{ 13 · Lord Voldemort }
Minerva McGonagall se consideraba una persona paciente, de carácter duro y bastante razonable si se le hablaba con las palabras justas. Solía pensar, normalmente, en otros antes que en ella misma, un débil rasgo que había quedado de su vida joven, una vida que no gustaba recordar. Demasiado dolor que se había acumulado en unos pocos años para toda su edad, que a consideración con otros magos, no era tanta.
Entonces, cuando sus ojos se detuvieron en la diminuta figura de Harry Potter y su primo entrando al Caldero Chorreante por la puerta trasera, notó dos cosas.
La primera era que Harry parecía extrañamente afligido, aunque afligido tal vez no fuera la palabra: podía ver una molestia que resultaba casi dolorosa, como cuando se comía demasiado. Su rostro estaba ligeramente crispado, pensativo, con el entrecejo fruncido y los ojos verdes cargados de incógnitas.
La segunda era que su espeso flequillo, que durante todo el día había estado cubriendo su frente, se había apartado dejando ver aquella cicatriz en forma de rayo que todo el Mundo Mágico sabía que poseía.
Y ella no fue la única que notó aquello.
La primera fue una bruja de aspecto demacrado. Con los ojos cargados de lágrimas se acercó a Harry, estrechando su mano y agradeciendo fervorosamente. Luego, un hombre joven; McGonagall recordaba que había acabado en Hufflepuff hacía unos cuatro años. El hombre también estrechó la mano de Harry, agradeciendo, y luego lo hicieron otras personas más, repetidamente.
McGonagall pudo detectar en Harry lo que, muchos años atrás, detectó en Lily Evans (en una situación que no querría ni siquiera recordar que existió): los inicios de un ataque de pánico.
Los ojos verdes se dispararon a todos lados, buscando un escape; subieron en busca de ventanas, examinaron la cantidad de personas que debía evitar antes de llegar a una salida segura. Con pasos diminutos, retrocedía. La cara blanca estaba más blanca aún, y todo su cuerpo temblaba, imperceptiblemente. Sus dedos parecían agitarse, acercarse cada vez más a un bolsillo, y McGonagall observó algo –un destello, algo demasiado extraño para un niño de casi once años– cuando ligeramente ladeó la cabeza, como si estuviera perdido en recuerdos.
(Tan parecido a su madre. Tan perturbadoramente parecido).
Entonces, la mano se introdujo en su bolsillo, y su primo le sujetó del brazo.
McGonagall detuvo su vista en la interacción. Su primo, sosteniéndole del brazo, manteniéndolo en el bolsillo, comenzó a pedir disculpas a todos los magos y brujas. Dijo que Harry se sentía un poco sobrecargado, que era la primera vez que veía y sentía tanta magia en su vida. Dijo palabras claras y certeras, palabras que McGonagall no había creído que podrían surgir de la boca de un niño de once años, sino de un adulto de más de treinta con aspiraciones a la política. Fue correcto y educado, y todos acabaron por marchar, sonriendo y sollozando.
Luego, Ian Evans tomó a Harry de los hombros y susurró algo en su oído. Ese algo se extendió varios segundos, y a medida que susurraba, la postura de Harry se relajaba.
McGonagall observó. Simplemente observó.
Se denotaba la gran unidad que tenían, y quizá la dependencia que sentía Harry de su primo. Al principio, había creído que era al revés. Y no acababa de sorprenderse que fuera Harry Potter quien dependiera emocionalmente de otra persona, una persona que no era más que un niño, que con sólo unas palabras consiguió traerle a tierra.
La mujer se levantó de su mesa en la otra punta y se acercó a los niños.
—Su almuerzo está servido —les dijo, y les atrajo a ambos hacia su sitio.
…
—Vashra —había susurrado Tom, y todos los sentidos de Harry, enloquecidos por la cantidad de gente prestándole atención, tocándole, invadiendo su espacio personal, parecieron responder simple y estrictamente a las palabras del demonio—. Cálmate. No puedes hacer nada aquí. No puedes arruinar algo que no ha comenzado aún. Si haces algo, no podrás estudiar magia, y todos sabrán lo que ha ocurrido contigo. Todos sabrán lo que ha ocurrido con nosotros. Que has llamado a un demonio, que ese demonio ha pactado contigo, que no tienes ningún primo, y que el que tenías murió. ¿Quieres eso, Vashra?
Harry negó.
—Muy bien. Tranquilo. Déjame todo a mí —los ojos del demonio se demoraron en el bolsillo del pequeño mago—. Y, por favor, guarda esa navaja. Puedes asustar a mucha gente. E incriminarte demasiado.
Harry tragó saliva.
…
McGonagall les observó comer. Ian Evans comía ligeramente aburrido, como si el pescado con patatas típico del país no fuera su platillo favorito, pero Harry comía con un hambre voraz, prácticamente limpiando el plato con el dedo. Incluso llegó a pensar que su primo le daría su propio plato, dado que cuando Harry acabó de comer el plato de Ian seguía conteniendo bastante, pero por más que Harry le miró con ruego en los ojos, Ian negó.
