{ 23 · Algo significativo }
Tom despertó la mañana de Navidad con un profundo dolor de cabeza. Harry era demasiado terco para su propio bien. A veces, no tenía idea de qué hacer con aquel jodido mocoso. Sus instintos decían que lo asesinara antes de que se transformara en un problema más grande del cual ya era, pero su pacto no le permitiría hacerle daño.
Jodido fuera el día en que decidió hacer un pacto con Harry Potter y su alma tan extraña.
—Hey, Tom.
Tom levantó la cabeza de la almohada. Sabía que cosas como esas no ocurrían muy a menudo: Harry despertando antes que él y esperándole a que abra los ojos como si de un angelito se tratara.
—No estoy de humor —gruñó, enterrando la cara en la almohada. Harry suspiró audiblemente. Y luego otra vez. Y luego otra más. Tom debió levantar la cara, mirándole ceñudo—. ¿Qué cojones, Harry? Es la puta navidad. Los demonios no nos llevamos bien con celebraciones santificadas por cualquier tipo de iglesia. La puta aura de pureza está en cada jodida intención y puedo decirte que me repele.
Harry mordió su labio, de forma quizá algo muy fuerte. Entonces, Tom observó que entre sus manos había una caja envuelta en papel común de empaque. Y deseó darse la cabeza contra la pared, hacer un hueco y gritar.
Claro. Harry y sus tradiciones.
Los Dursley nunca le habían dado regalos de Navidad. La primera Navidad que pasaron juntos, Harry le informó este hecho, y Tom había hecho una cena pomposa con todo lo que Harry pudiera desear comer, y le había comprado cualquier regalo que Harry hubiera pedido durante las semanas previas, desenfundando la tarjeta de crédito de Vernon Dursley con una sonrisa sardónica.
La segunda Navidad fue casi igual, con el dote extra de que Harry había tenido una visita sorpresa: Marjorie Dursley, la hermana fofa, bigotuda y desagradable de Vernon. Y Harry la había pasado muy bien; Tom le había dado una clase de embalsamamiento, y Harry la había aplicado con la mujer estando en vida.
Esta sería su tercera Navidad. Y Tom se sentía como un idiota.
Bueno, en su defensa, él ya le había dado uno de sus regalos.
—Bien —gruñó—. ¿Qué tienes ahí?
Harry se encogió de hombros.
—Nada muy caro, no arriesgándome a que McGonagall pudiera ver qué compraba. Es más bien... algo significativo.
Tom alzó la ceja, curioso. Se levantó de la cama y se despeinó con los dedos, sólo para divertir a Harry; consiguió sacarle una diminuta sonrisa.
—Déjame ver ese puto regalo y puede que saque algunos de los que tengo para ti.
Los ojos de Harry brillaron.
—¿Regalos? —sus mejillas se colorearon—. ¿MÁS?
Tom asintió y salió de la cama, tomando asiento junto a Harry. El niño también estaba en pijama, un pijama suave y plateado, y Tom no se sentía tan tonto con sus pantalones azul oscuro de tela suave y su camiseta con algún logo comercial, porque sinceramente no era del tipo que usaba pijamas, no al menos después de considerar que gastaba un dineral en ellos para que Harry los rompiera de alguna forma "sin intención".
Harry le alcanzó el paquete. Tom lo desenvolvió, rasgando el papel, revelando una caja negra que parecía contener algún tipo de joya. Al abrirlo, sus ojos relucieron.
Jodida puta mierda.
El guardapelo de Salazar Slytherin sobresalía en el terciopelo azul noche. Sus ojos observaron, maravillado, cada contorno, cada relieve de las esmeraldas en "S", cada pequeña curva en la cadena. Sus dedos acariciaron con suavidad las piedras preciosas, sintiéndose extrañamente completo, como si hubiera una mística conexión entre aquél guardapelo y él mismo.
Su sonrisa cubría casi todo su rostro. Lo levantó, sintiendo el peso en sus manos, la oscura magia que parecía recubrirlo. Los ojos de Harry también lo examinaron, casi como si lo estuvieran viendo por primera vez.
—Póntelo —dijo él, sus ojos verdes chispeando. Tom le ofreció la caja luego de colocar nuevamente el guardapelo en ella.
—Haz los honores.
Harry extrajo con cuidado el guardapelo, abriendo con dedos cautos la cadena y acercándose a Tom para rodear con sus brazos su cuello, abrochando la fina cadena y dejando que el guardapelo colgara de su cuello, cayendo justo en medio de su pecho.
Tom lo atrajo hacia sí, abrazándolo con fuerza. Harry no se tensó, no como solía tensarse cada vez que alguien le tocaba. La única persona que podría hacerle cualquier cosa y Harry jamás desconfiaría era, justamente, un demonio; Tom Riddle no sólo tenía su alma como futura cena y en bandeja, la tenía casi como de su propiedad.
