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Nota para el lector:
Capítulo super editado. Ya sé que cambié muchísimas cosas, pero les aseguro que es para bien. Estoy tratando de darle más contexto a la historia para que no sea todo de sopetón cuando la verdad sea dicha. Quiero que vean los cambios en la personalidad de los personajes, lo lista que es Jess Green (porque eso obvio lo sacó de su Papá Mike), y que exista más tensión para el entendimiento de ciertas partes de la historia.

(Eliminé los siguientes capítulos para poder editarlos. No se preocupen, espero que el resultado final les guste).

Disfruten el capítulo:



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«DUELO DE MIRADAS»

JESS GREEN


Acción de Gracias estuvo bien: elegante, familiar, digna de una fotografía. Aclamamos la tarta de Lolita. Mis hermanos menores se portaron de maravilla, Hannah y Levi no dijeron, o, hicieron nada que pudiera incomodar a mi amiga durante la cena.

Mis hermanos mayores se acostaron con Lolita. Fue dos meses antes de que ella definiera su relación con Dante. Dolores me lo contó la mañana después del error. Manejó la situación como una campeona. Fue mejor persona que yo; digamos que enloquecer no es la palabra adecuada para describir lo que me embargó ese día. Apenas lo recuerdo: le rompí la nariz a Levi, y empujé a Hannah a la licorera de Papá Allen. «De suerte no se le clavó un cristal.»

Papá Mike tuvo que intervenir. Los asusté a todos. Exageré; pero tenía razones de sobra para enojarme con ellos: tocaron a mi mejor amiga. Los amigos son sagrados. Mis hermanos saben cuánto me cuesta hacer amigos. A la gente le caigo como una patada en las rodillas cuando me conoce.

Apuesto que Mercedes también lo piensa. Ella y su recepcionista de vestidos vaporosos que sonríe como un puto Pitufo, me amarga el paladar. Sé que juré no volver. Pero mi única/mentirosa/manipuladora/mejor amiga, no me dejó elección. La muy desesperante me llamó cuando estaba arreglándome para ir a la escuela, diciéndome que no podía ir a pagarle a la dichosa adivina porque se sentía mal del estómago.

«Mentirosa. Mentirosa.»

Heme aquí. La escéptica (o sea yo), está de pie frente al rincón olvidado por la realidad.

Entro.

—¡Hola! —me saluda la misma chica de tez morena, con la pañoleta en la cabeza—. Me alegra volver a verte.

—¿Está Mercedes? —Voy al grano.

—¿Nuestra diosa? —pregunta con una sonrisa esperanzadora en los labios—. Sí, ya conoces el camino.

—Gracias. Sólo estoy aquí para saldar una deuda. —Saco la cantidad de mi bolsa y la pongo sobre su mostrador—. Mi amiga me dijo que le debe este dinero.

—Oh, gracias. Pero no puedo aceptarlo. Le pertenece a Mercedes.

—Pero no lo estás aceptando-aceptando, sólo aceptando temporalmente. Dáselo a tu jefa.

—Mercedes no es mi jefa; estoy aquí por mi voluntad. No estoy atada.

Freaky.

—Da igual, sólo dáselo a ella.

Mira el dinero como si fuera el décimo lugar al que le gustaría ir.

—Lo lamento, no puedo —se disculpa—. Pero, puedes pasar a verla. Está libre ahora.

—¿Así nada más? ¿Sin cita previa?

—Las premoniciones no conocen de horarios, Jessy —explica con amabilidad.

—¿Eso es un sí? —le pregunto en un tono arisco.

—Es un sí, tesoro.

Resoplo, meto el dinero en mi bolsa y camino hacia su estrecha oficina. Toco débilmente a su puerta y me dice «adelante», como si me estuviera esperando.

Me recibe el olor a incienso y la escasa luz del lugar. Encuentro a Mercedes jugando con unas cartas de símbolos extraños. Sin mirarme (maleducada), sus labios forman una sonrisa de buen presagio.

—Buenos días, Jess. ¿No deberías estar en la escuela?