—No, Harry. Ya sabes la dieta.
McGonagall frunció el ceño ligeramente.
—¿Está haciendo una dieta? —observó de arriba abajo el minúsculo cuerpo del chico Potter. Era demasiado delgado; no desnutrido, pero sí en el límite—. No creo que la necesite.
—No está haciendo dieta para bajar de peso —explicó Ian con suavidad—. Está haciendo dieta para ganarlo. Tiene una condición de aumento del funcionamiento de las glándulas tiroides y el exceso de secreción de hormonas tiroideas. No sé si se ha visto en el Mundo Mágico. Provoca, generalmente, hiperactividad, taquicardia, y entre ellas una baja increíble del peso. Debe llevar una dieta bastante estricta: comer cada tres horas algún alimento que no sea comida chatarra, ya fuera un huevo duro, una naranja o manzana, un sándwich de pollo o pavo con pan integral… Todo aquello además de las cuatro comidas diarias. Pero, una vez que come un plato lleno, no puede repetir del mismo o comer algo hasta que sea su próxima "hora de comida", ya que se alteraría su ciclo de digestión, generando grasas en vez de proteínas.
McGonagall asintió. No conocía demasiado las enfermedades muggles, pero aquella parecía una explicación bastante lógica para el comportamiento de Harry, además de su notable delgadez.
—Muy bien —Harry jugueteó con sus dedos sobre la mesa, mirando su plato vacío y lanzando miradas anhelantes al de Ian que, al ver esa mirada, comenzó a comer con verdadero entusiasmo, una sonrisa burlona en sus labios. Harry detuvo sus ojos en McGonagall, observándola con una curiosa expresión—. Ya que no puedo comer, creo que puedo hablar. O más bien, preguntar. No sé mucho del Mundo Mágico, pero por lo que veo… soy famoso. Y me gustaría saber por qué.
La profesora limpió sus gafas cuadradas, lentamente, con la falda de su túnica. Había devuelto aquel traje muggle a su verdadera forma tan pronto estuvieron en el Callejón Diagón. Luego se los colocó, y la expresión de Harry Potter seguía siendo la misma.
—Podrá notar, señor Potter, que ha habido una guerra en el Mundo Mágico —alzó las cejas. Harry asintió.
—Es notorio. Puedo decir que fue hace aproximadamente diez años. Los niños y los adolescentes que he visto no parecen sentirla, pero los demás la tienen en los huesos. Cada expresión de sorpresa está cargada de terror. Todos han perdido a alguien. Todos se han perdido a sí mismos en su miedo —alzó ligeramente las cejas, y McGonagall tragó saliva—. Disculpe. La escucho.
Los ojos de McGonagall se detuvieron en Ian. Mascaba suavemente una patata frita, observando a Harry con extraña atención.
—Ha habido una guerra. En el 45, un Mago Oscuro cayó. Su nombre era Grindelwald. Fue derrotado por Albus Dumbledore.
—¡El director de Hogwarts! —reconoció Harry con asombro. McGonagall asintió.
—Sí, por él mismo. Sin embargo, años después, cosas horribles comenzaron a ocurrir en el Mundo Mágico. Unos años antes, hubo un incidente en la escuela, en Hogwarts, que casi consigue que la cierren. El mismo incidente se repitió casi veinte años después, tomando con él la desaparición de un muchacho de tercer año, de la cual nadie supo nada hasta el día de hoy. La reputación de Hogwarts quedó manchada, y aquello pareció ser un incipiente para que la guerra se desarrollara. No sólo de forma física, con batallas, sino políticamente. Empujes de poder, intentos de desprestigiar… Y luego, las desapariciones. Hubo asesinatos de quienes se oponían al poder del nuevo Señor Oscuro, y hubo desapariciones de aquellos que podían significar una amenaza para él. A comienzos de los 70 fue cuando todo se volvió demasiado… tenebroso —McGonagall frunció los labios, observando la atención en los ojos de Harry. No le costó no darse cuenta que Ian también le miraba con la misma atención—. El mago tomó seguidores, les marcó como suyos, y los lanzó a primera fila a pelear para conquistar el mundo. Se creyó que aquel hombre había enloquecido. Mataba por matar, torturaba por el mero hecho de ver el dolor en sus ojos. Muchos nos encontramos en peligro. Otros… —los ojos de McGonagall se perdieron en los ojos de Lily Evans, abruptamente notando que no eran los de la muchacha que había llorado en su oficina tantos años atrás, la cara enrojecida y su magia desatada, sino los de su hijo— se vieron obligados a tomar decisiones de las cuales se arrepintieron por el resto de su vida.
—¿Y cómo encajo yo en todo? —preguntó suavemente Harry. Lucía herido. McGonagall murmuró.