Se pertenecían. Por eso, cuando Tom agachó su cabeza ligeramente, posando suavemente sus labios en el cuello de Harry, Harry pudo sentir que aquello no sólo era correcto, sino que era justo lo que quería.
—¿Dónde lo has conseguido? ¿En esa tienda de segunda mano? —dudó Tom, intrigado, ya que recordaba haber visto a Harry con un paquete similar en el Callejón, y dudaba mucho que se atreviera a pedir algo por lechuza. Harry mordió su labio.
—Sip —se separó un palmo, observándole—. La anciana del lugar dijo que era una vieja reliquia que escogería a su dueño. No parecía saber su origen, ni nada de eso. Pero cuando la vi, sentí... sentí que debía comprarla. Ella fue muy buena con respecto al precio —y su sonrisa curva decía que, claramente, la había influenciado para bajarlo a casi nada.
—Es increíble —Tom soltó un suave suspiro. Podía sentir una extraña sensación de calidez provenir desde el centro de su pecho, casi como si la magia natural del guardapelo estuviera reconociéndole, en cierta forma cargada de un enigmático misterio, como el Heredero de Salazar Slytherin—. Gracias.
Harry apartó la vista, su rostro de pronto tan rojo que Tom deseó morderlo como una jugosa manzana.
—Entonces, ¿quieres tus regalos?
Harry le observó con una expresión que parecía debatirse entre el entusiasmo exagerado y la amenaza de "si no me los das, mueres, infeliz de mierda". Tom revolvió sus cabellos para ir en su busca.
Harry atrajo sus piernas junto al pecho, observándole caminar hasta el otro lado de su cama. Entonces, Tom golpeó el suelo con el talón, una trampilla apareciendo como si estuviera cubierta por algún tipo de magia. Los ojos de Harry la contemplaron, maravillados, porque había sido incapaz de verla o siquiera sospechar que hubiera algo allí.
Tom abrió la trampilla y comenzó a extraer paquetes. Harry sonreía desde su cama.
—¿No usaste mucho dinero, verdad? —preguntó de pronto, y Tom alzó la vista para verle ladear la cabeza—. Me molestaría mucho si tu beca de estudios se va por el garete por comprarme chucherías.
Tom escondió su cabeza detrás de la trampilla para que Harry no observara su mueca entre enternecida y burlona. Por Lucifer, aquel chico definitivamente seria su jodida perdición.
—Por supuesto que no usé dinero de mi beca de estudios —puso los ojos en blanco mientras acababa de comprobar cada uno de los recovecos de la trampilla, comprobando que no hubiera quedado nada en el interior—. Muy bien. Aquí están tus regalos. Escoge uno y ábrelo, mocoso, que ya es tarde para el desayuno.
—¡Tú te quedaste dormido! —farfulló. Tom le guiñó el ojo, burlón.
—Eso no impedía que fueras a desayunar. ¿Acaso no puedes estar sin mí, bebé?
Harry murmuró un par de insultos entre dientes mientras salía de la cama y se detenía frente a los paquetes desperdigados sobre la cama de Tom. Escogió uno pequeño y cuadrado, y Tom le detuvo mientras se aseguraba de que la trampilla volviera a quedar oculta: era un buen lugar para evitar curiosos sobre algunas cosas un poco "ilegales".
—Te recomendaría que dejaras justamente ese para los últimos.
Los ojos de Harry brillaron, pero asintió. Se dirigió a otro de los grandes, uno con forma de libro, y lo abrió rasgando el papel con poca suavidad.
Era un encuadernado de cuero negro, y en su interior, un álbum de recortes. Harry lo abrió, sus ojos deteniéndose en cada palabra escrita con la prolija letra de Tom, en cada imagen recortada.
—Ese es uno de los últimos que he hecho —Tom se recargó en el borde de la cama—. Inspirado brevemente en tu mensaje del troll.
El álbum estaba a medio llenar, plagado de frases de asesinos en serie de Reino Unido, Estados Unidos y demás lugares. Habían algunos de los que Harry jamás había oído nombrar o siquiera sabía que existían, pero otros (como Dennis Nilsen) eran algunos de sus favoritos, y sus frases estaban allí, perforando la hoja. Cada cierta cantidad de páginas, alguna imagen alusiva: un recorte de periódico muggle o mágico demostrando alguna catástrofe, o simplemente frases inconexas de personas que pudo descubrirse habían asesinado, torturado e incluso cooperado con los homicidios.