—No me preocupa Educación Física —cierro la puerta.

—Vienes a saldar la deuda de tu amiga —afirma.

—¿Lo supo leyendo sus cartas?

—Primero que nada: las cartas no se leen, se interpretan —explica—. Segundo: tu amiga me dijo que vendrías. No todo lo puedo predecir a voluntad, así no es como funciona mi don. A veces viene, y a veces se va por meses. Comparo mi habilidad con un desastre natural, un cambio violento en mis arterias que fluye con la otra personalidad atrapada en mi cuerpo, mostrando sus señales de vida, y, expulsando sus palabras por medio de mi voz.

«Loca.»

—No me interesa.

—¿Sabes, Jessy? —dice, concentrada en sus místicas cartas—. Es una pena que a tu edad seas una mujer tan amargada. Las chicas de tu edad, que frecuentan mi espacio personal, por lo general, me piden que les lea la mano, interprete su futuro usando estas cartas —las enseña—, o les diga si en su camino aparece su príncipe soñado.

—¿Y?

A pesar de mi mal carácter, no manifiesta su desagrado por mi actitud.
—No lo sé —sonríe con malicia—. Dímelo tú, ¿de dónde nace esa ira que te resulta difícil esconder?

—No estoy enojada.

—Es verdad, no estás enojada. —Me mira con compasión, y añade—: Sólo eres una niña muy triste.

—No estoy triste.

—Entonces, ¿tu vida es maravillosa?

—Sí —digo porque sí, mintiendo un poquito sobre lo que realmente siento.

Mercedes intenta leerme, pero no lo consigue; acabo de ponerme mi máscara de orgullo impenetrable. No estoy dispuesta a ser vulnerable delante de una estafadora.

Para llorar a gusto, tengo la oscuridad debajo de mis sábanas.

—Está bien —dice la adivina, en desacuerdo con mi palabra—. Pero te daré una advertencia: alejate de ese nuevo amigo tuyo.

—No tengo amigos varones.

—Los tendrás. Y en serio, Jessy, ten cuidado. —Luce un verdadero signo de preocupación en sus cejas cuando añade—: Es peligroso.

—¿Por qué no mejor se ahorra el drama y me dice quién es para mantenerme alejada?

—Ya te lo dije: no funciona así.

—¿Me dejará a mi suerte?

Unos dientes amarillos y deformes completan el precario estado de su cara. «¿Está sonriendo o sufriendo una embolia?».

—Vaya... Mira quién empieza a creer en los cuentos de hadas.

Bufo. Me está tomando el pelo.

—¿Y qué te pareció? —me pregunta, cambiando abruptamente de tema y de actitud.

—¿Qué cosa?

—El joven que te convertirá en la sangre de sus venas.

—Yo... —vacilo—. No es de su incumbencia saber lo que hago o a quien veo, señora. —digo, alejando al descerebrado fumador de mi mente.

Su sonrisa no decae cuando dice:

—Ya lo he visto, Jess. Si lo deseas, puedo interpretar el escenario desde otro punto de vista.

—No hay ningún escenario que interpretar —expongo—. No he conocido a nadie, ¿era eso lo que quería oír?

—¿Por qué mientes, Jessica? Ambas sabemos que ya lo conociste.

«¡Esto es ridículo!»

—Estoy aquí para entregar este dinero, señora. —Pongo los dólares encima de su juego de cartas, pero Mercedes no se inmuta—. Tenga. De parte de Dolores.

Cuando toco el pomo de la puerta, la adivina que dice puras mentiras, vuelve a la carga:

—Ya lo conociste, Jess. Te llamará niña, te llenará el cuerpo de besos, te será fiel, ambos resistirán entregarse al otro. Pero su encuentro habrá valido la pena. ¿Quieres que te dé una pista? Su nombre empieza con D.

Sin réplica que pueda usar en su contra, salgo de ahí. Me alejo de su olor a cautiverio, de las luces tenues del establecimiento, y de su recepcionista boba y sonriente.

