{ 12 · Ollivander's }
—Varitas —fue la siguiente palabra y parada de McGonagall. Harry chilló, sobresaltando a sus dos acompañantes.
—¡Varitas, varitas, varitas, varitas! —chilló Harry, temblando como un poseso. McGonagall rió. Tom le pellizcó con fuerza, pero ni eso consiguió calmarlo. El aire entraba a los pulmones de Harry, pero no era capaz de expulsarlo. Sus ojos, enloquecidos, giraban a todas partes, como si fueran algún tipo de ojo mágico; sólo haría falta que giraran hasta atrás de su cabeza, atravesando cerebro y hueso, para encontrarse con las personas mirándoles divertidas justo detrás.
Tom puso la mano en su espalda.
—Vashra —susurró— cálmate.
Aquella palabra pareció tener un poder que ninguna otra cosa. Tom se lo apuntó. Harry exhaló una bocanada de aire y procedió con una rutina que sólo le había visto hacer cuando despertaba, mientras tomaba té: crujió su cuello, luego sus hombros, y así con prácticamente todo su cuerpo que pudiera crujir.
Finalmente, pareció listo.
—Varitas —repitió, adentrándose a la tienda.
Estaba sucia, cargada de telarañas, aroma a humedad y una chispa picante de magia en el aire. Tom estaba de acuerdo con la idea de que los magos no conocían el sentido de "limpieza", lo cual parecía explicar por qué todo estaba demasiado sucio, y lo que estaba limpio era limpiado por elfos domésticos.
Pero para Harry, la limpieza fue lo de menos.
Podía ver algo extraño en todas partes. No era magia, no; la magia era natural en las personas, y podía verla moviéndose con ellas, a veces siguiendo el rumbo de algún tipo de hechizo –y él acababa de descubrir que podía modificar las líneas mágicas de los hechizos, tal como había alterado el encanto en las tijeras para que cortaran solamente un poco del cabello de Tom. Pero no era magia lo que podía ver, lo que podía sentir. Era algo más, algo inexplicable, como un octavo color en el arcoíris en las que las palabras humanas no eran suficientemente gráficas.
Entonces, el señor Ollivander apareció, prácticamente de la nada.
—Buenas tardes —saludó el anciano de piel arrugada como una pasa vieja, pero vivarachos ojos claros y nítidos. No dejó a Harry responder al saludo, ni a Tom—. Ah, sí —sus cejas blancas y despeinadas se alzaron, dándole a su rostro una expresión entre extraña y divertida—. Pensaba que iba a verte pronto. Harry Potter —no preguntaba. Harry se sintió ligeramente incómodo—. Tienes los ojos de tu madre. Parece que fue ayer el día en que ella vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis centímetros de largo, elástica, de sauce. Una preciosa varita para encantamientos.
El señor Ollivander se acercó un palmo más a Harry; Harry retrocedió y procedió su ritual de limpieza para cuando alguien invadía su espacio personal: frotó sus manos entre sí tres veces, se acomodó el cuello de la camisa, se pasó la mano por el cabello, volvió a acomodarse el cuello, y luego estiró los pliegues inexistentes de su camisa.
Ollivander esperó con paciencia, como si de alguna forma ya estuviera familiarizado con la rutina.
—Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho centímetros y medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para transformaciones. Bueno, he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad es la varita la que elige al mago, a menos que un mago sea el encargado de recolectar los elementos de su varita personalmente; entonces, la varita se sentirá honrada de servirle.
El señor Ollivander no intentó acercarse más a Harry. Sin embargo, en un movimiento sutil y casi inesperado, el dedo frío del anciano brujo tocó la cicatriz en la frente de Harry.
—Y aquí es dónde…
Harry arqueó las cejas, curioso. No tenía idea de qué estaba hablando.
—Lamento decir —se disculpó amablemente Ollivander— que yo vendí la varita que hizo eso. Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa, muy poderosa, y en las manos equivocadas… Bueno, si hubiera sabido lo que esa varita iba a hacer en el mundo…
Negó tristemente con la cabeza. Harry no entendía prácticamente nada.
Entonces, Ollivander posó su mirada en el otro niño. Sus ojos se abrieron, perplejos, pero no dijo nada (aunque Harry podía apostar que hubiera querido decir bastantes cosas).
—Vaya, vaya… —se acercó a él, inclinándose para estar a su altura—. ¿Quién eres tú, jovencito?
—Ian —dijo él, con rapidez—. Ian Reade Evans.
Ollivander asintió.
—Evans. Puedo ver rasgos Evans en ti. ¿Familiar de Lily Evans, por casualidad? —parecía estirar el tema, como un chicle. Ian asintió.
—Su sobrino.
Ollivander asintió.
—Muy bien, déjenme ver… ¿Con qué mano cogéis la varita?
—Derecha —respondieron ambos, a la vez. Ollivander asintió.
—Extended sus brazos. Así… —midió a Harry, primero, del hombro al dedo, luego de la muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y alrededor de su cabeza. Mientras medía, y Harry veía de reojo cómo otra cinta métrica hacía el mismo proceso, pero esta vez no era capaz de ver la magia en la cinta (en realidad, no podía percibir magia de Ollivander, no al menos como todos los otros brujos), comenzó a decir—: Cada varita Ollivander tiene un núcleo central de una poderosa sustancia mágica, chicos. Utilizamos pelos de unicornio, plumas de cola de fénix y nervios de corazón de dragón. No hay dos varitas Ollivander iguales, como no hay dos unicornios, dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca obtendrás tan buenos resultados con la varita de otro mago.
