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{ 17 · Malos amaneceres }

Harry abrió los ojos con una mano cubriendo su boca y una varita hundida en su cuello.

Ni por un segundo se le cruzó por la cabeza gritar. En realidad, estaba en aquellos momentos de la mañana donde necesitaba urgentemente el baño, y donde todos los recuerdos eran vagos fragmentos de una vida que no le pertenecía, porque él no tenía vida, si no era la vida de aquellos que había tomado.

Una sonrisa blanca brilló en la oscuridad.

—Maldito Potter —bramó una voz demasiado aguda para ser la de un adulto, y demasiado grave para ser la de un niño—. ¿Crees que no he podido darme cuenta? Tu maldita magia estaba por cada uno de esos niños. Era casi tóxica. No comprendo cómo nadie más ha conseguido verla, sentirla… 

Harry observó, sus ojos intentando perderse en la espesura de la oscuridad. No era capaz de distinguir un rostro, pero, a medida que sus ojos sin gafas se acostumbraban a los pequeños destellos, fue capaz de percibir su magia.

Azalá Bakri.

Inmediatamente, cada una de sus memorias fue colándose en su mente. No eran memorias particularmente hechas (con sus contextos, con sus personas, con sus palabras), sino hechos. En un segundo, supo cada uno de los detalles sucios de la vida del quinceañero, porque justo en ese momento había decidido tomar su vida.

Harry alzó las manos, golpeándole bajo la barbilla. La cabeza de Azalá se sacudió, y Harry se liberó del peso de su mano y de la varita hundiéndose en su cuello, para saltar de sus sábanas y darle una patada en el plexo solar –una patada potenciada con magia, qué va; tenía la suficiente experiencia en ello para saber que una simple patada de las suyas no le haría daño a nadie.

Azalá gimió cuando el aire escapó de sus pulmones. Entonces, Harry saltó sobre él, aferrándose a sus cabellos y arrastrándolo por la habitación hasta la pequeña ventana que conseguía que todo reluciera mucho más oscuro. Estaba seguro que, tan pronto amaneciera, podría relucir el agua del lago en toda la habitación, creando ondas en las paredes. Sin embargo, no lo llevó allí por las ventanas, lo llevó por lo que había aparecido debajo de ellas antes de que fueran a dormir: dos baúles.

Las imágenes regresaban a su cabeza, la coherencia recordándole que matar a un alumno de su propia casa en una escuela tan mágica que fuera capaz de conseguir que las paredes reprodujeran todo lo ocurrido, no era exactamente un acto racional. Pero la rabia era, tal vez, más amarga, y corroía sus venas.

Golpeó la cabeza de Azalá contra el borde del baúl, arrancándole un quejido al muchacho. Sabía que estaba aturdido: la cantidad de magia en las paredes era demasiada. Si tuviera sus gafas, seguramente se distraería contemplándola, contemplando cada una de las probabilidades…

Pero no. Tomó aire y abrió un pequeño cajón de su baúl para golpearlo dos veces, cerrarlo, golpearlo tres veces más y, al abrirlo, expuso una extensa colección de navajas, cuchillas, e incluso algunas tijeras.

—Tengo malos despertares —se disculpó Harry, casi como si realmente lo sintiera—. Pero este, en mucho tiempo, ha sido el peor. Así que mereces un premio por haber hecho que esto ocurra, ¿no crees?

En la negrura, fue capaz de percibir el pánico de Azalá. Y sonrió.

Sus dedos vagaron por los mangos de las herramientas, buscando aquella que era capaz de reconocer al tacto. Aquella navaja había sido la única en no desintegrarse cuando Harry la había utilizado contra Tom. La tenía desde hacía algún tiempo, aunque no era capaz de recordar cómo la había obtenido; sin embargo, siempre parecía estar dispuesta a ayudarle, su hoja jamás perdiendo filo y sus herramientas siendo casi todo lo que el necesitaba.

—Azalá —susurró—. En la religión musulmana, es el acto de rezar —su sonrisa se extendió, mientras pronunciaba en árabe—: Lo primero que se le computa al siervo es la oración, y si la misma es aceptada, todo lo demás le será aceptado (y si no es así, el resto de sus acciones no le ocasionarán beneficio alguno) —su sonrisa ancha era salvaje—. Hónrame un rezo, Azalá. Y quizá de ésta forma perdone tu vida.

Azalá no lo tomó en serio hasta que la navaja de Harry serpenteó contra su cuello, su hoja abriendo la piel y la magia de Harry consiguiendo que se cerrara. Las lágrimas cubrieron los ojos del muchacho mientras de su boca comenzaban a brotar ruegos, súplicas, hasta que Harry consiguió lo que quería: un purista rezándole a Alá, que para los puristas, no era más que un ser pagano.