Voy a la escuela.

🏍🏍🏍

Perdí Educación Física. ¡Qué alegría! No soy una chica de ejercicios fuertes.

Lolita faltó a sus primeras clases. ¡Qué bien! No tenía ganas de hablar con ella. Conociéndola, querrá saber los detalles de la plática que sostuve con Mercedes. Y no estoy de humor. Además, tengo mejores cosas en las que preocuparme, que en una embustera que se cree adivina.

Pronto será la graduación: tendré que enfrentarme a mis padres. No puedo decirles que no iré a la universidad. Los conozco, querrán una explicación. Y no estoy segura de cuáles sean mis razones; por eso no puedo decir la verdad.

Estoy tan concentrada en mis propios asuntos que ni siquiera me importa la intromisión de Dylan Lutz en territorio escolar. Ni que me esté esperando, apoyado en el concreto de la entrada, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo en el siguiente combate de palabras:

—¡Hola, vecina! —Me saluda con una alegría desesperada por ser convincente.

—Hola —Mi desánimo se puso de acuerdo con mi recelo gracias a este tipo.

Sigo caminando, pero él se me pega como goma de mascar al zapato. «Esto debe ser una broma.» No me fío de Dylan, y creo que él ya se dio cuenta por cómo decide yuxtaponer nuestras personas. «Tal vez necesite aparentar ser normal.» Pobre infeliz, no sabe que soy la última persona en poder ayudarle con su misión.

Y hablando de quién no lo es:

—¿Y tu hermana?

—Oh. —Por alguna razón mira sobre su hombro, como si esperara que ella estuviera ahí, siguiéndonos—. Judith estudia en casa.

—Qué afortunada.

—¿Por qué lo dices?

Justo en ese momento —y como una señal de estar en lo cierto—, a un grupito de amigas se les ocurre molestarme con su típico juego de «Mira a la rara mientras se la mamas a un pene imaginario». Ahuecan las mejillas sin dejar de reírse entre murmullos insultantes como: «Zorra», «Puta», «Perrita»; son algunas de las ofensas que les escucho decir a las chicas de esta escuela.

Las ignoro pasándolas de largo.

—¿Qué fue eso? ¿Por qué lo hicieron? —me pregunta Dylan en un siseo amenazante.

—Ignoralas. —Esto es de todos los días, así que no me afecta.

Entramos al laboratorio de Química justo cuando él dice en tono severo:

—Deberías reportarlas.

Se me escapa una risita suave de resentido buen humor.

—Reportalas —me burlo—. No puedes con toda la escuela.

—Claro que sí —asegura—. Vuélvete viral, así la gente sabrá lo que te ocurre.

«Estúpido.» A Steph MacDowell (líder de zorras) le encanta lucir su actitud de mosquita muerta delante de los profesores; sabe jugar sus cartas. No puedo con ella. Es una personificación de Regina George, pero en Washington D.C.

Volverse "viral" no va a servir para un carajo.

—Tengo cero interés en que la gente me conozca de verdad —murmullo entre dientes que temen morder mi lengua.

Me siento en mi lugar habitual, con Dylan a mi lado.

Bueno, dado que Lolita no está...

—Si tanto te molesta que esas zorras te insulten, ¿por qué vienes a la escuela? Sólo sufres a propósito, ¿no?

—Tal vez soy una masoquista infernal y me gusta masturbarme con sus insultos en secreto. ¿No lo habías pensado? —Lo molesto con una sonrisa burlona, haciendo uso de mi pesado sentido del humor.

Me divierte su reacción: se le encienden las mejillas mientras contiene el aliento, explayando sus ojos color azul.

Se me escapa una carcajada que perdura al preparar mis apuntes para la clase.

—Estoy bromeando, compadre. Debiste verte la cara. ¡Lo creíste por completo!

—Ah, tú sí te llevas pesado. —Se ríe.

—Sí, soy el Alma de la fiesta —añado en un tono sarcástico y burlón.

