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{ 29 . Amores perros }

Harry se envolvió en un abrigo, se cubrió los cabellos con un gorro de lana y salió de Privet Drive al momento en que el que su reloj de pulsera daba las tres de la mañana del primer jueves posterior a regresar a Surrey.

El aire era cálido, pero no asfixiante. Claramente no era un tipo de clima que le obligaría a utilizar gorro y abrigo, pero necesitaba... necesitaba...

Un quejido hondo salió de su garganta mientras se dejaba caer en un muro bajo de la calle Magnolia. Los ojos le picaban por el cansancio y sentía la sequedad en la garganta. El mundo latía en un sentido aparte que el propio latido de su corazón.

Sus sueños se tornaban extraños. En realidad, sus sueños siempre eran extraños, con el agregado de que nunca solía recordarlos más que imágenes borrosas y algunas sensaciones. Sin embargo, recordaba cada uno de esos sueños, los tenía en la piel y en la sangre y quería arrancárselos como fuera.

Pero por más que olvidara cosas, no era capaz de olvidarlos.

Enterró sus dedos entre los cabellos, temblando como una hoja. Todo su cuerpo convulsionaba en terror y la agonía le trepaba por la garganta como un grito desgarrador.

Entonces, algo le tocó la pierna.

Harry se apartó, empujando lo que fuera que le había tocado, que resultó ser un enorme perro de color negro. A pesar de su apariencia feroz, curvaba la cabeza como si estuviera preocupado de verle solo en medio de la noche.

Harry observó los ojos grises del animal con una curiosidad infinita.

El perro ladró. Fue un ladrido bajo, ligeramente reconfortante, aunque Harry no hizo ademán de tocarlo. No se llevaba bien con los animales, o al menos de cuatro patas. El animal no parecía saberlo, porque volvió a golpearle con la cabeza en la rodilla, siguiendo con sus ojos cada prenda que vestía como si estuviera examinándole en busca de heridas. Harry, ligeramente contrariado, cerró sus manos en torno al abrigo para que no se apartara de su pecho.

—Vete —balbuceó Harry, la mirada perdida en las patas peludas y sucias del animal. El perro le estaba poniendo incómodo, mirándole como si esperara algo de él. Entonces, el perro golpeó, esta vez, su brazo con la cabeza. Harry gruñó y pasó los dedos por la cabeza del animal como si estuviera teniendo cuidado de no herirlo.

El perro no pensaba lo mismo, porque un segundo después lo había dejado tumbado en el suelo y le lamía la cara por entero de forma juguetona. Harry lo apartó gruñendo.

—¡Ugh! —gimió—. No, no, no. Aléjate —sus dedos temblaban—. Apártate. ¿Vale? No quiero herirte.

El animal ladeó la cabeza, apartándose como si le comprendiera. Tomó asiento en sus cuatro traseros, mirándole como si esperara que le contara más.

Harry mordió su labio.

—Vete —gruñó—. Debo volver a casa.

El perro se recostó, apoyando su cabeza contra las patas delanteras, observándole con mirada suplicante. Harry bufó.

—No tengo problemas en casa. No ahora, al menos —sus ojos se perdieron en el camino vacio. Las luces de Privet Drive no eran deficientes: todo estaba en orden, iluminado y preciso. Eso quizá lo hacía tan tenebroso. Una calle tan normal que algo debía estar mal ahí. Y, claramente, todo lo estaba.

Harry sintió náuseas.

El perro gimoteó. Harry se incorporó, tembloroso, aferrándose a la pared.

—No tengo comida —mintió, mirándole de reojo—. Te traería, de otra forma. Luces... desnutrido.

El perro movió la cola, su expresión tornándose hambrienta. Harry gruñó.

—Bien. Sígueme. Pero pones una sola pata en mi casa y mueres —amenazó. El perro pareció comprenderlo muy bien porque siguió sus pasos, pero se detuvo en la puerta del número 4, sin esperar a entrar.

