uno
LOS ÁNGELES
6 de Octubre, 2025
Ezra consideraba una verdadera tragedia que su vida estuviera destinada al fracaso. No solo porque esto significaba que sus últimos años habían sido los más tristes de su vida —afrontar la dura realidad de que sus sueños no se podían cumplir había sido difícil--, sino que porque firmemente creía que podía causar una diferencia en el mundo.
Al menos toda la diferencia que una actriz podía generar.
En realidad, era una pena que estuviera destinada al fracaso porque nunca nadie conocería su verdadera pasión, la llama que flameaba en su corazón y la impulsaba a trabajar duro cada vez que se veía frente a un guion. Desde el primer día, Ezra había probado lo decidida que estaba con su planificación a futuro, lo dispuesta que estaba a sacrificarlo todo en nombre del éxito. Había dejado a su familia atrás, les había dicho adiós ni bien alcanzó la mayoría de edad y, durante siete años, trató de escalar la ruta hacia la fama, esquivando todos los obstáculos que se atravesaban en su camino como estacas inamovibles, haciendo oídos sordos a todas las veces que le dijeron que no era suficiente.
Sus padres la habían criado para no dejarse llevar por lo que los demás decían de ella, por lo que pensaba enorgullecerlos. Crecer en Nueva Orleans en el seno de una familia asiática-americana la había preparado para enfrentarse a las adversidades, a los susurros y miradas de reojo que le lanzaban cada vez que entraba en una habitación, a hacerse oír incluso cuando nadie quería escucharla. Desde pequeña, sus padres la impulsaron a hacerse respetar, pues ellos más que nadie conocían todas las trabas que el mundo ponía en su contra.
Con todo lo que había aprendido de ellos, Ezra había empacado su valija y viajado a Los Ángeles con solo dieciocho años, a la espera de conseguir su gran descubrimiento. Si tenía suerte, si lograba conseguir esa ansiada audición, su vida cambiaría para siempre, ascendería en el resbaladizo escalafón de la fama y el mundo por fin conocería su nombre.
—Chica, ¿y mi café?
Bien, quizás demorarían un poco más de lo planeado en aprenderse su nombre.
Ezra se asomó por detrás de la gran cafetera industrial con la que estaba trabajando y observó al prepotente hombre que le acababa de hablar. Lo conocía, por supuesto que lo hacía, había que vivir bajo una roca para no hacerlo. Era uno de esos actores que aparecía en listas como Top 10 de los actores más amables con los que trabajar o Aquí la lista de los solteros más codiciados de Hollywood. Si Ezra tenía voz y voto en esos temas, diría que se encontraba en el top opuesto al mencionado, o que ni siquiera estaba soltero (hasta lo último que había escuchado, su nueva novia tenía edad suficiente para ser su hija).
—¿Estás sorda? ¿No sabes inglés? —le insistió él--. Café. Ahora.
La chica entrecerró los ojos y fingió una sonrisa. Lo odiaba. Cuando llenó su vaso y vio el humeante vapor emanar de él, se imaginó lanzándoselo en la cara, quemándole la piel, arruinándole su bello rostro retocado en botox hasta que todo el plástico que llevaba acumulado en sus pómulos y labios se derritiera como una vela en mal estado, desfigurándolo por completo para el resto de su vida.
La satisfacción de la imagen producida por su cerebro fue suficiente para sacarle una sonrisa genuina. Jamás le haría daño a nadie, pero la idea a veces la hacía feliz y le daba la fuerza que necesitaba para seguir adelante en aquel trabajo a pesar del odio que le generaba a diario.
—Aquí tienes tu café, idiota —le dijo Ezra en coreano, extendiéndole el vaso de papel por sobre el mostrador--. Ojalá te quemes y mueras.
Él la estudió por unos momentos.
—Rarita —dictaminó finalmente y se fue.
La sonrisa de Ezra se ensanchó.