Harry chilló y siguió abriendo los regalos, agradeciendo cada vez más rápida e infantilmente. A cada regalo que abría, Tom podía observar la expresión cargada de entusiasmo infantil, los ángulos redondeados del rostro, el brillo plagado de maravilla en sus ojos. Harry, a pesar de que fuera un pequeño loco, era un niño. Un bebé.
Los regalos variaban. El álbum de recortes, un juego de cuchillas gemelas con hojas curvadas y mangos negros que se ajustaban a la perfección a sus manos (las cuales pidió que, por favor, no arruinara con él mismo y las dejara para algo que mereciera la pena), y demás cosas que Tom, en su categoría de demonio que ha vivido siglos, consideraba "chucherías".
—¡LUCIFER! TOM, TOM, TOM, ¡NO PUEDE SER! —chillaba Harry, mientras agitaba ante sí una primera edición completa de relatos del Marqués de Sade.
Tom reía y le observaba, sus ojos deteniéndose en cada detalle de su adorable humano: la sonrisa blanca, la admiración en sus ojos, sus chillidos ahogados cada vez que abría un obsequio -cualquiera que fuera. A pesar de su carácter crítico, Harry no era para nada quisquilloso con los obsequios. Quizá se debía a que seguía sin considerarse digno de recibir ninguno.
Cuando Harry acabó, sus manos se dirigieron a la pequeña caja cuadrada. Tom relamió sus labios en expectativa.
Harry rasgó el envoltorio, encontrando un anillo. No era un anillo exactamente de su tamaño, y tampoco era muy elegante: eran dos bandas de plata casi tosca, unidas entre sí por lo que parecía una pequeña piedra negra, opaca y sin brillo; no era ningún tipo de Gema, y parecía más una piedra renegrida por el tiempo.
Harry le observó, curioso.
—¿Qué es?
—Póntelo —la sonrisa de Tom era curvada.
Harry lo colocó en su dedo pulgar de la mano izquierda, dedo que pareció sentirse correcto en ese momento, más que nada por el tamaño del anillo. Entonces, el anillo cambió.
Su dedo pareció sentirse cada vez más cálido, y el anillo se adaptó, cambiando de forma y color: las bandas de plata relucieron de un brillante oro, con dos alas que sostenían una piedra ovalada, del mismo verde que sus ojos.
Harry examinó el anillo en su dedo, su sonrisa curvándose con dulzura.
—¿Por qué cambió? —preguntó. Tom tiró de su mano, demostrándole cómo la piedra parecía encajar a la perfección con su piel, cómo el color resaltaba bajo el nítido verdoso que se colaba por la ventana, con las ondulaciones tranquilas creadas por las criaturas del lago.
—Te reconoce. Este anillo ahora te pertenece. Además, es un pequeño detalle, más que nada... algo significativo —Tom le mostró una sonrisa traviesa y una ceja alzada. Harry puso los ojos en blanco, riendo suavemente.
—Muy bien. ¡Vamos a desayunar! ¡Quiero chocolate caliente! ¡Y pastel!
Harry echó a correr hasta la puerta pero, al abrirla, un pequeño paquete envuelto en papel azul oscuro parecía relucir. Tom frunció el ceño, y Harry se inclinó para abrirlo con cuidado.
Una tela gris plateada descendió hasta el suelo. Los ojos de Harry la examinaron como si estuviera contemplando una de las maravillas del mundo.
—Está tejida con magia —balbuceó—. Es increíble. Es...
Y cubrió su brazo con ella. Su brazo desapareció.
Tom arqueó las cejas.
—Será mejor que guardes eso —advirtió. Harry le observó, curioso.
—¿No es otro de tus regalos?
Tom negó.
—No. No lo hubiera dejado afuera.
Harry asintió, moviendo la capa hasta doblarla prolijamente, encontrándose con que, de los pliegues de la tela, cayó una nota.
Tom la levantó por él, leyendo la floritura en las letras, unas letras que conocía muy bien.
"Tu padre dejó esto en mi poder antes de morir. Ya es tiempo de que te sea devuelto. Utilízalo bien.
Una muy Feliz Navidad para ti".
Harry se la arrebató.
—¿Tienes idea de quién es?
—Dumbledore —fue la respuesta de Tom. Harry asintió.
—Qué extraño —jugueteó con el papel en sus manos, su sonrisa creciendo—. Lo bueno es que, ahora, tengo la puta firma mágica del viejo. ¡Es hora de hacer caos, Tom!
Tom le observó salir, como si fuera un chiquillo el día de navidad.
Bueno, técnicamente era un chiquillo el día de navidad.
Frotándose la frente, Tom decidió que definitivamente aquel día podría empeorar, pero mientras no esperara que ocurriera nada relativamente "bueno", seguramente el puto destino no sería tan hijo de puta para hacer desastres.
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