—O... tal vez te da miedo enfrentarte a tus padres —dice sin ninguna nota de duda en la lengua, mirándome fijamente.

—Menuda tontería —replico en un murmullo precoz, desviando la vista hacia el pizarrón.

No vuelve a abrir la boca.

🏍🏍🏍

—Ayer ignoraste mis mensajes —me acusa en un tono cantarín, que le parece apropiado a la hora del almuerzo. Como si nos conociéramos de toda la vida, y no desde hace dos horas cuando realizamos un experimento para la clase.

Nunca he visto a nadie diseccionar un feto de cerdo tan rápido como él. Lo hizo ver como un acto sencillo. Tiene buen pulso. Si hubiera hecho el experimento con Lolita, ninguna de las dos lo hubiese completado con resultados positivos.

—Eres extraño —digo, con la boca llena de mantequilla de maní y jalea.

—Y tú eres una chica bonita —me dice, sonriente y pasivo, sentando frente a mí en una de las mesas de la cafetería.

—Hombre, gracias. Justo lo que una chica necesita oír.

—Es lindo tu sarcasmo.

Dejo el sandwich de lado y me limpio los dedos con la servilleta.

—¿Pensabas que me iba a atragantar con tu cumplido de por medio?

—Planeaba aplicar la Maniobra de Heimlich para así tocar tu pecho —me sigue el juego.

Le sonrío a su reciente actitud «poco controladora» para la conversación, antes de tomar el popote entre mis labios y beber del jugo de la caja. Ya no sé qué pensar. Dylan Lutz tiene ese algo que no termina de convencerme. El tipo mantiene un acto de buena persona, y no me lo trago.

—¿Qué clase de chicos te gustan? —me pregunta de la nada, provocando una ligera preocupación en mi sistema.

Entorno el ojo izquierdo.

—¿Me estás coqueteando?

—No, sólo quiero ser más amigable.

—¿Y tu artimaña es la de hacerme sentir incómoda?

—¿Mi pregunta te hizo sentir incómoda? —inquiere en una mueca de ligera angustia. Está fingiendo—. No era esa mi intención.

—Eso espero. Si no lo sintieras, estarías metido en un problema mayor. —Le doy otra mordida a mi sandwich cortado en un triángulo perfecto.

—¿Con quién? ¿Tus padres? —añade en un tono burlón.

—No necesito su ayuda para decirle a la gente que no se meta conmigo.

—Suenas convincente.

—Soy una persona solvente.

—Te creo.

—Pues no lo parece.

—¿Así es como tratas a tus amigos? —me pregunta con una sonrisa entusiasta y los ojos fijos en cualquier movimiento que efectúe. Como si todo fuera un espectáculo privado para él.

¿Qué pasaría si la broma se me fuera de las manos? Mamá dice que el valor de una persona está en las palabras que dice. ¿Y si las mías fueran directo a la yugular? Dylan Lutz aparenta ser alguien que no es, de eso no me cabe la menor duda. El punto es saber quién es él realmente, y por qué lo encubre bajo esta fachada amigable.

—Vamos, cosita, ¿por qué no me das una oportunidad?

La buena vibra que sentía hace segundos, se esfuma.

—¿Me acabas de llamar «cosita»? —Me pongo a la defensiva.

—Eres muy tierna cuando te enojas.

—¿Y ahora me ignoras coqueteando mi ceño fruncido como si fuera una cualidad que envidiar?

—Creo que me gustas —me vuelve a desoír—. Es más, te voy a hacer mi novia.

—No, muchas gracias. —Me siento más enojada que impotente en este momento—. Y... No me gusta el rumbo que está tomando esta conversación, así que...

—Oye, sólo bromeo. —Levanta las manos en señal de rendición, frenando mi prédica.

—No me gustan las bromas.

—Anotado, amiga.

—No eres mi amigo —le informo con una sútil tonada de seriedad, destacando su posibilidad de seguir el rumbo de esta conversación.

Al parecer, no lo capta:

—Bueno. Entonces, quiero serlo. Incluyeme.

—Ese puesto ya está ocupado.