Bajó la vista a los tickets que el encargado de la caja le iba pasando. Su siguiente pedido era el usual de otra clienta regular —aunque, a decir verdad, trabajando en una cafetería dentro de un estudio de grabación, todos eran clientes regulares. La mujer era una directora de fotografía con varios Oscars a su nombre, que siempre había probado ser amable con Ezra, y quien incluso se había aprendido pequeños datos de la chica como para iniciar conversación por los pocos segundos diarios que se veían.
—¿Y? —le preguntó expectante mientras Ezra preparaba su complicado latte—. ¿Cómo te fue?
—Dijeron que me llamarían —informó la chica encogiéndose de hombros—. Siempre dicen lo mismo.
—Seguro que esta vez te llaman.
—Ya no albergo esperanzas. —Ezra alzó el latte para que la mujer lo viera—. ¿Más caramelo?
—Un poco, si puedes.
—¿Para mi clienta favorita? Siempre —dijo ella guiñándole un ojo.
La mujer sonrió, del tipo de sonrisas que recuerdan a la infancia, provocando que sus redondeadas mejillas se acentuaran y su rostro se rejuveneciera. Hasta dónde Ezra sabía, rondaba los cincuenta años, pero cada vez que sonreía todas las marcas del estrés y el paso del tiempo se borraban de su piel, dejando solamente la felicidad de alguien que ha invertido su vida en sus sueños y no se arrepiente de nada. Ezra deseaba poder ser así, llegar a esa edad sin remordimientos, sin arrepentimientos, sabiendo perfectamente que había tomado las riendas del destino en sus manos y había logrado enorgullecer a su niña interior.
Una voz en su cabeza le recordaba que el tiempo pasaba y no estaba haciendo progreso alguno para avanzar hacia esa vida que tanto añoraba. Sacudió su cabeza para alejar esos pensamientos.
—Si me dices quiénes estaban tomando la audición, puedo mover influencias para que te llamen —ofreció la mujer.
Ezra se relamió los labios. La oferta la tentaba, por supuesto, pero como todas las veces que había oído esas palabras en boca de la misma mujer, empleó la misma amable respuesta.
—Quiero que me escojan por mi talento, no por mis contactos.
En realidad, estaba dispuesta a dejar que sus conocidos en Hollywood —que no eran muchos, pero eran algunos— la acomodaran en el plató. Una de las primeras advertencias que había obtenido de aquel mundo era que la única forma de alcanzar el estrellato era generando una intrincada red de contactos. Lo que no estaba dispuesta era a dejar que la única persona que la trató bien en ese estudio atestiguara por ella, solo para que después se enterara de que había puesto las manos en el fuego por un desastre.
Molly, la pelirroja mujer que era el estereotipo andante de una profesora de arte, con sus ropas holgadas, largas, coloridas y de diseños extravagantes, con su flequillo cubriéndole las pestañas y sus descontroladas ondas sostenidas en un moño sobre su nuca, con sus pecas pintadas sobre sus redondos pómulos y sus anteojos de John Lennon delante de sus verdes ojos, era la única persona en esa ciudad a la que no quería decepcionar. Cualquier persona podía ver el fracaso andante que era Ezra, pero no ella, no Molly.
No podía dejar que la mujer respondiera por ella y arriesgara su posición cuando saliera a la luz lo irrefutablemente mala para la actuación que Ezra parecía ser.
—La oferta estará siempre en pie, lo sabes —dijo Molly—. Solo tienes que pedirlo.
—Lo aprecio mucho, de veras. Aquí tienes. —Ezra le extendió su pedido— Que lo disfrutes.
Como ya era costumbre, Molly sacó varios dólares de su bolsillo y lo dejó en el jarrón dedicado a las propinas para los baristas. Ezra asintió agradecida y la vio irse.
