¿Calma?
La noche transcurrió sin pena ni gloria. Había decidido dejarlo todo al destino en lo que respectaba al caso de Senka y sus impulsos. Mis guerreras no eran ciegas y si la joven princesa se les insinuaba, no iban a perder la oportunidad. No podía tomarlo con tanta naturalidad como la reina Appell, simplemente me parecía algo fuera de lo ordinario. Era como si la reina tuviera la esperanza de que Senka encontrara el amor de esa forma o ¿Era culpa? ¿Le permitía satisfacer así las necesidades de afecto y comprensión que ella misma no podía proporcionarle de mejor manera?
El paseo empezó bien. El radiante sol besaba cada brizna de hierba y el clima fresco invitaban a cabalgar. Había escogido un grupo de veinte guerreras para la misión de escoltar a Senka y a la reina. Junto a la guardia del palacio, eran al menos cuarenta mujeres fuertemente armadas, a caballo. Nadie se atrevería a atacarnos.
—Y dime, ¿Nuevas personas han decidido establecerse en Lerei? —inquirió la reina. Se mantenía elegantemente erguida sobre su silla, miraba al frente y a los alrededores con curiosidad. A su lado, Senka contrastaba. Estaba inclinada sobre el cuello de su caballo y parecía a punto de quedarse dormida.
—Algunas decenas, Su Majestad —admití—. La mayoría en la jurisdicción de la capitana Eneth—. Quieren la oportunidad de iniciar en tierras libres y frescas.
—Quiero evaluar los sembradíos —dijo luego de un rato—. Dicen que estas son tierras muy fértiles. Quiero comprobarlo con mis propios ojos.
Al llegar al pueblo una muchedumbre nos esperaba. Gritaban alabanzas a la reina y todos hablaban a la vez, con la esperanza de ser escuchados. Los hombres eran empujados siempre a las últimas filas, pero Appell atendió a hombres y mujeres por igual. Repartió algunas monedas a quienes habían sufrido daños en sus propiedades a causa de la batalla, regaló algunos juguetes a los niños y prometió a la escuela un gran cargamento de tinta, pergaminos y plumas.
Llegamos a las granjas de Eneth para cuando el sol brillaba en lo alto del cielo y llenaba de un insoportable escozor nuestras nucas. Eneth nos esperaba con una selección de sus mejores guerreras y un gran almuerzo.
—¿A ella le venden suministros? —inquirió Appell en un susurro que solo yo pude escuchar.
—O tal vez los está forzando, no lo sé. —Pinché el jugoso filete que descansaba en mi plato y traté de devorarlo con elegancia. Había ocultado de Eneth y de los otros campamentos lo que ocurría, no podía confiar en nadie.
—¿Si tu consentimiento? —inquirió la reina con sorpresa en su voz.
—Es su jurisdicción, puede hacer lo que deseé —respondí.
—¿No confías en ella, Anteia?
Miré a Eneth, quien comía al final de la larga mesa, no apartaba los ojos de Senka, parecía juzgar cada uno de sus despreocupados movimientos y cada vez que la joven princesa dormitaba o se servía un vaso de vino, torcía el gesto con desagrado.
—Prefiero mantenerlo todo en secreto hasta aclarar la situación.
—Entiendo.
Antes de almorzar, Eneth había presentado a la reina su presupuesto y un informe con las necesidades de su campamento. No noté nada extraño en ellas, salvo que no presentó quejas por el mal comportamiento de los campesinos.
Era realmente sospechoso. Si estaba involucrada en el complot, entonces debía de tener el mínimo de tacto y padecer igual que el campamento que atacaba. No tenía sentido, Eneth era una buena estratega.
Por otro lado, si estaba forzando a los campesinos, estaba abusando de su poder, sin un edicto real para respaldarla o una orden firmada por mí, solo podía exigir recursos una vez, bajo la excusa de una emergencia ¿Consideró la visita de la reina como una emergencia?
No podía aclarar aquellas dudas sin hablar con ella, pero hacerlo implicaba hacerla conocedora de mi investigación.
Jugueteé con el vino, hacía calor y deseaba una cerveza fresca de trigo. Una receta deliciosa que creaba una efervescencia muy refrescante en la boca. Al menos, no habían servido ron.
¡Ron! Recordé mi salida al bar con Cyrenne. Si ella estuviera conmigo, me habría recordado que la prohibición de vender alimentos afectaba a todos los campamentos. Maldije por lo bajo.
—Está forzando a los campesinos —gruñí.