—Nadie sabe cómo, o por qué, pero aquel mago tenebroso decidió ir tras tus padres, tras los Potter. Se escondieron, pero confiaron en la persona equivocada para guardar su secreto. Él los traicionó. Y El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado los encontró —tomó aire y lo soltó lentamente—. Los mató. Y luego, intentó matarte a ti.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó, esta vez, Ian. McGonagall le observó atentamente. Casi se había olvidado que el chico estaba ahí.
—El hechizo rebotó en Harry —observó la cicatriz en su frente, que parecía lucir exactamente igual a la herida que había visto en la cabeza de aquel pequeño bebé muchos años antes—. No se conoce a nadie que haya sobrevivido a la Maldición Asesina. Excepto tú. Harry Potter.
Harry tragó saliva.
—Eso me hace una especie de… ¿héroe? —y no lo preguntó con orgullo. No lo preguntó con arrogancia. Lo preguntó con espanto.
McGonagall sonrió.
—Así te consideran todos. Cuando el hechizo rebotó en ti, el Señ-... El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado, desapareció. Fue dado por muerto. No se encontró su cadáver, pero sí los rastros de la magia negra cubriendo toda la habitación como si hubiera estallado —McGonagall suspiró—. No debí haberles dicho eso último, lo siento.
Harry agachó la mirada.
—Vaya. ¿Y ese hombre… ese mago…? ¿Cómo se llamaba?
—Su nombre es algo prohibido —murmuró McGonagall—. Ha cometido tantas atrocidades que sólo mencionarlo es casi tabú.
—Como decir "bomba" en un avión —comparó Harry. McGonagall asintió.
—Algo así.
—Aún quiero saberlo —Harry relamió sus labios, expectante. McGonagall no tenía idea de por qué quería saber eso. Sin embargo, se lo dijo.
—Lord Voldemort. Ese era su nombre —cerró los ojos, conteniendo las imágenes que acudían a su mente al pronunciar ese nombre maldito; la sangre derramada, las maldiciones en el campo de batalla, las túnicas manchadas de sangre. Nadie era amigo y nadie era enemigo, y a la vez, todos los eran—. Por favor, no lo repitan nunca delante de un mago.
Ambos niños asintieron con suavidad.
…
Harry acorraló a Tom contra la pared de la habitación, su mirada desquiciada, su sonrisa ancha y expectante.
—Khan —susurró, con esa voz infinitamente tétrica que conseguía demostrarle que iba a tener una noche jodida de tortura "para liberar estrés", o de investigación sobre algún caso en particular que le interesara, o en todo caso de destrucción de datos que pudieran comprometerle—. Quiero que averigües quién es Lord Voldemort. Quiero que averigües todo sobre él. Y, sobre todo, qué ocurrió después de su desaparición. No me trago que un mago tan poderoso como le describían haya muerto, y es que jodida mierda, es bastante improbable. Es decir, yo antes de ir matar a lo loco por los rincones tendría un respaldo, no lo sé, un chaleco antibalas o un campo anti-maldiciones, ¿eso existe? No, no, Harry, concéntrate. Muy bien —tomó una honda bocanada de aire—. Tenemos casi un mes hasta ir a Hogwarts. Quiero saber todo sobre Lord Voldemort antes de entrar al colegio.
Tom tenía una sonrisilla jactanciosa en los labios. Extrajo su varita del bolsillo –Harry la observó; no había podido verla bien antes, pero se maravilló con el diseño: era totalmente negra, pero parecía agrietada como si tuviera líneas blancas en la madera, seis lineas surgiendo como raíces desde una línea mayor. El mango se volvía un poco ancho, y aquello conseguía que la varita se viera más elegante. Harry observó cómo lo apartó suavemente y dibujó varias letras en el aire, como rasgando la nada y abriendo luces de colores. No era exactamente un hechizo, o algo así, porque no veía magia. Sólo veía reacción.
"TOM MARVOLO RIDDLE" escribió Tom, sin dejar de mirarle a los ojos. Las letras parecían cortadas sobre piel humana, y aquello sólo consiguió endurecer el nudo de expectativa en el pecho de Harry. Entonces, el demonio agitó la varita, y las letras comenzaron a cambiar de lugar con rapidez.
Harry parpadeó una vez.
Harry parpadeó otra vez.
Y Harry sonrió de forma ancha, torcida, con una clara imagen de lo que se vendría en sus próximos años.
—Oh, esto está jodidamente genial.
"I AM LORD VOLDEMORT" decían aquellas letras, aquellas que Harry rozó con los dedos con adoración, sintiendo que pinchaban al acercarse a su piel. Tocó con suavidad las palabras, notando cómo la piel de sus dedos se abría suavemente, como si acabara de pasarlas por la hoja de una cuchilla. La visión de sangre aceleró su corazón y su respiración.
—Jodidamente —repitió— genial.
Tom tomó sus manos y lamió sus dedos uno a uno, con dedicación, limpiando la sangre.
Harry rió, enloquecido.
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