La mañana siguiente volvería a verla, volvería a prepararle el mismo café y volvería a declinarle una oferta similar. La mañana siguiente, más actores engreídos volverían a molestarla y ella volvería a fantasear con lastimarlos. La mañana siguiente, su turno volvería a comenzar, los llamados de regreso de las audiciones que había realizado nunca le llegarían, y otro director de casting la vería y le diría lo buena que sería para tal papel. Y cuando eso sucediera, Ezra se lo creería, porque le llenaba el pecho de orgullo que alguien la creyera buena para algo; pasaría noches en vela estudiando un guion frente a un espejo, perfeccionando su arte, para luego volver a caer en el pozo de la decepción cuando no la escogieran.
Nadie nunca la escogía.
La mañana siguiente también sería un nuevo día. Pero mientras tanto, junto a las campanadas de la capilla del estudio, su turno matutino terminó. Ezra se despojó de su delantal verde en la sala de descanso, colgó su mochila con sus pertenencias al hombro y se encaminó de regreso a casa.
Con su vista clavada en su teléfono, tratando de escoger la playlist perfecta para su viaje, no vio al hombre en su camino. El cual era bastante difícil de no ver, teniendo en cuenta que, cuando inevitablemente chocó con él, lo hizo con su cabeza a la altura de su pecho.
—Lo siento —se disculpó de inmediato, haciendo un ademán hacia él.
—No hay problema —le respondió y su voz le causó un escalofrío.
Se asemejaba al siseo de una serpiente, era la única forma de describirlo. Tenía un tono tan bajo y a la vez potente que a Ezra le dio la impresión de que, si le pedía algo, ella se vería en obligación de concedérselo. Cuando lo miró, vio su fino rostro enmarcado en preciosos cabellos dorados que caían como una cascada de oro sobre sus hombros, y podía jurar que, cuando le sonrió, sus ojos brillaron de un amarillo antinatural. Quizás era uno de esos raritos que habían comenzado a aparecer últimamente.
Excepto por la sensación de omnipotencia que parecía emanar de él. La hizo sentir tan pequeña que Ezra se sostuvo con fuerza de las correas de su mochila y se apresuró a salir.
Cuando, ya estando fuera de la cafetería, miró hacia atrás, no lo vio a través del cristal. Una horrible sensación le cosquilleó la piel. ¿Lo habría imaginado?
Se sacudió esos pensamientos de encima y se apresuró a llegar hasta la parada del transporte público que la acercaría a su casa.
Vivía en un pequeño departamento en un viejo edificio en Burbank. Lo había conseguido a un razonable precio gracias a la completa ruptura económica generada por el Blip —Ezra era consciente de que no debía regodearse por los beneficios que obtuvo a cuestas de la desgracia ajena, pero algo bueno debía salir de ello. Cuando llegó a Los Ángeles, el Blip recién había ocurrido, el mundo estaba sumido en un completo estado de pánico y muchos caseros habían reducido exponencialmente el valor de la renta con la esperanza de, aunque fuera, conseguir algo de dinero por ese medio.
A Ezra le había parecido un trato magnífico alquilar un piso por menos de la mitad de su sueldo, algo que jamás podría haber logrado en condiciones económicas estables. Durante cinco largos años vivió allí por su cuenta, reordenó los espacios, vendió algunos de los muebles que el inquilino anterior había dejado atrás luego de desaparecer y se hizo de aquel pequeño lugar un acogedor hogar para ella sola. Luego, en 2023, el caos volvió a reinar en el mundo cuando todos regresaron de la muerte, y Ezra se vio con la incómoda situación de estar usurpando el hogar de alguien más.
Estaba de más decir que a Xavier Flores no le hizo gracia alguna ver cómo su espacio había sido adueñado por una completa desconocida quien, además, le había vendido todas sus pertenencias. Tampoco le hizo gracia alguna haberse perdido cinco años, haber perdido su posición en el periódico para el que trabajaba, haberse perdido cinco cumpleaños y una infancia entera de su hija. No le hizo gracia alguna tener que rellenar cinco formularios de impuestos y firmar declaraciones juradas que confirmaban su estatus como víctima del Blip, tener que renovar todos sus documentos, volver a abrir sus cuentas bancarias, denunciar el robo de su auto, verse obligado a repartir currículums en un ambiente laboral que no daba abasto para todos los recién llegados o firmar los papeles de divorcio y luchar por la custodia de su hija luego de que su exesposa se hubiera casado con alguien más mientras él no estaba.