—Parece que acabas de recordar algo —Appell mordisqueó un trozo de pan con delicadeza.
—La prohibición de venta alcanza a todos los campamentos. Esto, —señalé los platos—, no es posible.
—Tienes asuntos que tratar entonces. Estoy segura de que hay una buena explicación —habló la reina en voz alta. Las voces del comedor se silenciaron y decenas de ojos se posaron sobre nosotras.
—¿Su Majestad? —inquirió Eneth dejando su tenedor a un lado del plato.
—No es a mí a quien debe dirigirse, capitana.
—¿Comandante? —pude ver como Eneth cerraba los puños hasta dejar los nudillos en blanco. Así que sabía, o intuía, lo que estaba a punto de preguntar.
—¿Es la primera vez que lo haces? —señalé la mesa.
—No —dijo con orgullo y sin una pizca de remordimiento—. Su Majestad, tratamos a estas personas como si fueran nobles, intocables, completamente libres de hacer lo que les plazca, toman medidas para violentar nuestros suministros y en lugar de tomar medidas. —Me señaló—. Solo se les trata con guante de seda.
—Son habitantes de este reino, están protegidos por la ley, no puedes confiscar la mercancía sin una razón válida, Eneth —intervino la reina— ¿Lo hiciste para reponer los suministros luego de la batalla? ¿Tus inventarios estaban menguando peligrosamente? ¿Acaso preguntaste por qué se negaban a vender?
—Solo es un mero capricho. Aseguran que están amenazados. —Rodó los ojos, como si creyera que las amenazas y los sobornos no eran una posibilidad bajo su vigilancia.
—Debes escuchar a las personas que proteges, Eneth. Hacerlo puede llevarte a descubrir a los mayores enemigos de nuestro amado reino. Ellos no te venden porque el precio que pagas sea inferior, las arcas públicas saben que no es así, o porque prefieran ver morir de hambre al ejército. ¿Por qué destruirías a quienes te protegen? Es lógico intuir que hay algo más. Actuar como una tirana no te llevará a nada.
—Su Majestad, estaba quedándome sin suministros y no podía recibirla así —admitió.
—Anteia me recibió con lo poco que su campamento tiene para ofrecer. Un reino no se mantiene por las apariencias, capitana.
Ver a Eneth siendo reprendida por la mismísima reina era algo digno de admirar. Podía ver cómo luchaba para que su expresión no rebelara la ira que carcomía su interior. Debía admitir que tenía un control envidiable. Todos los ojos del comedor estaban clavados en ella, sus guerreras esperaban una reacción de su parte y las mías, hacían lo mejor que podían para evitar que en sus facciones no se mostrara toda la satisfacción de la cual disfrutaban.
—No quiero escuchar que vuelve a confiscar bienes de las granjas sin un edicto —finalizó la reina. Con elegancia se levantó de la mesa, todas las que la acompañábamos la imitamos. Era de terrible educación el mantenerse sentada mientras la reina no lo estuviera.
—Sí, señora, no volverá a ocurrir —aceptó Eneth con una reverencia.
La reina la miró con superioridad por unos instantes, como si juzgara si era conveniente o no dejarla conservar su puesto. Negó con la cabeza y simplemente se marchó del comedor. Su silencio valía más que mil reproches.
Dejé que mi mano descansara sobre el mango de mi espada. Podía sentir la fría mirada de Eneth sobre mí y sabía que lo que venía, no sería nada agradable.
—Salvo tu maldito trasero en batalla. ¿Y así es cómo lo agradeces? —rugió.
—Era demasiado evidente —señalé—. O forzabas a los campesinos o eras parte de la rebelión. —Eneth frunció los labios—. De hecho, aún puedes ser parte de este complot, quiero decir, sería muy sospechoso que tu campamento no pasara hambre —añadí. No pude contenerme, sabía que aquello podía verse como que estaba acusándola sin pruebas, pero ella había pasado por encima de mi autoridad, e incluso la de la reina. Estaba en mi derecho de castigarla, pero Appell solo la había dejado libre luego de una reprimenda. Algo en mí deseaba retribución.
—Retira lo que has dicho. —La capitana desenvainó su espada y me apuntó con ella—. No hay guerrera más fiel en el reino que yo.
—Tener que afirmar así tu lealtad solo crea dudas, Eneth —continué. No iba a desenvainar y responder a su reto. Al menos, no en ese momento—. Si de verdad quieres ser conocida por su lealtad, entonces deberías dejar de actuar por cuenta propia. —Aparté su espada de un manotazo—. Y eso empieza por no distraerme de mis labores. Debo proteger a la reina y a su hija durante este viaje.
