
—Señora, no habla.
—Yo sé quien hablará. Llévensela. —Me encogí sobre mi misma, pero no vinieron por mí. Los gritos de la chica y sus súplicas se perdieron en las paredes del sótano.
—Has tenido suerte. —Una mano tiró de mis apelmazados cabellos hasta levantar mi barbilla y parte de mis hombros del suelo—. Ahora no seré tan benévola.
—Haz tu peor esfuerzo, Athanasia. —Escupí la sangre que se acumulaba en mi boca. Un grito de indignación me demostró que había dado en el blanco, pero pagué por ello. Mis costillas crujieron ante el impacto de una bota que había sido dejada caer con todo el peso del cuerpo que portaba.
—Mi señora, así solo va a matarla —dijo una voz con un acento particular—. Déjela descansar, verá que se logra mucho más con el suave toque de la seda que con el burdo impacto de un puño.
—Espero que tengas razón, Siú. Ya conoces la moneda con la cual pago el fracaso.
Fui levantada por dos pares de manos y arrastrada hasta un rincón de la habitación, donde ataron mis manos a una barra de metal que surgía del suelo. Luego vaciaron sobre mi otro cubo lleno de agua, al parecer la sensible nariz de Athanasia no soportaba el hedor natural de un prisionero.
Me dejaron en paz el tiempo suficiente como para dormir. Desperté aturdida, amodorrada, con cada hueso de mi cuerpo protestando cualquier movimiento y con las costras y heridas que cubrían mi piel provocando una comezón insufrible. La habitación permanecía igual, oscura, helada y solitaria ¿Cuántos días habían transcurrido? Si había pasado una semana Anthea ya debía de haber salido rumbo al palacio, eso me daba dos semanas más de tormento. Sacudí mi cabeza. Ojalá hubiera transcurrido más tiempo, ojalá me equivocara y hubieran pasado dos semanas, si, dos semanas, eso me daba solo una más, solo unos días más hasta ser liberada.
¿Qué pensaría Kaira? ¿Estaría bien? No, estaría muerta de preocupación, llorando mi pérdida. Cerré mis puños, ella no merecía sufrir, no más, no así. Mi dulce Kaira, cometiste un error al enamorarte de mí. La vida de una comandante de la frontera es efímera. La muerte debe ser nuestra única amante.
Fui sacada de mis cavilaciones por el ruido que hacía la puerta mohosa al ser abierta. Entraron dos guerreras llevando una silla de aspecto pesado. La dejaron justo en el centro de la habitación y se dirigieron a mí. Desataron mis manos y entre empujones y forcejeos me sentaron en ella. Era de hierro fundido, apestaba a metal. Rodearon mis piernas, torso y manos con cuerdas gruesas y me dejaron en solitario con mis pensamientos.
Esto era nuevo, forcejeé contra las cuerdas. Una silla de hierro no era una buena señal. Cyrenne me lo había advertido una vez. Podía convertirse en uno de los instrumentos más crueles. Esta, por suerte, no tenía picos en el asiento ni en los reposabrazos.
La nueva torturadora se hizo esperar y cuando entró me sorprendió su enjuto tamaño y su andar de gacela nerviosa. Llevaba en sus manos un pequeño estuche que dejó en el suelo frente a mí, lo abrió con parsimonia y dejó a mi vista su contenido. Pequeñas y afiladas estacas de madera, un pequeño martillo y tenazas. Dejó aquellos instrumentos y abandonó de nuevo el lugar.
Pese a que deseaba dejar de hacerlo, no pude apartar mi mirada de aquellas estacas. Solo podían ir en lugares que prefería no pensar. La tenaza era de metal, podía calentarse al rojo vivo y convertirse en un terrible instrumento de tortura. Mi estómago se contrajo y amenazó con hacerme vomitar el poco líquido que había podido consumir.
Entonces regresó. Cargaba en sus manos un gran plato que contenía carbones al rojo. Tal como me temía, los dejó bajo el asiento de la silla. El calor era insoportable, no quemaba, era imposible permanecer sentada.
Como si mis jadeos y gruñidos no le importasen en lo más mínimo, buscó las estacas y el martillo. Con paso sereno se acercó a mí y clavó sus ojos oscuros sobre los míos, era lo único que dejaba ver su capucha de seda.
—Habla —ordenó.