Ezra lo había dejado vivir con ella durante todo ese proceso, con el sentimiento de culpa trabado en su garganta. No podía echarlo a la calle, no cuando su vida se estaba desmoronando segundo a segundo.
Para cuando Xavier logró encaminarse una vez más, ambos habían entablado un vínculo que se asemejaba mucho a una amistad, y decidieron seguir conviviendo hasta que se cansaran de la compañía del otro —o hasta que se encontraran una pareja con quien mudarse.
Ezra pasó llave por la desteñida puerta y la empujó con su cadera para abrirla. En cuanto entró, la recibió la melodía de una canción de R&B y el aroma a que algo exquisito se estaba cocinando en el horno. Ezra se despojó de su calzado junto a la puerta, colocó sus pantuflas y se deslizó al compás de la canción hasta la diminuta cocina que Xavier tenía cubierta de trastos sucios y aroma a vainilla. Dio una rápida ojeada a los ingredientes que su amigo había utilizado y su boca se hizo agua.
—¿Pastel de tres leches? —preguntó esperanzada.
—Así es —le confirmó—. A pedido de Barbie.
—¿Viene hoy?
—Después de la escuela, sí. Pensaba esperarla con chocolate caliente también.
Chocolate caliente y pastel de tres leches era un plan al que Ezra no podía negarse, menos todavía cuando venía acompañado por la niña de ocho años más increíble que había conocido jamás.
—¿Te importa si me les sumo? —preguntó ella.
—Por favor, sabes que Barbie adora a su tía Rey —le dijo Xavier con voz cantarina que enseguida se transformó en la letra de la canción que estaba escuchando.
Ezra lo dejó seguir cocinando y bailando. Siempre que le tocaba su semana con Bárbara, el humor de Xavier cambiaba por completo, sus problemas terminaban escondidos en lo más recóndito de su ser y se transformaba en el padre que toda niña de la edad de Bárbara quería tener. En ciertos aspectos a Ezra le recordaba a su padre y a todos los esfuerzos que este había hecho por darle la infancia más feliz y completa posible.
Su apartamento constaba de dos cuartos en los que apenas era posible hacer entrar una cama doble, un baño en el que la ducha se superponía al lavabo, una cocina de estilo galería en la que dos personas ya eran multitud y un estar apretujado. Aun así, lo habían logrado hacer un hogar funcional para tres personas, lleno de vida otorgada por un sinfín de plantas de interior y cuadros de colores vibrantes. La habitación de Ezra era la más pequeña de las dos, tenía tres paredes pintadas de una tonalidad azul grisácea, un clóset empotrado al que había cubierto con pegatinas y dibujos que Bárbara le había regalado, un espejo de cuerpo entero acomodado en un rincón rodeado de plantas y un pequeño escritorio tapado por papeles de audiciones fallidas.
Bajo la única ventana descansaba su cama, la cual acaparaba casi todo el espacio, haciendo que tuviera que caminar de costado para poder acceder a su escritorio, la estantería de libros sobre este o incluso su closet. Ni siquiera tenía espacio para mesas de noche.
Dejó sus cosas sobre el escritorio y se dejó caer sobre la silla frente a este, exhausta. Su turno comenzaba tan temprano como llegaba el primer actor al set, a las tres de la mañana, y se extendía hasta pasado el mediodía. Era un turno largo y agotador, pero también era el turno que mejor pagaba y le permitía mantener su vida en California, por lo que tampoco se quejaba.