Al-lahu Akbar —comenzó, su voz temblorosa, repitiéndolo tres veces más, susurrando plegarias y ruegos que debían hacerse de pie, en la dirección a la más importantes de una de las ciudades santas. Por cada una de las oraciones, Harry hundía su navaja, creando un agujero en una parte al azar de su cuerpo, consiguiendo que se cerrara lentamente pero dejando una marca en su cuerpo.

Azalá acabó de pronunciar las plegarias (Harry contempló los malos recuerdos; una madre bruja rechazando la religión impuesta por los sangres pura, convirtiéndose y atrayendo a su hijo a los rezos, los castigos de su padre por cada vez que rezó a un Dios inexistente; la Magia era lo único que importaba, la Sangre era lo único que conseguía la vida; ¿de qué servía un Dios?) y Harry le liberó. Entonces, en un acto de arrogancia, hundió la navaja varias veces en su pecho, en la oscuridad, imponiendo su magia para que, a pesar de que la herida se cerrara, nunca acabara de cicatrizar.

Vashra.

Azalá se marchó, prácticamente arrastrándose, su cuerpo temblando como una hoja cuando la puerta se cerró detrás de sí. Harry pudo darse cuenta de que, quizá, hacerle recordar cada uno de los malos momentos que había vivido había sido, de seguro, un poco demasiado exagerado. También asfixiándole con su magia, de tal forma que fuera capaz de sentir cada una de las posibilidades que tenía en mente, y temerle a cada una de ellas. Y también la firma. Pero, al fin y al cabo, era sánscrito. Dudaba mucho que alguien en ese maldito colegio además de Tom y él comprendieran sánscrito .

Tom…

Se volteó, moviendo sus manos, conjurando una luz brillante. Tom se encontraba sentado en su cama, con las piernas cruzadas y una mirada de extraño deseo en los ojos rojos, mientras comía desganadamente unas galletas con chispas que parecían demasiado apetitosas para estar comiéndolas con tan poco ánimo.

—Bueno —Harry alzó una ceja. Tom mordió el borde de una galleta, masticándola de forma pausada—. Podrías haberme ayudado.

—¿Y perderme de la diversión? —los ojos de Tom brillaron—. Creo que no.

Harry estrechó la mirada. A medida que dejaba de imponer el poder en su magia, su vista se tornaba cada vez más borrosa. Se movió a tientas por la habitación hasta llegar a sus gafas.

Tom seguía comiendo.

—Creí que no te gustaba la comida humana —le hizo notar. Tom se encogió de hombros.

—Todo buen espectáculo merece algún snack.

Harry rió y se levantó, sacudiéndose los residuos del miedo y reminiscencias humanas de sus ropas. Como cada vez que abandonaba cada uno de los tormentos de sus víctimas, éstas se deslizaban con algo de sí mismo. Con una sonrisa casi infantil, correteó hasta donde estaba Tom, saltando a su lado y robándole una galleta. Tom le observó, incapaz de creer que quien había actuado con tal crueldad y sadismo minutos antes, ahora se comportara como un niño dulce que robaba galletas.

—Entonces, ¿qué me deparará de mi primer día de clase? —preguntó Harry, observando a Tom con la cabeza ladeada. El demonio lo dudó.

—A decir verdad, no tengo idea. No me esperaba en lo más mínimo que este chico viniera a atacarte —se encogió de hombros. Harry hundió el codo en las costillas de Tom, frunciendo ligeramente el ceño.

—Segunda regla: me protegerás, incluso por sobre tu propia vida o conveniencia —le recordó, las palabras erizando la marca en su piel—. Me parece que alguien no ha cumplido su parte del pacto.

Tom puso los ojos en blanco.

—Créeme, tú le has hecho más daño a Bakri de lo que él planeaba hacerte a ti. Su única intención era aterrorizarte un poco, conseguir algo humillante de ti que usar con los demás Slytherins a su favor, pero al parecer… —y una risa grave brotó de su garganta—. Cada vez te condimentas más, mi pequeño Vashra.

Harry sonrió mientras Tom rozaba con sus dedos la cicatriz en su frente, dejando que la caricia se extendiera por sus cabellos. Harry sabía que no había nada de cariño en Tom, ni siquiera algún tipo extraño de amor. Sabía que lo apreciaba por ser su próxima cena. Y haría lo imposible por que su platillo estuviera hecho a la perfección.

El tazón con las galletas cayó al suelo, resonando, mientras Tom se inclinaba sobre Harry. Una mano sujetaba su cabeza desde atrás, la otra alzaba su mandíbula, mientras una lengua puntiaguda rozaba su piel, desde el pómulo hasta la cicatriz, causándole una extraña sensación que le deseó hacer arquear la espalda y apretar los puños en torno a sus cabellos.

—¿Tengo buen sabor, mi Príncipe? —preguntó Harry, con la voz juguetona. Tom rió contra su oído.

—Aún te falta cocción.

Harry, sin poder evitarlo, hizo un puchero. 

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