El señor Ollivander se apartó, dejando la cinta métrica midiendo sola su brazo, entre sus dedos, la longitud de su palma, la distancia entre la palma y el suelo, y demás. Luego trajo dos varitas.
—Probadla, chicos. Madera de haya y nervios de corazón de dragón. Veintitrés centímetros. Bonita y flexible —luego se dirigió a Tom—. Madera de roble y pelo de cola de unicornio. Veinticinco centímetros, firme y responsable.
Ambos tomaron sus varitas, agitándolas, y Ollivander las quitó a las dos cuando no ocurrió nada.
—No, no. Probad éstas. Arce y pluma de fénix. Tejo y corazón de dragón. Diecisiete centímetros y cuarto, elástica; veintidós centímetros y medio, flexible. Probad…
Ambos probaron, y tampoco ocurrió nada.
Entonces, pareció comenzar el reto.
Ollivander sacaba varita tras varita, explicando sobre ellas, y mientras las agitaban, la pila de varitas descartadas subía y subía. McGonagall, quien parecía tener una expresión paciente, notó los gruñidos sonoros del estómago de Harry y tomó una pequeña decisión:
—Señor Potter, señor Evans, iré a encargaros algo de comer al Caldero Chorreante. Tan pronto como acaben con la búsqueda, id allá, estaré esperando.
McGonagall se marchó, saludando con una débil sonrisa a los primos, que correspondieron amablemente al gesto.
Tan pronto McGonagall salió, la expresión de Ollivander se tornó súbitamente sombría.
Extrajo del interior de un cajón en su escritorio una caja negra, que abrió con mucho cuidado y se la tendió a Harry.
—He sabido que ésta era para usted, señor Potter, pero decidí que no sería lo correcto que… otras personas lo supieran —lanzó una extraña mirada hacia el lugar donde se había marchado McGonagall. No nombró en ningún momento a Tom—. Madera de tejo y pluma de fénix. Veintiocho centímetros. Elegante, flexible, orgullosa… pero muy, muy dispuesta a hacer cualquier tipo de hechizo, encantamiento, o maldición.
Harry la tomó y pudo sentirlo. Pudo verlo. Hasta el momento, no había sido capaz de ver su propia magia, nunca había sido capaz de hacerlo. Pero pudo ver sus dedos soltar un destello extraño, de un verde oscuro y fangoso, al mismo tiempo que sentía calor no sólo en sus dedos, sino en toda su mano, y un estremecimiento en todo su cuerpo. Luego, al mover la varita de arriba abajo, una extraña combinación de chispas platinadas cortó en dos el escritorio de Ollivander. Los ojos del hombre se abrieron de sorpresa y su sonrisa parecía la de un hombre enloquecido.
—Es tan curioso —Ollivander soltó un suspiro—. Recuerdo cada varita que he vendido, Harry Potter. Recuerdo a la perfección a cada persona que viene a mi tienda, ya sea una o diez veces. No puedo recordar sus rostros, con contadas excepciones. Lo que recuerdo es la magia de la persona —y sus ojos se detuvieron en Tom, que se envaró ligeramente, pero no mencionó nada al respecto—. Y puede que te haya mentido antes.
Harry enarcó una ceja, como diciendo "¿Ah, sí?". Ollivander continuó.
—He dicho que no hay varitas iguales a otras. Pues, una vez, decidí probar qué ocurriría creando dos varitas idénticas. Con el núcleo de la pluma de la cola del mismo fénix. Con la madera del mismo árbol. Vendí la primera varita hace exactamente cincuenta y tres años, señor Potter. Es curioso que la gemela de la varita que lo escogió a usted sea la misma que le haya hecho esta cicatriz.
Harry frunció el ceño.
—¿Quién me hizo la cicatriz?
—¿No sabe de su historia, señor Potter? —Ollivander parecía sumamente divertido. La rabia comenzaba a fluir en Harry, y pudo ver su propia magia, elevándose y corroyéndole como si fuera gas tóxico, quizá exactamente como la veía Ollivander—. El hombre que marcó esa cicatriz en su frente era un mal, mal hombre. Muy poderoso, muy poderoso, sí, pero malo; desalmado, nunca mejor dicho —rió con júbilo—. Algunos temen a su nombre. Pero yo lo diré… —Ollivander se acercó, y Harry le permitió hacerlo, para que Ollivander susurrara el nombre en su oído—: Lord Voldemort.
Luego se volteó hacia Tom, inclinándose en una extraña reverencia que no le había dirigido a Harry, y tendiéndole una caja que extrajo desde el interior de sus túnicas.
—No servirá tanto como la primera —prácticamente se disculpó—. La he guardado desde hace mucho tiempo. Sólo pude hacer una varita con ésta madera, y con este núcleo, a pedido de alguien muy especial. Ambos materiales se me fueron otorgados por esa persona. Ha sido algo bastante inesperado, pero lo agradezco.
Abrió la caja.
—Madera de serpiente, del mismo árbol que surgió de la plantación de la varita de Salazar Slytherin, en el Nuevo Mundo. Núcleo de pluma de la cabeza de un basilisco hembra —sus ojos brillaron, ácidos—. Pruébela, señor Riddle.
Tom le observó. Tomó la varita y de la punta de ésta brotaron chispas verdes. La sonrisa de Ollivander era cegadora.
—Fue un gusto otorgarles sus varitas, caballeros —dijo, mientras ambos le entregaban las siete monedas de oro, y se marchaban; Harry ligeramente confundido; Tom Riddle tan complacido como un demonio, que había visto y hecho demasiadas atrocidades en varios siglos de existencia, podría estar.
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