Pasó un buen rato aplicando para nuevas audiciones y respondiendo a correos de rechazos o con vacías promesas de que la llamarían. Luego se planteó en seguir leyendo el libro de Stephen King que se había convertido en su lectura del mes, pero tras unas páginas sus párpados comenzaron a pesarle, rogándole que les diera un descanso. No podía discutir con eso.
Se quitó la ropa de trabajo, bajó la cortina para opacar la luz del día y se acostó bajo su edredón de plumas. En cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada, cayó rendida. Y por primera vez en mucho tiempo, soñó cosas horribles, escenas sangrientas protagonizadas por toda su familia, símbolos extraños que eran grabados en su piel con acero candente, como si fuera una pieza de ganado marcada por su dueño.
Cuando despertó, cubierta de sudor y completamente aterrada de lo retorcida que podía llegar a ponerse su imaginación, el sol ya había caído, y las voces de unos reconocidos personajes animados se escuchaban desde la sala.
Ezra se pasó una mano por sus largos cabellos azabache —ahora con dos mechas blancas a cada lado de su rostro— e intentó regular su respiración. Ya no era una niña, no podía dejarse asustar por imágenes confabuladas por su propio cerebro. La realidad daba miedo, sí, pero al menos no estaba plagada de demonios. Y, aunque lo estuviera, al menos había personas allí afuera dispuestos a pelear para que ella nunca tuviera que verlos.
Se levantó, alcanzó un par de toallas rosadas con bordados de flores y una muda de ropa y salió de su habitación para encerrarse en el baño. Una larga ducha caliente era lo que necesitaba para sentirse mejor. Dejó que el agua resbalara por su cuerpo y que el aroma a lavanda de su jabón se apoderara de cada centímetro de su piel. Para cuando salió a la sala, vestía un pijama de dinosaurios y tenía una toalla envolviendo su cabello.
—Buenas tardes, familia —dijo al tiempo que se dejaba caer sobre el sofá de la sala junto a la pequeña Bárbara.
La niña enseguida la abrazó y Xavier, del otro lado de su hija, le alcanzó un plato con un trozo de pastel. Enseguida le hincó el diente.
—Tan rica como siempre, Xavi —elogió Ezra con la boca llena. Luego se volvió a Bárbara—. Tu padre es el mejor cocinero de toda California.
—¿Verdad que sí? —dijo la pequeña con orgullo.
Xavier rio con incomodidad y se rascó la nuca.
—Están exagerando.
—No, de verdad, tu comida es como... el manjar de los dioses —siguió elogiando Ezra, consciente de que tantas palabras de afirmación ponían nervioso a su amigo.
—¡Es cierto papi! —apoyó Bárbara—. Cocinas mejor que mamá.
Ezra notó la incomodidad en el chico. A pesar del tiempo que había transcurrido, la circunstancia de su divorcio todavía lo perseguía como una oscura sombra. Su ex no era su tema de conversación favorito para discutir con nadie en el mundo, menos todavía con su hija.
—¿Les apetece ver una película? —ofreció Ezra en busca de cambiar el rumbo de la conversación—. Tengo unas sugerencias de Halloween que amaba mirar a tu edad, Barbie. Si tu padre nos deja, podríamos ver alguna.
—¿Para que te quedes dormida de nuevo? —atacó la pequeña.
—¡Oye! —exclamó la chica y comenzó a atacar a Bárbara con cosquillas que enseguida le arrancaron una carcajada—. ¡Jamás me he dormido viendo una película ni volveré a hacerlo!
—¡Lo admitiste! ¡Lo admitiste! —exclamó Bárbara entre risas.
Ezra fue contagiada por su risa y dejó de hacerle cosquillas.
—Eres famosa por dormirte a mitad de las películas, Ray —apoyó Xavier—. ¿Cuál quieres ver?
—Nightmare Before Christmas.
—¿Una película de Navidad? —preguntó la niña confundida—. Creí que dijiste que sería de Halloween. ¡No es época para Navidad todavía!
—No, cariño —le dijo su padre—. Es un clásico de Halloween. A mí me daba miedo de pequeño, mucho miedo. No sé si podré verla ahora.