Harry correteó sin hacer ruido por el pasillo y hurgó en la cocina. Había unas cuantas sobras; Harry tomó las que consideró que un perro pudiera comer -aunque a decir verdad no tenía mucha idea de lo que un perro podría comer. Jamás se había interesado por uno... mientras estuviera vivo- y lo dejó en un tazón plástico que parecía una de esas reliquias que Petunia aún conseguía guardar de las pertenecientes a Dudley. Harry sintió lástima de que el perro tuviera que comer en un tazón que alguna vez hubiera pertenecido a ese cerdo.

Cargó el plato hasta estar lleno y salió. El perro seguía ahí. Le había esperado.

Harry bajó el plato. El animal no desconfió en ningún momento: atacó la comida con voracidad. Harry le observó comer, analizando que en realidad y descontando a Hedwig, nunca había visto a ningún animal comer y disfrutar de su comida. Sus ojos se perdieron en los músculos del cuello del perro mientras tragaba, en el sonido de la carne fría bajo sus dientes, en el jadeo apresurado entre bocado y bocado, como si no organizara sus prioridades de vida, si acaso comer o respirar.

Para cuando Harry regresó con un enorme tazón cargado de agua, el perro había acabado de comer y le observaba con un afecto que quizá ningún animal le había profesado antes. Harry dudó antes de pasar las manos por su cabeza y rascar detrás de sus orejas. El perro gimoteó ante la caricia con algo parecido a un sollozo. Quizá estaba herido, pensó Harry. Pero a pesar de que tocó, no pudo notar ninguna herida en la cabeza, o detrás de las orejas, e incluso en el cuello.

Sus manos se deslizaron por el pelaje del perro. Estaba cargado de lodo reseco, endureciéndole en partes. Sin embargo, las partes limpias eran suaves contra sus dedos, y le daban una extraña sensación de calidez, como si ya hubiera tocado a aquel perro antes. Le daba la misma sensación de familiaridad que cuando hablaba con Snape sobre su madre.

El perro se recargó en su hombro. Estaba cansado, pero Harry no tenía idea de cómo él mismo reaccionaría ante el perro cuando llegara la mañana.

—Debes irte —susurró—. Pero puedes volver. ¿Vale? Intentaré conseguirte comida. Y un tazón. Pero no prometo nada.

El perro soltó un ladrido ligeramente juguetón y se marchó, moviendo la cola, como si hubiera comprendido cada una de las palabras que Harry le había dicho.

Harry se recargó en la puerta cerrada, pensando que, si todos los perros eran realmente así de inteligentes, le gustaría tener uno. No te respondían con comentarios hirientes y te devolvían caricias y jugueteos por un poco de comida y agua. A decir verdad, no estaban tan mal.

Harry estaba a medio camino hasta su cama cuando se dio cuenta de que, desde que había visto al perro por primera vez hasta el último segundo que lo perdió de vista, jamás había pensado en herirle de alguna manera. Había algo en su presencia que, de cierta forma, se lo impedía. Harry puso los ojos en blanco y suspiró, quitándose el abrigo y apartando las sábanas para volver a la cama, recordando por qué la había dejado.

Con un quejido, extendió su mano e hizo lo que Tom le había dicho que no hiciera: magia.

Las sábanas estaban limpias un segundo después. No había usado varita, ni hechizo: solamente había impulsado a su magia a limpiar el desastre que, al instante, había desaparecido. Se introdujo en el frío de su cama y esperó hasta casi las cinco de la madrugada. Hedwig llegó con su tomo diario de El Profeta, pero Harry lo ignoró y esperó hasta que se dio cuenta de que el Ministerio no sabía que había utilizado magia fuera del colegio, y que claramente no iban a darle una reprimenda por ello.

Se hundió en las almohadas, ignorando el periódico a los pies de su cama, que rezaba en grandes letras negras:

"SIRIUS BLACK: EL PRIMER PRÓFUGO DE AZKABÁN".

Justo debajo, un hombre demacrado de largos cabellos negros miraba a la cámara y guiñaba un ojo, burlón.

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Muchas gracias por leer, ¡los amo mucho!

xxx G.

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