Di media vuelta y abandoné el comedor con paso firme. Mis guerreras me imitaron, permanecer bajo ese techo era buscar una pelea innecesaria.
El sol ya se ponía cuando llegamos al campamento. La reina se excusó del grupo y marchó a sus habitaciones, se sentía agotada y al día siguiente debía partir a nuevos puestos de la frontera, los cuales, por suerte, ya se encontraban protegidos por la muralla y estaban más alejados de Luthier.
Senka luchaba con valor contra el sueño que amenazaba con dominarla por completo. No deseaba demostrar debilidad alguna e ir a dormir con su madre tan temprano. Quizás, era un buen momento para enseñarle algunas cosas.
—Su Majestad —llamé a la reina justo antes que entrara a una de las cabañas—. Quisiera hacer algo para aliviar la culpa y el odio que siente Senka.
—¿Acaso es eso posible? —inquirió Appell luego de dejar escapar una risita de incredulidad y pena difícil de disimular.
—Probablemente no, Su Majestad, pero deseo tener su permiso.
—Está bien. —Appell agitó su mano con despreocupación—. Puedes hacer lo que quieras. Confío en ti.
—No será defraudada, su majestad—saludé y me alejé en busca de la princesa.
Por suerte, Senka no se encontraba demasiado lejos, solo paseaba por el campamento con los ojos hinchados y amodorrados.
—¡Princesa! Tengo algo que tal vez sea de su interés. —Tomé su mano y la guie hacia los calabozos.
—¿Qué? ¿Dónde vamos? —preguntó luego de un rato. Debía de estar agotada, solo protestó cuando se vio frente a los calabozos.
—Vamos a comprobar que su hermana está muerta. Tengo un par de prisioneros de Luthier que deberían estar listos para hablar.
Su semblante palideció repentinamente y mi resolución se tambaleó.
—¿Nunca has presenciado algo así? —inquirí dejándola pasar primero al interior del lúgubre lugar.
La vi erguir sus hombros con dificultad, como si tratara de dar una imagen de serenidad y seguridad.
—Por supuesto que he sido testigo de tales actos. En la Ciudad Central son comunes los actos de traición, es normal que los calabozos del palacio estén llenos de reos esperando por ser interrogados.
Para un oído no entrenado, aquellas palabras podían resultar convincentes, pero había tratado con muchas guerreras novatas. Sabía cuándo alguien no tenía estómago para soportar lo que se podía ver tras las rejas.
Tendí una antorcha a Senka y tomé una para mí. Las celdas permanecían a oscuras siempre. Era un método, una estrategia que nos permitía controlar mejor a los prisioneros.
Me detuve en la segunda celda. Sabía que con el primer guerrero no tendría oportunidad sin ser especialmente brutal. Pero el segundo, ya estaba quebrado, moral y físicamente.
—Anthea. ¿Cómo está nuestro huésped? —inquirí a mi tercera al mando. Después de Cyrenne, era nuestra experta en torturas. Si mi segunda hubiera estado bien, ya tendríamos información valiosa en nuestras manos.
—Deberán amputarle la pierna, comandante. Su majestad —sentenció y saludó a Senka—. La fiebre lo hace delirar, será fácil sacarle información. —Levantó un cubo con agua y un par de estropajos.
Ingresamos a la celda haciendo sonar de más la puerta. El guerrero, que colgaba laxo de sus cadenas, dio un respingo y levantó la mirada, achicó los ojos para poder ver ante la luz que ingresó a su oscura celda. Dejamos nuestras antorchas en los soportes ubicados a ambos lados de la puerta y nos acercamos a él.
—Vaya, vaya, parece que mis predicciones se cumplieron. —Me acerqué a nuestro prisionero y lo primero que me golpeó fue el penetrante aroma a putrefacción. Anthea tenía razón, su pierna había empeorado.
—Salvajes —balbuceó. Tenía el rostro perlado de sudor y las muñecas destrozadas por sostener su peso. Una barba desordenada y grasosa cubría su rostro.
—Si lo fuéramos, no haríamos esto ¿O sí? —Pasé el estropajo húmedo por su frente y su rostro. El alivio se hizo presente en su mirada agotada—. Todo puede terminar pronto si me dices todo lo que sabes.
—Yo, yo no sé nada —susurró con la voz ronca. No había recibido demasiada agua. Solo la necesaria para mantenerlo con vida. Pude ver cómo su lengua capturaba las gotas que rodaban desde su frente.