Negué con la cabeza y ella solo dirigió la primera estaca a mi dedo pulgar, dejó que la punta descansara bajo mi uña. Solo pude temblar.
—Habla.
Volví a negar y volvió a dejar una segunda estaca junto a la primera. Repitió la operación hasta tener cinco estacas en mi pulgar. Al preguntar por sexta vez y recibir una negativa dejó caer aquel martillo contra las estacas. Grité, grité como nunca antes lo había hecho. La silla incluso rechinó ante lo salvaje de mis movimientos.
—Habla —insistió ella.
—Maldita —rugí.
Esta vez la tenaza apareció en su mano, a través de mis ojos nublados por las lágrimas pude ver como sujetaba la uña.
—Habla.
—Come mierda —respondí.
Siú estuvo horas conmigo, hasta que los carbones se extinguieron y dejaron de calentar la silla, hasta que la punta de mis dedos no fueron más que masas ensangrentadas y en carne viva. Antes de marcharse vertió sobre mis manos dos vasos llenos de licor de caña. Perdí el conocimiento con una única imagen en mi mente.
Aquellos ojos oscuros vacíos, libres de remordimiento. Ni siquiera los de Cyrenne se veían así cuando torturaba o interrogaba a alguien. Estaba ante un monstruo, una bestia sin corazón con el conocimiento suficiente para llevar el peor de los tormentos a mi vida sin matarme.
Volvieron a dejarme en paz por unos días, incluso me dejaron libre, sin cadenas ni cuerdas. Por supuesto ¿Cómo iba a luchar? No había probado bocado alguno y ya no vertían agua sobre mí. A veces Siú entraba y daba una vuelta, levantaba mi mentón con sus largos y afilados dedos solo para negar con la cabeza y retirarse. Me avergüenza admitir que con solo verla sentía perder el control de mis funciones corporales.
Un maldito día regresó la silla de hierro. Siú volvió a entrar con sus herramientas dignas de Luthier y volvieron a atarme y a cocinarme viva con aquellos carbones al rojo vivo. Esta vez, ataron mis pies con cuerdas extras. Era evidente lo que planeaba aquella mujer salida de los mismísimos infiernos.
Repitió su operación, dejando las estacas bajo la uña del pulgar derecho de mi pie. Me abstuve de responder. Si abría la boca mucho me temía que escaparían de mis labios las palabras que tanto había contenido. Ignoré el crujido de mi carne al separarse de mi uña y rogué a cualquier deidad que me sacara de allí. Por suerte, mis plegarias fueron escuchadas.
— ¡Siú! Te di cinco días para que destruyeras a esta mujer —Athanasia ingresó a la celda justo cuando Siú iba a dar el golpe definitivo a mi otro pulgar. La verdugo rodó los ojos—. Dime que tienes algo.
—Si la señora hubiera esperado unos instantes más habría tenido su respuesta —explicó ella con calma.
—La paciencia no es mi mayor virtud, Siú ¡Llévensela!
Observé con satisfacción como arrastraban a aquel demonio fuera de la celda. Athanasia se inclinó sobre mí y sonrió.
—Si quieres que un trabajo se haga bien, debes hacerlo tú misma —espetó.
Una guerrera se acercó, llevaba algo en su mano y solo cuando se acercó lo suficiente pude ver a la luz de las antorchas que se trataba de una prensa. Su interior estaba forrado de piezas de metal afiladas.
—La mano hábil de una guerrera es su mayor tesoro. Tú me has robado mi gloria y mi riqueza, yo te robaré a ti lo que más aprecias —sentenció. Forzó mi mano dentro de aquel artilugio y empezó a girar la manivela.
Cerré los ojos cuando sentí el filo penetrar mi piel ¿qué importaba mi mano si no iba a salir con vida de aquel lugar? Athanasia se detuvo justo antes de quebrar mis huesos.
—Habla, Anteia, dime lo que quiero saber.
—No tengo nada que decirte, pierdes tu tiempo y tu dinero —espeté.
Elcrujido, el ardor cegador y las olas de luz que atravesaron mis ojos fueron miúltimo recuerdo. Al menos, hasta que las guerreras me arrojaron como un fardocontra una de las esquinas de la habitación. Solo entonces mi mente agobiada ycegada por el sufrimiento recordó algo importante «Cinco días» habían pasadodos semanas, Anthea había logrado cruzar y podía encontrarse ya hablando conAppell.
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