—¡Quiero verla!
—¿Estás segura? —inquirió Ezra.
—¡Sí!
—¿Y qué haremos cuando a tu padre le dé miedo?
—Con un abrazo me conformo —sostuvo Xavier, a lo que Bárbara se removió un poco en el sofá para lanzarse en sus brazos. Xavier la abrazó con fuerza—. Ahora sí que nada podrá asustarme.
Ezra no pudo evitar sentir una oleada de ternura ante la escena. Cuando recién se había enterado de la situación de Xavi con su hija, había temido que ella no quisiera tener relación alguna con él o que, de tenerla, esta no fuera la mejor; pero día tras día quedaba en evidencia el esfuerzo que Xavier hacía para no perderse nada de la vida de su hija, y lo agradecida que Bárbara estaba por ello.
Estiró su mano para alcanzar el control de la televisión, buscó la aplicación que contenía la película que querían y comenzó a reproducirla.
Antes de poder escuchar Whats's This? y ver a Jack Skelleton encontrar Christmas Town, Ezra volvió a dormirse.
Lo que nadie le había advertido sobre trabajar tan temprano era que el manejo del tiempo se volvería su tarea más complicada. No tenía un horario fijo para dormir, no podía determinar uno. A veces dormía en cuanto llegaba a casa, a veces dormía de a tandas, a veces se olvidaba de acostarse. No tenía energía para hacer otras cosas, había abandonado el gimnasio tras casi dormirse en la caminadora y había desistido de yoga cuando se durmió en cada una de las clases a las que asistió. Intentó hacer un curso de alfarería, pero su cansancio la llevaba a producir vasijas de lo más interesantes.
La prueba de ello la recibía junto a la puerta cada vez que entraba a su hogar. Xavier había insistido en que era muy peculiar como para no exhibirla.
Era fea y sin forma y la evidencia de que Ezra necesitaba cambiar de trabajo antes de que este le arruinara lo poco que le quedaba de vida.
Había llegado a la cafetería a tiempo como para despabilarse en la sala de descanso antes de comenzar su turno y había pasado gran parte de la madrugada limpiando y charlando con sus compañeros de trabajo quienes, como ella, estaban allí en busca de su oportunidad en el estrellato. Intercambiaron sus últimas experiencias en audiciones y anécdotas con las celebridades que caminaban por aquellos lados, la mayoría anécdotas desagradables.
Cuando la mañana llegó, Ezra recibió su habitual visita de su anécdota más desagradable hasta la fecha. Una vez más aquel tipo había ordenado el pedido más simple y aburrido posible; un café negro, como su alma.
—Y rápido, que no tengo todo el día —le reclamó.
Ezra se mordió la lengua para no responderle. Debió mordérsela más fuerte.
—Pues ese no es mi problema —espetó, arrepintiéndose al instante, aunque no se permitió dejar entrever sus sentimientos.
El rostro del hombre se enrojeció tanto que hasta las puntas de sus orejas parecieron teñirse de rojo.
—¡Es un pedido simple! —explotó él—. ¡Solo tienes que poner el vaso bajo la máquina!
—Ya sé cómo hacer mi trabajo, muchas gracias.
Ezra buscó el siguiente pedido para comenzar a prepararlo, totalmente consciente de que todavía no había hecho el del impaciente actor. No pensaba preparárselo en un futuro cercano.
Él pareció notarlo, pues su enojo aumentó exponencialmente. Se lanzó sobre el mostrador, cogió uno de los vasos de muestra y pretendió demostrarle a ella qué debía estar haciendo.
—¡Saca la mano, imbécil! —le ordenó ella propinándole un manotazo—. Te vas a quemar.
—Si no me preparas tú el café, lo haré yo mismo.
—No, lo que tienes que hacer es irte —intervino el manager de Ezra, quien atinó a agarrar el brazo del hombre, arrepintiéndose a medio camino.