—¿Luthier ha manchado con sus garras nuestras tierras? —inquirí retirando el estropajo.
—Nunca negociaríamos con ustedes —bufó con orgullo.
—¿Nunca hablarían con nuestras nobles para convencerlas de dejar estas tierras y el gasto que implican?
—Mi rey jamás hablaría con sus nobles —trató de escupir—. Hablar con semejantes criaturas, ceder ante planes tan deshonrosos.
—Muchos de Luthier llegan a estas tierras a causar caos. ¿Por qué no habría Cian de aplicar la misma técnica?
—¡No digas su nombre! No te atrevas a decir el nombre de nuestro rey con tus labios manchados de pecado. No levantes falsos testimonios en su nombre. Él jamás sería capaz de hacer otra cosa que no sea borrarlas del mapa con su poderoso ejército.
—¿Así como secuestrar a una mujer de Calixtho? ¿Es eso honorable?
—¿La estúpida princesa? Ella es un objetivo, ella debía desaparecer para acabar con su legado. Nos facilitó las cosas, un servidor fiel se dio cuenta del verdadero camino y decidió entregar a una pecadora a nuestra justicia.
—¡Ella no era estúpida! —Senka se arrojó sobre el prisionero y lo golpeó con el puño cerrado en el pómulo—. Ella era grande, valiente, honorable, valía por todos los asquerosos que viven en Luthier.
Sujeté a Senka para evitar que lastimara a nuestro prisionero.
—Corroboraré tu testimonio —volqué el contenido del cubo con agua sobre su cabeza—. Si es cierto, podrás salir de aquí con vida.
—¡Prefiero morir!
Di media vuelta y llevé a Senka conmigo. Retiramos nuestras antorchas, sumiendo la celda de nuevo, en la oscuridad.
Ya en el pasillo, pude ver lo pálida que se encontraba Senka, su labio inferior temblaba y acunaba su mano contra su pecho.
—¿Quieres dejarlo?
—No, quiero que me digan que mi hermana está muerta —respondió con firmeza—. Puede sonar contradictorio o un mal deseo, pero lo prefiero —rechinó los dientes—. Lo prefiero a saber que está viva y sufriendo.
—Bien. Anthea, trae a Adrastos.
Anthea obedeció y en instantes trajo a Adrastos con nosotras. El joven se veía más demacrado que la vez anterior, sus harapos estaban mucho más rotos y apenas cubrían lo esencial en su cuerpo.
—¿Qué es esto? —inquirió Senka con asco.
—Es nuestro pequeño ejemplo —respondió Anthea—. Solo un recordatorio de que los hombres de Luthier son nada.
Ingresamos a la celda del primer prisionero. Aquel que había amenazado a Demian. Ahora se le notaban los huesos de la cara y dejaba que las cadenas sostuvieran su peso. Dejamos de nuevo, nuestras antorchas en los soportes.
—Anthea ¿Han seguido el plan?
—Por supuesto. —Sonrió con malicia y tiró del cabello del prisionero, de manera tal que solo podía verme a los ojos—. Ya que pronto nos quedaremos sin mascota, necesitaremos de una nueva. No ha bebido ni comido, está listo.
—¿De qué están hablando, arpías?
—De que, ya que no colaboraste con nosotras, te haremos alguien útil. —Anthea soltó su cabello y con manos prestas desenrolló un estuche de cuero frente a sus ojos— No te hemos dado de beber o comer por una razón.
Las herramientas brillaron con malignidad frente al prisionero. Una venda de lino muy fina, un atado de finas varillas de roble pulidas y un tipo de tijera afilada, un emasculador.
—¡No! —Se sacudió contra las cadenas haciéndolas resonar con fuerza en el silencio del calabozo.
—Veo que las has identificado. ¿No las han sufrido los artistas de los teatros de Luthier? ¿Los sirvientes que cuidan de las hijas y esposas de sus reyes? Tenemos el mismo derecho. No puedes convertirte en nuestra mascota sin pasar por eso —expliqué.
—No, no se atrevan. —Lanzó una mirada aterrada a Adrastos—. Guerrero, por favor, mátalas, salva nuestras vidas, nuestro honor.
Adrastos solo agachó la cabeza y apartó la mirada.
—¡¿Dónde está tu honor?! —chilló al verse sin apoyo.
—Creo que en alguna de las cenizas que el viento se llevó —respondió Anthea cortando los pantalones del prisionero.