—¿Por quién? ¿La que se tira a su hermano? —me pregunta en una entonación socarrona, que me hace fruncir el ceño.

—¿Cómo sabes lo de ella y Dante?

—Soy muy observador.

—Creo que algunos lo llamarían «Acoso».

—Oh... —Finge sentirse herido, exponiendo el labio inferior en un puchero—. ¿Por qué a las mujeres les gusta indignarse cuando les observan el atractivo?

—No quiero tus ojos en mi persona, mucho menos reparando mi figura —digo como aviso y sin guasa en la voz—. Estoy hablando en serio.

—¿Y si te lanzo besos?

—Eso es asqueroso en un hombre —digo con una mueca de repelús.

—¿Sabes? Si yo fuera un hombre más alto, guapo y menos raro, tal vez, sólo tal vez, tendría una oportunidad contigo, ¿verdad?

—¿Disculpa?

—Porque, seamos honestos, las mujeres buscan músculos en un rostro peligroso.

—No todas.

—Todas y cada una de ustedes son iguales: les gusta que las acosen, las traten mal, la inseguridad en una relación, hasta que las secuestren para enamorarse del chico malo. Claro, siempre y cuando esté guapo. ¿No?

«¿Qué rayos?». ¿Cómo terminé metida en una discusión acerca de la popularidad femenina para con los hombres? Ni siquiera lo entiendo. Es más, no tengo argumentos.

—Eso no es verdad.

—Tienes razón. Si el tipo es feo, lo consideran un maldito enfermo que merece ser castrado. Pero si es guapo y tiene moto, les gusta romantizar todas las pendejadas que hace. ¿Verdad?

—Por favor, ya no me hables —le respondo como única salida para esta horrible tensión.

Algunos dicen que entre broma y broma, la verdad se asoma.

Tienen razón.

Sea cual sea la clase de oscuridad que oculte este chico, queda al descubierto. Por un segundo. Y luego se va. Pero la sensación de haber visto su verdadera naturaleza me pone los pelos como escarpias. Ese algo que sólo siento cuando sueño con la sangre del enemigo, vive dentro de este chico.

El sentimiento de sospecha no desaparece por mucho que quiera ignorarlo.

Y empeora a cada segundo:

—¿Ves? Me rechazas porque no soy guapo.

—No. Es porque no me caes bien.

—¿Ella es tu hermana? —Interrumpe mis pensamientos con esa pregunta que no viene al caso, apuntando con sus ojos a otra mesa donde se halla Lectra. ¿Está intentando disuadir mi marcha mental? Porque no funciona. Mi hermanita no me preocupa. Al menos no todo el tiempo—. Es igual a tu madre, ¿no? Pero sus ojos son... ¿verdes? Como el castaño Allen, ¿verdad?

Se me endurece el gesto, pero no digo nada. En cambio él, mantiene los ojos fijos en Electra, como un cazador, sin desvanecer la sonrisa torcida de sus labios partidos.

Mis extremidades se tensan, y eso no lo puedo contener. La manera en cómo la mira me eriza el vello de la nuca.

—Cielos, qué bueno que tu madre eligió a hombres de ojos y pieles diferentes para coger. Si no, jamás sabrían quiénes son sus verdaderos padres. ¿Cierto?

No me defiendo. Me lo quedo viendo. Pero él no reacciona ante la gélida mirada de mi rostro. Su expresión me reta, pero no muerdo el anzuelo.

Acaba de lanzar la primera piedra, pero no se lo hago saber. Mantengo la calma.

Cuando sus ojos vuelven a mí, suaviza los rasgos amenazadores de su cara para luego dedicarme una sonrisa amigable, como si los últimos tres minutos no hubiesen ocurrido.

—Nos vemos por ahí, amiga mía.

Toma su mochila y se levanta de la mesa, saliendo de la cafetería.

«Maldito enfermo de mierda.»

Desprecio el almuerzo tirando la servilleta sobre el sandwich.

Se me arruinó el apetito.




Continuará...

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