Hacer enojar a las estrellas o tocarlos sin su permiso era un ticket directo a la lista negra del estudio.
—Dile a tu empleada que tiene que empezar a ser más amable con sus clientes.
—Vete, por favor —insistió su manager.
—No, vine por mi café, ya pagué por él. ¡Denme lo que es mío!
Una vez más, el hombre se abalanzó sobre la máquina, tirando muestras y el jarrón de propinas al suelo. Ezra se apresuró a sacarlo, sabiendo que su manager no se atrevería a hacerlo. En medio del forcejeo, la cafetera comenzó a funcionar y un chorro de café hirviendo cayó sobre su muñeca.
Ezra tiró el brazo hacia ella con gran velocidad de reacción y se permitió proferir un insulto dirigido directamente al actor caprichoso y engreído que la había lastimado en primer lugar. Estaba acostumbrada a quemarse, podía soportar el escozor en su piel, más cuando el líquido caliente solo la había tocado por una milésima de segundo. Lo que no podía soportar era que el responsable pareciera no importarle en lo absoluto haberle causado daño. ¿Tan por debajo suyo la creía que no tenía la decencia de preguntarle si estaba bien?
—Tómate un descanso —le pidió su jefe—. Vete, yo lo arreglo.
La chica bufó, pero procedió a desaparecer.
En la sala de descanso, dejó que agua helada corriera sobre su quemadura que ya comenzaba a enrojecer su piel. Maldijo al hombre, maldijo al sistema que le había permitido sentirse con el derecho de caminarle por encima, tratarla como basura, lastimarla y aun así salirse con la suya. No era justo.
—Puedo ayudarte.
Ezra se sobresaltó, no esperaba que nadie la fuera a buscar, mucho menos esperaba que un cualquiera se hubiera escabullido en una zona exclusiva para empleados. Cuando lo escuchó, los vellos de su nuca se erizaron y la sangre en sus venas pareció enfriarse. Era el mismo hombre que había visto el día anterior al finalizar su turno y su voz seguía siendo tan inquietante como su silenciosa presencia o su estirada postura.
—No puedes estar aquí atrás —dijo Ezra, esperando que sus nervios no se notaran.
—Te equivocas, niña, puedo hacer lo que quiera. —Había algo en la forma en que dijo aquello que hizo que las rodillas de Ezra temblaran. Comenzó a plantearse la posibilidad de que iba a tener que gritar por ayuda— No te voy a lastimar -ale aseguró como si le hubiera leído la mente.
—¿Qué quieres?
—Hablar, hace tiempo que no hablo con nadie.
El desconocido se sentó sobre el borde de un escritorio con la elegancia de un aristócrata. En esos momentos, Ezra reparó en que estaba vestido como uno también; llevaba un traje que parecía antiquísimo, bordado con figuras extraordinarias que bien podrían contar una historia, y unos guantes oscuros cubrían sus manos. Sobre su cuello descansaba un collar con una preciosa piedra roja que, si la miraba lo suficiente, parecía latir o incluso respirar.
—¿Te gusta? —le preguntó él al notar que ella no dejaba de mirar la perturbadora joya—. Es tuya, si la quieres. Todo lo que pidas puede ser tuyo, incluso hacer sufrir a ciertas personas que claramente se lo merecen.
El constante serpentino siseo de su voz logró erizar los brazos de Ezra. La incomodidad comenzó a apoderarse de ella. Necesitaba salir de allí. Pero no podía dejar de mirarlo, era demasiado hermoso como para quitarle los ojos de encima. Y su colgante... La forma en la que se movía al compás de la respiración de Ezra era como un tranquilizante. Podía quedarse allí para siempre y no le importaría nada más. Ni siquiera le importaba que el hermoso desconocido de largos cabellos dorados y brillantes ojos del mismo color la estuviera estudiando con una ancha sonrisa repleta de puntiagudos dientes, o que no estuviera respirando.