Con crudeza rasgó la tela, cada crujido de la tela al ceder y cada hilo roto solo hacían temblar más al prisionero. A la luz de las antorchas, podía ver cómo palidecía y empezaba a sudar.
—Su Majestad, tal vez no desee ver esto —dijo Anthea mientras colaba su daga entre la piel de la cadera del guerrero y su ropa interior.
—Si no colabora, tendré que verlo —respondió Senka sin titubear.
—Tienes una última oportunidad, solo quiero saber dónde está Gaseli —pregunté con firmeza.
—Muerta, como todas las de su clase. Acabó cobardemente con su vida antes de enfrentar el juicio por sus pecados. —El prisionero sonrió a Senka—. Y tú también deberías estarlo. —Sujeté la mano de Senka para evitar que lo golpeara. No valía la pena.
—¿Sabes? Es simple utilizar todo esto —señalé las herramientas—. Una de estas, va dentro de ti. —Jugueteé con una de las varillas frente a su rostro—. Impiden que el agujero a través del cual orinas se cierre. Tú sabes, cuando debemos cortarlo todo.
El orgulloso guerrero palideció y trató de alejarse lo más que le permitían las cadenas.
—Todo se ata muy firme con esto—deslicé la venda de lino entre mis dedos—. Reduce un poco el sangrado, pero a veces necesitamos echar mano del fuego.
—Esa niña está muerta ¡Es todo lo que sé! —gimió desesperado.
—¿Algún plan para estas tierras?
—Destruirlas con nuestro poderoso ejército —bufó.
—¿Nada más? ¿No planea Cian acaso aliarse con la gente de aquí?
—Nuestro rey jamás pensaría en aliarse con tales sabandijas. Si estás teniendo problemas en tus tierras es tu culpa, tu propia incompetencia que... Una repentina patada aterrizó justo en la entrepierna de aquel guerrero. Luchó por doblarse sobre sí mismo, pero las cadenas se lo impidieron.
—Senka, deja que seamos nosotras las que tratemos con los prisioneros —reprendí a la princesa.
—Él estaba insultándote —gruñó.
—Palabras vacías —dirigí mi mirada de nuevo al prisionero— ¿Por qué atacaron?
—Estas son nuestras tierras, el rey Cian ordenó atacarlas para recuperarlas. Mi señor Eudor obedecía las órdenes del rey.
—¿Un ataque con el ejército de solo una casa noble? ¿De verdad pueden subestimarnos así?
—Casi las aplastamos —respondió con sorna.
—Nuestros refuerzos los aniquilaron —indiqué—. Nunca lucharon contra el ejército en pleno.
Había escuchado ambas versiones. Pese a su interés por mantenerse en silencio, lo que sabían no era tan importante como para arriesgar una pierna o la virilidad ¿De verdad eran tan orgullosos como para considerar que hasta la mínima información era importante? ¿Ocultaban algo más? Abandoné la celda llevando las antorchas conmigo.
—Anthea, quiero que sigan trabajando con esos dos. Quiero ver si mantienen sus versiones.
—Como ordene, comandante.
Una vez en el exterior y lejos del influjo cálido de las antorchas, pude ver el rostro demacrado, pero sereno de la princesa.
—Supongo que eso alivia todas tus dudas —dije mientras la escoltaba hasta sus habitaciones.
—Sí, debo admitir que fue... repulsivo. —Acarició sus nudillos enrojecidos—. Pero pude ver la verdad en sus ojos. Tenías razón. Mi hermana nunca se habría dejado capturar viva. No habría permitido que un hombre de Luthier la vejara.
—Aquí aprendes a tomar la Muerte Púrpura de una manera mucho más difícil —sonreí con cierta nostalgia para enmascarar el terror y la repulsión que me provocaba el recordar mi momento—. Pero ustedes lo aprenden desde la cuna.
—Estaba tan sumida en mis propios sueños que deseé, por un momento, que ella estuviera viva, que pudiera rescatarla. —Sacudió la cabeza—. Fui una ilusa.
—Aún eres joven. —Dejé descansar una mano sobre su hombro—. Te faltan muchas ilusiones por construir, para luego ser testigo de su destrucción.
—No soy una ilusa —bufó.
—No, por supuesto que no. Solo eres una chica como las demás.
Frunció los labios con evidente fastidio al verse sermoneada. Sacudió mi mano de su hombro e ingresó a las habitaciones con la cautela de quien está acostumbrada a escaparse.
Ciertamente, Appell tenía la paciencia de una roca con Senka.
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