Ella suspiró y el colgante pareció hacer lo mismo. Debió parecerle inquietante, pero, en su lugar, le sacó una risa. Una voz en su cabeza le pedía que espabilara. No la escuchó.
—Dime tu precio, dime qué anhela tu corazón, y eso será tuyo, Ezra.
No se cuestionó cómo el desconocido sabía su nombre.
—Solo tienes que hacer un pequeño favor para mí, y lo que quieras te daré —insistió él, levantándose de donde estaba sentado para acercarse a ella, invadiendo su espacio personal—. Un favor a cambio de tu sueño más descabellado.
Ezra sabía que debió perturbarla que, bajo el embriagador aroma a rosas que emanaba del desconocido, también lo hiciera un rancio olor a putrefacción. Debió perturbarla que la acorralara contra la encimera a sus espaldas, cerrándole toda posible escapatoria al apoyar sus dos brazos a sus lados. Debió perturbarla que un tercer brazo le acariciara el mentón y la hiciera alzar la vista hasta alcanzar los brillantes y macabros ojos del desconocido. En su lugar, sonrió.
Por favor, espabila, insistía su voz racional, esto no es normal,
Sacudió su cabeza para alejarla.
—¿Un favor? —preguntó en voz baja, como si estuviera compartiendo un íntimo secreto.
—Muy pequeño —dijo él—. A cambio te daré lo que quieras.
—¿Cualquier cosa?
—Cualquier cosa —confirmó el hombre.
La oferta era casi tan tentadora como la cercanía que compartían. Ezra quería darle una respuesta con la misma intensidad con la que quería besarlo en esos momentos. Era tan hermoso como un ser fantástico de un cuento de hadas y lo tenía allí, todo para ella, dispuesta a darle lo que quisiera.
Sus labios temblaron con la idea de decirle que lo quería a él, pero algo le decía que no precisaba hacerle un favor, que lo tendría de todas formas.
Podía pedirle lo que por siete años le había faltado, lo que por tanto tiempo había luchado.
—Quiero pasar una audición, conseguir un papel.
—¿Quieres ser famosa? —inquirió él con una sonrisa que solo podía definirse como diabólica.
—Quiero que el mundo recuerde mi nombre.
—Eso es algo que te puedo conceder. El mundo sabrá quién eres, Ezra LeBlanc, me aseguraré de que así sea —le prometió, dejando sus rostros tan cerca que Ezra podía sentir su repugnante aliento sobre sus labios—. Si y solo si, cuando llame, me abres la puerta.
¿Eso era todo? No había mentido, sí era un favor pequeño.
—¿Aceptas? —preguntó él.
—Acepto —confirmó ella.
Como forma de cerrar el trato, el rubio la besó, pero contrario a lo que había creído que sería, aquel fue uno de los besos más desconcertantes de su vida. Sus labios habían estado tan fríos y cuarteados que Ezra creyó que estaba besando un cadáver, y las escuálidas y finas manos que le sostenían la barbilla no ayudaban mucho a hacerse una mejor imagen. Tampoco ayudaba el olor a muerto que inundaban sus fosas nasales.
Cuando él separó sus labios, le sonrió de oreja a oreja.
—Puedes estar segura de que siempre cumplo mi palabra. Espero que tú hagas lo mismo —había una amenaza que no estaba pronunciando y que causó que el corazón de la chica latiera rápidamente impulsado por el miedo—. Me temo que si rompes nuestro trato, tendrás que pagar las consecuencias.
Ezra no quería averiguar de qué consecuencias estaba hablando.
—Cumpliré mi palabra —le prometió—. Abriré la puerta cuando llames.
—Buena chica, Ezra.
El desconocido acarició su mejilla y comenzó a alejarse hacia la puerta.
—¡Espera! —lo detuvo. Él la miró como si fuera el ser humano más divertido que había conocido jamás— ¿Cómo debo llamarte?
Una oscura risa escapó de los labios del hombre.
Adam, le dijo.
Aunque Ezra no recordaba haberlo visto mover los labios.
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